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Authors: Félix Schlayer

Tags: #Histórico, otros

Diplomático en el Madrid rojo (6 page)

BOOK: Diplomático en el Madrid rojo
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3. El auxilio prestado por las Representaciones Diplomáticas.
El deber del corazón.

En ausencia del ministro de Noruega, y ya desde los primeros días, yo había asumido la tarea de velar por los intereses noruegos y atender a los súbditos de dicho país. Estos pudieron salir de España sin más complicaciones. Entretanto, el Gobierno noruego me otorgó categoría diplomática, indispensable en tan difíciles circunstancias. Noruega no tenía en Madrid ningún edificio propio. Únicamente contaba con un piso de alquiler en el que estaba instalada la Cancillería, y otro con la vivienda privada del Ministro, en una casa de vecinos muy hermosa y elegante, situada en la periferia, al norte de Madrid. Al lado de la misma había otro edificio similar y ambos eran propiedad del Ministro de Agricultura cubano. La vivienda del Ministro de la Legación de Noruega se hallaba en el número 27 de la calle Abascal. La casa colindante era el número 25.

Mientras en la embajada alemana había mucha actividad, por estar acogidos en ella varios centenares de alemanes de uno y otro sexo que buscaban allí su seguridad, en «Noruega», por entonces, vivíamos horas tranquilas. Solamente se había autorizado el traslado a la vivienda del Ministro de Noruega, a una familia que vivían en el mismo edificio, pero que se sentía amenazada a causa de los repetidos registros sufridos y de la detención de uno de sus miembros varones. Allí, gracias a la extraterritorialidad reconocida, estaban a salvo. Poco tiempo después, otros vecinos de la casa me pidieron que ocupara para la Legación dos viviendas de la misma casa que estaban vacías, con el fin de protegerlas de las innumerables organizaciones recién fundadas que podrían instalarse en ellas. Cualquier asociación, grande o pequeña, se atribuía además de una denominación pomposa, el derecho a un domicilio lo más ostentoso posible. En la lengua española se había introducido una nueva palabra mágica: «requisar». Se «requisaba» sin más, lo que gustaba tener: un auto, una vajilla de plata, buenas camas y también viviendas enteras. Todo ello se adquiría bajo la convicción inapelable de la pistola, que no admitía réplicas y ese nuevo vocablo, tan de moda, sustituía a las expresiones habituales españolas utilizadas para designar tales acciones. Yo, por mi parte, «controlaba», −aunque, desde luego, de acuerdo con el administrador de la casa−, las dos viviendas vacías, sin que se me pasara por la mente utilizarlas. Pero al cabo de unos días se hizo necesario brindar seguridad a la numerosa familia del abogado de la Legación ya que, después de los doce registros practicados en su casa, corría grave peligro de que se le llevaran, para darle «el paseo», ya que su padre era uno de los políticos conservadores de más renombre que había sido varias veces ministro, por lo que, en realidad, era algo insólito que hasta entonces no hubiera sido víctima de tal destino. Quince personas entre las cuales se contaban seis niños pequeños constituían el grupo inicial del aún no previsto «Gross Asyl Noruega» («Gran Refugio de Noruega»). El aluvión de personas necesitadas de protección ya no iba a cesar, dada la espantosa situación en que se encontraba la inmensa mayoría de la población, de toda condición, desde las mejores familias por su rango social, hasta otras de condición más modesta y entre ellas jóvenes aislados. Todos, unos por sus ideas políticas, otros por su condición apolítica, aunque significándose, únicamente, por llevar una conducta de trabajo y respeto hacia los demás. Por lo que una representación diplomática tras otra se resolvieron, por un ineludible imperativo de simple humanidad, a poner a disposición de esos seres humanos perseguidos, la protección de la extraterritorialidad de sus correspondientes edificios o locales.

Desde que cayó en desuso el derecho generalizado de asilo, atribuido hace siglos a lugares consagrados, no se había vuelto a dar, por lo menos en la Europa civilizada, semejante estado de carencia absoluta de derechos, y, además, en tantos miles de personas. Era necesario hacer frente a esta situación completamente nueva, con medios también nuevos. El derecho de extraterritorialidad de las misiones diplomáticas extranjeras, brindaba el único elemento posible de sustitución de la mencionada práctica medieval del derecho de asilo. ¿Qué persona, capaz de sentir compasión, y con posibilidades de disponer de semejante refugio, podría negárselo a nadie, de quien supiera que, en la mayoría de los casos, tal rechazo supondría su muerte? Los diplomáticos extranjeros con destino en Madrid siguieron, por tanto, el dictado de su conciencia —siempre cuando no se lo prohibieran expresamente algunos gobiernos en particular— y aprovecharon, muy amplia y generosamente, sus posibilidades de protección.

Las condiciones que yo establecí para la acogida en la Legación eran: en primer lugar; la acreditación de una persecución, producida en el momento, inmediata, sin motivo justificado y no procedente del Gobierno, sino de bandas incontroladas que actuaban a su albedrío; y, en segundo lugar, no ser elemento activo con participación en actuaciones hostiles al Gobierno, ni tener relación de empleo con el mismo. En un informe exhaustivo al gobierno de Noruega le describí la situación y puse en su conocimiento la acogida dispensada a los que solicitaban asilo con arreglo a las condiciones que quedan dichas.

Víctimas de la persecución.

Los casos particulares que se presentaban cada día y a cada hora eran en parte terribles y en parte grotescos. Un hombre, oficial del Ejército, se pasó tres días con sus noches escondido, tumbado, debajo de un colchón en el que se estaba desarrollando el parto de una señora. Únicamente, así, pudo salvarse.

Una señora acudió a mi acompañada de una muchacha joven para contarme lo que les había sucedido. Pocos días antes, estando en su casa, ella con su marido y su hijo, más un conocido con su hijo, llamaron a la puerta, a golpes, entrando cuatro milicianos exigiendo la presencia del señor de la casa. Al ver que, además de él, estaban allí el hijo y los otros dos hombres, ordenaron que los cuatro se fueran con ellos para prestar declaración ante el «Juzgado»; es decir, «Fomento 9», la célebre «checa».

Algo más tarde, la hija mayor acudió valientemente allí para preguntar lo que les estaba pasando. La mandaron de un lado para otro, porque nadie quería saber nada de esos hombres. Cuando ya, desesperada, se quedó parada ante la puerta, apareció un coche con los cuatro tipos que se habían llevado a su padre, hermano y amigos. Se abalanzó sobre ellos exigiendo que le dijeran lo que habían hecho con su familia. Los individuos, furiosos ante la expectación que provocaban en la calle, la arrastraron hacia el interior de la casa. A la mañana siguiente, la muchacha fue hallada, muerta por arma de fuego, en una cuneta cerca de un pueblo vecino. Al padre, al hermano y a los otros dos, los criminales los habían fusilado, nada más prenderlos en una calleja donde los dejaron abandonados. En cuanto al amigo y a su hijo, sus verdugos no sabían ni sus nombres, simplemente por encontrarlos juntos les hicieron correr la misma suerte, según el dicho alemán
Mitgefangen mitgehangen
, («juntos hallados, juntos ahorcados»).

Trágico fue también el caso de un conde que tenían dos hijos. A uno se lo llevaron una tarde, al otro consiguió esconderlo, todavía a tiempo. Al día siguiente me pidió permiso para refugiarse en la Legación de Noruega; quería venir después de comer a mediodía. Durante la comida aparecieron los milicianos de nuevo y prendieron al más joven de sus hijos. El conde llegó sólo a la Legación. En la noche siguiente dispararon contra los dos hijos juntos y los mataron.

Se dieron muchos casos en los que la preocupación por los demás miembros de la familia impedía la salvación propia. El amigo de un joven duque perseguido solicitó asilo para este y se le concedió. Pero él se negó a tomar en consideración esta oportunidad porque decía que, al no encontrarle a él, se llevarían a su madre. Al día siguiente lo prendieron en su casa y por la noche lo mataron a tiros. Había sido durante años ayudante de Primo de Rivera. Más tarde, tuve que acoger a su familia, para él ya era demasiado tarde.

Este procedimiento era el corriente; para obligar a presentarse a los hombres, se prendía a las mujeres. La mayor parte de ellos se veían sometidos a esta presión. Por esa razón, tenía yo que acoger en muchos casos, no sólo al hombre perseguido y amenazado de muerte, sino a la familia entera con niños y todo. Más de una vez, cuando el marido y la mujer habían encontrado refugio, se llevaban a los hijos menores. Tal fue la causa de que tuviéramos en casa familias con niños pequeños.

Los escondrijos en los que algunos de los hombres tuvieron que guarecerse, hasta que pudieron llegar a nuestra Legación, pasadas semanas, y, con frecuencia, también meses, eran a veces fantásticos. Solía ocurrir que las personas que habían escondido a fugitivos eran también víctimas de su encomiable proceder. Las situaciones que nos deparan los tiempos revolucionarios son no sólo la falta de reconocimiento, sino el más severo desprecio de las mejores virtudes humanas tales como la nobleza y la lealtad. Podría escribirse acerca de esos meses madrileños un libro entero lleno de ejemplos al respecto, para vergüenza de la humanidad, pues hay que tomar en consideración el hecho de que no se trataba aquí de una persecución más o menos legal por parte de Tribunales o de autoridades, sino del proceder arbitrario de individuos no cualificados, o sea que no se propugnaba una oposición al Estado, sino una ayuda contra la criminalidad.

Y como ejemplo, puede valer éste: el propietario de una finca de mediana importancia, situada al suroeste de Madrid, se encontraba al empezar la lucha, con su hijo en el pueblo, ocupado en las labores de la cosecha. Antes de que cundiera la consigna, que inmediatamente se extendió por el pueblo, de matar a todos los terratenientes, huyeron, en primer lugar, a esconderse en un pozo, adonde un criado que les era fiel, les llevaba alimentos de noche. Allí se pasaron varias semanas hasta que enfermaron y quedaron sin movimiento. En uno de sus pajares había una pared doble; el espacio entre ambos lienzos de pared era de unos cincuenta centímetros. El pajar estaba lleno, con arreglo al método español de paja cortada. Excavaron por las noches un «túnel» que atravesaba la «montaña» de paja, y, al final de esa «galería» hicieron un hueco en el primer tabique y se cobijaron entre los dos lienzos de pared. Allí se pasaron estos dos hombres unos seis meses largos. Sólo por la noche podían salir al patio, ya que cada pocos días volvían a preguntar por ellos para llevárselos. Su criado les dejaba, en un lugar determinado, algunos víveres con los que desaparecían, inmediatamente, de nuevo al escondite en el que tenía que permanecer inmóviles aguantando el calor del verano y el frío del invierno, sin ventilación; y eso durante seis meses. Resulta difícil imaginar los tormentos que tuvieron que soportar. Más de una vez estuvieron a punto de salir afuera y dejarse asesinar antes de seguir aguantando. Sólo les mantuvo la esperanza de recibir ayuda de su familia. Finalmente así fue. Debido a las gestiones de una hija, el camión de la Legación llegó al pueblo con el pretexto de comprar víveres. Al caer la noche, recorrió un trecho hacia las afueras del pueblo y esperó allí a los dos desgraciados a quienes el viejo criado sacó «de contrabando». Los trajeron a la Legación en estado francamente lastimoso.

En muchos casos, era ya corriente que los hombres perseguidos fueran de un lado para otro por las calles y, a la noche, se metieran en cualquier agujero, o debajo de una maleza o en algún otro escondite parecido, hasta que, finalmente, los prendían o ellos encontraron cobijo en una Legación. Pero, sobre todo, lo que no había que hacer era quedarse en una vivienda a esperar, cada segundo, los golpazos en la puerta, anunciadores del subsiguiente «paseo».

«Controlo» una casa grande.

No es, pues, de extrañar que las dos viviendas que yo «controlaba» se llenaran en un plazo muy breve. Tenía que ampliar mis locales, ya que la inseguridad, que día a día iba creciendo, no permitía pensar en dejar de prestar ayuda. Era un peso que la conciencia simplemente «no podía soportar». Cuando se han vivido esas escenas y se han oído súplicas desesperadas de esposas, madres, hermanas, un ser humano compasivo, prescindiendo de todo sentimentalismo, no puede permitirse una fría reflexión diplomática considerando ulteriores complicaciones; lo que hay que hacer, en tales casos, es ayudar y salvar, si es que uno quiere continuar estimándose a sí mismo.

Decidí, pues, hacerme con toda la casa, de catorce viviendas (dos por cada planta), para la Legación. Los pocos inquilinos que aún quedaban allí, ya se habían tenido que pasar, sin más, a mis locales protegidos. Ahora podían volverse a sus viviendas, con la obligación de mantenerlas a mi disposición, para que pudieran ocuparlas, además, otros refugiados. Mediante una instancia por escrito, bien razonada, más una conversación convincente, conseguí del Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) el reconocimiento de todos los derechos de extraterritorialidad para el edificio de Abascal 27, que quedó reconocido, en su totalidad, como residencia de la Legación de Noruega. Al día siguiente, recibí la correspondiente confirmación expresa por escrito. Pero, ya la víspera, y basándome en la correspondiente promesa verbal, al volver a casa por la tarde, expliqué al portero y a los dos puestos de guardia que, desde ese momento y en lo sucesivo, el territorio noruego empezaba en el umbral de la puerta y que nadie podía cruzarlo sin mi consentimiento. La casualidad quiso que ya esa misma tarde quedará patente la efectividad de la medida; vinieron, primero dos milicianos a recoger al inquilino de una vivienda de planta baja que aún habitaba allí con su familia, empleando la fórmula clásica de que se trataba de prestar «declaración» ante un tribunal, lo cual hubiera acabado ineludiblemente en el «paseo». El hombre pudo todavía escapar, por una puerta trasera, a otro piso más alto. A los que le venían a buscar, se les explicó que tenían que salir de allí porque se hallaban en territorio extranjero. Como a ellos, en su soberana actividad asesina, no les había ocurrido eso todavía, aparecieron a las dos horas, diez de ellos en dos autos. No se les dejó traspasar el umbral sagrado, sino que los dos policías de guardia les declararon categóricamente que tenían orden mía de disparar contra el que pretendiera penetrar en la casa sin autorización. Hasta eso no querían ellos llegar, ya que tenían un concepto muy unilateral de los disparos. Se retiraron, gruñendo y amenazando, pero no volvieron nunca más. Nuestro hombre había salvado la vida, que hubiera perdido de no ser por ese derecho de reciente adquisición.

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