Authors: Jens Lapidus
Mrado se rió. Rado: el rey gánster que hablaba de sí mismo en tercera persona. Mrado se tranquilizó. Mejor ambiente que la última vez que había estado ahí. Notaba cómo el whisky le calentaba el cuerpo. Le relajaba los hombros. Acariciaba el estómago.
—Su baza es lo que sabe o lo que quizá sabe. No estoy del todo seguro de que tenga suficiente información como para perjudicarnos, pero representa un riesgo. Nuestra baza es que le podemos volver a mandar directamente a la cárcel sin pasar por la casilla de salida. El inconveniente que tiene es que se corre el riesgo de que pierda la esperanza si le volvemos a enviar al trullo. Si no tiene nada por lo que vivir salvo hacer músculo en Kumla, nos venderá. No te quepa duda.
—Perdona, Radovan, ¿por qué no nos lo cargamos sin más?
—No trabajamos así. Demasiado peligroso. Ya has oído lo que ha dicho. Se filtrarán cosas. No sabemos con quién más ha hablado. Jorge Salinas Barrio no es tonto. Si nos le cargamos te aseguro que se habrá encargado de que toda la información que no queremos que vea la luz salga de alguna manera. Ya sabes, puede habérsele ocurrido cualquier cosa. Guardar documentos sobre todo el asunto en alguna consigna. Si la palma y no va nadie a meter monedas de diez coronas, la puerta se abre, y alguien verá todos los papeles que haya dejado, incluidas detalladas descripciones de nuestra actividad. O quizá ha preparado un correo electrónico que se envíe automáticamente a la pasma si en determinada fecha él no lo para. Ya ves a lo que voy: no podemos cargárnoslo. Es demasiado listo para eso. Pero hay maneras. Métodos clásicos, ya me entiendes, Mrado. Le localizas o te pones en contacto con él por otras vías. Hazlo a tu estilo. Le explicas que se puede olvidar de que Radovan se vaya a asustar por sus métodos de chantaje. Luego, cuando estés seguro de que ha entendido de parte de quién es el mensaje, le machacas. ¿Has acuchillado a alguien en el estómago alguna vez?
—Sí, bayoneta. Srebrenica, 1995.
—Entonces ya lo sabes, se sangra de la hostia, tumba a cualquiera. Tantos órganos y tanto daño. Es el método con Jorge: machácale sin piedad. Como una cuchillada.
—Entendido. ¿Tengo carta blanca?
—Sí y no. No puede palmarla. Nada de cuchillos, era sólo un ejemplo. Por así decirlo, tienes que tratarle con mano de seda dura. —Radovan se rió de su propia broma.
—Entiendo. ¿Sabes dónde se le puede encontrar?
—En realidad no. Pero es de la zona de Sollentuna. Pregunta a Ratko o a su hermano, ellos son de allí. Una cosa más. No puedes herir al cabrón del patero tanto como para que tenga que ir al hospital. Entonces volvería a la cárcel y correríamos los riesgos que te he comentado. En el trullo, sin esperanza, pasará de todos nosotros. Nos venderá.
—Confía en mí. A ese cabrón no se le romperá ni un hueso. Pero deseará haberse quedado en casita con su madre.
La dureza de Mrado; Radovan sonrió. Dio vueltas al whisky en el vaso. Dio un trago. Se reclinó hacia atrás en el sillón. Mrado acelerado. Quería salir a la calle. Alejarse de Radovan. Al gimnasio. Charlar con los chicos. Buscar pistas. Resolver el misterio. Machacar a Jorge.
Hablaron de otras cosas: caballos y coches. Nada de negocios. Nada de que la vez anterior Mrado había solicitado una participación mayor en los guardarropas. Tras quince minutos, Rado se excusó:
—Tengo unas cosas que hacer. Y, Mrado, teniendo en cuenta el fiasco del Kvarnen, quiero lo de Jorge para ayer.
Mrado bajó al gimnasio. Charló con los chicos de la recepción. Interrumpió su conversación sobre los últimos medicamentos para la musculación. Les hizo preguntas. ¿Conocían a alguien que estuviera cumpliendo condena en Österåker? ¿Conocían a alguien que trabajara de guardia en Österåker? ¿Sabían algo sobre la estupenda fuga que había tenido lugar ahí hacía seis semanas?
Uno de ellos dijo:
—Pareces interesado. ¿Vas a ingresar y quieres saber cómo escaparte? —Se rió de su propia broma.
Mrado, benevolente. Pasó de darle un corte. Al contrario, bromeó:
—Estar preparado facilita las cosas, ¿no?
El chico se inclinó sobre el mostrador:
—Esa fuga fue totalmente impresionante. En serio, el tío que saltó sobre el muro debe de ser Serguéi Bubka en persona. Siete metros, Mrado, ¿cómo salta uno eso sin pértiga? ¿Es Spiderman o que?
—¿Conoces a alguien que esté dentro?
—No conozco a nadie que esté dentro. Soy una persona de bien, lo sabes. Tampoco conozco a ningún vigilante de prisiones. Habla con Mahmud. Ya sabes, los árabes siempre son medio criminales. La mitad de la familia está encarcelada. Mira en las duchas, creo que acaba de terminar su sesión de la mañana.
Mrado bajó las escaleras. Entró en el vestuario. Mahmud no estaba ahí. Otros chicos estaban cambiándose. Mrado saludó. Volvió a subir. Echó un vistazo por la sala de la derecha. Retumbaba el eurotecno. De Mahmud, nada. Miró en la sala de la izquierda. Vio a Mahmud de rodillas en una colchoneta de goma roja. Hacía estiramientos de la espalda. Parecía un bailarín de ballet grotesco haciendo una pose.
Mrado se arrodilló a su lado.
—¿Qué pasa, flacucho? ¿Qué tal la sesión? ¿Qué has hecho?
Mahmud no levantó la mirada. Siguió estirando la espalda.
—Flacucho lo serás tú. La sesión ha ido bien. Hoy he entrenado fuerte la parte inferior de la espalda y los hombros. Combina bien, son zonas alejadas. ¿Qué tal tú?
—Bien. Necesito ayuda con una cosa. ¿No hay problema?
—Claro. Mahmud no se echa para atrás. Ya lo sabes.
—Estupendo. ¿Conoces a alguien que esté encerrado en Österåker?
—Sí, el marido de mi hermana está ahí. Ella va a menudo a verle. Les dan una habitación para ellos, se lo pasan bien. —Mahmud cambió de posición. Se incorporó. Los brazos entre las piernas. Estiró la espalda. Crujido de vértebras.
—¿Cuándo va a volver de visita?
—No sé. ¿Se lo pregunto?
—Sí. ¿No puedes llamarla cuando acabes aquí? Necesito saberlo lo antes posible.
Mahmud asintió. Se quedaron callados. El árabe hizo algunos estiramientos más. Mrado esperó. Charló con otros dos chicos de la sala. Bajaron al vestuario. Mahmid llamó a su hermana. Hablaron en árabe. La hermana iba a ir el jueves.
Quedaron en un bar de Söder. Kebabs superbaratos, grasientos y falafel en pan de pita a veinte coronas. Mrado pidió tres. Observó el lugar. En las paredes, fotos de la Cúpula de la Roca de Jerusalén y textos en árabe. ¿Genuino o para atraer clientes? ¿Qué más da si los kebabs eran tan buenos que se derretían directamente en la boca?
La hermana de Mahmud, según Mrado: patera vulgar. Ropa un poco demasiado ceñida. Falda un poco demasiado corta. Demasiado maquillaje. Demasiados accesorios falsos de Louis Vuitton. Mucho, muchísimo sueco de Rinkeby. Controla un poco cómo hablas, tía.
Era dócil.
Nemas problemas
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. Él la instruyó sobre lo que debía preguntar: ¿Jorge había tenido más relación de la habitual con algún preso en los días anteriores? ¿Con algún mono? ¿Cómo había saltado el muro? ¿Pertenecía a alguna banda? ¿Sabían quién le había ayudado desde el exterior? ¿Quiénes eran sus amigos en el trullo?
Ella lo apuntó y prometió memorizarlo antes de su visita a la prisión. Por las molestias quería dos mil al contado.
Mrado conocía a los que eran como Jorge, nunca tenían la boca cerrada. Presumían, se jactaban, se iban de la lengua.
Se sentía seguro, con un contacto dentro de Österåker encontraría pronto al latino.
La caza podía empezar.
Sueños en español. «Jorgelito, me quedo aquí sentada hasta que te hayas dormido. Jorgelito, espera aquí que voy a buscar el libro de cuentos. Jorgelito, ¿te he dicho que eres mi príncipe? Paola es mi princesa. Vosotros sois mi familia real».
Jorge se despertó.
En el exterior era de día. La habitación, cálida. Los hermosos sueños, terminados. Estaba tumbado en un colchón que había quitado de una cama y puesto en el suelo. Reducía el riesgo de que alguien le pudiera ver desde el exterior. Doble seguridad: en el exterior de la ventana de la habitación sobresalían arbustos altos, ocultaban la visión del interior.
En total había pasado seis días en la casa. Aburrido. Pronto llamaría al yugoslavo. Luego,
adiós, amigos*
, se marcharía del país tan pronto como pudiera.
Se dio la vuelta. No tenía fuerzas para levantarse. La tristeza le daba cansancio. Pensó en Rodríguez. Un día volvería Jorge-boy. Le redecoraría la cara. Le haría arrastrarse. Besar los pies de mamá. Llorar. Arrastrarse. Gimotear.
Quizá había sido torpe. Descuidado. Por ejemplo, el día anterior se le había acabado la comida. Salió al camino. Lo siguió hasta que llegó a una carretera mayor. Siguió andando. Vio agua. Barcos que la gente estaba poniendo en dique seco. El paraíso dorado del otoño. Aproximadamente una hora y media. Una tienda de alimentación, ICA Nygrens. Entró.
Nunca se había sentido tan moreno como allí, en la tienda nacional aria de la esencia sueca. El panchito en marcado contraste. Nadie dijo nada. A nadie pareció importarle. Pero Jorge,
el Negrito
*, pensó que le iban a linchar, sumergirle en pintura para el casco del barco venenosa y echarle muesli por encima.
Compró espaguetis, patatas fritas, pan, embutido, huevos, mantequilla y cerveza sin alcohol. Detergente para lavar a mano y tinte para el pelo. Pagó en metálico. No le dio las gracias a la cajera. Sólo asintió con la cabeza. Creía que todo el mundo le miraba. Le odiaba. Planeaba denunciarle a la policía.
Una vez fuera de la tienda se sintió estúpido. Intentó caminar por el bosque para volver a casa. No funcionó. Aparecía directamente en terrenos y jardines privados. Tuvo pánico de que la gente estuviera en casa. De que sospecharan algo, de que soltaran algo, de que se cabrearan, de que denunciaran al negrata a la policía. Volvió a salir a la carretera grande. Esperaba que nadie notara su presencia, el fugitivo.
Jorge frió dos huevos. Untó con mantequilla cinco rebanadas de pan. Les puso encima embutido. Bebió agua. En el fregadero se balanceaba una montaña de platos y cubiertos. ¿Para qué iba a molestarse en fregar? Ya lo haría más adelante el verdadero dueño de la casa.
Se sentó a la mesa en la cocina. Se comió las rebanadas de pan rápidamente. Toqueteó el tablero de la mesa. Parecía viejo. Se preguntó si los dueños de la casa serían pobres o si es que querían una mesa vieja a propósito.
Entonces, algo sonó en el exterior de la casa. Los oídos de Jorge abiertos de par en par.
Se oyó una voz.
Se agachó.
Se deslizó de la silla al suelo.
Se tumbó boca abajo.
Se arrastró hasta la ventana. Si alguien iba a entrar estaba jodido. Si era la policía quien estaba afuera, estaba definitivamente jodido.
Mierda, haberse preparado tan mal. Ninguna de sus cosas empaquetadas. Su ropa, el tinte, la comida, los artículos de higiene: todo tirado por la habitación en la que dormía. Gilipollas. Si tuviera que salir corriendo inmediatamente no podría llevarse ni una mierda.
Intentó mirar por la ventana. No vio a nadie en el exterior. Sólo el entorno tranquilo del jardín, rodeado de arbustos de espino blanco podados y dos arces. Se volvió a oír la voz. Sonaba como si viniera del sendero que subía hasta la casa. Corrió doblado hasta otra ventana. Cruzó la entrada. Crujieron las anchas tablas de madera del suelo. Joder. No se atrevió a mirar por la ventana. Quizá podrían verle desde el exterior. Primero escuchó. Oyó una voz más, más próxima, pero no del todo cercana. Al menos dos personas que hablaban entre sí. ¿Era la pasma o eran otros?
Volvió a escuchar. Una de las voces tenía un ligero acento extranjero.
Miró con cuidado. No había ningún coche aparcado. No veía a nadie. Miró a lo largo del camino que continuaba pasada la casa hacia un granero rojo oscuro detrás del jardín. Ahí. Tres personas caminaban hacia la casa.
Jorge evaluó la situación a toda velocidad. Puso en la balanza ventajas contra inconvenientes. La casa estaba bien. Caliente, relativamente protegida de la vista, alejada de la ciudad y de la búsqueda de la bofia. Podía atrincherarse ahí hasta que se le acabara el dinero. Por otra parte, las personas acercándose desde el granero. No podía ver bien quiénes eran.
Podrían ser los dueños de la casa. Quizá no fuera su casa sino que tenían curiosidad. Echó un vistazo por la ventana. Vio la montaña de platos sucios, vio el colchón en el suelo, vio el desorden.
Podría ser la bofia.
El riesgo, demasiado grande. Mejor empaquetar sus cosas y largarse antes de que llegaran. Había más casas. Más camas calientes.
Jorge arrojó sus cosas en dos bolsas, la comida en una y la ropa y los objetos de higiene en la otra. Fue hasta la puerta. La parte superior era una ventana pintada. Miró por la ventana. No vio a nadie. Abrió la puerta. Caminó rápidamente hacia la izquierda. No por el sendero de gravilla hacia el camino pequeño. Al contrario: se coló por una abertura en los arbustos. Se arañó con las espinas.
Le pareció oír las voces más claramente.
Mierda.
Echó a correr sin darse la vuelta.
JW de camino a la cumbre. La oferta de Jet-set Carl, una puerta de oro. Abdulkarim más que feliz. Hablaba de sus planes de expansión.
—Encuentra a ese Jorge —le recordó a JW— y vamos a ser los amos de esta ciudad.
JW se esforzaba en encontrar al chileno, no en vano. Había iniciado búsquedas por aquí y por allá. Había cenado con gente de la zona de Sollentuna y les había ofrecido dinero por información que permitiera ponerse en contacto con el fugitivo; el asunto se resolvería.
Ese día tenía otro proyecto.
JW había llamado al profesor de la Komvux, Jan Brunéus, hacía unos días. El profesor se acordaba bien de Camilla pero en realidad no quería hablar de ella. Cuando JW insistió, le colgó.
JW no se sintió capaz de asimilar aquella reacción en ese momento. No se molestó en volver a llamarle. Intentó evitar pensar en el asunto.
Pero ese día era el momento. Se sentía obligado.
Se puso los vaqueros, la camisa, el abrigo.
Caminó hacia el Instituto de Bachillerato de Sveaplan, más abajo de Wennergrens Center, ahí estaba la Komvux. Quería conocer a Jan Brunéus en persona.
La calle Valhallavägen rugía más de lo habitual, ya fuera por el tráfico lento y atascado o por su dolor de cabeza. Probablemente por ambas cosas.