Cuando llegaron al barrio de Gracia había empezado a escampar, era de noche y estaban encendidas las luces de la calle. María dos Prazeres le indicó a su conductor que la dejara en una esquina cercana, pero él insistió en llevarla hasta la puerta de la casa, y no sólo lo hizo sino que estacionó sobre el andén para que pudiera descender sin mojarse. Ella soltó el perrito, trató de salir del automóvil con tanta dignidad como el cuerpo se lo permitiera, y cuando se volvió para dar las gracias se encontró con una mirada de hombre que la dejó sin aliento. La sostuvo por un instante, sin entender muy bien quién esperaba qué, ni de quién, y entonces él le pregunto con una voz resuelta:
—¿Subo?
María dos Prazeres se sintió humillada.
—Le agradezco mucho el favor de traerme —dijo—, pero no le permito que se burle de mí.
—No tengo ningún motivo para burlarme de nadie —dijo él en castellano con una seriedad terminante—. Y mucho menos de una mujer como usted.
María dos Prazeres había conocido muchos hombres como ése, había salvado del suicidio a muchos otros más atrevidos que ése, pero nunca en su larga vida había tenido tanto miedo de decidir. Lo oyó insistir sin el menor indicio de cambio en la voz:
—¿Subo?
Ella se alejó sin cerrar la puerta del automóvil, y le contestó en castellano para estar segura de ser entendida.
—Haga lo que quiera.
Entró en el zaguán apenas iluminado por el resplandor oblicuo de la calle, y empezó a subir el primer tramo de la escalera con las rodillas trémulas, sofocada por un pavor que sólo hubiera creído posible en el momento de morir. Cuando se detuvo frente a la puerta del entresuelo, temblando de ansiedad por encontrar las llaves en el bolsillo, oyó los dos portazos sucesivos del automóvil en la calle. Noi, que se le había adelantado, trató de ladrar. «Cállate», le ordenó con un susurro agónico. Casi enseguida sintió los primeros pasos en los peldaños sueltos de la escalera y temió que se le fuera a reventar el corazón. En una fracción de segundo volvió a examinar por completo el sueño premonitorio que le había cambiado la vida durante tres años, y comprendió el error de su interpretación.
«Dios mío», se dijo asombrada. «¡De modo que no era la muerte!»
Encontró por fin la cerradura, oyendo los pasos contados en la oscuridad, oyendo la respiración creciente de alguien que se acercaba tan asustado como ella en la oscuridad, y entonces comprendió que había valido la pena esperar tantos y tantos años, y haber sufrido tanto en la oscuridad, aunque sólo hubiera sido para vivir aquel instante.
Mayo 1979.
Lo primero que notó la señora Prudencia Linero cuando llegó al puerto de Nápoles, fue que tenía el mismo olor del puerto de Riohacha. No se lo contó a nadie, por supuesto, pues nadie lo hubiera entendido en aquel trasatlántico senil atiborrado de italianos de Buenos Aires que volvían a la patria por primera vez después de la guerra, pero de todos modos se sintió menos sola, menos asustada y distante, a los setenta y dos años de su edad y a dieciocho días de mala mar de su gente y de su casa.
Desde el amanecer se habían visto las luces de tierra. Los pasajeros se levantaron más temprano que siempre, vestidos con ropas nuevas y con el corazón oprimido por la incertidumbre del desembarco, de modo que aquél último domingo de a bordo pareció ser el único de verdad en todo el viaje. La señora Prudencia Linero fue una de las muy pocas que asistieron a la misa. A diferencia de los días anteriores en que andaba por el barco vestida de medio luto, se había puesto para desembarcar una túnica parda de lienzo basto con el cordón de San Francisco en la cintura, y unas sandalias de cuero crudo que sol por ser demasiado nuevas no parecían de peregrino Era un pago adelantado: había prometido a Dios llevar ese hábito talar hasta la muerte si le concedía la gracia de viajar a Roma para ver al Sumo Pontífice, y ya daba la gracia por concedida. Al final de la misa encendió una vela al Espíritu Santo por el valor que le infundió para soportar los temporales del Caribe, y rezó una oración por cada uno de los nueve hijos y los catorce nietos que en aquel momento soñaban con ella en la noche de vientos de Riohacha.
Cuando subió a cubierta después del desayuno, la vida del barco había cambiado. Los equipajes estaban amontonados en la sala de baile, entre toda clase de objetos para turistas comprados por los italianos en los mercados de magia de las Antillas, y en el mostrador de la cantina había un macaco de Pernambuco dentro de una jaula de encajes de hierro. Era una mañana radiante de principios de agosto. Un domingo ejemplar de aquellos veranos de después de la guerra en que la luz se comportaba como una revelación de cada día, y el barco enorme se movía muy despacio, con resuellos de enfermo, por un estanque diáfano. La fortaleza tenebrosa de los duques de Anjou apenas si empezaba a vislumbrarse en el horizonte, pero los pasajeros asomados a la borda creían reconocer los sitios familiares, y los señalaban sin verlos a ciencia cierta, gritando de júbilo en dialectos meridionales. La señora Prudencia Linero, que había hecho tantos amigos viejos a bordo, que había cuidado niños mientras sus padres bailaban y hasta le había cosido un botón de la guerrera al primer oficial, los encontró de pronto ajenos distintos. El espíritu social y el calor humano que le permitieron sobrevivir a las primeras nostalgias en el sopor del trópico, habían desaparecido. Los amores eternos de altamar terminaban a la vista del puerto. La señora Prudencia Linero, que no conocía la naturaleza voluble de los italianos, pensó que el mal no estaba en el corazón de los otros sino en el suyo, por ser ella la única que iba entre la muchedumbre que regresaba. Así deben ser todos los viajes, pensó, padeciendo por primera vez en su vida la punzada de ser forastera, mientras contemplaba desde la borda los vestigios de tantos mundos extinguidos en el fondo del agua. De pronto, una muchacha muy bella que estaba a su lado la asustó con un grito de horror.
—Mamma mía —dijo, señalando el fondo—. Miren ahí.
Era un ahogado. La señora Prudencia Linero lo vio flotando bocarriba entre dos aguas, y era un hombre maduro y calvo con una rara prestancia natural, y sus ojos abiertos y alegres tenían el mismo color del cielo al amanecer. Llevaba un traje de etiqueta con chaleco de brocado, botines de charol y una gardenia viva en la solapa. En la mano derecha tenía un paquetito cúbico envuelto en papel de regalo, y los dedos de hierro lívido estaban agarrotados en la cinta del lazo, que era lo único que encontró para agarrarse en el instante de morir.
—Debió caerse de una boda —dijo un oficial del barco—. Sucede mucho en verano por estas aguas.
Fue una visión instantánea, porque entonces estaban entrando en la bahía y otros motivos menos lúgubres distrajeron la atención de los pasajeros.
Pero la señora Prudencia Linero siguió pensando en el ahogado, el pobrecito ahogado, cuya levita de faldones ondulaba en la estela del barco.
Tan pronto como entró en la bahía, un remolcador decrépito salió al encuentro del barco y se lo llevó de cabestro por entre los escombros de numerosas naves militares destruidas durante la guerra. El agua se iba convirtiendo en aceite a medida que el barco se abría paso entre los escombros oxidados, y el calor se hizo aun mas bravo que el de Riohacha a las dos de la tarde. Al otro lado del desfiladero, radiante en el sol de las once, apareció de pronto la ciudad completa de palacios quiméricos y viejas barracas de colores apelotonados en las colinas. Del fondo removido se levantó entonces una tufarada insoportable que la señora Prudencia Linares reconoció como el aliento de cangrejos podridos del patio de su casa.
Mientras duró la maniobra los pasajeros reconocían a sus parientes con aspavientos de gozo en el tumulto del mueble. La mayoría eran patronas otoñales de pechugas flamantes, sofocadas dentro de los trajes de luto, con los niños mas bellos y numerosos de la tierra, maridos pequeños y diligentes, del genero inmortal de los que leen el periódico después que sus esposas y se visten de escribanos estrictos a pesar del calor.
En medio de aquella algarabía de feria, un hombre muy viejo de aspecto inconsolable, sobretodo de mendigo, se sacaba a dos manos de los bolsillos puñados y puñados de pollitos tiernos. En un instante llenaron el muelle, piando enloquecidos por todas las partes, y solo por ser animales de magia había muchos que seguían corriendo vivos después de ser pisoteados por la muchedumbre ajena al prodigio. El mago había puesto su sombrero bocarriba en el piso, pero nadie le tiró desde la borda ni una moneda de calidad.
Fascinada por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado en su honor, pues sólo ella lo agradecía, la señora Prudencia Lineros no se dio cuenta de en que momento tendieron la pasarela, y una avalancha humana invadió el barco con los aullidos y el ímpetu de un abordaje de bucaneros. Aturdida por el jubilo del tufo de cebollas rancias de tantas familias en verano, vapuleada por las cuadrillas de cargadores que se disputaban a golpes los equipajes, se sintió amenazada por la misma muerte sin gloria de los políticos en el muelle. Entonces se sentó sobre su baúl de madera con esquinas de latón pintado, y permaneció impávida rezando en un circulo vicioso de oraciones contra las tentaciones y peligros en tierras de infieles. Allí la encontró el primer oficial cuando paso el cataclismo y no quedo nadie mas que ella en el salón desmantelado.
—Nadie debe estar aquí a esta hora —le dijo el oficial con cierta amabilidad—.
—¿ Puedo ayudarla en algo ?
—Tengo que esperar al cónsul —dijo ella.
Así era. Dos días antes de zarpar, su hijo mayor le había mandado un telegrama al cónsul en Nápoles, que era amigo suyo, para rogarle que la esperara en el puerto y la ayudara en los trámites para seguir a Roma. Le había mandado el nombre del barco y la hora de llegada, y le indicó además que podía reconocerla por el hábito de San Francisco que se pondría para desembarcar. Ella se mostró tan estricta en sus leyes, que el primer oficial le permitió esperar un rato más, a pesar de que iba a ser la hora en que almorzaba la tripulación y habían subido las sillas sobre las mesas y estaban lavando las cubiertas a baldazos. Varias veces tuvieron que mover el baúl para no mojarlo, pero ella cambiaba de lugar sin inmutarse, sin interrumpir las oraciones, hasta que la sacaron de las salas de recreo y terminó sentada a pleno sol entre los botes de salvamento. Allí volvió a encontrarla el primer oficial un poco antes de las dos de la tarde, ahogándose en sudor dentro de la escafandra de penitente, y rezando un rosario sin esperanzas, porque estaba aterrorizada y triste y soportaba a duras penas las ganas de llorar.
—Es inútil que siga rezando —dijo el oficial, sin la amabilidad de la primera vez—. Hasta Dios se va de vacaciones en agosto.
Le explicó que media Italia estaba en la playa por esa época, sobre todo los domingos. Era probable que el cónsul no estuviera de vacaciones, por la índole de su cargo, pero con seguridad no abriría la oficina hasta el lunes. Lo único razonable era ir a un hotel, descansar tranquila esa noche, y al día siguiente llamar por teléfono al consulado, cuyo numero estaba sin duda en el directorio. De modo que la señora Prudencia Linero tuvo que conformarse con ese criterio, y el oficial la ayudó en los trámites ¿e inmigración y aduana y del cambio de dinero, y la puso dentro de un taxi con la indicación azarosa je que la llevaran a un hotel decente.
El taxi decrépito con rezagos de carroza fúnebre avanzaba dando tumbos por las calles desiertas. La señora Prudencia Linero pensó por un instante que el conductor y ella eran los únicos seres vivos en una ciudad de fantasmas colgados en alambres en medio de la calle, pero también pensó que un hombre que hablaba tanto, y con tanta pasión, no podía tener tiempo para hacerle daño a una pobre mujer sola que había desafiado los riesgos del océano para ver al Papa.
Al final del laberinto de calles volvía a verse el mar. El taxi siguió dando tumbos a lo largo de una playa ardiente y solitaria donde había numerosos hoteles pequeños de colores intensos. Pero no se detuvo en ninguno de ellos sino que fue directo al menos vistoso, situado en un jardín público con grandes palmeras y bancos verdes. El chofer puso el baúl en la acera sombreada y, ante la incertidumbre de la señora Prudencia Linero, le aseguró que aquel era el hotel más decente de Nápoles.
Un maletero hermoso y amable se echó el baúl al hombro y se hizo cargo de ella. La condujo hasta el ascensor de redes metálicas improvisado en el hueco de la escalera, y empezó a cantar un aria de Puccini a plena voz y con una determinación alarmante. Era un vetusto edificio de nueve pisos restaurados, en cada uno de los cuales había un hotel diferente. La señora Prudencia Linero se sintió de pronto en un instante alucinado, metida en una jaula de gallinas que subía muy despacio por el centro de una escalera de mármoles estentóreos, y sorprendía a la gente dentro de las casas con sus dudas más íntimas, con sus calzoncil os rotos y sus eructos ácidos. En el tercer piso el ascensor se detuvo con un sobresalto, y entonces el maletero dejó de cantar abrió la puerta de rombos plegadizos y le indicó a la señora Prudencia Linero, con una reverencia galante, que estaba en su casa.
Ella vio un adolescente lánguido detrás de un mostrador de madera con incrustaciones de vidrios de colores en el vestíbulo y plantas de sombra en macetas de cobre. Le gustó de inmediato, porque tenía los mismos bucles de serafín de su nieto menor. Le gustó el nombre del hotel con las letras grabadas en una placa de bronce, le gustó el olor de ácido fénico, le gustaron los helechos colgados, el silencio, las lises de oro del papel de las paredes. Después dio un paso fuera del ascensor, y el corazón se le encogió. Un grupo de turistas ingleses de pantalones cortos y sandalias de playa dormitaban en una larga fila de poltronas de espera.
Eran diecisiete, y estaban sentados en un orden simétrico, como si fueran uno solo muchas veces repetido en una galería de espejos. La señora Prudencia Linero los vio sin distinguirlos, con un solo golpe de vista, y lo único que le impresionó fue la larga hilera de rodillas rosadas, que parecían presas de cerdo colgadas en los ganchos de una carnicería. No dio un paso más hacia el mostrador, sino que retrocedió sobrecogida y entró de nuevo en el ascensor.
—Vamos a otro piso —dijo.
—Este es el único que tiene comedor, signara—dijo el cargador.