Read Dios Vuelve en Una Harley Online
Authors: Joan Brady
Siempre sucedía igual con los internos. Cuando se embarcaban eran increíblemente humildes, con ganas de aprender, respetuosos con las enfermeras y agradecidos por las cosas que podíamos enseñarles. Sin embargo, para el primero de julio del siguiente año, cuando se convertían por arte de magia en médicos residentes, lo normal era que hubieran olvidado hasta nuestros nombres y nos trataban igual que a los pacientes con cerebro aletargado que recibían nuestros cuidados.
Pero Michael, no. Nuestra relación había sido muy diferente desde el comienzo. Habíamos trabajado a diario hombro con hombro en situaciones de vida o muerte, y el pánico se había convertido en una forma de vida para nosotros.
Es de sobra conocido que entre enfermeras y médicos hay algo eléctrico, casi sexual, cuando se trabaja en situaciones de emergencia. La adrenalina empieza a brotar con profusión, sube la temperatura corporal y el pulso late con fuerza. Añade a todo esto un poco de testosterona y tienes la receta ideal para una aventura sentimental.
Hay algo en esas subidas crónicas de adrenalina y en estar expuesto cotidianamente a tanto sufrimiento humano que hace que también te enfrentes cara a cara a tu propia mortalidad, lo cual no es en absoluto agradable. Te gustaría negarlo y reafirmar que tú, como mínimo, sigues aún viva. Caes en la cuenta de que empiezas a perder la capacidad para sentir emociones y necesitas desesperadamente convencerte de que todavía tienes sentimientos.
Michael y yo nos reafirmamos el uno al otro nuestros sentimientos y nuestra condición de seres vivos en múltiples ocasiones durante los tres años en que trabajamos juntos. Nos enamoramos sobre una bandeja de intubación una noche después de que perdiéramos a un hombre de cuarenta y siete años que presentaba un cuadro de aneurisma aórtico herniario. Michael me preguntó si me parecía correcto que ejercitara las técnicas de intubación sobre aquel hombre, puesto que ya estaba muerto e intubar los fiambres conservados en formol con los que se hacían las prácticas no era lo mismo. Michael tenía que aprender con «alguien» y estábamos convencidos de que a un hombre muerto no le importaría que un interno novato practicara sobre él unas técnicas tan necesarias. Al fin y al cabo, quizá sirviera para salvar la vida de alguien en el futuro.
Corrí discretamente la cortina alrededor del lecho del paciente y salí a decir a la familia que el doctor continuaba «trabajando con él» y a advertirles que no era algo muy agradable de presenciar. Cuando volví a la cabecera del enfermo, Michael había intubado con éxito a su primer paciente de verdad. Al salir del trabajo a las once y media me invitó a celebrarlo en el garito que había al otro lado de la calle, y así fue como empezó todo.
Todos nuestros sentidos parecían intensificados por la urgencia de nuestro trabajo. La admiración y el amor que sentíamos el uno por el otro no tardaron en afianzarse en el terreno abonado de las camillas de emergencias, las constantes vitales y los equipos de ambulancias. Fue el principio de una relación sentimental que duró tres años, y todo era tan perfecto y apasionado… hasta el día en que saqué a colación el tema del matrimonio.
Ahí fue cuando todo el coraje que él había exhibido en operaciones a corazón abierto, manejando códigos y hablando con abogados encargados de casos de negligencia profesional, le abandonó por completo. Era obvio que Michael Stein era capaz de grandes cosas, pero el compromiso no era una de ellas.
Por qué no había mencionado esta pequeña fobia matrimonial tres años antes, cuando yo todavía tenía posibilidades de salir de aquello airosa, con mi lucidez intacta, es algo que nunca sabré. Sin embargo, sospecho que él comprendía que yo, como irlandesa cabezota que soy, habría puesto fin a nuestra relación en el mismo instante en que se retratara como el cobarde que era ante cualquier tipo de compromiso.
Michael dijo que yo era testaruda. Respondí que ése era uno de los motivos por los que me quería. Me dio la razón pero añadió que también ésa era una de las causas por las que no iba a casarse conmigo. Naturalmente, se sucedieron las peleas y escenas dramáticas pero, al final, yo saqué la bandera blanca de la rendición y dejé el Centro Médico Metropolitano y a Michael, con la esperanza de que ambos se hundieran en su miseria.
Acababa de enterarme de una nueva forma de ejercer la enfermería, los contratos de enfermera ambulante, mediante los cuales podías trabajar para una agencia, con destinos breves por todo el país. Decidí que aquello era el bálsamo perfecto para un corazón roto, así que me dispuse a llevar la vida de un canto rodado y dejarme arrastrar de ciudad en ciudad. Como era de esperar, terminé echando raíces en la primera ciudad a la que me enviaron. Los Ángeles me pareció una maravilla después de toda una vida de inviernos en la Costa Este, y tampoco hice ascos al estilo de vida relajado de California. Pero basta, ya me estoy yendo por las ramas.
Así que me encontraba de nuevo allí, observando otra vez los luminosos ojos azules de Michael e intentando ahogar las pequeñas semillas de esperanza que volvían a germinar en mi corazón. Fue en ese preciso instante cuando me percaté del brillante anillo de oro que llevaba en la mano izquierda, y a él no se le escapó la forma en que se me paralizó la respiración al captar aquel detalle. Se limitó a sonreír con gesto avergonzado mientras yo permanecía boquiabierta.
—¿Quién? —interrogué, casi incapaz de hacer pasar la pregunta por el nudo que tenía en la garganta.
—No creo que la conozcas —dijo al tiempo que, inquieto, cambiaba de postura en la silla de metal de la cafetería.
—Ponme a prueba —le desafié. Tenía que enterarme, aunque me arrancara la vida. Casi lo consigue.
Ni siquiera fue capaz de mirarme a los ojos cuando pronunció el nombre.
—Sheila Conlin —masculló con una sonrisa falsa.
—¿Qué? —estaba horrorizada. Furiosa. Destrozada. No fui capaz de reprimir las palabras que empezaron a brotar incontroladas desde algún lugar en lo más profundo de mis entrañas—. Vamos, ¿me estás diciendo que era conmigo con quien no querías casarte? ¿Conmigo que te amaba? ¿Conmigo que era la mejor amiga del mundo? Dijiste que era porque el matrimonio te asustaba, y luego vas y te casas con una… una…
—Contente, Christine —dijo, a la defensiva. Levantó aquellos encantadores ojos azules para mirarme y, simultáneamente, su tono se suavizó. Dios, todavía sabía cómo engatusarme—. Mira, estás en tu derecho de sentirte indignada. Entiendo que…
—¡Tú no entiendes nada! —interrumpí furiosa. Michael no me dejó seguir.
—Mira, Sheila es una buena persona. Es posible que incluso te cayera bien si llegaras a conocerla…
—Me das ganas de vomitar —le interrumpí mientras la rabia se apoderaba de mí. ¿Sheila Conlin? Por supuesto que conocía a Sheila Conlin y él lo sabía. Había sido mi enfermera supervisora todos aquellos años atrás y Michael me había oído quejarme de ella infinidad de noches. Yo nunca le había caído bien porque siempre amenazaba con llamar a 60 Minutos y revelar la vergonzosa insuficiencia de personal que sufría el Centro Médico Metropolitano. ¿Sheila Conlin? No era guapa. Ni siquiera lista. No era más que la típica enfermera apocada, sumisa.
Claro, supongo que tal vez era ésa la explicación. Quizá Michael era de los que se sentían amenazados por las mujeres fuertes e inteligentes. No sería el primer hombre de éxito que se casaba con una mojigata, sin seso y servil. ¿Cómo se me había pasado por alto esta faceta de él? De haberlo sabido quizás hubiera moderado un poco mi actitud. De eso nada. ¿En qué estaba pensando? Además, Michael siempre había dado a entender que admiraba mi vena rebelde. ¿Acaso sólo había estado siguiéndome la corriente durante tres años?
—Supongo que la pobre Sheila tendrá alguna otra clase de virtud —dije con malicia—, porque Dios sabe que es tonta perdida.
Por raro que parezca, encajó mi comentario sin pestañear. Era obvio que había decidido no pelearse conmigo por insultante que fuera mi actitud.
—Mira, Christine —dijo con la más delicada de sus voces—. Ahora soy feliz. ¿Es que no te alegras por mí?
—¡No, Michael, no puedo! —repliqué, desconcertada por el temblor de mi voz—. Y espero que me disculpes por no enviar un tardío regalo de boda —siempre recurro al sarcasmo cuando me siento vulnerable.
—Siempre echas mano del sarcasmo cuando te sientes vulnerable —comentó con una sonrisa divertida. Le odié en aquel momento. Y todavía le odié más cuando agregó—: Mira, Christine, en realidad es a ti a quien te lo tengo que agradecer. —Se percató de la consternación que mi rostro debía de acusar y se apresuró a añadir: Me refiero a que, si no hubieras discutido conmigo y me hubieras hecho ver lo infantil que era en mi postura respecto al matrimonio, no habría estado preparado para recibir a Sheila cuando ella apareció en mi vida.
No daba crédito a mis oídos.
—Ahora sí que voy a vomitar —comenté con la esperanza de que toda la cafetería, pese a estar vacía, pudiera escucharme.
El busca de Michael escogió aquel momento oportuno para sonar. Era la llamada de regreso a la sala de operaciones, donde seguiría haciendo más dinero del que pudiera gastar, simplemente por «dar gas». Una urgencia masoquista se apoderó de mí antes de dispensarlo y me lancé ávidamente a indagar sobre los detalles más sórdidos y penosos de su vida actual.
Me enteré de que la que era su esposa desde hacía tres años estaba embarazada de su segundo hijo. Por algún motivo no podía imaginarme a Sheila Conlin preñada de otra cosa que no fuera ignorancia de burócrata (me negaba a llamarla Sheila Stein, resultaba demasiado doloroso).
Los imaginé haciendo el amor en el dormitorio principal de una mansión a orillas del mar, e imaginé una diferencia abismal con las ardientes y apasionadas noches que yo había pasado con Michael Stein en su sofocante cuartucho de guardia, entre visitas regulares a la Unidad de Traumatología. Incluso recordé cómo aquel maldito busca se ponía siempre a sonar en el momento más inoportuno, lo que nos llevó a apodarlo en broma el «CI», forma abreviada de «coitus interruptus».
El contacto de la cálida mano de Michael al cubrir la mía me hizo volver al miserable momento presente y a la realidad de que ambos teníamos que volver al trabajo. Me dio un besito rutinario que iba destinado a mis labios, pero volví la cabeza en el momento preciso y provoqué un aterrizaje forzoso en mi mejilla. Juraría haber oído una risa contenida mientras Michael salía a paso largo y seguro de la cafetería y me pregunté en qué momento habría perdido el brío frenético de los internos.
Permanecí allí sentada durante un instante, inmovilizada por la intensidad de mis emociones y vencida por el dolor de verle otra vez. Pero aún peor que el dolor era el paulatino convencimiento de que una sola conversación de diez minutos con Michael había anulado completamente el efecto terapéutico de siete años de alejamiento. ¿No había aprendido nada en los últimos siete años? ¿Había vuelto patas arriba mi vida y me había largado al otro lado del continente para caer ahora en la cuenta de que mi corazón se había quedado atrás?
Me dejé inundar por la futilidad y la desesperanza de la situación. Al parecer, el daño ocasionado a mi corazón tiempo atrás era irreversible. Aquello era como estar en una situación límite en la que todo el mundo trabaja febrilmente para salvar al paciente y lo único que oyes es ese monótono tono apagado del monitor cardiaco que indica que no hay actividad eléctrica en el corazón. Se acabó. Muchísimas gracias a todo el mundo pero no podemos hacer nada más.
De repente me invadió la rabia. En aquel momento odiaba a Michael Stein y odiaba mi patética vida.
Necesitaba una copa.
El final de mi turno parecía no llegar nunca. Cuando el reloj dio las once y media, cualquiera hubiera pensado que yo era la Cenicienta del cuento al sonar las campanadas de medianoche. Di un breve y apresurado informe a las enfermeras del turno de noche y luego salí disparada en dirección a la entrada principal, dejando, tras las puertas sin luz, la melodía mecánica de los sistemas de respiración artificial y los monitores cardiacos.
No me importaba lo más mínimo. De hecho, hacía mucho que todo había dejado de importarme. Era una pena pensar que en otro tiempo la ingenuidad me volvía tan compasiva que experimentaba cada punzada del dolor de mis pacientes. Pero se acabó. Lo que antes había sido un pozo sin fondo de abnegación y empatía se había vuelto un agujero seco y vacío. No quedaba nada que ofrecer, ni nada que llevarse si alguien lo intentaba. Aquella noche, el único dolor que sentía era el mío propio. Ésta era la nueva Christine Moore. Iba a poner todo mi empeño en volverme más egoísta. Por una vez, saldría corriendo de esta casa de desgracias y pondría a salvo mi propia miserable vida. Y los demás, que se apañaran.
Cuando me vi sentada en mi Toyota Celica '91 me di cuenta que en los últimos tiempos sentía más aprecio por mi coche que por cualquier ser humano, del pasado o del presente. Conduje hasta un bar próximo situado junto a la playa donde sabía que podría tomarme tranquilamente una copa a solas, sin tener que aguantar a un montón de camorristas neoyorquinos o bennies
[1]
, como a nosotros los lugareños nos gusta llamarlos. Que nadie me pregunte por qué les apodamos así, no tengo ni idea. Alguien empezó a hacerlo y se quedaron con el nombre. Como es natural, los neoyorquinos no saben aceptar una broma y tuvieron que vengarse llamándonos «desenterradores de almejas». Qué le vamos a hacer. Los veraneantes era lo que menos me importaba aquella noche, siempre que me dejaran a solas con mi desdicha.
El plan era esperar a estar completa y plácidamente aturdida, y arrinconar todo rastro del dolor experimentado aquella noche en lo más recóndito de mi cerebro. Entonces, y sólo entonces, empezaría a elaborar una lista de todas las cosas que había decidido odiar y, por supuesto, los hombres la encabezarían.
El primer Absolut con soda me subió directamente a la cabeza, ya que no había cenado gran cosa después de reparar en la flamante alianza de oro de Michael. Con cada sorbo, iba dibujando mentalmente la destrucción en masa de células cerebrales, momento en que comprendí que, puesto que seguía pensando como una enfermera, era necesario tomar una segunda copa para dejar de hacerlo.
¿Cómo podía Michael haberme hecho aquello? Le había querido con toda mi alma, por no hablar de otras partes del cuerpo. Estaba convencida de que yo le había amado como Sheila Conlin no lo haría nunca. ¿Por qué los hombres siempre acaban siendo tan superficiales y decepcionantes? Y Michael no había sido el único.