Diecinueve minutos (11 page)

Read Diecinueve minutos Online

Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

BOOK: Diecinueve minutos
10.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se despertaba temblando y sudorosa, aun cuando en seguida descartaba la verosimilitud de aquel sueño: ella raras veces viajaba sin Josie, y desde luego no tomaba un avión para su trabajo. A continuación apartaba las sábanas y se dirigía al cuarto de baño para refrescarse la cara, pero sin poder evitar pensar: «He llegado tarde».

Sentada en la silenciosa oscuridad de la habitación de hospital en que su hija dormía bajo los efectos del sedante que le había administrado el médico de guardia, Alex se sentía del mismo modo.

Había conseguido enterarse de que Josie había perdido el conocimiento durante el tiroteo. Tenía un corte en la frente, adornado con una tirita, y una conmoción cerebral leve. Los médicos querían que pasara allí la noche en observación, para estar seguros.

Estar seguro tenía un sentido completamente nuevo a partir de ese día.

Alex se había enterado también, por las incesantes noticias de los medios de comunicación, de los nombres de las víctimas mortales. Una de las cuales era Matthew Royston.

«Matt».

¿Y si Josie hubiera estado con su novio cuando le habían disparado a éste?

Josie había permanecido inconsciente durante todo el tiempo que Alex llevaba allí. Se la veía pequeña y tranquila bajo las descoloridas sábanas de la habitación; le había deshecho el nudo del cuello de la bata de hospital. De vez en cuando movía la mano derecha con una leve contracción. Alex la tomó entre las suyas. «Despierta —pensó—. Déjame que vea que estás bien».

¿Y si a Alex no se le hubiera estado haciendo tarde aquella mañana? ¿Podría haberse quedado sentada a la mesa de la cocina con Josie, hablando de las cosas de las que imaginaba que hablaban madres e hijas, pero para las que nunca parecía tener tiempo? ¿Por qué no había observado con más detenimiento a Josie mientras bajaba corriendo la escalera, y le había dicho que se volviera a la cama a descansar un poco?

¿Por qué siguiendo un arrebato no se había llevado a Josie a un viaje a Punta Cana, a San Diego o a las islas Fidji, a todos esos lugares con los que Alex se quedaba embobada al verlos en la pantalla de la computadora de su despacho, soñando con visitarlos?

¿Por qué no habría sido una madre lo bastante clarividente como para hacer que su hija se quedase en casa aquel día?

Por supuesto, había cientos de padres que habían cometido el mismo, comprensible, error que ella. Pero era flaco consuelo para Alex: ninguno de sus hijos era Josie. Ninguno de ellos, estaba segura, tenía tanto que perder como ella.

«Cuando todo esto haya acabado —se prometió Alex en silencio—, iremos a la selva tropical, o a las pirámides, o a una playa con la arena blanca como la cal. Comeremos uva arrancada de la parra, nadaremos en compañía de tortugas de mar, caminaremos kilómetros sobre calles adoquinadas. Reiremos y hablaremos y nos haremos confidencias. Lo haremos».

Al mismo tiempo, una voz en el interior de su cabeza aplazaba la visita al paraíso. «Después —le decía—. Porque antes en la sala de tu tribunal tendrá que celebrarse el juicio».

Era verdad: un caso como aquél pasaría por procedimiento de urgencia a encabezar la lista de casos. Alex era la jueza del Tribunal Superior del condado de Grafton, y seguiría siéndolo durante los próximos ocho meses. Aunque Josie hubiera estado presente en la escena del crimen, técnicamente no era una víctima del asaltante. Si Josie hubiera resultado herida, a Alex la habrían apartado del caso de forma automática. Pero tal como habían sucedido las cosas, no había conflicto legal en la designación de Alex como jueza del caso, siempre que pudiera separar sus sentimientos personales como madre de una de las alumnas del instituto de sus decisiones profesionales como delegada de la justicia. Sería su primer gran juicio como jueza del Tribunal Superior, que marcaría la pauta del resto de su ejercicio en el estrado.

Aunque no pensaba precisamente en todo eso en aquellos momentos.

Josie se movió de pronto. Alex observó cómo la conciencia volvía a ella poco a poco, hasta alcanzar un nivel lo bastante elevado como para que Josie se despertase.

—¿Dónde estoy?

Alex le pasó a su hija los dedos por el pelo, como si la peinara.

—En el hospital.

—¿Por qué?

Su mano se quedó rígida.

—¿No recuerdas nada de lo que ha pasado hoy?

—Matt vino a buscarme antes de clase —dijo Josie, y entonces se incorporó con brusquedad—. ¿Hemos tenido un accidente de coche?

Alex dudaba, sin saber muy bien qué debía decirle. ¿No sería mejor que Josie no supiera la verdad, por el momento? ¿Y si era el modo en que su mente la estaba protegiendo de lo que fuera que hubiera podido presenciar?

—Estás bien —dijo Alex con cautela—. No estás herida.

Josie se volvió hacia ella, aliviada.

—¿Y Matt?

Lewis había ido a buscar a un abogado. Lacy se agarraba a aquello como a un clavo ardiendo, mientras se mecía hacia delante y hacia atrás, sentada en la cama de Peter, y esperaba que su marido volviera a casa.

—Todo va a salir bien —le había dicho Lewis, aunque ella no entendía cómo podía hacer una afirmación tan engañosa—. Está claro que se trata de un error —había añadido.

Pero él no había estado en el instituto. No había visto las caras de los alumnos, unos niños que ya nunca volverían a serlo.

Por un lado, Lacy deseaba creer a Lewis con desesperación, pensar que de una u otra forma aquella cosa rota podía arreglarse. Pero por otra parte se acordaba de cuando despertaba a Peter a las cuatro de la mañana para salir a cazar patos, ocultos en un apostadero. Lewis había enseñado a su hijo a cazar, sin imaginar jamás que Peter pudiese ir a buscar otro tipo de presa. Para Lacy la caza era tanto un deporte como una reivindicación de la evolución. Sabía preparar un excelente estofado de carne de venado y ganso con salsa teriyaki, y disfrutar de cualquier comida que Lewis pudiera aportar a la mesa. Pero en aquellos momentos pensó: «Es culpa suya», porque así no podía ser de ella.

¿Cómo era posible cambiarle la ropa de la cama a un chico todas las semanas y prepararle el desayuno y llevarle al ortodoncista y no conocerlo en absoluto? Siempre había considerado las respuestas monosilábicas de Peter como algo propio de la edad, dando por sentado que cualquier otra madre hubiera pensado lo mismo. Lacy escudriñaba en sus recuerdos en busca de una señal de alarma, una conversación que no hubiera sabido interpretar, algo que se le hubiese pasado por alto, pero lo único que era capaz de recordar eran miles de momentos corrientes.

Miles de momentos corrientes que algunas madres ya no podrían volver a pasar con sus hijos.

Se le saltaron las lágrimas, que se secó con el dorso de la mano. «No pienses en ellas —se regañó en silencio—. Lo que tienes que hacer ahora mismo es preocuparte de ti misma».

¿Habría pensado Peter eso mismo?

Lacy tragó saliva y se paseó por la habitación de su hijo. Estaba a oscuras, con la cama hecha, tal como la había dejado Lacy por la mañana. Se fijó en el póster de un grupo llamado Death Wish colgado de la pared y se preguntó que vería en ellos un chico. Abrió el armario y vio las botellas vacías y la cinta aislante y todo lo demás que se le había pasado por alto la primera vez.

Lacy se quedó parada de pronto. Aquello tenía que arreglarlo por sí misma. Tenía que arreglarlo por ambos. Bajó corriendo a la cocina y cogió tres grandes bolsas negras de basura, para volver acto seguido a la habitación de Peter. Se ocupó del armario, sacando paquetes de cordones para los zapatos, azúcar, nitrato potásico y, Dios mío, ¿de dónde habría sacado aquellos tubos?, en la primera bolsa. No tenía ningún plan acerca de lo que iba a hacer con todo eso, pero de lo que estaba segura era de que iba a sacarlo de casa.

Cuando sonó el timbre de la puerta, Lacy suspiró aliviada pensando que era Lewis. Aunque si lo hubiera pensado con más calma, le habría extrañado que Lewis llamara a la puerta en lugar de entrar con la llave. Abandonó la operación de limpieza y fue abajo a abrir, para encontrarse con un policía con una pequeña carpeta azul.

—¿La señora Houghton? —dijo el agente.

¿Qué querrían ahora? Ya tenían a su hijo.

—Traemos una orden de registro. —Le mostró el documento oficial y pasó junto a ella sin esperar su permiso, seguido por otros cinco policías—. Jackson y Walhorne, vayan al piso de arriba, a la habitación del chico. Rodríguez, al sótano. Tewes y Gilchrist, empiecen por la primera planta, y a todos, asegúrense de no dejarse los contestadores automáticos y el material informático… —Entonces reparó en que Lacy seguía aún allí, apocada—. Señora Houghton, es necesario que salga usted de la casa.

El policía la escoltó mientras la acompañaba a la puerta de entrada de su propia casa. Anonadada, Lacy le siguió. ¿Qué pensarían cuando entraran en la habitación de Peter y encontraran la bolsa de basura? ¿Culparían a Peter? ¿O a Lacy, por habérselo permitido?

¿La culpaban ya?

Una ráfaga de aire frío le dio a Lacy en el rostro al abrirse la puerta principal.

—¿Cuánto tiempo?

El agente se encogió de hombros.

—Hasta que hayamos terminado —dijo, y dejó que saliera a la fría calle.

Jordan McAfee ejercía como abogado desde hacía casi veinte años y, hasta aquellos instantes, creía sinceramente haberlo visto y oído todo. Él y su esposa Selena estaban de pie ante el televisor mirando la cobertura de la CNN del asalto con disparos al Instituto Sterling.

—Es como en Columbine —dijo Selena—. Pero en «nuestrapropiacasa».

—Sólo que esta vez —murmuró Jordan—, ha quedado vivo el autor de la matanza.

Bajó la mirada hacia el bebé que su esposa sostenía en brazos, una mezcla de piel color café y ojos azules producto de la unión de sus genes de WASP
[3]
con las interminables extremidades y la piel de ébano de Selena; al mirarlo, tomó el control remoto y bajó el volumen, no fuera a ser que su hijo estuviera asimilando algo de todo aquello en su subconsciente.

Jordan conocía el Instituto Sterling. Estaba al final de la calle de su barbero, y apenas a dos manzanas de la oficina sobre el banco que él tenía alquilada para su despacho de abogado. Había representado a algunos alumnos a los que habían sorprendido con marihuana en la guantera del coche o bebiendo a edad aún no permitida. Selena, que no sólo era su mujer sino también su investigadora privada, había ido al instituto de vez en cuando para hablar con los chicos en relación con algún que otro caso.

No hacía mucho que vivían allí. Su hijo Thomas, lo único bueno que le había quedado de su lastimoso primer matrimonio, había realizado la enseñanza secundaria en Salem Falls, y ahora era estudiante en Yale, donde Jordan pagaba cuarenta mil dólares al año, para oír periódicamente que su hijo había decidido cambiar a planes académicos más modestos, orientados a ser artista de
performance
, historiador del arte o payaso profesional. Jordan había acabado pidiéndole a Selena que se casara con él, y cuando ella se quedó embarazada, se trasladaron a Sterling… por la buena reputación del distrito escolar.

Quién lo iba a decir.

Cuando sonó el teléfono, Jordan, que no quería ver los informativos pero que tampoco podía apartar los ojos del televisor, no hizo ademán alguno de ir a contestar, de modo que Selena le plantó el bebé en los brazos y descolgó el aparato.

—Eh —saludó—. ¿Cómo estás?

Jordan la miró y arqueó las cejas.

«Thomas», le informó Selena moviendo los labios.

—Sí, espera, está aquí.

Jordan agarró el teléfono.

—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Thomas—. El Instituto Sterling sale en todas las páginas.

—No sé más de lo que puedas saber tú —contestó Jordan—. Todo es un caos.

—Conozco a varios chicos del instituto. Hemos competido contra ellos en pruebas de atletismo. No puede… no puede ser verdad.

Jordan aún seguía oyendo el sonido de las sirenas a lo lejos.

—Pues lo es —dijo. Se oyó un clic en la línea… Una llamada en espera—. Un momento, tengo que contestar a otra llamada.

—¿El señor McAfee?

—Sí…

—Yo, bueno, tengo entendido que es usted abogado. Me dio su nombre Stuart McBride, de la Universidad de Sterling…

En la televisión comenzó a salir una lista de las víctimas mortales, ilustrada con fotos de los libros escolares.

—Verá, estaba atendiendo otra llamada —dijo Jordan—. ¿Quiere darme su nombre y número de teléfono, y le llamo luego?

—Había pensado si querría usted representar a mi hijo —continuó la voz—. Es el chico que… el chico del instituto que… —La voz se oyó entrecortada—. Dicen que mi hijo ha sido el causante…

Jordan pensó en la última vez en que había representado a un adolescente. También en aquella ocasión habían encontrado a Chris Harte con un arma humeante en la mano.

—¿Querrá… ? ¿Aceptaría usted el caso… ?

Jordan se olvidó de Thomas, que seguía a la espera. Se olvidó de Chris Harte y de cómo aquel caso había estado a punto de trastornarlo. Miró a Selena y al bebé que ella sostenía en brazos. Sam se retorcía y agarraba el pendiente de su madre. Aquel chico, el chico que se había presentado aquella mañana en el Instituto Sterling y había llevado a cabo una masacre, era hijo de alguien. Y a pesar de una ciudad que tardaría años en recuperarse de la conmoción, y de los medios de comunicación, que habían alcanzado ya el punto de saturación, el chico merecía un juicio justo.

—Sí —dijo Jordan—. Lo acepto.

Por fin, después de que la brigada antiexplosivos hubiese desmontado la granada de fabricación casera hallada en el coche de Peter Houghton; después de que se hubiesen recuperado ciento dieciséis casquillos de bala diseminados por el instituto; después de que la policía hubiera evaluado y medido la disposición de las pruebas y la ubicación de los cadáveres para poder dibujar un diagrama a escala de la escena; después de que los técnicos criminólogos hubieran tomado las primeras de las cientos de instantáneas que habrían de clasificar en libros de fotografías convenientemente indexados; después de todo eso, Patrick llamó a todo el mundo al auditorio del instituto y les habló desde la tarima, en medio de la penumbra.

—Tenemos una ingente cantidad de información —dijo al grupo de investigadores y policías congregados ante él—. Vamos a tener que hacer frente a una gran presión para que hagamos nuestro trabajo con rapidez, y para que lo hagamos bien. Quiero a todo el mundo aquí de nuevo dentro de veinticuatro horas, para ver dónde estamos.

Other books

Dry Bones by Peter Quinn
Born To Be Wild by Patricia Rosemoor
The Phantom King (The Kings) by Killough-Walden, Heather
The Unforgiven by Patricia MacDonald
White Cloud Retreat by Dianne Harman
Threats by Amelia Gray
The Cowboy and the Princess by Myrna MacKenzie
Murder at the Pentagon by Margaret Truman
Samurai by Jason Hightman