Authors: Jens Lapidus
Funcionó algunos meses. Luego aparecieron otros hombres. Ex yugoslavos, serbios. No reconocía sus caras. Sin embargo reconoció su estilo. Los chicos de Arkan. Le decían a ella y a la vecina lo que tenían que hacer. Cuándo lo tenían que hacer. Cuánto tenían que cobrar.
Aumentó el número de clientes. El dinero entraba.
No le concedieron el asilo. Posibilidades de elección: quedarse ilegalmente o volver a su hogar arrasado por la guerra y los recuerdos de las violaciones. Eligió lo primero. Acabó aún más metida en el sistema de los chulos.
La dejaron vivir junto con otras chicas en un piso fuertemente vigilado. A veces iban allí maderos. A veces las llevaban a otros sitios. Decidieron que tenía talento para algo más que la lengua sueca, así que hacía los llamados trabajos de alto nivel: acompañar al restaurante y estar guapa. Quizá dejarse ligar por algún tío que invitara a copas. Quizá ir en minifalda a fiestas en grandes casas y hacer de camarera. Viejos que manoseaban/sobaban. La arrastraban a una habitación contigua. Puteros que nunca le pagaban directamente a ella.
Y cada noche cuando llegaba a casa se liaba un porro. Se tomaba unos cuantos Sobril. A veces remataba el porro con anfetas; en la jerga de los yonquis: una bomba atómica.
Los chulos serbios les proporcionaban la droga. Se encargaban de que se mantuvieran tranquilas.
Después de medio año: si no recibía su dosis diaria de maría o anfetamina, tenía abstinencia.
Jorge hizo pocas preguntas. La dejó contar a su ritmo. Se sentía como un verdadero psicólogo. Como Paola, que siempre le escuchaba. Pero no sólo eso, también sentía algo por Nadja.
Cayó en la cuenta de lo que era: sentía compasión. Y algo más: una especie de ternura.
Estaban empezando a aproximarse a información interesante. El tío gigantesco giraba la cabeza con regularidad. Comprobaba que seguían allí. Que la distancia no era demasiado grande. Jorge supuso que nunca dejaban a las putas en el exterior sin vigilancia.
Jorge miró a Nadja.
—¿Me puedes dar detalles sobre eso de los trabajos de alto nivel?
—Hace como dos años. Casi siempre nos llevan a un sitio de maquillaje primero. A arreglarnos. Eligen ropa para nosotras. A veces cosas caras: seda, faldas de raso. Zapatos de piel muy buenos. Una maquilladora me enseña a andar con esos tacones. Recta. Nos enseñan de qué vamos a hablar, qué vamos a hacer con los viejos.
—¿Dónde?
—En todos los sitios. En chalés, extrarradio bueno, creo. Restaurantes de Stureplan. Otros barrios de la ciudad. Cuatro, cinco veces voy el fin de semana con un viejo. También chicas suecas.
Jorge modificó la técnica de entrevista. Quería hacer las preguntas correctas. Sin presionarla demasiado, ella debía seguir hablando. Quería que ella contara por sí misma.
—¿Qué hay que hacer si uno quiere participar en una de esas ocasiones?
—¿Qué es eso?
—Quiero decir que si yo quisiera participar en una de esas fiestas en chalés, ¿qué tendría que hacer?
—Yo ya no hace trabajos de nivel. Yo ya no bastante joven y guapa. Yo ahora voy al final. Demasiada mierda de anfetamina. Si tú quieres ir a fiesta, tú tienes que tener mucho dinero. Las chicas allí no baratas. —Una sonrisa falsa.
—Pero si de todas formas quiero ir, ¿con quién tengo que hablar?
—Hay muchos. Tú preguntas de Nenad. Habla con él.
—No puede ser. ¿Hay otros? ¿Quién solía organizar las mejores fiestas?
—Suecos. Clase alta.
—¿Tienes nombres?
—Intenta Jonas o Karl. Ellos mandan a las maquilladoras.
—¿Sabes cómo se llaman de apellido?
—No. Apellidos suecos difícil. Nunca nos dicen. Pero sí el mote.
—¿Tenían motes?
—Sí, Jonas:
Jonte.
Karl parecido a
Yate Karl.
—¿Quién más está relacionado?
—Habla con Don R si tú atreves.
—¿Solía participar él? ¿Sabe tu novio que has estado con él?
Ella se detuvo.
—¿Cómo sabes eso?
Jorge: menudo olfato de Sherlock.
—Sencillamente lo sé.
Siguieron andando. De vuelta hacia el centro comercial.
—Micke no es mi chico. Él vigila para Nenad. Para Don R. Él no sabe todos con los que yo estoy. ¿Por qué tiene que saber?
—¿Por qué te permite que hables conmigo así?
—Micke no como otros. Él odia a Don R. Micke me promete me ayuda a salir de mierda.
—¿Porqué?
—Me dice que él odia a Don R. Trabaja sólo por dinero. Ellos han pegado a él.
—¿De qué hablas?
—Micke es buen hombre. Le rompen pie un cerdo serbio que trabaja para Don R. En el gimnasio. Mrado le tira el peso más grande en el pie. Luego el serbio le tira al suelo pegando, sin motivo. Para él no es nada importante. Por eso Micke trabaja para Nenad. ¿Entiendes? Aunque Micke es grande. ¿Entiendes cómo es el hombre que tú preguntas?
Jorge lo entendía.
El odio.
El impulso.
La persecución.
Abdulkarim y Fahdi llegaron a Londres dos días después que JW.
Lo primero que hicieron después de aterrizar fue recoger la pistola. Cogieron un taxi para ir a Euston Square, donde esperaba un chico negro junto al puesto de periódicos de la estación. Le entregaron un sobre con la cantidad acordada. El tío contó rápidamente y asintió. Luego les dio una nota.
Abdulkarim se negaba a que les engañaran, se encargó de que el chico no desapareciera, le retuvo. En caso de que no hubiera arma, el chico se llevaría el golpe.
Las consignas tenían cerradura de combinación. El chico les llevó directamente a la correcta. El código de la nota funcionó. En la consigna había una bolsa de deporte. Fahdi cogió la bolsa y metió la mano. Palpó. Dibujó una amplia sonrisa.
El resto del primer día, JW se los llevó de visita turística con un guía contratado. Abdulkarim, felicísimo, no había estado en el extranjero desde que había llegado a Suecia cuando era un chaval, en 1985.
Vieron el Parlamento, el Big Ben, London Dungeon, se dieron una vuelta en la Noria del Milenio. Lo favorito de Abdulkarim: London Dungeon, el museo del terror con las figuras de cera retorcidas, las guillotinas, los hierros de los garrotes, las horcas.
El guía era un sueco de mediana edad que llevaba diecisiete años viviendo en Londres. Acostumbrado a los viajes de estudios y a grupos de turistas del centro de Suecia. El guía no se aclaraba con sus clientes de ese día, quizá pensaba que eran buenos chicos normales. En cambio, Abdulkarim y Fahdi le acribillaron a preguntas. ¿Dónde está el club de
striptease
más cercano? ¿Tienes idea del precio del perico? ¿Nos puedes ayudar a comprar costo?
En la frente del guía se veían gotas de sudor nervioso. Seguro que estaba cagado.
JW sonrió.
Al final del día, el guía parecía estar asustado de verdad. Mirada huidiza, probablemente con miedo de que apareciera un
bobby
detrás de la siguiente esquina y le pillara. Le dieron las gracias y le dejaron una buena propina.
Antes de marcharse, Abdulkarim preguntó:
—Esta noche vamos ir a The Hothouse Inn. ¿Te apuntas?
The Hothouse Inn: JW había conseguido entradas. Era uno de los sitios de
strip
más lujosos del Soho.
Lo alucinante: el tío dijo que sí.
Abdulkarim se burló:
—¡Huy, digo en broma! No vamos a ir de verdad. Qué guarrada. ¿Te va eso?
El guía se puso totalmente colorado. Los semáforos en rojo de la calle palidecieron en comparación. Se dio media vuelta y se fue.
Se partieron de la risa.
Día dos. JW, Abdulkarim y Fahdi invadieron el distrito de compras.
Londres, la ciudad prometida de los almacenes de lujo: Selfridges, Harrods. Pero lo mejor de todo: Harvey Nichols.
Habían reservado una limusina para todo el día.
JW se había trasladado al hotel de Abdulkarim el día anterior, cuando Abdulkarim consideró que parecía seguro. Fahdi se trasladó un poco más tarde el mismo día.
Empezaron con un
brunch
de hotel tamaño XL: salchichas, beicon, costillas, muslos de pollo, patatas fritas, tortitas con sirope, siete tipos diferentes de pan, muesli, cereales Kellog's, huevos revueltos, tres tipos diferentes de zumo de naranja recién exprimido, mermelada, Marmite, Vegemite, montones de quesos (stilton, cheddar, brie), mermelada, Nutella, helado, cóctel de frutas. En grandes cantidades.
Se inflaron. A Fahdi le encantaron los huevos revueltos, se puso dos platos hasta arriba. Las mujeres de mediana edad de la mesa de al lado le miraron boquiabiertas. Abdulkarim pidió zumo recién exprimido cuatro veces. JW se avergonzó, pero no del todo. Se ajustó los gemelos y miró a las vecinas de mesa. Les guiñó un ojo.
De alguna manera, disfrutaba.
La limusina les recogió a la una.
Abdulkarim estaba encantado, presumía de cuánto iban a ganar con la coca que había conseguido Jorge por medio de la brasileña. Habló de cómo se iban a hacer con Londres. Todas las pibas iban a probar a Abdulkarim. Todos los
hooligans
iban a probar a Fahdi.
En realidad, Abdulkarim no había hablado de otra cosa la noche anterior; la famosa huida de Jorge del puente Västerbron. JW estaba impresionado. Tenían tres kilos de farlopa. Justo lo que hacía falta, cantidad.
Pararon delante de Selfridges. Abdulkarim abrió la puerta y miró el exterior. Gritó en un inglés horroroso:
—¡Vamonos de aquí! No parece lo suficientemente bueno.
JW miró de reojo a Fahdi y soltó una risotada. ¿Abdulkarim se había metido una raya antes de desayunar?
El conductor no hizo ni un gesto. Probablemente el comportamiento de Abdulkarim no era nada comparado con el de la gente famosa y rica de verdad que habría llevado.
Siguieron en el coche. Las aceras estaban abarrotadas y las calles estaban llenas de coches. Los típicos autobuses de dos plantas pasaban haciéndose hueco, se dirigían a las paradas.
La limusina se detuvo frente a Harvey Nichols.
Entraron en los almacenes y encontraron rápidamente la sección de caballeros. Era gigantesca. Para JW, el amante de las compras con debilidad por el lujo, fue uno de los momentos más felices de su vida.
Babeó, disfrutó, bailó la danza del consumo. La meca de las marcas: Dior, Alexandre of London, Fendi, Giuseppe Zanotti, Canali, Hugo Boss, Prada, Cerruti 1881, Ralph Lauren, Comme des Garcons, Costume National, Dolce & Gabbana, Duffer of St. George, Yves Saint Laurent, Dunhill, Calvin Klein, Armani, Givenchy, Energie, Evisu, Gianfranco Ferré, Versace, Gucci, Guerlain, Heimut Lang, Hermés, Iceberg, Issey Miyake, J. Lindeberg. Christian Lacroix, Jean Paul Gaultier, CP Company, John Galliano, John Smedley, Kenzo, Lacoste, Marc Jacobs, Dries van Noten, Martin Margiela, Miu Miu, Nicole Farhi, Óscar de la Renta, Paul Smith, Punk Royal, Ermenegildo Zegna, Roberto Cavalli, Jil Sander, Burberry, Tod's, Tommy Hilfiger, Trussardi, Valentino, Yohji Yamamoto.
Tenían de todo.
Abdulkarim hizo que le acompañara un dependiente por la tienda con un carrito de la compra. Eligió trajes, camisas, zapatos y jerséis.
JW miró por su cuenta. Eligió un
blazer
de Alexandre of Savile Row, un par de vaqueros de Heimut Lang, dos camisas, una de Paul Smith y otra de Prada, y un cinturón de Gucci. El importe final fue de mil libras.
Fahdi parecía estar al margen. Se sentía más cómodo con una chaqueta de piel sencilla y vaqueros, y en consecuencia compró un par de vaqueros de Hilfiger y una chaqueta de piel de Gucci. El precio sólo de la chaqueta: tres mil libras. Gucci, el atributo favorito de todos los amantes del lujo.
JW pensó en lo mucho más fácil que sería todo cuando consiguiera dinero limpio. La posibilidad de utilizar tarjetas de crédito era atractiva. La sensación que anhelaba: poder poner una American Express Platinum Card en el mostrador.
Les ayudaron a llevar las bolsas a la limusina. Los dependientes estaban acostumbrados. Londres era el lugar adecuado para los asquerosamente ricos.
La limusina continuó por Sloane Street, la calle del desfile de las tiendas insignia: Louis Vuitton, Prada, Gucci, Chanel, Hermés se encontraban una tras otra.
Los ojos de JW se pegaron a las seductoras líneas de los logotipos. Después de algunos minutos, Abdulkarim empezó a gritar.
Se bajaron.
Abdulkarim salió corriendo hacia la tienda de Louis Vuitton. JW vio sus pantalones ondeando y el chaquetón demasiado corto sobre la americana y pensó: Debería ser ilegal vestirse así.
El portero de la tienda miró a Abdul primero con escepticismo: ¿un pirado moreno? Luego vio la limusina. Le dejó entrar.
Pasaron una hora y media más a lo largo de la calle.
La factura final de JW fue de cuatro mil libras, además de lo que se había gastado en Harvey Nichols. Trofeos para mostrar a los chicos en casa: un portafolios de piel de Gucci, un abrigo de Miu Miu, una camisa de Burberry. No estaba mal.
Un pensamiento se le pasó por la cabeza: ¿eso era vida o era un bluf? JW se sentía eufórico, casi extático. Sin embargo no podía evitar relacionarlo con cómo debió de sentirse Camilla cuado iba con el hombre de Belgrado en su Ferrari amarillo. ¿Cuánto se parecían ella y JW?
Almorzaron en Wagamama al final de Sloane Street, una cadena de restaurantes asiáticos de moda con decoración minimalista en blanco. Abdulkarim se quejó de que demasiados platos llevaban cerdo.
—Mañana vamos a celebrar —dijo— y vamos a comer a un sitio
halal.
Fahdi pareció sorprendido:
—¿Qué vamos a celebrar?
Abdulkarim sonrió.
—Amiguete, mañana nos reunimos con los tíos que hemos venido a ver aquí. Mañana sabremos si vamos a ser millonarios.
Mrado, sentado en el sofá de casa después del entrenamiento. Músculos cansados. Pelo mojado. Y lleno; se había metido dos latas de atún con pasta y un cóctel proteínico. Además, Ultra Builder 5000, dos pastillas Metandienon, esteroides andrógeno-anabolizantes de primera.
Estaba vagueando. Veía
Fight Club,
Eurosport. K-I, Elimination Tournament. El antiguo campeón de K-I, Jörgen Kruth, era el comentarista. Analizaba los golpes, las patadas y los rodillazos. Su voz nasal, lánguida, hablaba un lenguaje claro: al tío le habían dado demasiados golpes en la nariz.
Uno de los más grandes, Remy Bonjasky, estaba machacando a su oponente en el cuadrilátero. Arrinconó al tío. Le dio rodillazos en el estómago. Le dio patadas bajas en las pantorrillas. El oponente gritaba de dolor. Bonjasky le lanzó dos ganchos de izquierda rápidos. Al tío no le dio tiempo a poner los brazos en guardia. La protección salió volando. Antes de que al juez le diera tiempo a interrumpir, Bonjasky finalizó con una patada circular que le dio en la oreja izquierda. Un verdadero KO: el oponente desmayado antes de llegar al suelo. Mrado no habría podido hacerlo mejor.