—Gracias a Dios —dijo Alex, cuando la persona a quien llamaba descolgó al otro lado de la línea—. Me has salvado de saltar desde una ventana del segundo piso de la cárcel.
—Te has olvidado de que tienen barrotes —dijo Whit Hobart riendo—. Recuerdo que siempre pensaba que no los instalaron para mantener dentro a los presos, sino para evitar que sus abogados de oficio salten por ellas cuando toman conciencia de lo difícil que será defenderlos.
Whit era el jefe de Alex cuando ésta entró a formar parte de la abogacía de oficio de New Hampshire, pero se había retirado hacía nueve meses. Toda una leyenda por derecho propio, Whit se había convertido en el padre que ella nunca había tenido, un padre que, a diferencia del suyo, la había alabado siempre en lugar de criticarla. Hubiera deseado tener a Whit junto a ella, en lugar de que estuviera en algún club de golf, a orillas del mar. Se la habría llevado a comer y le habría contado historias que le habrían hecho comprender que todo abogado de oficio tiene clientes y casos como Linus. Y al final se las habría arreglado para dejarla a ella con la cuenta y con un renovado impulso para levantarse y salir a luchar contra todo una vez más.
—¿Qué haces levantado tan pronto? —le dijo Alex con ironía—. ¿Una partidita de golf de madrugada?
—Qué va, ese maldito jardinero me ha despertado con su máquina para limpiar de hojas el jardín. ¿Qué me he perdido?
—Nada, la verdad. Sólo que el despacho no es lo mismo sin ti. Falta como una… energía.
—¿Energía? ¿No te estarás volviendo New Age, con bola de cristal y todo, eh, Al?
Alex sonrió.
—No…
—Estupendo. Porque te llamo porque tengo un trabajo para ti.
—Yo ya tengo trabajo. De hecho tengo como para dos trabajos.
—Tres juzgados de distrito de la zona ofrecen una plaza. En serio, Alex, deberías presentarte.
—¿A jueza? —Se echó a reír—. Whit, ¿a estas alturas te ha dado por fumar porros?
—Serías muy buena, Alex. Sabes tomar decisiones. Tienes un temperamento equilibrado. Sabes impedir que tus emociones interfieran en el trabajo. Tienes la perspectiva de la defensa, de modo que comprendes muy bien a los litigantes, y siempre has sido una abogada excelente en los juicios. —Dudó unos segundos—. Además, no es frecuente que New Hampshire, que tiene a una mujer como gobernadora y del Partido Demócrata, busque juez.
—Gracias por el voto de confianza —dijo Alex—, pero no sabes hasta qué punto no soy la persona idónea para ese puesto.
Ella sí lo sabía, porque su padre había sido juez del Tribunal Superior. Alex recordaba cuando era pequeña y se subía a su sillón giratorio, y se ponía a contar clips, o a pasar el pulgar a lo largo de la verde superficie aterciopelada dibujando una cuadrícula. Descolgaba el teléfono y fingía que hablaba con alguien. Interpretaba un papel. Y entonces, inevitablemente, llegaba su padre, y la reñía por haber movido de lugar un lápiz, o un dossier, o por haberlo molestado a él, Dios la perdonara.
El
beeper
zumbó de nuevo en su cintura.
—Escucha, tengo que volver a los tribunales. A lo mejor podemos quedar para comer la semana que viene.
—Los jueces tienen un horario muy regular —añadió Whit—. ¿A qué hora vuelve Josie a casa del colegio?
—Whit…
—Piénsalo —dijo él, y colgó.
—Peter —suspiró su madre—, ¿cómo es posible que la hayas perdido otra vez?
Rodeó a su marido, que estaba sirviéndose una taza de café, y rebuscó en lo más recóndito de la despensa para sacar una bolsa de papel para la comida.
Peter odiaba aquellas bolsas marrones. Las bananas no cabían, y el sándwich siempre acababa aplastado. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?
—¿Qué es lo que ha perdido? —preguntó su padre.
—La fiambrera. Es la tercera vez en lo que va de mes.
Su madre se puso a llenar la bolsa marrón: fruta y un jugo en el fondo, y un sándwich encima de todo. Miró a Peter, que en lugar de tomarse el desayuno estaba viviseccionando la servilleta de papel con un cuchillo. De momento, había formado las letras H y T.
—Si sigues perdiendo el tiempo, se te escapará el autobús.
—Tienes que empezar a ser responsable —dijo su padre.
Cuando su padre hablaba, Peter se imaginaba las palabras como si fueran de humo. Se apelmazaban junto al techo de la habitación por un momento, hasta que, antes de que te dieras cuenta, habían desaparecido.
—Por el amor de Dios, Lewis, sólo tiene cinco años.
—No recuerdo que Joey perdiera su fiambrera tres veces en el primer mes en que fue al colegio.
Peter miraba a veces a su padre jugar al fútbol en el jardín con Joey. Las piernas de su hermano subían y bajaban como si fueran bielas y pistones, atrás y adelante, adelante y atrás, como si juntas conformaran una danza con la pelota aprisionada entre ellas. Cuando Peter intentaba sumarse al juego, era torpe con el balón, y acababa sintiendo una gran frustración. La última vez se había marcado un gol en propia puerta.
Miró a sus padres por encima del hombro.
—Yo no soy Joey —dijo, y aunque nadie contestó, era como si hubiera oído la respuesta: «Ya lo sabemos».
—¿La abogada Cormier? —Al levantar la vista, Alex se encontró con un antiguo cliente de pie delante de su escritorio, con una sonrisa de oreja a oreja.
Tardó un momento en identificarle. Teddy MacDougal, o Mac Donald, o algo así. Recordaba los cargos: un caso de agresión doméstica violenta. Él y su mujer se habían emborrachado y se habían buscado las cosquillas. Alex había obtenido su absolución.
—Tengo algo para usted —dijo Teddy.
—Espero que no me hayas comprado nada —replicó ella, y lo decía en serio, pues eran personas que vivían en el norte del país, tan pobres que el suelo de su casa era de tierra, y llenaban el refrigerador con los restos de las cosas que él cazaba. Alex no es que fuera una gran defensora de la caza, pero comprendía que, para alguno de sus clientes, como era el caso de Teddy, no se trataba de una actividad deportiva, sino de una cuestión de supervivencia. Por esa razón una condena habría resultado devastadora para él: le habrían despojado de sus armas de fuego.
—No he pagado dinero. Se lo prometo. —Teddy sonrió—. Lo tengo en la camioneta. Venga.
—¿No puedes traérmelo aquí?
—Oh, no. No puedo hacer eso.
«Oh, estupendo —pensó Alex—. ¿Qué puede llevar en la camioneta que no pueda entrar aquí?». Siguió a Teddy hasta el estacionamiento, y en el remolque de la camioneta vio un enorme oso muerto.
—Directo al congelador —dijo él.
—Teddy, es enorme. Tendrías carne para todo el invierno.
—Pues claro. Por eso pensé en usted.
—Te lo agradezco mucho, de verdad. Pero resulta que yo… vaya, no como carne. Y no quisiera tener que desperdiciarla. —Le tocó el brazo—. Me gustaría que te lo quedaras tú, en serio.
Teddy entornó los ojos a la luz del sol.
—De acuerdo.
Le hizo un gesto con la cabeza a Alex, se subió a la cabina de la camioneta y salió dando saltos del estacionamiento mientras el oso iba dando golpes contra las paredes del remolque.
—¡Alex!
Se volvió y vio a su secretaria que la llamaba desde la puerta.
—Acaban de telefonear del colegio de su hija —dijo la secretaria—. Han llamado a Josie al despacho del director.
¿Josie? ¿Se habría metido en problemas en el colegio?
—¿Por qué? —preguntó Alex.
—Por darle una paliza a un chico en el patio.
Alex salió disparada hacia el coche.
—Dígales que voy para allá.
Durante el trayecto de vuelta a casa, Alex iba lanzando fugaces miradas a su hija por el espejo retrovisor. Josie había ido al colegio aquella mañana con un saco blanco de punto y unos pantalones caqui; el saco estaba ahora manchado de tierra. Tenía ramitas enganchadas en el pelo y la trenza medio deshecha. El codo del suéter se le había agujereado, y el labio aún le sangraba. Pero lo asombroso era que, por lo visto, había salido mejor parada que el niño con el que se había peleado.
—Vamos —dijo Alex conduciendo a Josie al baño del piso de arriba.
Le quitó la camisa y le limpió los cortes y rasguños, en los que aplicó desinfectante y tiritas. Se sentó delante de Josie, sobre la esterilla de baño que parecía hecha de la piel del Monstruo de las Galletas.
—¿Tienes ganas de hablar?
A Josie le tembló el labio inferior, y se echó a llorar.
—Es por Peter —dijo—. Drew no para de meterse con él. Pero hoy le ha hecho tanto daño que he querido que por una vez fuera al revés.
—¿No había profesores en el patio?
—Monitores.
—Ya. Pues tendrías que haber ido a decirles que se estaban metiendo con Peter. Para empezar, si tú le pegas a Drew, a los ojos de los demás eres tan mala como él.
—Pero es que ya se lo dijimos a los monitores —se quejó Josie—. Ellos siempre le dicen a Drew y a los demás chicos que dejen en paz a Peter, pero no les hacen caso.
—Entonces —dijo Alex—, ¿tú hiciste lo que creíste que era lo mejor en ese momento?
—Sí. Por Peter.
—Ahora imagina que siempre hicieras eso. Pongamos que un día decides que el abrigo de otra niña te gusta más que el tuyo. Entonces tú vas y lo agarras.
—Eso sería robar —dijo Josie.
—Exacto. Por eso existen las normas. No puedes romper las normas, ni siquiera cuando todo el mundo parece saltárselas. Porque si tú lo haces, si todos lo hiciéramos, entonces el mundo se convertiría en un lugar donde no se podría vivir. Un lugar en el que se robarían los abrigos, y a los niños les pegarían en el patio. En lugar de hacer lo que nos parece lo mejor, a veces tenemos que optar por lo más correcto.
—¿Cuál es la diferencia?
—Lo mejor es lo que tú crees que debería hacerse. Lo más correcto es lo que hay que hacer… cuando no te limitas a pensar sólo en ti y en cómo te sientes, sino en todos los demás, en las demás personas que hay involucradas, en lo que ha sucedido antes, y en lo que dicen las normas. —Miró a Josie—. ¿Por qué Peter no se defendió él mismo?
—Por no meterse en más problemas.
—Es todo lo que tenía que oír —concluyó Alex.
Las pestañas de Josie estaban perladas de lágrimas.
—¿Estás enojada conmigo?
Alex titubeó.
—Estoy enojada con los monitores, por no prestar la suficiente atención cuando se estaban metiendo con Peter. Y no estoy entusiasmada con que le metieras un puñetazo en la nariz a un chico. Pero me siento orgullosa de ti por haber querido defender a tu amigo. —Le dio a Josie un beso en la frente—. Ve a ponerte algo que no esté agujereado, Superwoman.
Mientras Josie rebuscaba en su habitación, Alex permaneció sentada en el suelo del baño. Le sorprendía pensar que el hecho de administrar justicia tenía más que ver con prestar su presencia y su dedicación que con cualquier otra cosa. A diferencia de esos monitores del patio, por ejemplo. Se podía mostrar autoridad sin ser autoritario; se podía poner empeño en conocer y en hacer conocer las normas; se podían tomar en consideración todas las pruebas antes de llegar a una conclusión.
Ser una buena jueza, pensó Alex, no se diferenciaba tanto de ser una buena madre.
Se levantó, bajó al piso de abajo y agarró el teléfono. Whit contestó a la tercera llamada.
—Está bien —dijo Alex—. Dime qué tengo que hacer.
La silla era demasiado pequeña para Lacy; las rodillas no le cabían debajo del pupitre; los colores de la pared eran demasiado brillantes. La maestra sentada enfrente era tan joven, que Lacy se preguntaba si al volver a su casa podía beber una copa de vino sin infringir la ley.
—Señora Houghton —dijo la maestra—, me gustaría poder darle una explicación, pero es un hecho que hay niños que, sencillamente, atraen como un imán las burlas de los demás. Los otros niños perciben una debilidad, y la explotan.
—¿Cuál es la debilidad de Peter? —preguntó ella.
La maestra sonrió.
—Yo no lo veo como una debilidad. Es sensible, y dulce. Pero ese temperamento hace que, en lugar de salir corriendo con los demás chicos para jugar a policías y ladrones, prefiera quedarse pintando con Josie en un rincón. Los demás niños de la clase lo notan.
Lacy se acordó de cuando ella estaba en la escuela primaria. Sería no mucho mayor que Peter, y criaron pollos en una incubadora. Los seis huevos se abrieron, pero uno de los pollos nació con una pata malformada. Siempre llegaba último al comedero y al bebedero, y era más tímido y estaba más enclenque que sus hermanos. Un día, ante los horrorizados ojos de toda la clase, los demás pollos se pusieron a picotear al pollito lisiado hasta matarlo.
—No crea que toleramos el comportamiento de los demás chicos —le aseguró a Lacy la maestra—. Cuando vemos que alguien se pasa, lo mandamos de inmediato al director. —Abrió la boca como para añadir algo más, pero finalmente guardó silencio.
—¿Qué iba a decir?
La maestra bajó la vista.
—Pues que, por desgracia, esta medida tiene a veces el efecto contrario. Los chicos identifican entonces a Peter como la razón de que hayan tenido problemas, lo cual perpetúa el círculo de violencia.
Lacy sintió que se le acaloraba el rostro.
—Y, personalmente, ¿qué medidas toma usted para evitar que esto vuelva a suceder?
Esperaba que la maestra le hablara de cosas como sentar al abusón en una silla para que reflexionara, o de algún tipo de castigo a aplicar si Peter era de nuevo atacado por el grupo. Pero en lugar de eso la joven dijo:
—Estoy tratando de enseñarle a Peter a defenderse solo. Si alguien se le cuela en la cola de la comida, o si se burlan de él, enseñarle a replicar en lugar de aceptarlo.
Lacy parpadeó.
—No… no puedo creer lo que oigo. Entonces, si le empujan, ¿tiene que devolver el empujón? Si le tiran la comida al suelo, ¿tiene que hacer él lo mismo?
—Por supuesto que no…
—¿Está diciéndome que, para que Peter se sienta a salvo en la escuela, va a tener que empezar a comportarse como los chicos que le están fastidiando?
—No. De lo que le estoy hablando es de la realidad de la escuela primaria —la corrigió la maestra—. Mire, señora Houghton, si usted lo prefiere, yo puedo decirle lo que usted desea escuchar. Podría decirle que Peter es un niño maravilloso, que lo es, que la escuela enseñará tolerancia y disciplina a los niños que han estado convirtiendo la vida de Peter en un tormento, y que todo eso bastará para acabar con la situación. Pero la triste realidad es que, si Peter quiere que las cosas cambien, él va a tener que poner de su parte.