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Authors: Christopher Hitchens

Dios no es bueno (25 page)

BOOK: Dios no es bueno
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Al igual que Mahoma, Smith podía recibir revelaciones divinas en plazos muy breves y sencillamente solían favorecerle (sobre todo cuando, igual que Mahoma, buscaba una nueva joven y quería tomarla como esposa adicional). En consecuencia, se extralimitó y tuvo un final violento, no sin haber excomulgado antes a casi todos los pobres hombres que habían sido sus primeros discípulos y que habían sido intimidados para tomar sus palabras al dictado. Aun así, esta historia plantea algunas preguntas fascinantes relacionadas con lo que sucede cuando una jerigonza declarada se convierte ante nuestros propios ojos en una religión.

El profesor Daniel Dennett y sus partidarios han levantado contra sí mismos un buen número de críticas por dar una explicación de la religión como «ciencia natural». Según Dennett, sin necesidad de recurrir a lo sobrenatural podemos rechazarla al mismo tiempo que aceptamos que siempre ha habido personas para quien «la fe en la fe» es algo bueno en sí mismo. Los fenómenos pueden explicarse en términos biológicos. En tiempos primitivos, ¿acaso no es posible que quienes creían en la cura del chamán tuvieran por ello una moral más adecuada y, por tanto, una oportunidad ligera pero significativamente mayor de
curarse
de verdad? Dejando a un lado los «milagros» y demás paparruchas, ni siquiera la medicina moderna rechaza esta idea. Y si nos trasladamos al terreno de lo psicológico, parece posible que las personas puedan encontrarse mejor creyendo en algo que no creyendo en nada, por falso que ese algo pueda ser.
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Algo de esto será siempre objeto de disputa entre los antropólogos y otros científicos, pero lo que me interesa y siempre me ha interesado es lo siguiente: ¿creen también los predicadores y los profetas, o ellos solo «creen en la fe»? ¿Piensan alguna vez para sí que es demasiado fácil? ¿Y racionalizan la trampa diciendo
a)
que si esos desdichados no le escucharan estarían aún peor, o
b)
que si a los mismos desdichados no les hace ningún bien, tampoco puede hacerles ningún daño? En su famoso estudio de la religión y la magia
La rama dorada,
sir James Frazer sugiere que el aprendiz de hechicero se siente mejor si
no
comparte las ilusiones de la congregación ignorante. Como poco, si se toma la magia en sentido literal es mucho más probable que cometa algún error que ponga fin a su carrera.
3
Es mejor, con diferencia, ser un cínico, fingir el conjuro y decirse a sí mismo que al fin y al cabo todo el mundo se siente mejor. Smith evidentemente parece un cínico más, por cuanto jamás fue más feliz que cuando utilizaba su «revelación» para reclamar la autoridad suprema, para justificar la idea de que la comunidad debería entregarle sus propiedades o para acostarse con todas las mujeres disponibles. Este tipo de gurús y líderes cultuales aparecen a diario. Smith debió de haber pensado sin duda que era demasiado sencillo conseguir que unos ingenuos desdichados como Martin Harris creyeran todo lo que él les decía, sobre todo cuando estaban tan ansiosos por echar un simple vistazo a ese apetecible tesoro escondido. Pero ¿llegó un momento que él también creyó que tenía efectivamente un destino y estaba dispuesto a morir para demostrarlo? Dicho de otro modo: ¿fue un charlatán todo el tiempo o latió algo en algún lugar de su interior? El estudio de la religión me hace pensar que, aunque no puede funcionar de ningún modo sin fraude grande o pequeño, esta sigue siendo una cuestión fascinante y hasta cierto punto abierta.

En la zona de Palmyra, en Nueva York, hubo en aquella época decenas de hombres con una educación incompleta, sin escrúpulos, ambiciosos y fanáticos como Smith, pero solo uno de ellos consiguió «despegar». Ello se debe a dos posibles razones. En primer lugar, y según todas las versiones, incluidas las de sus enemigos, Smith poseía un gran encanto natural, autoridad y facilidad de palabra: lo que Max Weber denominó el elemento «carismático» del liderazgo. En segundo lugar, en aquella época había una gran cantidad de personas ansiosas de tierras y de empezar una nueva vida en el Oeste, lo cual confería una inmensa fuerza latente a la idea de que un nuevo líder (sin hablar ya de un nuevo libro sagrado) les augurara una «Tierra Prometida». Las andanzas de los mormones en Missouri, Illinois y Utah y las masacres que sufrieron e infligieron de pasada dieron cuerpo y vigor a la idea de martirio y exilio; y a la idea de los «gentiles», como desdeñosamente llamaban a los no creyentes. Constituye un gran episodio de la historia y puede leerse con respeto (en contraste con la vulgar invención de su origen). Sí tiene, no obstante, dos manchas indelebles. La primera es la pura obviedad y crudeza de sus «revelaciones», que, primero Smith y posteriormente sus sucesores, improvisaron sobre la marcha haciendo gala de un gran oportunismo. Y la segunda es su repugnante y burdo racismo. Los predicadores cristianos de toda clase habían justificado la esclavitud hasta la guerra de Secesión estadounidense, e incluso después, bajo el presunto amparo bíblico de que, de los tres hijos de Noé (Sem, Cam y Jafet), Cam había recibido una maldición y fue entregado a la servidumbre. Pero Joseph Smith llevó esta desagradable fábula mucho más lejos despotricando en su «Libro de Abraham» con la idea de que las razas de tez morena de Egipto habían heredado dicha maldición. También, en la batalla aventada de «Cumora», un lugar convenientemente situado para la ocasión cerca de donde el propio Smith había nacido, los «nefitas» (a quienes se describe como «apuestos» y de tez clara) lucharon contra los «lamanitas», cuyos descendientes fueron castigados con la pigmentación oscura de su piel por apartarse de dios. A medida que la crisis de la esclavitud fue agravándose en Estados Unidos, Smith y sus aún menos fiables discípulos predicaron contra los abolicionistas de una Missouri prebélica. Afirmaron con solemnidad que durante la batalla decisiva entre Dios y Lucifer había habido un tercer grupo en el cielo. Este grupo, según explicaban, había tratado de mantenerse neutral. Pero tras la derrota de Lucifer habían sido obligados a descender al mundo y se les impuso «encarnarse en el execrable linaje de Canaán; y de ahí surgió la raza negra o africana». Así pues, cuando el doctor Brodie escribió su libro por primera vez, en la Iglesia mormona no se permitía a ningún negro estadounidense alcanzar siquiera la simple condición de diácono, y menos aún el sacerdocio. Tampoco se permitía a los descendientes de Cam asistir a los ritos sagrados del templo.

Si hay algo que demuestra que la religión es una invención humana es el modo en que los mormones más ancianos resolvieron esta dificultad. Interpelados por la llaneza de las palabras de uno de sus libros sagrados y el creciente desprecio y aislamiento que se les impuso, los mormones hicieron lo que habían hecho cuando su afición a la poligamia hizo recaer sobre la mismísima Utah de dios un castigo federal. Recibieron una «revelación» más y, aproximadamente en la época de la aprobación de la Ley de Derechos Civiles de 1965, dios les indicó que, después de todo, las personas negras también eran seres humanos.

Debe decirse en favor de los «Santos del Último Día» (estas presuntuosas palabras se añadieron en 1833 al nombre original de Smith, «Iglesia de Jesucristo») que abordaron frontalmente una de las grandes dificultades de toda religión revelada. Se trata del problema de qué hacer con aquellos que nacieron antes de esa «revelación» en exclusiva, o con quienes murieron sin tener la oportunidad de participar de sus maravillas. Los cristianos solían resolver este problema diciendo que tras la crucifixión Jesús descendió al infierno, donde se piensa que salvó o convirtió a los muertos. De hecho, hay un exquisito pasaje en el
Infierno
de Dante en el que acude a redimir el espíritu de grandes hombres como Aristóteles, que supuestamente llevaban consumiéndose allí muchos siglos hasta que él llegó a salvarlos. (En otra escena menos ecuménica de ese mismo libro, el profeta Mahoma aparece destripado con un nauseabundo detalle.) Los mormones han mejorado esta solución bastante anticuada con otra sin mucha imaginación. Han confeccionado una gigantesca base de datos genealógica almacenada en un inmenso silo de Utah y se ocupan de llenarla con los nombres de todas las personas cuyo nacimiento, boda y muerte han sido registrados desde que hay archivos de ello. Resulta muy útil si uno quiere buscar su propio árbol genealógico, y siempre que no ponga objeción a que sus antepasados se vuelvan mormones. Todas las semanas, en ceremonias especiales celebradas en los templos mormones, las congregaciones se reúnen y reciben una determinada cuota de nombres de difuntos por los que «rogar» en su iglesia. Este bautismo retroactivo de los muertos me parece bastante inofensivo, pero el Comité Judío Estadounidense se indignó cuando se descubrió que los mormones habían adquirido los archivos de la «solución final» nazi y que estaban bautizando con diligencia a lo que por una vez podía llamarse verdaderamente una «tribu perdida»: los judíos asesinados en Europa. Pese a su enternecedora eficacia, este ejercicio parecía de mal gusto. Tengo simpatía por el Comité Judío Estadounidense, pero en todo caso creo que los seguidores del señor Smith deberían felicitarse aunque sea por haber dado con la solución tecnológica más ingenua para un problema que se ha resistido a recibirla a lo largo de todos los tiempos, desde el primer momento en que el hombre inventó la religión.

12. Una coda: cómo terminan las religiones

Puede resultar igualmente útil e instructivo echar un vistazo al final de las religiones o de los movimientos religiosos. Los milleristas, por ejemplo, ya no existen. Y no volveremos a oír hablar del dios Pan más que en el tono más vestigial y nostálgico, ni de Osiris, ni de ninguno de los miles de dioses que en otro tiempo mantuvieron a personas en situación de franca esclavitud. Pero debo confesar una leve simpatía, que he tratado en vano de reprimir, por Sabbatai Sevi, el más imponente de los «falsos Mesías». A mediados del siglo XVII polarizó a comunidades judías enteras de todo el Mediterráneo y el Levante europeo (y hasta de lugares tan remotos como Polonia, Hamburgo o incluso Amsterdam, la ciudad que repudió a Spinoza) con su afirmación de que era el escogido para devolver a los exiliados a Tierra Santa e iniciar la era de la paz universal. Su clave para la revelación residía en el estudio de la cabala (de moda otra vez desde hace poco gracias a una mujer del mundo del espectáculo estrafalariamente conocida como Madonna), y su aparición fue celebrada con desenfreno en sus asentamientos por las congregaciones judías, desde Esmirna hasta Salónica, Constantinopla y Alepo. (Como los rabinos de Jerusalén ya habían pasado antes por las inconveniencias de las afirmaciones mesiánicas prematuras, fueron más escépticos.) Mediante la utilización del cálculo cabalístico que convertía su propio nombre en un equivalente de «Mosiach» o «Mesías» a partir de un anagrama hebreo, tal vez se convenció a sí mismo, y sin duda convenció a los demás, de que él era el esperado. En palabras de uno de sus discípulos:

El profeta Nathan de Gaza anunció y Sabbatai Sevi predicó que quienes no enmendaran sus pasos no contemplarían el consuelo de Sión y Jerusalén, y que serían condenados a penar y al desprecio eterno. Y hubo arrepentimiento, un arrepentimiento como jamás se ha visto desde que se creó el mundo y hasta el día de hoy.

Esto no era terror «millerista» en bruto. Los especialistas y eruditos discutieron la cuestión con vehemencia y por escrito y, en consecuencia, disponemos de un buen registro de los acontecimientos. Estaban presentes todos los elementos de una verdadera profecía (falsa). Los fieles de Sabbatai nombraron a su equivalente de Juan el Bautista, un rabino carismático llamado Nathan de Gaza. Los enemigos de Sabbatai lo describieron como un epiléptico y un hereje y lo acusaron de quebrantar la ley. Dichos enemigos, a su vez, fueron lapidados por los partidarios de Sabbatai. Las asambleas y congregaciones religiosas estallaron en cólera y se lanzaron unas contra otras. En un viaje para anunciarse en Constantinopla, la embarcación de Sabbatai fue azotada por la tempestad y él reprendió a las aguas; y cuando fue encarcelado por los turcos su prisión se iluminó con llamas sagradas y dulces fragancias (o no, según las muchas versiones discrepantes). Haciéndose eco de una disputa cristiana muy violenta, los defensores del rabino Nathan y de Sabbatai sostenían que sin fe, el conocimiento de la Tora y la realización de buenas obras serían vanas. Sus oponentes afirmaban que la Tora y las buenas obras eran lo principal. El drama era tan completo en todos los aspectos que hasta los rabinos de Jerusalén obstinadamente contrarios a Sabbatai preguntaron en cierto momento que se les dijera si se había atribuido algún milagro o señal comprobable al presuntuoso que estaba contaminando a los judíos de alegría. Hombres y mujeres vendieron todo lo que tenían y se prepararon para seguirle hasta la Tierra Prometida.
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Las autoridades imperiales otomanas tenían en aquella época mucha experiencia en ocuparse de desórdenes civiles entre minorías confesionales (estaban exactamente en el proceso de arrebatar Creta a los venecianos) y se comportaron con mucha mayor cautela de la que se supone que demostraron los católicos. Entendían que si Sabbatai iba a proclamar que su reino estaba por encima del de cualquier otro rey, por no hablar de reclamar una gran extensión de su provincia en Palestina, entonces era un contendiente secular, además de religioso, pero cuando llegó a Constantinopla, lo único que hicieron fue encerrarlo. El ulema, o autoridad religiosa musulmana, fue igualmente astuto. Recomendaron que no se ejecutara a este turbulento individuo para que sus entusiasmados fieles no «crearan otra religión».

El guión estuvo casi completo cuando un antiguo discípulo de Sabbatai, un tal Nehemiah Kohen, acudió a visitar a la guardia del gran visir en Edirne y denunció a su antiguo señor por prácticas inmorales y heréticas. Convocado a comparecer en el palacio del visir, y con el permiso para realizar el camino desde la cárcel acompañado de una procesión de seguidores salmodiando, se le preguntó al Mesías sin rodeos si aceptaría someterse al juicio de lo sobrenatural. Los arqueros de la corte le utilizarían como diana, y si el cielo desviaba las flechas se le declararía auténtico. Si se negaba a soportar la prueba, sería empalado. Si prefería rechazar de plano el dilema, podría afirmar que era un auténtico musulmán y se le permitiría conservar la vida. Sabbatai Sevi hizo lo que casi cualquier mamífero corriente habría hecho: realizó la profesión de fe habitual en el único dios existente y en su enviado y se le concedió una sinecura. Posteriormente fue deportado a una región del imperio que era casi un
Judenrein,
en la frontera entre Albania y Montenegro, y allí expiró, supuestamente, en el Yom Kippur de 1676, exactamente a la hora de la oración de la noche, cuando se dice que Moisés exhaló su último aliento. Su tumba, muy buscada, jamás ha sido identificada de forma concluyente.

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