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Authors: Christopher Hitchens

Dios no es bueno (27 page)

BOOK: Dios no es bueno
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El propio Lincoln vacilaba a la hora de reclamar la autoridad de ese modo. De hecho, es bien conocido que en un determinado momento dijo que este tipo de invocaciones a la divinidad eran erróneas, ya que la cuestión radicaba más bien en tratar de estar del lado de dios. Presionado para promulgar de inmediato una Proclamación de la Emancipación de los negros en una reunión de cristianos celebrada en Chicago, siguió considerando que ambas caras de la argumentación venían avaladas por la fe y afirmó: «No obstante, los nuestros no son tiempos de milagros y supongo que todo el mundo sabrá que no espero recibir una revelación directa».
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Aquello fue una clara evasiva, pero cuando finalmente se armó de valor para promulgar dicha proclamación dijo a quienes seguían indecisos que se había prometido a sí mismo hacerlo… a cambio de que dios concediera la victoria en Antietam a las fuerzas de la Unión. Aquel día se registró en territorio estadounidense el mayor número de muertos de toda su historia. De modo que es posible que Lincoln quisiera de algún modo santificar y justificar aquella espantosa carnicería. Habría sido un acto bastante noble si uno no se parara a pensar que, siguiendo idéntica lógica, si esa misma carnicería hubiera concluido con victoria de signo contrario… ¡la liberación de los esclavos habría quedado postergada! Y también dijo: «Me temo que los soldados rebeldes rezan con mucho más fervor que nuestras tropas y confían en que Dios favorezca a su bando; porque uno de nuestros soldados que había sido tomado prisionero dijo que nada le pareció tan desalentador como la aparente sinceridad de aquellos con quienes estuvo mientras rezaban». Si los de los uniformes grises hubieran tenido un poquito más de suerte en el campo de batalla de Antietam, el presidente podría haberse preocupado por si dios desertaba por completo de la causa antiesclavista.

No conocemos las creencias religiosas íntimas de Lincoln. Le gustaba hacer referencia a Dios Todopoderoso, pero jamás fue miembro de ninguna Iglesia y los clérigos se opusieron de forma radical a sus primeras candidaturas. Su amigo Herndon sabía que había leído atentamente a Paine, a Volney y a otros librepensadores y se había formado la opinión de que en privado era un no creyente categórico. Parece improbable. Sin embargo, también sería inexacto afirmar que era cristiano. Hay muchas evidencias que avalan la opinión de que era un escéptico atormentado con cierta tendencia al deísmo. Como quiera que fuese, lo máximo que puede decirse en favor de la religión en el grave asunto de la abolición de la esclavitud es que muchos cientos de años después y habiéndose impuesto y pospuesto el asunto hasta que el interés egoísta condujo a una horripilante guerra, consiguió finalmente deshacer una pequeña parte del daño y la desgracia que en primera instancia había infligido.

Eso mismo puede decirse de la época de King. Tras la reconstrucción, las iglesias del sur regresaron a sus viejas costumbres y bendijeron a las nuevas instituciones de la segregación y la discriminación. No fue hasta después de la Segunda Guerra Mundial, la extensión de la descolonización y la propagación de los derechos humanos cuando volvió a alzarse la voz en favor de la emancipación. En respuesta a ello, se afirmaba otra vez con rotundidad (en territorio estadounidense y en la segunda mitad del siglo XX) que Dios no quería que los descendientes discrepantes de Noé se mezclaran. Esta estupidez cavernícola tenía consecuencias en el mundo real. El difunto senador Eugene McCarthy me dijo que en una ocasión había instado al senador Pat Robertson, padre del actual profeta televisivo, a apoyar determinada legislación poco estricta en defensa de los derechos civiles. «Claro que me gustaría ayudar a las personas de color —fue su respuesta—, pero la Biblia dice que no puedo.» La única definición que «el Sur» daba de sí mismo era que era blanco y cristiano. Eso es exactamente lo que confirió al doctor King su ascendencia moral, ya que podía vencer con sus prédicas a los sureños reaccionarios. Pero la pesada carga jamás habría recaído sobre él si, para empezar, la religiosidad no hubiera estado tan profundamente afianzada. Como muestra Taylor Branch, muchos de los miembros del círculo más cercano y del séquito de King eran comunistas y socialistas laicos que llevaban varias décadas abonando el terreno para la aparición de un movimiento en defensa de los derechos civiles y contribuyendo a formar valientes voluntarios como la señora Rosa Parks para que se incorporaran a una meticulosa estrategia de desobediencia civil generalizada; y estas vinculaciones «ateas» iban a utilizarse continuamente contra King, sobre todo desde el pulpito. De hecho, una consecuencia de su campaña fue la de producir el «contragolpe» de la cristiandad blanca de derechas, que todavía es una fuerza muy poderosa por debajo de la línea Mason-Dixon
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.

Cuando en 1517 el tocayo del doctor King clavó sus tesis en la puerta de la catedral de Wittenberg y proclamó con firmeza «Aquí estoy, no puedo hacer otra cosa», marcó una pauta para la valentía intelectual y moral. Pero Martín Lutero, que inició su vida religiosa terriblemente atemorizado por un arrebato de iluminación casi frontal, pasó a convertirse en un fanático y un perseguidor por derecho propio clamando criminalmente contra los judíos, aullando sobre los demonios y solicitando a los principados alemanes que aplastaran a los pobres rebeldes. Cuando el doctor King ocupó el estrado en el monumento conmemorativo al señor Lincoln y modificó el curso de la historia, también adoptó una posición que efectivamente le había sido impuesta. Pero lo hizo en calidad de humanista concienzudo, y nadie podría utilizar jamás su nombre para justificar la opresión o la crueldad. Por esa razón su legado perdura todavía y tiene muy poco que ver con la teología que profesaba. No era necesario recurrir a ninguna fuerza sobrenatural para defender la causa contra el racismo.

Por consiguiente, cualquiera que utilice el legado de King para justificar el papel de la religión en la vida pública debe aceptar todos los corolarios que parece llevar consigo. Hasta un vistazo somero a todos los datos revelará, en primer lugar, que persona a persona, los librepensadores, agnósticos y ateos estadounidenses salen mejor parados. Las posibilidades de que una opinión
secular
o librepensadora impulsara a alguien a denunciar una injusticia absoluta eran muy altas. Las posibilidades de que la fe religiosa impulsara a alguien a adoptar una postura contra la esclavitud y el racismo eran bastante reducidas desde el punto de vista estadístico. Pero las posibilidades de que la creencia religiosa de alguien le llevara a defender la esclavitud y el racismo eran desde el punto de vista estadístico extremadamente
altas,
y este último hecho nos ayuda a comprender por qué la victoria de la simple justicia tardó tanto tiempo en producirse.

Por lo que sé, hoy día no hay ningún país en el mundo en el que se practique todavía la esclavitud sin que la justificación proceda del Corán. Esto nos retrotrae a la respuesta que dieron en los primeros días de la República a Thomas Jefferson y John Adams. Estos dos esclavistas fueron a visitar al embajador de Trípoli en Londres para preguntarle con qué derecho él y sus potentados camaradas bereberes se atrevían a apresar y vender a las tripulaciones y pasajeros estadounidenses de los barcos que cruzaban el estrecho de Gibraltar. (En la actualidad se calcula que entre 1530 y 1780 más de 1.250.000 europeos fueron transportados por esta vía marítima.) Según informó Jefferson en el Congreso:

El embajador nos respondió que se basaba en las Leyes del Profeta, que estaban escritas en su Corán, que todas las naciones que no hubieran respetado su autoridad eran pecadoras, que era su deber y su obligación hacer la guerra a aquellas cada vez que pudieran encontrarlas y esclavizar a todos los que pudieran tomar como prisioneros.
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El embajador Abdrahaman pasó a señalar el precio que se exigía por el rescate, el precio de las garantías contra el secuestro y, finalmente, pero no por ello menos importante, la comisión personal que él debía cobrar por estos trámites. (Una vez más, la religión deja traslucir las interesadas conveniencias del ser humano.) Según parece, tenía bastante razón en lo que decía sobre el Corán. La octava sura, revelada en Medina, se ocupa extensamente de los botines de guerra justificados y se centra continuamente en los «castigos del fuego» que aguardan a aquellos que sean derrotados por los creyentes. Fue precisamente esta sura la que utilizaría solo dos siglos después Sadam Husein para justificar el asesinato masivo y la desposesión de la población del Kurdistán.

Hay otro grandioso episodio histórico que suele presentarse como si llevara implícito cierta relación entre fe religiosa y consecuencias éticas: la emancipación de la India del régimen colonial. Al igual que con la heroica batalla del doctor King, la verdadera historia nos enseña que sucede más bien lo contrario.

Tras el debilitamiento crítico del Imperio británico en la Primera Guerra Mundial, y más concretamente tras la conocida matanza de manifestantes indios en la ciudad de Amritsar en abril de 1919, quedó bien patente hasta para quien entonces controlaba el subcontinente que el gobierno de Londres se acabaría más pronto que tarde. Ya no era una cuestión de «si» se acababa, sino de «cuándo». De no haber sido así, una campaña de desobediencia pacífica no habría tenido ninguna posibilidad de triunfar. Así pues, Mohandas K. Gandhi (conocido a veces como «el Mahatma» por respeto a su condición de anciano hinduista) estaba en cierto modo empujando una puerta ya abierta. No hay demérito en ello, pero son precisamente sus convicciones religiosas las que convierten su legado en algo dudoso en lugar de en algo santo. Planteemos la cuestión de forma sucinta: él pretendía que la India volviera a ser una sociedad «espiritual» primitiva y estructurada en torno a las aldeas, hizo mucho más difícil la posibilidad de compartir el poder con los musulmanes y estaba bastante dispuesto a ejercer hipócritamente la violencia cuando pensaba que podía beneficiarle.

La cuestión de la independencia india en su conjunto se entrelazó con la cuestión de la unidad: ¿renacería el antiguo protectorado británico como un solo país, con las mismas fronteras e integridad territorial y seguiría llamándose no obstante la India? A esto, una determinada facción inquebrantable de musulmanes respondía que no. Bajo el gobierno británico habían gozado de cierta protección en tanto que minoría numerosa, por no decir privilegiada, y no estaban dispuestos a canjear esta situación por la de convertirse en una gran minoría de un Estado dominado por el hinduismo. Por tanto, el hecho descarnado de que la principal fuerza en favor de la independencia, el Partido del Congreso, estuviera dominado por un hindú destacado volvía muy difícil la conciliación. Se podría replicar, y de hecho yo replicaría, que la intransigencia musulmana habría desempeñado un papel destructivo en cualquier caso. Pero la labor de persuadir a los musulmanes de a pie para que abandonaran el Partido del Congreso y se unieran a la separatista «Liga Musulmana» fue mucho más fácil gracias a las prolongadas charlas de Gandhi sobre el hinduismo y a las ostentosas y largas horas que dedicaba a prácticas cultuales y a ocuparse de su rueca.

Esta rueca, que todavía aparece como emblema en la bandera india, fue el símbolo del rechazo de Gandhi a la modernidad. Decidió vestirse con harapos elaborados por él mismo, con sandalias, llevar un bastón y mostrar hostilidad hacia la maquinaria y la tecnología. Hablaba extasiado sobre las aldeas indias, en las que el ritmo milenario de los animales y las cosechas determinaría cómo se viviría la vida humana. Millones de personas habrían muerto de hambre absurdamente si hubieran seguido su consejo y seguirían rindiendo culto a las vacas (inteligentemente calificadas por los sacerdotes como «sagradas» para que los pobres y los ignorantes no las mataran y se comieran su único capital en las épocas de sequía y hambrunas). Gandhi merece reconocimiento por su crítica al sistema de castas hindú, según el cual los estratos inferiores de la humanidad vivían condenados a un ostracismo y un desdén que en algunos aspectos era aún más cruel y absoluto que la esclavitud. Pero precisamente en el momento en que lo que más necesitaba la India era un líder nacionalista laico moderno, tenía por el contrario a un faquir y un gurú. El quid de este desagradable descubrimiento afloró en 1941, cuando el ejército imperial japonés conquistó Malaisia y Birmania y se encontraba en las fronteras de la propia India. Creyendo (erróneamente) que esto auguraba el fin del gobierno británico, Gandhi escogió este instante para boicotear el proceso político y proclamar su famoso llamamiento para que los británicos «abandonasen la India». Añadía que debían abandonarla «a Dios o a la anarquía», lo cual, dadas las circunstancias, habría significado más o menos lo mismo. Quienes atribuyen ingenuamente a Gandhi un pacifismo deliberado y coherente tal vez deseen preguntar si aquello no equivalía a dejar que los imperialistas japoneses entablaran la lucha en su lugar.

Entre las muchas consecuencias negativas de la decisión de Gandhi y el Partido del Congreso de abandonar las negociaciones se encontraba la oportunidad que brindaba a los seguidores de la Liga Musulmana de «permanecer» en los ministerios que ya controlaban y, por tanto, de reforzar sus posiciones negociadoras cuando poco después llegara el momento de la independencia. Su insistencia en que la independencia adoptara la forma de una mutilación o amputación en la que el Punjab Occidental y Bengala Oriental quedaran separadas del territorio nacional principal se volvió incontenible. Las espantosas consecuencias de ello se prolongan hasta nuestros días, cuando en 1971 hubo nuevos derramamientos de sangre entre musulmanes, con la aparición de un partido nacionalista hindú muy violento y una confrontación en Cachemira que todavía es la candidata con más posibilidades a desencadenar una guerra termonuclear.

Siempre quedaba una alternativa bajo la forma de la actitud laica adoptada por Nehru y Rajagopalachari: la de que canjearían la promesa británica de independencia inmediata tras la guerra a cambio de una alianza común de la India y Gran Bretaña contra el fascismo. Así, fue de hecho Nehru y no Gandhi quien condujo a su país hacia la independencia, incluso al desagradable precio de la separación. Durante décadas, una hermandad sólida entre laicistas e izquierdistas británicos e indios había diseñado argumentos en favor de la liberación de la India y había ganado la discusión. Nunca hubo ninguna necesidad de que una figura religiosa oscurantista impusiera su personalidad en el proceso y lo retrasara y distorsionara. Todo el asunto había concluido
sin necesidad de dicha suposición.
Uno desea a diario que Martin Luther King hubiera seguido viviendo y continuara aportando su presencia y su sabiduría a la política estadounidense. Sobre «el Mahatma», que fue asesinado por miembros de una secta fanática hindú que le acusaba de no ser lo
bastante
devoto, uno desea que hubiera vivido más, aunque solo fuera para ver el daño que había causado (si bien es un alivio que no viviera para imponer su ridículo programa de hilado con rueca).

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