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Authors: Christopher Hitchens

Dios no es bueno (26 page)

BOOK: Dios no es bueno
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Sus seguidores menos rigurosos se escindieron de inmediato en varias facciones. Hubo quienes se negaron a creer en aquella conversión o apostasía. Otros sostenían que él se había convertido a la fe musulmana únicamente para ser un Mesías aún mayor. Hubo quienes opinaban que tan solo había adoptado un disfraz. Y, por supuesto, estaban también los que afirmaban que había ascendido a los cielos, sus auténticos discípulos adoptaron la doctrina de la «ocultación», lo que, no debe sorprendernos, supone la fe en que el Mesías, invisible para nosotros, no ha muerto en absoluto, sino que espera el momento en que la humanidad esté preparada para su suntuoso regreso. (La «ocultación» es también el término empleado por los chiíes devotos para describir la actual y prolongada situación del Duodécimo Imán o «Mahdi»: un niño de cinco años que, según parece, desapareció de la vista de los seres humanos en el año 873.)

De modo que la religión de Sabbatai Sevi se acabó y sobrevive únicamente en la pequeña secta sincrética de Turquía conocida como «donme», que oculta su lealtad a los judíos bajo un manto exterior de práctica ritual islámica. Pero si su fundador hubiera sido condenado a muerte todavía estaríamos oyendo hablar de ella y de las rebuscadas excomuniones mutuas, lapidaciones y cismas a las que sus seguidores se habrían entregado a continuación. Lo que a día de hoy más se parece a esto es la secta hasidica conocida como «habad», el movimiento Lubavitcher liderado antiguamente (y, según algunos, todavía) por Menachem Schneerson. Se confiaba en que la muerte de este hombre en Brooklyn en 1994 diera lugar a una era de redención, lo cual dista mucho de haber sucedido. Ya en 1983 el Congreso de Estados Unidos estableció un «día» oficial en memoria de Schneerson. Exactamente igual que todavía existen sectas judías que sostienen que la «solución final» nazi fue un castigo por vivir exiliados de Jerusalén, así también hay quien mantiene la política de los tiempos del gueto de situar en las puertas a un vigilante cuya misión consiste en alertar a los demás si llega inesperadamente el Mesías. («Es un trabajo fijo», se cuenta que comentó en tono defensivo uno de estos vigilantes.) Al analizar las religiones que no llegaron del todo a serlo y podrían haberlo sido, tal vez experimentemos un ligero sentimiento de patetismo, si no fuera por el estruendo continuo de los demás sermoneadores, todos los cuales afirman que es
su
Mesías, y no el de ningún otro al que hay que esperar con veneración y servilismo.

13. ¿Sirve la religión para que las personas se comporten mejor?

Poco más de un siglo después de que Joseph Smith cayera víctima de la violencia y la histeria que contribuyó a desatar, se alzó otra voz profética en Estados Unidos. Un joven pastor negro llamado Martin Luther King empezó a predicar que su pueblo, los herederos de la misma esclavitud que Joseph Smith y todas las demás iglesias cristianas habían aprobado con tanta calidez, debía ser libre. Resulta bastante imposible incluso para un ateo como yo leer sus sermones o ver grabaciones de sus discursos sin sentir una emoción profunda como la que a veces puede arrancar lágrimas auténticas. La «Carta desde la cárcel de Birmingham» del doctor King, escrita en respuesta a un grupo de clérigos cristianos blancos que le habían instado a guardar la compostura y tener «paciencia» (en otras palabras, a recordar cuál era su sitio), es un modelo de argumentación y contraargumentación. Con su frialdad cortés y su espíritu generoso todavía emana la insaciable convicción de que no se debe tolerar nunca más la obscena injusticia del racismo.

Los tres volúmenes de la magnífica biografía del doctor King escrita por Taylor Branch se titulan sucesivamente
Parting the Waters, Pillar of Fire
y
At Canaan's Edge.
Y la retórica con la que King se dirigía a sus seguidores estaba concebida para evocar la historia que ellos mejor conocían: la que comienza cuando Moisés le dice al faraón «Deja salir a mi pueblo». En todos sus discursos, uno tras otro, animaba a los oprimidos y exhortaba y avergonzaba a sus opresores. Poco a poco, la abochornada dirección religiosa del país se puso de su lado. El rabino Abraham Heschel preguntó: «¿En qué lugar de Estados Unidos escuchamos hoy una voz como la de los profetas de Israel? Martin Luther King representa una señal de que Dios no ha abandonado a los Estados Unidos de América».

Si tomamos como referencia el relato mosaico, lo más inquietante de todo fue el sermón que King pronunció la última noche de su vida. Su esfuerzo por modificar la opinión pública y convencer a las obstinadas administraciones de Kennedy y Johnson estaba casi concluido y se encontraba en Memphis, Tennessee, para apoyar una larga y dura huelga llevada a cabo por los trabajadores del saneamiento de la ciudad, en cuyas pancartas aparecían únicamente las palabras «Soy un hombre». En el pulpito del templo Masón pasó revista a la prolongada lucha de los años recientes y a continuación dijo: «Pero ya no me preocupa». Se hizo un silencio, y luego prosiguió: «Porque he llegado a la cima de la montaña. Y no me importa. Como a cualquier persona, me gustaría vivir una larga vida. La longevidad tiene su lugar. Pero no me preocupa eso ahora. Solo quiero hacer la voluntad de Dios. Y él me ha permitido subir a la cima de la montaña. Y he observado desde allí. Y he
visto
la Tierra Prometida. Y puede que no llegue a ella con vosotros, pero quiero que
sepáis, esta noche,
que nosotros, como pueblo, ¡llegaremos a la Tierra Prometida!». Ninguno de los presentes aquella noche lo ha olvidado jamás; y me atrevería a afirmar que lo mismo puede decirse de todo aquel que ve la película que con tanto acierto ha plasmado ese trascendental momento. El segundo mejor modo de experimentar esta sensación en diferido es escuchar cómo Nina Simone cantó aquella misma fatídica semana «The King of Love Is Dead». El drama en su conjunto tiene capacidad para combinar ciertos elementos procedentes de Moisés en el monte Nebo con la agonía del huerto de Getsemaní. El efecto apenas queda debilitado, ni siquiera cuando descubrimos que aquel era uno de sus sermones favoritos, que lo había pronunciado en varias ocasiones con anterioridad y que podía volver a meterse en ese texto cuando la ocasión lo requería.

Pero los ejemplos que King extrajo de los libros de Moisés eran, por suerte para todos nosotros, metáforas y alegorías. Su predicación más imperiosa era la de la no violencia. En su versión de la historia no había ningún castigo violento ni ningún derramamiento de sangre genocida. Tampoco hay crueles mandatos sobre lapidación de niños ni quema de brujas. A su pueblo perseguido y despreciado no se le prometía el territorio de otros, ni se le incitaba a ejercer el pillaje y el crimen en otras tribus. Ante la provocación y la brutalidad sin fin, King rogaba a sus seguidores que se convirtieran en lo que durante algún tiempo fueron auténticamente: los tutores morales de Estados Unidos y, más allá de sus orillas, del mundo entero. De hecho, perdonó a su asesino de antemano: el único detalle que hubiera vuelto las últimas palabras que pronunció en público impecables y perfectas habría sido una declaración a tal efecto. Pero la diferencia entre él y los «profetas de Israel» no podía haber quedado más clara de ningún otro modo. Si la población hubiera sido izada en brazos desde la cuna para escuchar la historia de la
Anábasis
de Jenofonte y el largo, penoso y peligroso viaje de los griegos hacia la victoriosa contemplación del mar, esta alegoría habría servido igualmente. Según parece, no obstante, «El Libro» era el único punto de referencia que todo el mundo tenía en común.

El reformismo cristiano surgió originalmente de la capacidad de sus defensores de contraponer al Antiguo Testamento, el Nuevo. Los libros judíos antiguos tan apresuradamente redactados presentaban un dios malhumorado, implacable, sangriento y provinciano, que tal vez resultara más escalofriante cuando estaba de buen humor (el clásico atributo de un dictador). Mientras que los libros apresuradamente redactados de los últimos dos mil años contenían asideros para la esperanza y referencias a la mansedumbre, el perdón, los corderos, las ovejas, etcétera. La diferencia es más aparente que real, puesto que únicamente en los comentarios atribuidos a Jesús encontramos alguna mención al infierno y la condena eterna. El dios de Moisés impondría con rudeza las matanzas, las plagas e incluso el exterminio sobre sus tribus, incluida su favorita; pero cuando la tumba se cernía sobre sus víctimas prácticamente todo se acababa en ellos, a menos que se acordara de maldecir a las generaciones posteriores. No fue hasta el advenimiento del Príncipe de la Paz cuando hemos oído hablar de la manida idea del castigo y el tormento posterior de los muertos. Augurado en un principio en los sermones de Juan el Bautista, el hijo de dios se revela como aquel que condenará a los desobedientes al fuego eterno si no acatan directamente sus palabras más dulces. Esto ha abastecido de textos a los sádicos clericales desde el principio, y en las invectivas del islam aparece con un realismo que parece salirse de las páginas. En ningún momento el doctor King, que en una ocasión fue fotografiado en una librería esperando tranquilamente a un médico mientras llevaba todavía clavado en el pecho el cuchillo con el que le había agredido un loco, insinuó siquiera que quienes le hirieran y vilipendiaran serían objeto de ninguna venganza o castigo, ni en este mundo ni en el próximo, a excepción de las consecuencias derivadas de su propia necedad, egoísmo y brutalidad. Y en mi humilde opinión, expresó ese llamamiento incluso con unos modales mucho más corteses de los que merecían aquellos a quienes iba dirigido. Así pues, bajo ningún punto de vista real, en contraposición al nominal, era él cristiano.

Esto no desmerece lo más mínimo su condición de gran predicador, como tampoco lo hace el hecho de que fuera un mamífero como el resto de nosotros y plagiara tal vez su tesis doctoral y sintiera una notable afición por la bebida y por mujeres bastante más jóvenes que su esposa. Dedicó lo que le quedaba de su última noche a tal disipación orgiástica, cosa por la que no le culpo. (Estos hechos, que desde luego perturban a los fieles, son bastante más alentadores por cuanto demuestran que un perfil moral alto no es un requisito para realizar grandes hazañas morales.) Pero si, como a menudo se hace, hay que utilizar su ejemplo para demostrar que la religión tiene un efecto ennoblecedor y liberador, analicemos entonces la premisa más general.

Al tomar como ejemplo la memorable historia de los estadounidenses negros deberíamos advertir, en primer lugar, que los esclavos no eran cautivos de ningún faraón, sino de varios estados y sociedades cristianas que durante muchos años llevaron a cabo un «comercio» triangular entre la costa occidental de África, el litoral oriental norteamericano y las capitales de Europa. Esta descomunal y atroz industria estaba bendecida por todas las iglesias y durante mucho tiempo no despertó absolutamente ninguna protesta religiosa. (Su equivalente, el comercio de esclavos en el Mediterráneo y en el norte de África, estaba refrendado explícitamente por el islam y se realizaba en su nombre.) En el siglo XVII unos cuantos disidentes menonitas y cuáqueros de Estados Unidos empezaron a exigir que se aboliera, como también hicieron algunos librepensadores como Thomas Paine. Cavilando sobre el modo en que la esclavitud corrompía y embrutecía a los amos en igual medida que explotaba y torturaba a los esclavos, Thomas Jefferson escribió: «De hecho, cuando pienso que Dios es justo, siento miedo por mi país». Fue una afirmación tan incoherente como memorable: dadas las maravillas de un dios que era asimismo justo, a largo plazo no debería haber mucho por lo que echarse a temblar. En cualquier caso, el Todopoderoso se las arregló para tolerar aquella situación mientras nacían y morían bajo el látigo varias generaciones más y hasta que la esclavitud dejó de ser tan provechosa y el Imperio británico empezó a desvincularse de ella.

Este fue el acicate para la recuperación del abolicionismo. A veces adoptaba forma cristiana, de manera más notable en el caso de William Lloyd Garrison, el gran orador y fundador de
The Liberator.
El señor Garrison era un hombre espléndido bajo cualquier punto de vista, pero probablemente sea una suerte que no se obedeciera ninguno de sus primeros consejos religiosos. Basó su reivindicación inicial en el peligroso versículo de Isaías que insta a los fieles a «apartarse» y «salir de allí» (este es también el fundamento teológico del presbiterianismo fundamentalista y fanático de Ian Paisley en Irlanda del Norte). A juicio de Garrison, la Unión y la Constitución de Estados Unidos eran «un pacto con la muerte» y deberían ser ambas destruidas: de hecho, fue él quien reclamó la secesión antes de que lo hicieran los confederados. (Posteriormente descubrió la obra de Thomas Paine y fue menos un predicador y por tanto un abolicionista más eficaz, además de uno de los primeros defensores del sufragio femenino.)
1
Fue el esclavo fugitivo Frederick Douglass, autor de su conmovedora y mordaz
Vida de un esclavo americano escrita por él mismo,
quien se abstuvo de utilizar un lenguaje apocalíptico y, por el contrario, exigió que Estados Unidos
hiciera honor
a las promesas universalistas contenidas en su Declaración de Independencia y en su Constitución. El fiero John Brown, que también empezó siendo un temible y despiadado calvinista, hizo lo mismo. Más tarde, en su vida, tenía obras de Paine en su campamento, admitió a los librepensadores en su diminuto pero influyente ejército y hasta redactó y publicó una nueva «Declaración» en defensa de los esclavos hecha a imagen y semejanza de la de 1776. Esto fue en la práctica una demanda mucho más revolucionaria, así como más realista y, como reconoció el propio Lincoln, allanó el camino para la Proclamación de la Emancipación de los negros. Douglass fue un tanto ambiguo con respecto a la religión, acerca de la cual señaló en su
Vida
que los cristianos más devotos eran los esclavistas más feroces. La verdad obvia que ello encerraba quedaba subrayada cuando se produjo realmente la secesión y la Confederación adoptó la expresión latina
Deo Vindice
o, en realidad, «Con Dios de nuestro lado». Como apuntó Lincoln en su muy ambiguo segundo discurso de investidura, ambos bandos de la disputa efectuaban dicha afirmación, al menos en sus pulpitos, exactamente igual que ambos eran adictos a citar en voz muy alta y con mucha convicción otras palabras de los textos sagrados.

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