Read Dios Vuelve en Una Harley Online
Authors: Joan Brady
La llamada no llegaba nunca y en mi corazón comenzaron a insinuarse serias dudas que depositaron un poso ponzoñoso donde tan sólo unos días antes habían nacido pequeños brotes de esperanza. Muy en el fondo, sabía que ya era hora de ser realista. ¿Cómo podía pensar que iba a llamarme si no le había dado mi teléfono, que ni siquiera constaba todavía en el listín? ¿Y por qué no lo había pedido? Aunque, por otro lado, conseguir un teléfono que aún no está registrado debía de ser coser y contar para un tipo que era capaz de parar el océano, inmovilizar la humanidad y hacer resplandecer la luna.
Empecé a preguntarme si todo aquello no habría sido un sueño. Peor aún, quizá se tratara de algo similar a una enfermedad llamada pseudociesis en la que una mujer con un deseo irresistible de tener un hijo llega a desarrollar todos los síntomas del embarazo, incluido el abdomen hinchado y prominente. E incluso va de parto, sólo que no da a luz. No hay bebé; nunca lo hubo. Se trata sólo de la mente que impone sus deseos más profundos al cuerpo.
Quizás había experimentado una variante de este fenómeno la noche que me encontré con Joe. Tal vez debido al deseo desesperado de que apareciera un hombre en mi vida y también debido a que quería creer en un Dios justo y benevolente, mi mente los había fusionado a ambos para contentarme. No había sido más real que un falso embarazo. No podía haberlo sido.
Me quedé mirando el mudo teléfono que me devolvía una mirada socarrona desde su soporte y me di cuenta de lo harta que estaba de hombres que decían que iban a llamarme y que nunca lo hacían. Me puse las zapatillas de deporte y decidí salir a correr por el paseo entablado. El ejercicio vigoroso siempre ayuda en momentos como éste. Te levanta el ánimo y ayuda a volver a poner las cosas en su sitio, sin olvidar lo recomendable que resulta dado mi perpetuo problema de peso.
En el paseo había un puñado de corredores empecinados a pesar del calor insoportable. Eran los mismos que veía en invierno, corriendo por la playa con ventiscas y temperaturas bajo cero. Por lo visto, ese «clímax del corredor» merece cualquier esfuerzo que conduzca a él, por agónico que resulte, y yo debería saberlo. Hice unos minutos de calentamiento y luego inicié la marcha a ritmo lento. Antes del primer kilómetro ya había empezado a sudar. Por algún motivo, estaba disfrutando a fondo del esfuerzo físico, del sudor y de forzarme al límite. Sólo estaba concentrada en conseguir el ritmo glorioso de una buena carrera, en sentirme saludable y enérgica.
Para mi sorpresa, sobrepasé la marca habitual de los cinco kilómetros sin que ni siquiera me faltara el aliento. Continué adelante mientras escuchaba el choque del oleaje y saludaba con un gesto de reconocimiento a los que venían corriendo en dirección contraria. Debía de haber corrido cerca de nueve kilómetros cuando por fin me paré. Me sentía a las mil maravillas mientras las endorfinas liberadas por el esfuerzo vigoroso recorrían mi cuerpo. Decidí intentarlo a diario y aumentar el kilometraje en cada sesión.
Cuando introducía la llave en mi puerta, sonó el teléfono en el interior de la vivienda. Agarré un paño de cocina para enjugarme el sudor de la cara mientras me acercaba a contestar.
—¿Diga? —pregunté un poco sofocada.
—Ya era hora de que dejaras de obsesionarte conmigo y pensaras un poco en tu propio bienestar —dijo una melodiosa voz masculina directamente en mi oído.
—Joe —exclamé, incapaz de ocultar el deleite de mi voz—. ¿Dónde has estado?
—¿Quieres decir por qué no te he llamado? Di siempre lo que realmente quieres decir, Christine —respondió con prudencia y amabilidad, pero sin regañarme.
—De acuerdo. ¿Por qué no has llamado? Estaba empezando a perder la esperanza.
—Lo sé. Por eso he llamado. Ya veo que no renuncias fácilmente, ¿eh?
—No cuando está en juego algo que quiero de verdad —sólo quedaba una pizca de duda en mi corazón—. Y quiero verte de nuevo, Joe. Quiero hablar contigo un poco más.
—Lo sé. Lo haremos. Pero primero tienes que sacarte cualquier idea romántica de la cabeza. Es por eso por lo que no he llamado antes. No puedo enseñarte todo lo que necesitas aprender si vas a estropearlo con ideas románticas.
—Por supuesto. Tienes razón —reconocí—. Lo que pasa es que hacía tanto tiempo que no encontraba alguien que cobrara algún sentido para mí, que me intrigara o que tuviera algo que decir que mereciera la pena. La otra noche me dejaste fascinada, y de un modo tan natural… Quiero más. ¿Es eso tan terrible?
—Sí —dijo—. Es terrible para ti. Te hace daño. Te deja a mi merced. Te quedas esperando a que suene el teléfono cuando podrías estar gozando de todas las cosas espléndidas que he dispuesto aquí para tu disfrute: océanos, puestas de sol, flores, cálidas brisas de verano.
—Pero tienes que reconocerme algún mérito, Joe —insistí—. Sí que he podido olvidarme de ti esta noche y he salido a correr y a disfrutar de algunas de esas cosas que has mencionado.
—Es por eso por lo que ahora hablamos —explicó como si estuviera tratando con un niño de corta edad—. No puedo penetrar en tu mente si está llena de anhelos y romanticismo. Es muy importante que aprendas estas lecciones, o mandamientos, o como quieras llamarlos. Tienes que ser una alumna aplicada, Christine. Tu mente debe estar del todo abierta, si no, ambos estamos perdiendo el tiempo. ¿Lo entiendes?
—Sí —contesté con franqueza, aunque sentía el corazón oprimido. Por lo visto detectó el abatimiento en mi voz.
—Christine —dijo con ternura—. El romance, el amor, las relaciones vienen de camino hacia ti. Pero no sucederá nada hasta que pase un tiempo. Y no sucederá conmigo. Ése no es el objetivo de mi visita.
—Comprendo —dije, aunque seguía decepcionada—. Pues si todas esas buenas cosas están en camino, pongámonos en marcha. Hemos perdido dos semanas.
Joe soltó una risita afectuosa. —No se ha perdido nada, Christine, en absoluto. Simplemente has tardado dos semanas en aprender tu segundo mandamiento. —Y entonces, antes de que tuviera tiempo de preguntar, sugirió—: ¿Por qué no intentas expresar en palabras lo que crees que es tu segundo mandamiento?
Esta vez me lo pensé antes de abrir la boca. Sabía que tenía algo que ver con el hecho de no obsesionarme con aventuras amorosas y seguir adelante con mi propia vida, pasara lo que pasase.
—Veamos —empecé, casi segura de que mis conjeturas serían correctas—. No te quedes esperando a que suene el teléfono.
—Caliente —dijo él—. Pero éste es un pequeño detalle dentro de un concepto más general. Inténtalo otra vez.
Cerré los ojos y me apreté las sienes, pero no conseguía captar el segundo mandamiento.
—No sé. ¿Algo relacionado con las obsesiones, tal vez?
—Te estás quemando —concedió—. Escucha con atención. Se trata de un mandamiento importante para ti porque tienes tendencia a quebrantarlo muy a menudo. ¿Preparada?
—Preparada —contesté sin entender cómo podía quebrantar un mandamiento del que ni siquiera tenía noticia, pero supuse que este asunto habría que tratarlo en otro momento.
Su voz resonó profunda cuando recitó el mandamiento número dos:
—«Vive cada momento de tu vida, pues todos son preciosos y no debes malgastarlos.»
Permanecí en silencio durante unos instantes. Sin duda éste era un mandamiento muy apropiado para mí.
Acababa de «malgastar» muchos momentos preciosos esperando una llamada de Joe. No quise ni pensar en la de veces que había hecho eso mismo a lo largo de los años con una lista interminable de hombres. Me había perdido un montón de puestas de sol y brisas veraniegas y había distraído mi atención de muchísimas cosas bellas que sucedían en torno a mí a cada momento. Si estas dos últimas semanas se convirtieran en momentos, probablemente habría cometido un pecado mortal.
—Intenta no pensar en función de pecados —oí que Joe me decía con dulzura en el oído—. Estás aquí para aprender, no para reconcomerte con el sufrimiento pasado. Olvida todo ese asunto del pecado. Ésa es otra de las exageraciones a las que me refería y que han deformado lo que yo intentaba decir hace tantos años.
Olvídate de todo eso, limítate a vivir este preciso momento, e intenta amar lo que ves.
Charlamos un poco más y prometí a Joe que no me obsesionaría más con él. Estaba empezando a comprender lo que intentaba decirme. Era indiscutible que tenía sentido. Pero ejercitarme en la habilidad de vivir el momento era una tarea muy difícil para alguien como yo que quiere saber si alguna vez se casará o tendrá hijos o perderá cinco kilos o se comprará una casa o como mínimo un apartamento. Lo admito, pienso en el futuro.
Siempre había pensado que ésa era la forma adecuada de vivir. Constituía mi idea de la responsabilidad. Pero si iba a empezar a vivir el momento, tendría que acometer una serie de cambios que parecían lejos de producirse.
—Puedes hacerlo —me tranquilizó la voz de Joe por el teléfono—. Pero tienes que empezar a practicar ahora mismo. En cuanto colguemos el teléfono, quiero que hagas una lista de cosas del mundo en las que no has reparado antes. No hace falta que sean importantes. Concéntrate en lo sencillo. Ya sabes, fenómenos cotidianos que tienes tendencia a dar por sentados y que has dejado de valorar. Luego quiero que riegues las plantas y pienses en el modo en que absorben el agua y cómo el agua las conserva verdes y flexibles. Trata de tomar nota de varios nuevos descubrimientos cada día, ponlos por escrito si crees que eso puede ayudarte, y yo te prometo que empezarás a notar cómo cambia tu vida. Quizá de un modo sutil, pero cambiará.
Mi mente ya había empezado a anticiparse a los acontecimientos. Me preguntaba si a partir de entonces sólo tendríamos contacto telefónico o si volvería a verlo en persona.
—Ya estás otra vez —me advirtió—. Proyectándote en el futuro.
—Bueno, todavía soy nueva en esto —dije un poco a la defensiva— y me va a hacer falta practicar mucho hasta que me acostumbre a esta rutina de vivir el momento.
—Quizá, pero es uno de los grandes regalos que puedes hacerte a ti misma.
—En ese caso —dije—, mejor cuelgo. Tengo mucho trabajo que hacer. Buenas noches, Joe.
Reconocí una sonrisa en su voz cuando me dijo:
—Todas las noches son buenas. Ya verás.
Oí el sonido del auricular que colgaba en el otro extremo y me senté inmóvil por unos minutos con el teléfono aún en la mano, incapaz de dejar de sonreír. Volví a colocarlo en su horquilla y fui a sacar mi regadera. La llené hasta el borde y empecé a regar el conjunto de plantas que descansaba en el suelo del balcón junto a las puertas correderas de vidrio. Observé que, de hecho, empezaban a verse más verdes y saludables.
Y por algún motivo, no me sorprendió.
En cuestión de días, las plantas empezaron a deleitarme con repentinos impulsos de crecimiento. Me maravillaba de sus frescos y vibrantes colores y de su renovado afán por crecer. Pronto iba a hacer falta trasplantar unas cuantas de ellas. En un destello de inspiración, comprendí que mis plantas únicamente eran un reflejo de mi persona. Porque lo cierto era que yo también me estaba llenando de colorido y de ansias de crecer.
Ésas fueron mis primeras anotaciones de las sensaciones nuevas que descubría a diario. Al principio, sólo intentaba fijarme en detalles sublimes, como los amaneceres y puestas de sol llenos de magia. Luego me percaté de cuánto más sencillo era apreciar las cosas más pequeñas, como el modo en que las gaviotas se sitúan al atardecer en la playa, en una misma dirección, para que el viento no les descomponga las plumas.
Por primera vez desde que era niña, prestaba atención a la melodía animada de las cigarras en la quietud de la noche estival y me preguntaba cómo conseguían provocar aquel sonido. Estaba tan intrigada que tuve que hacer una visita a la biblioteca para enterarme.
Empecé a descubrir todo un nuevo mundo que se desarrollaba ante mis propios ojos. Un nido de jilguero en el árbol situado fuera de mi apartamento me impulsó a comprar alimento para pájaros y colgarlo del techo del balcón. Empecé a cocinar de vez en cuando en vez de salir disparada por la puerta en busca de una hamburguesa plastificada. A veces me levantaba bastante temprano para presenciar el momento en el que se atisbaba el primer destello de sol con su fulgurante color, por encima de la línea que delimita el océano; por más que lo intenté, nunca logré ver el tan nombrado rayo verde que aparece justo unos segundos antes del amanecer. Tenía la impresión de que todos mis sentidos se agudizaban día a día y, pese a que vivía en una gran urbanización de apartamentos con modernas instalaciones, entre las que se incluían pistas de tenis, tintorería y una piscina tratada con cloro, lo que más reclamaba mi atención era la esencia de las lilas que crecían entre esta jungla de cemento.
Estudiaba cosas simples, como mis dedos y las puntas de mis pies, y me maravillaba de su destreza y las funciones que desempeñaban. Observaba atentamente los mecanismos de todos los sistemas corporales: respiratorio, circulatorio, cardiaco, digestivo, y no dejaba de asombrarme al comprobar la eficacia de nuestros órganos. ¿Cómo podía haberles hecho tan poco caso en al pasado? ¿Cómo podía nadie? Era como ser multimillonario sin darte cuenta de que lo eres. Pensé en cosas menos tangibles, como los ciclos del dormir, los sueños y la hibernación animal, y experimenté el descubrimiento de una nueva veneración por todas las cosas vivas.
En el trabajo, dedicaba tiempo a estudiar y apreciar la capacidad de mis pacientes para restablecerse, algo que me dio una lección de humildad. Los cambios de vendas de los pacientes en el período posoperatorio dejaron de ser rutinarios o aburridos. Me dejaba pasmada que un abdomen fuera cortado con el escalpelo un día y al siguiente la piel se hubiera cerrado sobre la herida. Empecé a contemplar estas recuperaciones como pequeños milagros en vez de como una aburrida y penosa rutina, y me sentí privilegiada por formar parte de todo ello.
Sobre todo, comencé a apreciar y admirar la buena salud y el bienestar del que yo gozaba.
Mis prioridades estaban cambiando a un ritmo vertiginoso. Me costaba creer que hasta producirse este redescubrimiento de mi vida, pasara la mayor parte del tiempo libre curioseando por galerías comerciales y soñando con todas las preciosas cosas materiales que deseaba tener. En aquel momento me parecía inexplicable que hubiera pasado por alto tanto milagro y belleza «gratis» que rodeaban mi vida diaria.