Dios no es bueno (22 page)

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Authors: Christopher Hitchens

BOOK: Dios no es bueno
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He pasado gran parte de mi vida ejerciendo de corresponsal y hace mucho tiempo me acostumbré a leer relatos de primera mano de los mismísimos acontecimientos que yo había presenciado, escritos por personas en las que por otra parte confiaba, y que no obstante no coincidían con el mío. (En mis tiempos de corresponsal en Fleet Street leí incluso historias impresas y firmadas con
mi propio nombre
que no era capaz de reconocer una vez que los redactores habían acabado con ellas.) Y he entrevistado a algunos de los centenares de miles de personas que afirman haber vivido algún encuentro directo con una nave espacial o con la tripulación de una nave espacial procedente de otra galaxia. Algunos de ellos son tan vívidos y minuciosos (y tan parecidos a otras declaraciones realizadas por otras personas con las que no podían haber cotejado sus notas), que unos cuantos especialistas impresionables han propuesto que les concedamos la presunción de veracidad. Pero aquí viene la evidente razón ockhamiana por la que sería rematadamente erróneo hacerlo. Si el gran número de «contactos» y abducciones está contando siquiera una pizca de verdad, entonces se deduce que sus amigos alienígenas no pretenden mantener en secreto su existencia. Muy bien, en ese caso, ¿por qué nunca se quedan más que el tiempo necesario para tomar una única fotografía individual? Nunca se ha ofrecido un rollo de película sin cortes, y menos aún un pequeño pedazo de algún metal inexistente en la tierra, ni una diminuta muestra de tejido. Y los dibujos de esos seres tienen un parecido antropomórfico coherente con los que suministran los cómics de ciencia ficción. Como viajar desde la constelación de Alfa Centauri (el lugar de origen predilecto) supondría forzar de algún modo las leyes de la física, hasta la partícula de materia más pequeña sería de una utilidad enorme y produciría un efecto literalmente sísmico. En lugar de lo cual… nada. Es decir, nada salvo el aumento de una nueva y descomunal superstición basada en la creencia en unos textos y fragmentos ocultos que únicamente están a disposición de unos pocos escogidos. Muy bien, ya he visto
esto
otras veces. La única decisión responsable consiste en suspender o retener el juicio hasta que los incondicionales se presenten con algo que no sea pueril sin más.

Hagámoslo extensible hasta la actualidad, donde a veces se dice que hay estatuas de vírgenes o santos que lloran o sangran. Aunque no me resultara fácil presentarle a personas que pueden producir idénticos efectos en su tiempo libre utilizando manteca de cerdo u otros materiales, yo seguiría preguntándome por qué una deidad se conformaba con producir un efecto tan mísero. Según parece, soy una de las poquísimas personas que ha participado alguna vez en el examen de una «causa» de santidad, como las llama la Iglesia católica. En junio de 2001 el Vaticano me invitó a testificar en una audiencia sobre la beatificación de Agnes Bojaxhiu, una ambiciosa monja albanesa que se había hecho famosa bajo el nombre de guerra de «madre Teresa». Aunque el Papa de entonces había abolido el famoso oficio de «abogado del diablo», el requisito para confirmar y canonizar a gran número de «santos» nuevos, la Iglesia todavía estaba obligada a recabar testimonios de personas críticas, y así me encontré yo representando al diablo, por así decirlo,
pro bono.

Yo ya había contribuido a desenmascarar uno de los «milagros» relacionados con el trabajo de esta mujer. El hombre que la hizo famosa en un principio era un evangelista británico (posteriormente católico), distinguido aunque bastante idiota, llamado Malcolm Muggeridge. Fue su documental para la BBC
Something Beautiful for God
el que en 1969 lanzó al mundo la marca «madre Teresa». El director de fotografía de aquella película era un hombre llamado Ken MacMillan, que había recibido elogios por su labor en la magnífica serie de historia del arte de lord Clark
Civilisation.
Sus conocimientos sobre el color y la iluminación eran de orden superior. He aquí la historia tal como Muggeridge la relató en el libro que acompañaba a la película:

La Casa de los Moribundos [de la madre Teresa] está tenuemente iluminada por unas pequeñas ventanas en lo alto de las paredes, y Ken [Macmillan] afirmaba categóricamente que allí era imposible grabar. Solo disponíamos de un pequeño foco y era prácticamente imposible conseguir que iluminaran adecuadamente aquel lugar para nosotros. Se decidió que, no obstante, Ken debería probar, pero para asegurarse realizó también algunas tomas en un patio exterior en el que estaban sentados al sol algunos de los internos. En la película procesada, la parte rodada en el interior estaba bañada en una suave luz particularmente hermosa, mientras que la parte rodada en el exterior estaba bastante oscura y desenfocada. […] Estoy absolutamente convencido de que aquella luz técnicamente inexplicable es, en realidad, la Luz de Bondad a la que el cardenal Newman se refiere en su famoso y bellísimo salmo.

Él concluía que para eso es precisamente para lo que sirven los milagros: para dar a conocer la realidad interior de la creación exterior de Dios. Estoy personalmente convencido de que Ken grabó el primer auténtico milagro fotográfico. […] Temo haber hablado y escrito sobre ello hasta llegar a aburrir.

En esta última frase sin duda acertaba: cuando hubo terminado, había convertido a la madre Teresa en una figura de fama mundial. Mi aportación consistió en verificar y recoger el testimonio oral directo de Ken Macmillan, el propio director de fotografía. Aquí está:

Durante el rodaje de Something Beautiful for God hubo un momento en que fuimos conducidos hasta un edificio al que la madre Teresa llamaba Casa de los Moribundos. Peter Chafer, el director, dijo: «Ah, bueno, esto está muy oscuro. ¿Crees que podemos sacar algo?»

Y en la BBC acabábamos de recibir algunos rollos de una película nueva fabricada por Kodak que no habíamos tenido tiempo de probar antes de salir, de modo que le dije a Peter: «Bueno, podemos hacer una prueba». Así que grabamos. Y cuando varias semanas después, uno o dos meses, volvimos, nos sentamos en la sala de copiones de los estudios Ealing y aparecen finalmente las tomas de la Casa de los Moribundos. Fue sorprendente. Se veían todos los detalles. Y yo dije: «Es asombroso. Es extraordinario». Y, ya sabe, yo iba a empezar a gritar eso de «tres hurras por Kodak». No obstante, no tuve oportunidad de decirlo porque Malcolm, sentado en la primera fila, se dio media vuelta y dijo: «¡Es la luz divina! Es la madre Teresa. Descubrirás que es la luz divina, chico». Y tres o cuatro días después descubrí que los periodistas de la prensa londinense me llamaban por teléfono diciendo cosas como «Tenemos entendido que acaba de volver de la India con Malcolm Muggeridge y que han sido testigos de un milagro».
1

Así que… había nacido una estrella. Por esta y mis demás críticas fui invitado por el Vaticano a participar en una reunión a puerta cerrada en una sala que contenía una Biblia, una grabadora, un monseñor, un diácono y un sacerdote, y me preguntaron si podía arrojar alguna luz sobre el asunto de «la sierva de Dios madre Teresa». Pero, aunque parecía que me lo estaban preguntando honestamente, sus colegas de la otra parte del mundo estaban acreditando el necesario «milagro» que permitiría seguir adelante con la beatificación (el preludio de la canonización plena). La madre Teresa murió en 1997. En el primer aniversario de su muerte, dos monjas de la aldea bengalí de Raigunj afirmaron haber colocado una medalla de aluminio de la fallecida (medalla que supuestamente había estado en contacto con su cuerpo muerto) en el abdomen de una mujer llamada Monica Besra. Esta mujer, de la que se decía que estaba aquejada de un tumor uterino de gran tamaño, quedó a continuación bastante restablecida. Se podrá apreciar que Monica es un nombre de mujer católico no muy habitual en Bengala, y por tanto es probable que la paciente y, sin duda, las monjas, fueran ya admiradoras de la madre Teresa. Esta calificación no incluía al doctor Manju Murshed, el director del hospital local, ni al doctor T. K. Biswas y su colega ginecólogo el doctor Tanjan Mustafi. Los tres comparecieron para decir que la señora Besra había sufrido una tuberculosis y un quiste ovárico, y que había sido tratada con éxito de ambas afecciones. El doctor Murshed estaba particularmente enfadado por las numerosas llamadas que había recibido de la orden de la madre Teresa, las «Misioneras de la Caridad», presionándole para que dijera que la curación había sido un milagro. La propia paciente no era un sujeto muy receptivo para una entrevista ya que hablaba muy deprisa porque, según decía ella, «de lo contrario podría olvidársele algo», y rogaba que no le formularan preguntas porque podría tener que «recordar». Su marido, un hombre llamado Selku Murmu, rompió su silencio al cabo de un rato para decir que su mujer se había curado con el tratamiento médico ordinario y periódico.
2

Cualquier supervisor de cualquier hospital de cualquier país podrá decirnos que los pacientes son objeto en ocasiones de asombrosos procesos de recuperación (del mismo modo que, según parece, las personas sanas pueden caer inexplicable y gravemente enfermas). Tal vez quienes deseen acreditar un milagro puedan decir que este tipo de procesos de recuperación no tiene ninguna explicación «natural». Pero ello no significa en absoluto que, por consiguiente, tenga una explicación «sobrenatural». En este caso, sin embargo, no había nada siquiera remotamente sorprendente en el restablecimiento de la señora Besra. Algunos trastornos habituales habían sido tratados con métodos bien conocidos. Se estaban realizando afirmaciones extraordinarias sin aportar siquiera pruebas ordinarias. Pero pronto llegará el día en que en una inmensa y solemne ceremonia se proclame al mundo entero en Roma la santidad de la madre Teresa, alguien cuya intercesión puede superar a la de la medicina. Esto no solo es un escándalo en sí mismo, sino que también pospondrá más el día en que los aldeanos indios dejen de confiar en los curanderos y los faquires. Dicho de otro modo: mucha gente morirá sin necesidad como consecuencia de este falso y despreciable «milagro». Si esto es lo mejor que puede hacer la Iglesia en una época en que los médicos y los periodistas pueden verificar sus afirmaciones, no resulta difícil imaginar qué se amañó en épocas pasadas de ignorancia y temor, cuando los sacerdotes debían hacer frente a menos dudas u oposición.

Una vez más, la navaja de Ockham es pulcra y definitiva. Cuando se nos ofrecen dos explicaciones, debemos descartar la que explica menos cosas, o no explica nada, o plantea más preguntas de las que responde.

Esto mismo vale para las ocasiones en las que las leyes de la naturaleza quedan aparentemente en suspenso
sin
producir gozo o consuelo aparente. Las catástrofes naturales no son en realidad una violación de las leyes de la naturaleza, sino que más bien forman parte de las inevitables fluctuaciones propias de la misma, si bien se han utilizado siempre para amedrentar a los crédulos con el poder de la desaprobación de dios. Los primeros cristianos, que se desenvolvían en zonas de Asia Menor en las que los terremotos eran y son frecuentes, congregaban a multitudes cuando un templo pagano se derrumbaba y las urgían a convertirse mientras quedara tiempo para hacerlo. La colosal erupción volcánica del Krakatoa a finales del siglo XIX provocó un inmenso viraje hacia el islam entre la aterrorizada población de Indonesia. Todos los libros sagrados hablan con impaciencia de inundaciones, huracanes, rayos y demás augurios. Tras el terrible tsunami de 2005, y después de la inundación de Nueva Orleans en 2006, hombres bastante serios y cultos como el arzobispo de Canterbury se rebajaron a la altura de los campesinos estupefactos cuando se rompían la cabeza en público para interpretar en aquellos hechos cuál era la voluntad de dios. Pero si atendemos a la sencilla suposición, fundada en conocimientos absolutamente ciertos, de que vivimos en un planeta que todavía está enfriándose, que tiene un núcleo incandescente, fallas y grietas en la corteza y un régimen climático turbulento, entonces simplemente no hay ninguna necesidad de ninguna obsesión de este tipo. Todo está ya explicado. No consigo entender por qué los religiosos son tan reacios a reconocerlo: les liberaría de todas las cuestiones banales acerca de por qué dios consiente tanto sufrimiento, pero, según parece, esta molestia es un pequeño precio que hay que pagar con el fin de mantener vivo el mito de la intervención divina.

La sospecha de que una calamidad también podría ser un castigo es más valiosa aún por cuanto permite elevar infinidad de especulaciones. Después de la inundación de Nueva Orleans, ciudad que cayó presa de la letal combinación de estar construida bajo el nivel del mar y haber sido desatendida por la administración de Bush, me enteré por un rabino veterano de Israel que se trataba de una venganza por la evacuación de los colonos judíos de la Franja de Gaza, y por el alcalde de Nueva Orleans (que no había desempeñado sus funciones con una valentía excepcional) de que era el veredicto de dios por la invasión de Irak. Aquí uno puede nombrar su pecado favorito, como hicieron los «reverendos» Pat Robertson y Jerry Falwell tras la inmolación del World Trade Center. En aquella ocasión, para encontrar la causa inmediata había que buscarla en la capitulación de Estados Unidos ante la homosexualidad y el aborto. (Algunos antiguos egipcios creían que la sodomía era la causa de los terremotos: imagino que esta interpretación renacerá con singular fuerza cuando la falla de San Andrés cause un próximo estremecimiento bajo la Gomorra de San Francisco.) Cuando finalmente se asentaron los escombros en la Zona Cero de Nueva York, se descubrió que había dos trozos de viga quebrada intactos y en forma de cruz, lo cual desencadenó muchos comentarios de asombro. Como en toda la arquitectura se han empleado siempre vigas transversales, lo sorprendente sería que
no
afloraran este tipo de elementos. Reconozco que yo me habría quedado atónito si los escombros se hubieran reordenado bajo la forma de una estrella de David o de una estrella y una media luna, pero no hay datos de que esto haya sucedido alguna vez en ningún sitio, ni siquiera en los lugares en donde la población local podría quedar impactada por ello. Y recordemos: se supone que los milagros ocurren a instancias de un ser que es omnipotente, además de omnisciente y omnipresente. Uno esperaría que se produjeran resultados más grandiosos de los que suelen producirse.

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