El joven lo miró de reojo. Se había ensombrecido definitivamente. Quizá debía sugerirle que dejara de beber, casi había acabado la garrafilla de tequila que tenía delante, pero no se atrevió. Se abatió sobre él un miedo difuso al pensar en qué podía acabar aquella situación. De una manera u otra, si había problemas, acabaría pagándolos él.
Siguieron bebiendo casi otra media hora, sin hablar. Entonces Santiago se frotó la cara varias veces.
—Estoy jodido, muchacho, anímicamente jodido, como suele decirse.
—Ya le he dicho que si puedo ayudarlo...
—Tú has bebido cerveza todo el tiempo, ¿no es eso?
—Sólo cerveza.
—Entonces quizá sí puedas ayudarme. Para regresar a la colonia voy contigo, en tu coche o en el mío, da igual. Creo que no estoy en condiciones de conducir.
—Espere un momento, voy descalzo. Subiré a recoger mis zapatos.
Se levantó y fue hacia la escalera, pero algo le vino a la mente y regresó sobre sus pasos.
—Oiga, Santiago, si hacemos lo que usted dice, uno de los dos coches tiene que quedarse aquí. —El ingeniero levantó la vista y la enfocó sobre él sin entenderlo—. Quiero decir que al menos sus compañeros se van a enterar de que ha estado aquí esta noche.
—Da igual, eso comparado con la que se va a armar no tiene importancia.
—Mejor conduzco yo su coche y el lunes alguien me traerá hasta aquí para recoger el mío. Así evitamos que su esposa se mosquee. En fin, digo yo.
Su vencido interlocutor apuntó con un dedo hacia él e hizo como si disparara.
—Has conseguido una diana.
Mientras subía en busca de sus zapatos empezó a renegar mentalmente. ¡Joder, aquel tipo estaba como una cuba o como una cabra! Sí, pero cabra o cuba a él le tocaba pringar. Le había partido la noche porque pensaba quedarse a dormir con las chicas, y encima tenía que preocuparse de si su mujer iba a cazarlo yendo a El Cielito. ¡Aquel trabajo acabaría con él! El enfado coexistía con otro sentimiento dentro de su corazón: la curiosidad, una curiosidad hambrienta, casi una pasión por saber. ¿Qué era aquello tan grave que se iba a armar? Fuera lo que fuese, ¿llegaría a enterarse de algo? Oyó la suave música de las guitarras que procedía del piso inferior, pero ni siquiera ese sonido tan grato logró tranquilizarlo.
Lanzó una mirada furtiva sobre su marido. Ramón leía un libro, absolutamente concentrado. Se preguntó si él la miraría alguna vez mientras ella estaba distraída, mirarla con atención, como se mira a alguien al que acabas de conocer. No lo creía. Debía de verla siempre enmarcada en un contexto, como algo familiar y anodino que formara parte del decorado. Sin embargo, nunca le había hecho protestas en ese sentido. No era una mujer coqueta, de las que se quejan zalameramente y hacen mohines. Eran buenos amigos, y había cosas sobre las que parecía ridículo hablar. ¿Para qué preguntarle «¿me quieres aún?» mientras le tiraba de la manga de modo infantil? Ramón no era un hombre juguetón o frívolo, sino aplomado, sensato. Ella había aceptado su sensatez como un elemento de estabilidad en el que vivir, un valor seguro en el que confiar. Nunca habían tenido peleas. Si hubiera tenido que hacer un resumen de su matrimonio, habría dicho que eran años y años de aplicación del razonamiento prudente a las cosas diarias: la convivencia, la educación de los hijos. Había tenido la suficiente autonomía como para desarrollar su profesión, y el cuidado de los niños nunca le había supuesto un problema. Todo había estado bien en su vida de casada, ¿a qué negarlo? Debía de abandonar aquel intento vil de buscar una justificación para serle infiel a su marido. Era algo impropio de ella, repugnante; en especial, si a su lado se sentaba Ramón, leyendo tranquilamente, ignorante de todo.
Bien, en cualquier caso, aún no había sucedido nada irremediable. Tenía una tregua que duraría hasta el próximo fin de semana. Necesitaba aquel tiempo para estar sola, para reflexionar con serenidad. Aquellos pensamientos concéntricos y obsesivos la estaban desquiciando. Había perdido el apetito. Intentaba recuperar el ritmo normal de la existencia, pero cuando en algún momento lograba estar en paz, de pronto la imagen de Santiago regresaba a su mente, y junto a ella aquel nuevo estado de inquietud que se le antojaba una locura sin límites. ¿Sería aquello la pasión amorosa, aquel sentimiento extremo siempre escuchado de otros, leído en libros, intuido pero no experimentado jamás? ¿Podía sentirse pasión por alguien sin saber cómo era en realidad, sin haberlo besado, ni siquiera rozado? Era afortunada, sin duda era afortunada; una punzada de deseo y felicidad la atravesó. Después se dio cuenta de que no avanzaba en la lectura del libro que tenía en las manos. ¡Cómo deseaba que llegara el lunes y que Ramón se marchara a la obra! De ese modo, podría estar sola, pensar, martirizándose y deleitándose al mismo tiempo. Se levantó. Necesitaba un poco de actividad si quería conservar el juicio.
—¿Preparo un té?
Ramón dejó la lectura, se masajeó los ojos, miró el reloj.
—No sé, llevamos toda la tarde en casa. ¿Quieres que vayamos a tomarlo al club? Estamos un rato y regresamos pronto. Mañana ya tengo que madrugar.
Era una gran idea. En el club encontrarían probablemente a Manuela y a Adolfo, charlarían. Sería un descanso no estar mano a mano con Ramón y, además, dejaría de pensar, un descanso absoluto.
—En seguida vuelvo. Voy a buscar un jersey.
De pie en su dormitorio, se miró en el espejo. No, su rostro no delataba nada sobre sus perturbadoras obsesiones, debía tranquilizarse. Regresó junto a su marido, que la esperaba en el porche contemplando el atardecer.
—¡Qué tarde tan deliciosa! —comentó—. Cuando regresemos a España nos acordaremos de estas tardes suaves de México.
—Sí —musitó Victoria con el corazón encogido.
El club estaba habitualmente medio vacío los domingos por la tarde. Los técnicos jóvenes que tenían niños no solían acudir. Ese día sólo había cuatro personas: Adolfo y Manuela, Susy y Henry. Los recibieron con animación:
—¡Eh, uníos a esta pandilla de desterrados!
Se sentaron todos juntos, tomaron el té, y la charla derivó hacia agradables temas insustanciales. Victoria hubiera cerrado los ojos de tanto placer. Aquella conversación carente de tensiones la aligeraba, le daba reposo, le procuraba una reconfortante sensación de normalidad. Veía a Ramón risueño y locuaz, al tiempo que la hermosa luz del día iba desapareciendo por los enormes ventanales que daban al jardín. ¡Por fin el tiempo recuperaba su ritmo normal en vez de arrastrarse lastimosamente sobre sus pensamientos culpables! Los diálogos adquirieron aquella textura banal y cómoda de las reuniones entre matrimonios, hecha de lugares comunes y humor previsible: bromas jugando a la lucha de sexos sobre el colchón amortiguador del mutuo conocimiento y la comprensión, de la tolerancia y el cariño.
Se había hecho de noche. Manuela, la vigorizadora de cualquier situación que pudiera decaer, dio una palmada en el aire:
—Quiero hacer una pregunta a las mujeres: ¿vais a poneros a preparar la cena ahora? No me negaréis que es una perspectiva espeluznante. ¿Por qué no nos quedamos a cenar aquí?
—¿Podrá improvisarnos algo el cocinero?
—Voy a informarme.
Manuela se levantó y salió con paso firme, dejando tras de sí una estela de comentarios sobre su vitalidad. Adolfo asentía, remedando la resignación de una víctima:
—Cierto, cierto, tiene una vitalidad que mata, doy fe.
Era evidente que se sentía orgulloso. Victoria pensó que aquella pareja veterana había logrado una envidiable supervivencia amorosa o, al menos, matrimonial. Ese pensamiento acabó de tranquilizarla. Se había precipitado al dar por seguro que iba a abandonar a Ramón. Dejarse llevar por las regurgitaciones de la mente durante mucho tiempo era un proceso malsano que debía evitar. Manuela volvió al cabo de un instante.
—Listo. Guacamole, huevos revueltos y carne en salsa. ¿Hay quien dé más? Y mientras el banquete sale a la mesa,
dry martini
para todos. ¿Alguien se apunta?
Nadie se negó a tan buen plan. Rozando la euforia gracias al alcohol, transcurrió otra hora hasta que se sentaron a cenar. La cena fue larga, divertida. Victoria estaba tan repuesta de su angustia que comió con apetito y bebió el vino con sed de olvido. Tras una prolongada sobremesa, Ramón miró el reloj.
—Lo malo de marcarse una juerga con tu propio jefe es que cuando al día siguiente te presentas al trabajo en malas condiciones no puedes poner excusas verosímiles.
Adolfo soltó una carcajada:
—Tenéis la gran suerte de que el jefe es el más viejo, y a lo mejor mañana no me puedo levantar. Aunque no os hagáis ilusiones, mañana a las siete, todos en el tajo. No me gustaría que el gobierno mexicano nos tuviera que echar viendo que su presa no avanza.
Entonces lo descubrió delante de ella, de pie, el pelo rubio algo despeinado, los ojos enrojecidos. Henry lo saludó:
—¡Eh, Santiago, llegas un poco tarde!
—He oído voces y me he acercado a mirar.
Ramón se puso en pie, se dirigió a buscar una silla.
—Siéntate y toma una copa, serás una excusa para la última. El jefe ya nos estaba amenazando con el madrugón de mañana.
Santiago interceptó su movimiento, poniéndole una mano cortés en el brazo.
—No, gracias, es muy tarde ya. Me voy a dormir. Mañana nos vemos. Buenas noches a todos.
No le había quitado los ojos de encima ni un segundo, ella los sentía aún clavados, abrasadores. Pero nadie parecía haberse dado cuenta; como tampoco advirtieron que ella hacía esfuerzos por respirar normalmente, por controlar la aceleración que le golpeaba en el pecho. Cuando Santiago desapareció, se hizo un silencio incómodo, era obvio que volvía de alguna parte, solo, y que había bebido. La sombra de Paula planeó sobre todos, y fue algo tan notorio que Susy se vio forzada a decir:
—Me encontré con Paula esta tarde y no se sentía muy bien. Creo que se fue a la cama temprano.
—¡Vaya! —soltó en un suspiro Manuela, intentando aportar naturalidad al momento.
Adolfo se levantó:
—Señores, ha llegado el final de la velada, por lo menos para mí.
Cada uno se dirigió hacia su casa. Mientras caminaba junto a Ramón, sintió la necesidad de decir cualquier cosa que conjurara el silencio entre ambos.
—Ha sido una buena idea ir al club. Después de todo, hemos pasado un buen rato.
—Te lo contaré mañana cuando suene el despertador.
Se desnudaron. Ramón siempre ponía la radio con el volumen muy bajo mientras se preparaban para dormir. Le dio un beso en la mejilla a su esposa. Ella apagó la luz.
—¿No te quedas leyendo un rato?
—Estoy cansada.
—Buenas noches, hasta mañana.
Siempre le había parecido divertido que él se despidiera de manera tan formal todas las noches, como si realmente no fueran a compartir la cama. Al cabo de un rato notó cómo se removía, inquieto, e instantes después comenzó su acercamiento sexual. Victoria esperó. Sabía cuáles iban a ser exactamente los movimientos de su marido, dónde pondría sus manos, cómo. Voluntaria, conscientemente, pensó en Santiago, cambió aquel cuerpo conocido que la abrazaba por el que no había tocado jamás, y se inflamó de deseo.
Luz Eneida le preguntó si debía pasar el aspirador por la sala. Según su opinión, no era necesario, no veía el polvo suficiente como para hacer una limpieza a fondo. Claro que, a lo mejor, no le venía mal una lavadita al suelo, antes de que la suciedad se hubiera acumulado más. Paula levantó la vista del libro y la miró con curiosidad. ¿Hablaba en serio, de verdad le importaba la limpieza e incluso elaboraba estrategias para mantenerla? ¿Por qué había gente con tanta capacidad para ser práctica? Aquella mujer cumplía con un trabajo monótono, tenía una vida probablemente miserable en el último rincón del mundo y, sin embargo, continuaba preocupándose por erradicar la suciedad de su salón. ¿Qué la motivaba: la misión bien cumplida, la armonía del entorno? Cualquier cosa, Luz Eneida estaba dotada con la gracia de la felicidad. A lo mejor era religiosa. Sabía que otras esposas de la colonia charlaban a menudo con sus sirvientas, de modo que conocían sus circunstancias, su situación. Pero Luz Eneida no había tenido suerte con ella. ¿O sí? Al fin y al cabo, no la agobiaba con peticiones ni órdenes, de hecho no le decía nunca lo que tenía que hacer. Aunque probablemente aquella chica hubiera preferido su atención incluso yendo acompañada de exigencias, porque era lo lógico y habitual. En eso consistía la felicidad, en esperar lo lógico y lo habitual. Por eso ella nunca había tenido ni la más leve posibilidad de ser feliz. No comprendía en qué consistía lo lógico, y nunca había puesto demasiado interés en dilucidar qué era lo habitual. Hubiera necesitado levantar el vuelo y olvidarse de las normas, pero tampoco lo hizo. Miedo. Lo lógico siempre solía coincidir con lo habitual. Lo lógico hubiera sido qué ella y Santiago se separaran cuando él aceptó el trabajo en México. Dado el estado de destrucción lenta pero definitiva de su matrimonio, eso hubiera sido lo lógico, y también lo habitual. Una excusa inestimable para salir de aquella situación. Lo lógico también hubiera sido que cuando Santiago oyó de sus labios que pensaba acompañarlo en su estancia, hubiera dicho: «No, querida, no vengas conmigo, creo que ha llegado el momento de destapar el juego.» Pero no lo dijo. ¿Alguno de los dos tenía la más remota esperanza de que aquel cachivache estropeado que era su matrimonio pudiera recomponerse? ¿Por qué estaba ella en México, con qué intención había aceptado ir? ¿Y a quién coño le importaba una resurrección amorosa cuando lo que apestaba a podredumbre era la propia vida en su totalidad? A veces pensaba que se había quedado tantos años junto a su marido porque necesitaba un testigo de la culminación de su fracaso. Pero ¿y si decidía intentarlo; no salvar su matrimonio sino salvarse a sí misma? Allí, en aquella tierra, en aquel alejamiento de su hábitat geográfico, radicaba su oportunidad. En México podía librarse de sus fantasmas, olvidarse de ellos, quedarse trabajando en una ONG o como camarera en alguna cantina. Cierto que había adquirido la costumbre de beber y que le costaría un poco dejarlo y volver a la sobriedad total, pero si trabajaba duro por su rehabilitación moral, ni siquiera una copa de vez en cuando le haría daño. Pasarse la tarde del domingo durmiendo a resultas de una borrachera no tenía sentido. Cambiaría a partir de aquel mismo momento. Tampoco debía de ser tan complicado si el cambio no comportaba asumir el pasado. Olvidaría su anterior personalidad, renacería. En México quizá había un lugar para ella en el que no había reparado. La mayor dificultad sería no dejarse arrastrar por la voz interna del pasado: las vivencias, los recuerdos, la desesperación, las preguntas, las respuestas, los remordimientos, el rencor, la sensación de que la vida era sólo una y ya había acabado.