Authors: Christopher Hitchens
Hay que reconocer que Marx y Freud no fueron doctores ni matemáticos. Es mejor pensar que fueron unos magníficos ensayistas con una imaginación desbordante, pero falible. Dicho de otro modo: cuando el universo se altera, no me considero lo suficientemente arrogante para eximirme de la autocrítica. Y me conformo con pensar que algunas contradicciones seguirán siendo contradictorias, que algunos problemas no se podrán resolver jamás con el equipamiento de un mamífero con el córtex cerebral humano y que algunas cosas son incognoscibles indefinidamente. Si se demostrara que el universo es finito o infinito, cualquiera de los dos descubrimientos me resultaría igualmente pasmoso e impenetrable. Y aunque he conocido a numerosas personas mucho más sabias y más inteligentes que yo, no conozco a nadie que sea lo bastante sabio o inteligente para decir otra cosa.
Por tanto, la crítica más suave de la religión es la más radical y la más demoledora. La religión es una creación del ser humano. Ni siquiera los seres humanos que la crearon pueden ponerse de acuerdo acerca de lo que dijeron o hicieron en realidad sus profetas, redentores o gurús. Y menos aún pueden confiar en contarnos el «significado» de descubrimientos y adelantos posteriores que, cuando comenzaron a producirse, fueron o bien obstaculizados o bien denunciados por las religiones. Y sin embargo… ¡los creyentes siguen afirmando saber! Y no solo saber, sino saberlo
todo.
No solo saber que dios existe y que creó y supervisó toda la empresa, sino también saber lo que él «quiere» de nosotros: desde lo que tenemos que comer hasta nuestros ritos o nuestra moral sexual. En otras palabras: en medio de una inmensa y compleja discusión en la que sabemos cada vez menos de cada vez más cosas, pero no obstante podemos confiar todavía en que surja algo de luz a medida que avanzamos, una facción (compuesta, a su vez, de facciones mutuamente enfrentadas) se permite la grosera arrogancia de decirnos que ya disponemos de toda la información esencial que necesitamos. Semejante estulticia, unida a tamaño orgullo, debería bastar por sí sola para excluir la «fe» del debate. La persona que está segura y que recurre a la garantía divina como fuente de certidumbre, pertenece ahora a la primera infancia de nuestra especie. Tal vez su despedida sea larga, pero ya ha comenzado y, como todas las despedidas, no debería prolongarse.
Confío en que si usted se encontrara conmigo no supiera necesariamente que mi opinión es esta. Probablemente me haya quedado hablando con amigos religiosos por la noche hasta más tarde y durante más tiempo que con cualquier otra clase de amigos. Estos amigos suelen exasperarme diciendo que soy un «buscador», lo que no es cierto, o no del modo que ellos creen. Si regresara a Devon, donde se encuentra la poco visitada tumba de la señora Watts, seguramente me quedaría sentado tranquilamente en la parte trasera de alguna antigua iglesia celta o sajona. (El maravilloso poema de Philip Larkin «Church-going» [«Acudir a la iglesia»] refleja a la perfección mi actitud.) En una ocasión escribí un libro sobre George Orwell, quien podría haber sido mi héroe si yo tuviera héroes, y me irritó su indiferencia ante la quema de iglesias en Cataluña en 1936. Mucho antes de la aparición del monoteísmo, Sófocles nos enseñó que cuando Antígona se oponía a la profanación hablaba en nombre de la humanidad. Dejo para los creyentes lo de quemar las iglesias, mezquitas y sinagogas de los demás, cosa que siempre se puede estar seguro que acabarán haciendo. Cuando acudo a la mezquita, me descalzo. Cuando voy a la sinagoga, me cubro la cabeza. En una ocasión cumplí incluso con las normas de etiqueta de una comunidad de meditación de la India, aunque aquello supuso toda una prueba para mí. Mis padres no trataron de indoctrinarme en ninguna religión: seguramente tuve la suerte de tener un padre que no apreciaba particularmente su educación baptista-calvinista y una madre que prefirió la asimilación (en parte por mi bien) antes que el judaísmo de sus antepasados. Ahora conozco lo suficiente de todas las religiones para saber que yo siempre sería un infiel en todas las épocas y en todos los lugares. Pero mi ateísmo en particular es un ateísmo protestante. Con lo que primero discrepé fue con la espléndida liturgia de la Biblia del rey Jacobo (una liturgia que la Iglesia de Inglaterra, en su necedad, ha vendido muy barata) y con el devocionario de Cranmer. Cuando mi padre murió y fue enterrado en una capilla desde la que se ve Portsmouth (la misma capilla en la que Eisenhower rezó en 1944 la noche antes del día D para pedir por la victoria), pronuncié una alocución y escogí como lectura un versículo de la Epístola a los Filipenses de Pablo de Tarso, al que posteriormente se llamaría «san Pablo» (capítulo 4, versículo 8):
Por lo demás, hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta.
Lo escogí por ese tono evocador y elusivo que me acompañará hasta mi último minuto de vida, por su precepto esencialmente secular y porque resplandecía en el erial de aquella perorata acomodaticia, absurda e intimidatoria que le rodeaba.
El debate sobre la fe es el origen y fundamento de todas las discusiones porque representa el comienzo (pero no el final) de todas las discusiones acerca de la filosofía, la ciencia, la historia y la naturaleza humana. Es también el comienzo (pero en modo alguno el final) de todas las disputas sobre la vida buena y la ciudad justa. La fe religiosa es imposible de erradicar precisamente
porque
somos criaturas que todavía estamos evolucionando. Jamás sucumbirá; o, al menos, no sucumbirá hasta que superemos el miedo a la muerte, a las tinieblas, a lo desconocido y a los demás. Por esta razón, no la prohibiría ni siquiera en el caso de que pudiera hacerlo. Usted dirá: «Es muy generoso». Pero ¿serán los creyentes igual de indulgentes conmigo? Lo digo porque hay una auténtica e importante diferencia entre mis amigos religiosos y yo, y los amigos auténticos e importantes son lo suficientemente honrados para reconocerlo. Me conformaría con poder acudir a los ritos con que se acoge la madurez religiosa de sus hijos, con maravillarme ante sus catedrales góticas, con «respetar» su fe en que el Corán fue fruto de un dictado, aunque fuera exclusivamente en árabe y a un comerciante analfabeto, o con interesarme por el consuelo que ofrecen las religiones neopaganas, el hinduismo o el jainismo. Y, si es así, seguiré haciéndolo sin insistir en que me prodiguen cortés y recíprocamente idéntico trato… que consiste en que ellos, por su parte,
me dejen en paz.
Pero, en última instancia, la religión es incapaz de hacerlo. Mientras escribo estas palabras, y mientras usted las lee, las personas de fe planean cada una a su modo destruirnos a usted y a mí y destruir todas las magníficas realizaciones humanas que he mencionado y que han costado tanto esfuerzo.
La religión lo emponzoña todo.
Su aversión a la religión, en el sentido usualmente atribuido al término, era de la misma índole que la de Lucrecio; la miraba con el sentimiento debido, no a un mero engaño intelectual, sino a un gran mal moral. La consideraba como el mayor enemigo de la moralidad: en primer lugar, porque erigía excelencias ficticias —creencia en credo, sentimientos devotos, ceremonias, ajenos al bien de la especie humana—, y aceptadas en sustitución de las genuinas virtudes. Pero sobre todo por enviciar radicalmente la norma moral, haciéndola consistir en realizar la voluntad de un ser sobre el que prodiga la mayor adulación; pero al que en puridad de verdad pinta como eminentemente odioso.
JOHN STUART MILL, refiriéndose a su padre, en Autobiografía
Tantum religio potuit suadere malorum (Tanto la religión pudo ser autora de espantos.)
LUCRECIO, De rerum natura
Imagínese que puede realizar una proeza de la que yo soy incapaz. Suponga, en otras palabras, que puede imaginarse a un creador infinitamente benévolo y todopoderoso, que lo concibió, después lo creó y a continuación lo modeló, que lo trajo al mundo que había creado para usted y que ahora le vigila y cuida de usted hasta cuando está durmiendo. Imagínese, además, que si usted cumple las reglas y mandamientos que él amorosamente ha prescrito, se ganará una eternidad de dicha y descanso. No digo que yo envidie esta creencia suya (puesto que para mí equivale al deseo de una horrenda forma de dictadura bondadosa e inalterable), pero sí tengo una pregunta sincera que hacerle. ¿Por qué semejante creencia no hace felices a quienes la suscriben? A ellos debe de parecerles que han tomado posesión de un secreto maravilloso, de uno de esos secretos a los que podrían aferrarse hasta en los momentos de mayor adversidad.
Superficialmente, a veces parece que fuera así. He asistido a servicios evangélicos, tanto en comunidades negras como blancas, en los que todo el acto consistía en un prolongado grito de exaltación por sentirse salvados, amados, etcétera. Muchos de estos servicios religiosos, en todas las iglesias y entre casi todos los paganos, están minuciosamente planificados para evocar la celebración y la fiesta colectiva, que es precisamente por lo que desconfío de ellos. También hay momentos más sobrios, contenidos y elegantes. Cuando pertenecí a la Iglesia ortodoxa griega pude percibir, aun cuando no creyera, las gozosas palabras que intercambiaban los creyentes en la mañana de Pascua: «Christos anesti!» («¡Dios ha nacido!») «Alethos anesti!» («¡En verdad ha nacido!») Pertenecí a la Iglesia ortodoxa griega, dicho sea de paso, por una razón que explica por qué tantísima gente profesa exteriormente una filiación. Me uní a ella para complacer a mis suegros griegos. El arzobispo que me acogió en el seno de su fe el mismo día que ofició mi matrimonio (con lo que se embolsó una tarifa doble en lugar de, como suele suceder, sencilla) se convirtió más tarde en un partidario entusiasta de sus compatriotas genocidas Radovan Karadzic y Ratko Mladic, que llenaron innumerables fosas comunes en toda Bosnia. La siguiente vez que me casé, a manos de un rabino judío reformista con un toque einsteiniano y shakespeariano, tenía algo más en común con la persona que oficiaba la ceremonia. Pero hasta él era consciente de que su homosexualidad de toda la vida estaba castigada por principios como una ofensa capital, punible según los fundadores de su religión con la lapidación. Por lo que se refiere a la Iglesia anglicana en la que fui originalmente bautizado, hoy día puede parecer un patético corderillo que bala, pero en su condición de heredera de una Iglesia que siempre ha gozado de subvenciones estatales y de una estrecha relación con la monarquía hereditaria, tiene responsabilidades históricas por las Cruzadas, la persecución de católicos, judíos y disidentes y por la lucha contra la ciencia y la razón.
El grado de intensidad varía según la época y el lugar, pero se puede afirmar que es cierto que la religión no se conforma y que a largo plazo no puede conformarse con hacer sus afirmaciones maravillosas y sus garantías sublimes.
Debe
tratar de interferir en las vidas de los no creyentes, de los herejes o de los fieles a otros cultos. Tal vez hable de la dicha del mundo venidero, pero busca el poder en este. No podía esperarse otra cosa. Al fin y al cabo es una construcción absolutamente humana. Y no tiene seguridad en su panoplia de sermones ni para permitirse siquiera coexistir con otros credos.
Veamos un ejemplo, extraído de una de las figuras más veneradas que ha alumbrado la religión moderna. En 1996, la República de Irlanda celebró un referéndum acerca de una cuestión: si su Constitución debería seguir prohibiendo el divorcio. La mayoría de los partidos políticos, en un país cada vez más laico, instaban a los votantes a aprobar una enmienda legislativa. Lo hacían por dos razones excelentes. Ya no se consideraba correcto que la Iglesia católica de Roma prescribiera su moral a todos los ciudadanos y, evidentemente, era imposible aspirar siquiera a una definitiva reunificación de Irlanda cuando la gran minoría protestante del norte rechazaba continuamente la posibilidad de que se implantara un régimen religioso. La madre Teresa tomó un avión desde Calcuta para apoyar la campaña en favor del voto negativo junto a la Iglesia y sus partidarios de la línea más dura. Dicho de otro modo: una irlandesa casada con un borracho maltratador e incestuoso jamás debería esperar nada mejor para su vida, y hasta podría poner su alma en peligro si suplicaba poder volver a empezar de nuevo; mientras, los protestantes podían escoger entre aceptar las bendiciones de Roma o quedarse al margen. Ni siquiera se sugería la posibilidad de que los católicos cumplieran con los mandamientos de su Iglesia sin imponérselos a todos los demás ciudadanos. Y esto sucedía en las islas Británicas y en la última década del siglo XX. El referéndum reformó finalmente la Constitución, si bien por la más estrecha de las mayorías. (Ese mismo año, la madre Teresa concedió una entrevista en la que decía que confiaba en que su amiga la princesa Diana fuera más feliz una vez que se hubiera librado de lo que evidentemente era un matrimonio desafortunado; pero no debe sorprendernos tanto descubrir a la Iglesia aplicando criterios más severos a los pobres y ofreciendo indulgencias a los ricos
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).
Una semana antes de los sucesos del 11 de septiembre de 2001 participé en una mesa redonda con Dennis Prager, que es uno de los periodistas religiosos más famosos de Estados Unidos. Me retó en público a responderle a lo que él calificó como «una pregunta directa, a la que replicar con un sí o un no», y acepté despreocupadamente. «Muy bien», me dijo. Yo tenía que imaginarme que estaba en una ciudad extraña y que caía la noche. Tenía que imaginarme que veía aproximarse hacia mí a un numeroso grupo de hombres. En ese caso, ¿me sentiría más seguro o menos seguro si supiera que acababan de salir de cumplir con un rito religioso? Como comprenderá el lector, esta no es una pregunta a la que se pueda dar un sí o un no por respuesta. Pero conseguí responder a ella como si no fuera una hipótesis. «Sin salirme nunca de la opción "B", diré que he tenido realmente esa experiencia en Belfast, Beirut, Bombay, Belgrado, Belén y Bagdad. En cada uno de estos casos puedo decir rotundamente que me sentiría amenazado de inmediato si pensara que el grupo de hombres que se aproximaba a mí al anochecer venía de cumplir con un rito religioso, y podría aportar razones de ello.»
Así pues, a continuación expondré un amplio resumen de la crueldad inspirada por la religión de la que fui testigo en estos seis lugares. En Belfast he visto calles enteras quemadas por la batalla campal sectaria entre diferentes facciones cristianas, y he entrevistado a personas cuyos parientes y amigos han sido raptados, asesinados o torturados por escuadrones de la muerte rivales, a menudo sin más razón que la de ser miembros de otra confesión. En Belfast circula un viejo chiste según el cual se dice que detienen a un hombre en un control de carretera y le preguntan de qué religión es. Cuando el hombre contesta que es ateo, le preguntan: «Pero, ¿ateo católico o ateo protestante?». Creo que esto refleja cómo ha arraigado la obsesión religiosa en el legendario sentido del humor local. En todo caso, eso fue exactamente lo que le sucedió a un amigo mío, y la experiencia no fue en modo alguno divertida. El pretexto ostensible para todo aquel caos es el de los nacionalismos enfrentados, pero el lenguaje de la calle empleado por las tribus rivales está plagado de términos insultantes para la otra confesión (
Prods y Teagues
NdT4
). Durante muchos años, los dirigentes protestantes querían que los católicos fueran segregados y eliminados. De hecho, en los tiempos en los que se fundó el estado del Ulster, su consigna era: «Un Parlamento protestante para un pueblo protestante». El sectarismo se reproduce convenientemente a sí mismo y siempre se puede estar seguro de que despertará un sectarismo recíproco. Los dirigentes católicos estaban de acuerdo en lo esencial. Deseaban que las escuelas estuvieran dominadas por el clero y que los barrios se segregaran: la mejor fórmula para que ellos ejercieran el control. Así, en el nombre de dios se taladraban en las nuevas generaciones de colegiales, como todavía se siguen taladrando, los viejos odios. (Hasta la palabra «taladrar» me produce náuseas: el taladro también fue una de esas poderosas herramientas que se utilizaban para pulverizar las rótulas de quienes se oponían a las bandas religiosas.)