Authors: Jens Lapidus
Mrado asintió. Sergio le mostró las letras que había escrito en la parte de atrás del sobre:
Pq vgpiq fqpfg kt. Fxgtoq gp nc ecnng. Sxg Fkqu og cdxfg.
Combinaciones de letras incomprensibles. Una especie de criptografía. Sergio lo explicó. Era sencillo.
—Cada letra en realidad es la que va dos lugares antes en el alfabeto. Pone:
No tengo dónde ir. Duermo en la calle. Que Dios me ayude
*.
Mrado le pidió que lo tradujera. Sergio miró a Ratko.
Mrado dijo:
—No entiende ni una palabra.
El latino se lo tradujo.
Mrado y Ratko en silencio en el coche de camino a casa. Mrado había rasgado un trozo de la cinta para que Sergio pudiera soltarse en unos minutos.
Mrado dijo:
—¿Te parece que no era necesario?
Ratko mostrando irritación en la voz:
—¿Hay arroz en China?
—No te preocupes. No dirá nada. Se delataría a sí mismo.
—Pero ha sido arriesgado. Los vecinos pueden haberlo oído.
—Están acostumbrados a la bronca.
—No tan acostumbrados. El panchito gritaba más que una puta bosnia.
—Ratko, ¿me puedes hacer un favor?
—¿Cuál?
—No me vuelvas a cuestionar nunca más.
Mrado siguió conduciendo. Dejó a Ratko en Solna. Volvió con su chica. Mrado pensó: Enhorabuena, tienes una vida.
Nueva información que emplear: el latino fugitivo se había largado. Pensaba dormir en la calle o en un albergue. Pero ya hacía más frío. Jorge tenía que ser idiota para dormir al aire libre en esa época del año. Era muy probable que estuviera en un albergue.
Mrado llamó a información. Le dieron el teléfono y la dirección de tres albergues de Estocolmo. Stadsmissionen tenía dos sitios: Nattugglan y Kvällskatten. El tercero, Karisma Care, estaba en Fridhemsplan.
Se dirigió a Karisma Care.
Llamó. Le dejaron entrar. Una recepción pequeña. Un gran tablón de anuncios frente al mostrador de la recepción con anuncios de
Situation Stockholm
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: posibilidad de hacerse repartidor. Cursos de la Escuela Popular: descuento para los sin techo. Carpetas de información sobre tipos de ayudas. Fotos del comedor benéfico del Ejército de Salvación. Cursos de yoga en Mälarhöjden.
Tras el mostrador, una mujer pequeña y morena. Con una blusa azul y una rebeca encima.
—¿En qué puedo ayudarte?
—Quería saber si sabes si alguien que se llama Jorge Salinas Barrio ha dormido aquí en las últimas cuatro semanas —dijo Mrado con voz neutra.
—Lamentablemente, no puedo contestar. Tenemos ciertas normas de confidencialidad.
Mrado ni siquiera podía enfadarse. La mujer parecía muy agradable.
Sólo le quedaba una cosa por hacer. Se fue al coche. Se preparó para dormir. Reclinó el asiento al máximo. Quería tener la oportunidad de hablar con los sin techo, incluso con los más madrugadores, por la mañana cuando dejaran el albergue.
Durmió mejor que en casa. Soñó que paseaba por una playa y no le dejaban entrar en un albergue que había en unos toboganes en la linde del bosque. Intentaba tirar arena a las personas del tobogán. Se reían. Raro.
Se despertó. Eran las seis. Compró café y un bollo en el 7-Eleven. Se mantuvo despierto desde entonces. Escuchó la radio.
Las noticias de las siete: manifestaciones contra Estados Unidos en Oriente Próximo. ¿Y qué? En Irak seguro que recibían menos castigo por parte de los americanos que por parte de sus propios líderes. Como de costumbre, Europa no se enteraba de nada. Pero los serbios lo sabían. Pese a ello: toda crítica contra los yanquis era buena. Los muy cerdos habían bombardeado Yugoslavia hasta arrasarla.
En la calle no pasaba nada. Mrado estaba empezando a dormirse otra vez.
Eran las siete y diez: el primer sin techo salió por la puerta. Mrado abrió la puerta del coche y le llamó para que se acercara. El tío, con barba gris de dos días, capas de chaquetas y botas de nieve viejas, pareció preocuparse al principio. Mrado sacó la voz amable. Le enseñó fotos de Jorge. Le explicó que probablemente hubiera cambiado el color del pelo o algún otro elemento de su aspecto. Le explicó que el latino había estado en el albergue en algún momento de las últimas cuatro semanas. Le explicó que le caerían mil pavos si le contaba algo útil. El sin techo no sabía nada. Pareció esforzarse, especialmente cuando oyó lo de las mil coronas.
Mrado esperó. Tras diez minutos salieron dos sin techo. Les soltó lo mismo que al primero. No reconocieron a J-boy.
Continuó. Probó con doce personas. Eran casi las ocho y media. Karisma Care cerraría en media hora. Nadie tenía ni puta idea y lo peor era que no parecían mentir.
Al final salió un hombre de mediana edad. Dientes estropeados. Por lo demás un aspecto relativamente cuidado. Abrigo, pantalones negros, guantes. Mrado llamó al tío. Le soltó el rollo: explicó, enseñó, le doró la píldora. Le ofreció mil pavos. Se notaba que el hombre pensaba. Sabía algo.
—Reconozco a ese tío.
Mrado sacó dos billetes de quinientos. Los frotó.
—He visto a ese payaso al menos tres veces en Karisma Care. Verás, he pensado en ese tío, se echaba en el suelo y hacía abdominales sin parar. Luego se duchaba y se ponía crema autobronceadora. Menudo individuo.
—¿Así que estaba más moreno que en la foto?
—Ya sabes, los negros quieren ser blancos, como el tronco ese, Michael Jackson. Los blancos quieren ser morenos. Como ese mangante de tu foto, que ya era medio moreno así que era sospechoso. Por cierto, en persona también tiene el pelo más rizado que en la foto, también más barba. Intenté hablar con el tío ese una vez. Tampoco es que hablara mucho. Pero conocía los otros albergues de la ciudad, así que quizá lo encuentres en alguno.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Que cómo lo sé? Protestaba un huevo. Decía que el nivel era mejor en los otros sitios. Nattugglan, por ejemplo. Menudo payaso. Uno no se tiene que quejar cuando le dan cama, desayuno y cena por menos de doscientas. Hay muchos que protestan, ¿sabes? No saben ser agradecidos.
Mrado le dio las gracias al viejo. Se sintió verdaderamente alegre. Le dio los dos billetes de quinientas. Le dijo que corriera la voz: el que supiera algo sobre el tío moreno de pelo rizado podía informar a Mrado y pasar por caja.
Lo primero que quería hacer Jorge era comer. McDonald's, Sollentuna Centrum: McTasty, hamburguesa de queso, patatas fritas grandes y kétchup servido en esos vasitos blancos. Jorge disfrutó. Al mismo tiempo: angustia de tamaño grande; se le había acabado el dinero y faltaban dos días para llamar a Mrado. Las palabras
necesidad de pasta
retumbaban.
Había llegado desde la casa. Se había traído una botella de whisky del mueble bar. Se había dormido en el autobús. Joder, qué gusto; uno de los sitios más tranquilos de la ciudad. Relajación a lo grande. Se fue directamente a Sollentuna. No se atrevía a ponerse en contacto con Sergio o Eddie. La bofia quizá los vigilara. En lugar de eso llamó a unos amigos de antes, Vadim y Ashur, con los que solía vender coca en los buenos viejos tiempos.
No debería haberlo hecho pero no pudo contenerse; el deseo de contacto humano, demasiado grande.
Le dieron la bienvenida como a un rey. J-boy: el fugitivo de leyenda. El mito de la coca. El latino con potra. Le dejaron dinero para McDonald's. Le recordaron tiempos más felices, los colegas del asfalto, las tías de Sollentuna.
De puta madre.
Vadim y Ashur: amigos internacionales. Vadim llegó a Suecia desde Rusia en 1992. Ashur: sirio de Turquía.
Según Jorge, Vadim podría haber llegado lejos. El tío tenía determinación, era ambicioso, listo, tenía familia que ganaba pasta; tenían tiendas de informática en cada centro comercial a lo largo de media línea de cercanías en dirección a Märsta. Pero el gusto por el estilo de vida
gangsta
le perdió. Se pensó que vender un poco de coca le convertiría en el rey de la calle. De acuerdo, se había apañado bien, había estado preso sólo periodos cortos, no como Jorge. Pero ¿qué aspecto tenía en la actualidad? Castigado como un borrachuzo vikingo. Trágico. El tío debería moderar un poco sus hábitos.
Ashur: siempre con una gran cruz de plata colgada del cuello. No se metía en movidas. Trabajaba de peluquero. Tenía controladas a las tías del barrio. Durante el día les hacía mechas, por la noche se acostaba con ellas. Encantaba a las tías al ciento diez por ciento con su charla sobre cortes de pelo y reflejos.
Jorge debería estar seguro. Pese a todo: su aspecto, bastante cambiado. Vadim ni siquiera le reconoció al principio.
Después de las hamburguesas fueron a casa de Vadim. El tío vivía en un tugurio en la calle Malmvägen: colillas, tubos para esnifar, botes de cerveza y papel de fumar por todo el suelo. Encendedores, cartones de pizza, botellas de alcohol vacías y cucharillas quemadas por la mesa del salón. ¿Qué vicio no tenía Vadim?
Abrieron el whisky. Lo tomaron con agua templada como sibaritas. Y cerveza. Luego quemaron chinas gordas. Pusieron a Beenie Man a todo volumen. Jorge adoraba la compañía. Eso era estar libre.
Se emborracharon. Se colocaron. Se aceleraron. Vadim soltaba ideas para conseguir pasta: uno tenía que hacerse chulo, uno debería hacerse una página web y vender maría por correo, uno debería espolvorear los bocadillos de los alumnos de básica con farlopa, para que fueran adictos a una edad temprana. Cambiar sus golosinas por pasta de coca. Jorge le seguía el juego. Se excitaba. Conseguir pasta. Conseguir pasta.
Vadim tenía un aspecto taimado, sacó una caja de cerillas. Desdobló una bolsa casera hecha con plástico de cocina. Vertió dos gramos de coca en un espejo.
—Jorge, esto es para celebrar que estás en la ciudad —dijo Vadim mientras hacía tres rayas.
Menuda fiesta.
Jorge no había imaginado ni en sueños que fuera a probar perico esa noche.
Quizá no fuera el tubo para esnifar más elegante; cada chico tenía su propia pajita, que Vadim había quitado de tres tetra-bricks.
Un esnifado rápido. Primero una sensación de cosquilleo en la base de la nariz. Un segundo después: una sensación de cosquilleo en todo el cuerpo. Se convertía en un subidón. Lo máximo. El mundo en el mejor estado.
Jorge the man. The return of Jorge
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. El mundo estaba preparado para hacerse con él.
Ashur hablaba de tías. Había quedado en el Mingel Room Bar de Sollentuna Centrum con dos chicas a las que solía cortar el pelo. Chicas guapas. Aulló:
—Una, bueno, teníais que verle el culo. Una doble de Beyoncé. Un pibón. Si alguno de nosotros pilla cacho esta noche le prometo el mejor corte de pelo gratis.
Claro que iban a tener chicas. Claro que iban a salir.
Jorge esperaba ligar con la doble de Beyoncé.
Repitieron, más whisky y cada uno una raya más.
La cocaína hacía retumbar el ritmo de la música.
Bajaron al coche de Ashur.
Mingel Room Bar: el Kharma de Sollentuna. Pero no del todo. Fíjate en Jorgelito en el exterior del sitio. Hasta arriba de coca, whisky y cerveza. No sentía el frío. Sólo se sentía a él mismo. Sólo sentía crecer las ganas de fiesta. Observaron la cola. Máximo veinte personas obedientemente en línea. Miraron a las tías que se aproximaban hacia la cola desde la estación de cercanías. Ashur las despreció:
—Suecia. En este país las tías no saben caminar bonito. Sólo los tíos caminan bien. Teníais que ver en mi país, se deslizan como gatas.
Jorge miró. Ashur tenía razón: las tías caminaban como tíos. Rectas, decididas. Sin contonearse, sin balanceo del trasero, sin sexo en los pasos. Pasó. Si la tía como Beyoncé estaba ahí dentro iba a ir a por todas.
Vadim dijo que conocía al portero. Fue hasta él. Intercambiaron unas frases en ruso. Todo bien.
En el preciso momento en que Jorge, Vadim y Ashur iban a entrar, el portero levantó la mano. Pasó de la mirada inquisitiva de Vadim. El portero miraba hacia la calzada. La cola se detuvo. Se calló. La gente se giró.
Luces azules.
Un coche de policía aparcó junto a la acera.
Mierda*
.
Salieron dos maderos. Fueron hacia la cola.
El cerebro de Jorge, trabajando con la agudeza de la coca: ¿qué estaban buscando? ¿Debería pirarse o confiar en su nuevo aspecto? Una cosa era segura: si salía corriendo le perseguirían porque era sospechoso que se largara.
Se quedó. ¿Cómo había podido ser tan imbécil como para salir de farra?
Vadim cerró los ojos. Parecía que movía los labios pero no emitió ningún sonido.
Jorge se sentía más tenso que un sustituto nuevo en su colegio durante la primera clase. No se movió. No pensó. Hizo lo mismo que Vadim: cerró los ojos.
Miró la cola con ojos entornados. Un madero con una linterna.
Iluminó las caras de todos. Las tías que había al final del todo soltaron risitas.
Como era de esperar, los tíos se pusieron en plan duro. Uno de ellos le dijo al policía de la linterna:
—Si no tenéis tarjeta de socio no vais a entrar.
El madero contestó:
—Tranquilo, chaval.
Una actitud de mierda.
Continuaron a lo largo de la cola. La gente preguntaba qué pasaba. Los policías mascullaron algo incomprensible.
Iluminaron a Ashur. Sonrió. Señaló al madero que tenía la linterna en la mano.
—Hola. Soy el dueño de Saxateket, en el centro comercial. Creo que unas mechas te quedarían muy bien.
De hecho, el policía sonrió.
Continuaron.
Iluminaron a Vadim. Mucho tiempo. Su rostro consumido atrajo la atención de la policía.
—Hola, Vadim —dijo el de la linterna—, ¿qué tal?
—Todo bien. De primera.
—¿Y sin movidas?
—Claro, como siempre.
—Sí, como siempre. —Ironía policial.
Jorge miraba hacia delante. Le parecía todo neblinoso. No podía concentrarse. El tiempo se detuvo.
¿Qué coño iba a hacer?
Paralizado.
Se acercaron a él. Le iluminaron la cara. Intentó relajarse. Sonreír lo justo.
JW, con la angustia del día siguiente. Se sentía como una patata asada con una gorra de plomo. Se había despertado a las ocho y media. Se arrastró de casa de Sophie a la suya. Se sentó en el suelo junto a la cama y tuvo náuseas durante veinte minutos. Luego se tomó cuatro vasos de agua en un intento desesperado por reducir la resaca. Después del agua vomitó en el inodoro, y se sintió claramente mejor. Se durmió.