Dioses, Tumbas y Sabios (40 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

BOOK: Dioses, Tumbas y Sabios
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Capítulo XXIII

GEORGE SMITH BUSCA UNA AGUJA EN UN PAJAR

El botín de Layard, en la colina de Nemrod, más que abundante fue mucho más maravilloso de lo que se esperaba, y superaba los triunfos de Botta en Korsabad. Es lógico suponer que quien logró éxito tan completo no había de arriesgar su fama en experiencias a todas luces condenadas al fracaso.

Al dedicar su actividad a nuevas colinas para emprender otras excavaciones, Layard eligió como objetivo de su nuevo empeño la colina de Kuyunjik, la misma donde Botta estuvo un año entero excavando en vano casi hasta la desesperación.

Esta decisión, absurda sólo en apariencia, nos demuestra que Layard era algo más que un hombre afortunado, guiado por una estrella feliz; demuestra que había aprendido, de sus excavaciones anteriores, a juzgar acertadamente la superficie de las elevaciones de tierra y que estaba preparado para hacer atinadas deducciones de los indicios más insignificantes.

Entonces le sucedió igual que a Schliemann, el millonario excomerciante que, después de haber descubierto Troya, halló la «Puerta de los Leones» de Micenas: todo el mundo creía que el primer triunfo había sido puramente casual y que de ninguna manera podía repetirse tal azar. Y todo el mundo tuvo que reconocer que esa segunda vez salían a la luz del día tesoros que revelaban la magnitud y la riqueza de la cultura olvidada.

En otoño del año 1849 hincó Layard su piqueta en la colina de Kuyunjik, frente a Mossul, a la orilla del Tigris, y al punto halló uno de los mayores palacios de Nínive.

Perforó un pozo vertical en la colina y a una profundidad de veinte pies, aproximadamente, hallóse con una capa de ladrillos. Desde allí hizo abrir pasillos horizontales en distintas direcciones y pronto encontró una sala cuya puerta estaba flanqueada por animales alados; al cabo de cuatro semanas de trabajo, había descubierto ya nueve habitaciones del palacio de Senaquerib (704-681 a. de J. C), uno de los reyes más poderosos y sanguinarios del Imperio asirio.

Surgían una inscripción tras otra, imágenes, relieves y esculturas, paredes maravillosamente decoradas de azulejos, mosaicos, inscripciones en blanco sobre fondo azul turquesa, todo ello en un esplendor de tonos extrañamente fríos y oscuros con predominio del negro, amarillo y azul oscuro. Los relieves y las esculturas, que denotaban gran vigor en la expresión y una minuciosa naturalidad, superaban con mucho a las piezas halladas en la colina de Nemrod.

En Kuyunjik apareció el maravilloso relieve de la leona herida, obra de tiempos de Asurbanipal. Arrastrando el cuerpo, la leona alza la parte delantera y yergue por última vez la cabeza en un postrer rugido, todo lo cual refleja tal profundidad de creación y tal vigor artístico que bien puede parangonarse con las mejores creaciones del arte occidental.

Esta ciudad, hasta entonces sólo conocida por las palabras de algunos profetas, grande, sublime, y a la vez terrible, que la Biblia alternativamente ensalza, insulta y vitupera, se presentaba aquí a la vista de los modernos investigadores.

Nin, la gran diosa del país de los dos ríos, dio nombre a la ciudad. Nínive es tan antiquísima, que ya Hamurabi, el legislador que vivió hacia el año 1930 a. de J. C., menciona el templo de Istar como lugar donde se agrupaba la ciudad, que era una urbe provinciana, mientras que Assur y Kalchu eran residencias reales.

Senaquerib, desdeñando Assur, que fue sede de su padre, convirtió a Nínive en la capital de un país que comprendía todo el reino babilónico, hasta Siria y Palestina, por un lado, y que llegaba por el Este hasta las regiones montañosas, habitadas por nómadas salvajes que nunca logró someter definitivamente.

Con Asurbanipal, Nínive conoció los días de su máximo esplendor y era la ciudad «donde los comerciantes son más numerosos que las estrellas del cielo», por ser punto de confluencia de las relaciones políticas, económicas y culturales. Era igual que Roma en tiempo de los Césares. Pero reinando su hijo Sin-shar-ishkun, cuyo gobierno solamente duró siete años, se presentó ante sus murallas Ciaxares, rey de los medos, y con un ejército reforzado con persas y babilonios asedió la ciudad y la conquistó, demoliendo sus murallas y palacios y convirtiéndola en un montón de ruinas.

Esto sucedió en el año 612 a. de J. C.; por lo tanto, Nínive sólo fue residencia real unos noventa años; pero ¿qué pudo suceder en esos noventa años para que la fama de la ciudad se haya mantenido durante veinticinco siglos tan viva, tan simbólicamente emparejada en grandeza con la noción del máximo terror y poderío, de sibaritismo y civilización, de altísimo progreso y vertical decadencia, así como con la culpa criminal y su justo castigo?

Hoy, gracias a la labor conjunta de excavaciones y paleógrafos que han ido descifrando los textos cuneiformes hallados, conocemos tantos datos de la vida de ambos reyes, Senaquerib y Asurbanipal, así como de sus antecesores y sucesores, que podemos decir:

El recuerdo y la fama de Nínive se grabó en la conciencia de los hombres por las monstruosidades cometidas: asesinatos, pillajes, sumisión de pueblos y opresión de los débiles. La guerra y el terror fueron las únicas normas para conservar el trono que conocieron sus reyes, los cuales raras veces llegaron al fin de sus días de muerte natural y siempre eran sucedidos por príncipes aún más sanguinarios. Senaquerib fue el primero de aquellos cesares medio dementes que ocupó el trono de la primera gran metrópoli civilizadora, como mucho más tarde lo fue Nerón en el trono de Roma. Nínive es, en efecto, la Roma asiria, la urbe poderosa, la capital, la metrópoli, la ciudad de los gigantescos palacios, enormes plazas, carreteras sorprendentes, la ciudad que supo resolver problemas técnicos inauditos. Sede de una clase muy reducida de señores que debían su rango y su supremacía sobre los demás a la raza, sangre, nobleza, dinero, violencia o refinada mezcla de todo ello. Esta minoría gobernaba omnímodamente sobre una masa anónima, oprimida, sin derechos, reducida a las condiciones más duras de trabajo, a la esclavitud, a pesar de que más de una vez se les reconociera la libertad. En ampulosos documentos de estilo muy parecidos a los de hoy, se pregonaba el trabajo por el bien común, hacer la guerra en favor del pueblo y sacrificarse por el país, pero éste, siempre fluctuante y oscilando entre la revuelta social y la servidumbre voluptuosa, era una masa ciega, crédula y dispuesta al sacrificio como las reses que se hallaban en los grandes patios de aquellas ciudades; ciudades que ya no son de un dios, sino de muchos, traídos a menudo de lejanas tierras, desprovistos de su antiguo vigor generador, ciudades de mentira y de lo que hoy llamaríamos propaganda: política convertida en oficio al servicio permanente de la mentira.

Así era Nínive.

Desde lejos, las fachadas de sus brillantes palacios se reflejaban en las aguas del Tigris. Una primera muralla exterior la circundaba; y luego, otra gran muralla que ostentaba el pomposo nombre de «el terrible esplendor que aniquila a los enemigos» y se levantaba sobre unos inmensos cimientos de bloques de piedra; medía «cuarenta ladrillos» de anchura y cien de altura, o sea unos diez y veinticuatro metros, respectivamente. En el exterior se abría un foso de cuarenta y dos metros, y en «la puerta del jardín» había un gran puente de piedra, maravilla arquitectónica de aquellos tiempos.

En la parte occidental estaba el palacio «sin par» de Senaquerib, quien al construirlo hizo derribar todos los viejos edificios que presentaban algún obstáculo para su proyecto, lo mismo que hiciera después Augusto, cuando de una Roma de adobes hizo una Roma de mármol.

El desenfreno arquitectónico de Senaquerib alcanzó la máxima fantasía en el jardín creado en honor del dios Assur, en la ciudad del mismo nombre. En una superficie de 16.000 metros cuadrados alrededor del templo se taladraron agujeros en las rocas, unidos subterráneamente por canales, y se llenó el conjunto con tierra.

¡El rey quería que allí hubiese un jardín!

Senaquerib inició su reinado adaptando a su modo su genealogía.

Renegó de su padre, Sargón, y se hizo descendiente directo de los reyes anteriores al Diluvio, de los semidioses como Adapta y Gilgamés. En ello se da un paralelismo histórico que sería erróneo considerar como hecho casual: los cesares romanos se coronaron a sí mismos como dioses, ordenando que en todas las provincias se les erigieran estatuas. ¿Y no han pretendido también algunos dictadores occidentales de tiempos más recientes la cualidad de dioses, pretendiendo poseer el don de la infalibilidad, lo que en sus ciudades les confirmó un pueblo descontento, pero obediente?

«Senaquerib era una personalidad extraordinaria en todos los aspectos. De una sorprendente capacidad física, entusiasta de los deportes, del arte y de la ciencia y, sobre todo, de la técnica. Estas buenas cualidades quedaban ahogadas por su carácter despótico, iracundo, que, sin escrúpulo alguno, llevaba a la práctica todo plan, proyecto o capricho, dirigiéndose inflexiblemente a su meta. Esto ha sido justamente la antítesis del buen estadista.» (Meissner).

Durante su reinado predominó la guerra: luchó contra Babilonia, contra los galileos y los coseos. En el año 701, contra Tiro, Sidón, Ascalón y Ecrón. También contra Ezequías de Judea, cuyo consejero era el profeta Isaías: se jactaba de haber conquistado en tierra judía cuarenta y seis fortalezas y muchísimos poblados; pero conoció la derrota ante Jerusalén. Isaías dice:

«No pondrá él el pie en esta ciudad, ni arrojará una saeta, ni la asaltará el soldado cubierto con su escudo, ni levantará trincheras alrededor de ella… Bajó un ángel del Señor, e hirió en el campamento de los asirios a ciento ochenta y cinco mil hombres; y al levantarse a la madrugada, he aquí que no vieron sino montones de cadáveres».

La peste —hoy sabemos que se trataba de la
malaria trópica
— había aniquilado a su ejército.

Hizo nuevas incursiones militares por Armenia; batalló constantemente en Babilonia, que no se resignaba a soportar sus despóticos gobernadores y con una flota llegó hasta el golfo Pérsico, cayendo sus huestes sobre el país del Sur «como una bandada de saltamontes».

El relato de sus propias hazañas es exagerado; y las cifras, pura invención. Por su énfasis, corresponden exactamente a las alocuciones habituales en los dictadores modernos dirigidas a mantener la moral de su pueblo y de sus tropas, a conciencia de que la mayoría de la gente creerá tales mentiras. Es un consuelo para nosotros, hombres del siglo veinte, saber que uno de nuestros arqueólogos halló una placa de arcilla, en las ruinas de Babilonia, con la siguiente inscripción lapidaria:

«Mira para donde quieras, y hallarás que los hombres son estúpidos».

No es rebuscado tal paralelismo entre estos fenómenos, sino que se da de la manera más natural cuando se contemplan las distintas épocas de la historia de los pueblos, no solamente en su sucesión cronológica, sino en comparativa sinopsis.

Las ambiciones de Senaquerib llegaron a su cenit en el año 689, cuando decidió exterminar Babilonia, que de nuevo se había sublevado, con esa misma saña con que el Occidente moderno ha inventado en la segunda guerra mundial palabras como
ausradieren
y
covenfrizar
[1]
. Los habitantes, uno tras otro, fueron asesinados, hasta convertir las calles en depósitos de cadáveres. Las casas se destruyeron; el templo de Esagila y su torre fueron abatidos sobre el canal Arachtu; y, por último, se condujo el agua a la ciudad de tal modo que las calles, las plazas y las casas quedaron inundadas. Pero el aniquilamiento efectivo de la ciudad no bastaba, sino que deseaba hacerla desaparecer también simbólicamente, y para ello hizo cargar de tierra babilónica unos barcos, los mandó llevar a Tilmun, y allí fue esparcida dicha tierra a todos los vientos.

Aquello pareció darle finalmente la tranquilidad necesaria para preocuparse de los asuntos de la política interior, y, accediendo a la demanda de su favorita Nakiya, proclamó príncipe heredero a Asarhadón, uno de sus hijos más jóvenes, justificando su arbitraria decisión en que lo hacía impulsado por el oráculo de los dioses, los cuales refrendaban tal elección. Reunida una asamblea en que participaron los hermanos mayores de Asarhadón, altos funcionarios asirios y representantes del pueblo fueron consultados sobre tal acuerdo y los congregados gritaron «sí» en aprobación aclamatoria; pero los hijos mayores de Senaquerib, ligados a la tradición, se sublevaron contra su padre a fines del año 681 y un día, cuando adoraba a su dios en el templo de Nínive, le asesinaron, Así murió Senaquerib.

Ésta fue una parte de la sangrienta historia descubierta por Layard. Anhelaba sacar a la luz del día otra parte del interesante relato cuando halló en dos estancias, evidentemente añadidas más tarde al palacio de Senaquerib, una gigantesca biblioteca.

No hay anacronismo ni exageración en tal frase. La biblioteca que Layard descubrió contaba con treinta mil volúmenes en placas de arcilla.

Asurbanipal (668 a 626 a. de J. C), llevado al trono por su abuela Nakiya, antaño favorita de Senaquerib, tenía un carácter opuesto al de Senaquerib. Sus inscripciones, menos presuntuosas que las de su predecesor, revelan virtudes pacíficas y una inclinación a la vida cómoda y a la paz, lo cual no supone que no entablase guerras. Sus hermanos, uno sacerdote supremo del dios Luna, que nos llama la atención ante todo por su nombre especialmente largo, Asur-etil-schame-irsiti-ubalitsu, le causaron muchas preocupaciones; sobre todo Shamas-shum-ukin, que había sido nombrado rey de Babilonia. Asurbanipal destruyó el reino de los elamitas, conquistó Babilonia, reconstruida por su inmediato predecesor, y no la arrasó como Senaquerib, sino que la trató con clemencia. En la época de este asedio, que duró dos años, floreció en Babilonia el mercado negro, fenómeno económico que después de las dos guerras mundiales, es decir, dos mil quinientos años más tarde, el Occidente considera como la forma más moderna y nueva de descomposición económica. Tres «sila» (medida oriental) de trigo, unos tres kilos, costaban un saquito de plata, o sea 8,4 gramos, cantidad por la cual en circunstancias normales se habría pagado sesenta veces más.

Un poeta, en alabanza de Asurbanipal —el famoso Sardanápalo de los griegos— dice lo que nunca se hubiera podido decir de Senaquerib:

«Las armas de sus enemigos no se movían.

Los guerreros saltaban de sus carros,

dejando descansar las agudas lanzas

y aflojando los arcos;

los levantiscos estaban domeñados

y ahora ya no luchaban contra sus enemigos.

»En la ciudad y en las viviendas,

nadie robaba el bien ajeno.

En toda la extensión del país

nadie causaba mal a su prójimo.

»Quien caminaba solo

iba tranquilo por el camino apartado,

no había bandidos que derramasen sangre inocente

y no se cometía ningún desmán.

»En los pueblos había viviendas tranquilas,

de buen aceite las cuatro partes del mundo

estaban bien provistas».

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