Cuando Virué llegó a San Antonio recordó una de las máximas que le habían enseñado en la Universidad del Salvador: en casos de muerte lo primero es determinar si en el lugar se dejó dinero y encontrarlo antes que la policía. Entonces encaró a Leonardo Aristimuño, a quien todavía no conocía y le preguntó sin rodeos:
—¿Acá hay plata?
—¿Usted quién es? —le preguntó a su vez Leo, con mirada torva.
—El abogado de la familia Yabrán en Larroque.
—Ah, sí, hay plata, doctor.
—¿Sabés dónde está?
—Calculo que sí.
—Vamos a buscarla, para dársela a la jueza.
La doctora abrió la boca en una O de asombro cuando Virué le dijo que había otra carta de Yabrán que venía con un acompañamiento de cuarenta mil pesos, y dispuso que un oficial los acompañara hasta la vivienda de Aristimuño para buscarlo. Cuando llegaron, Leo sacó el sobre de papel manila del famoso
attaché
que mencionaba Yabrán y, cuidando que no lo oyera el policía, le dijo al abogado por lo bajo:
—Este era el portafolios de Don Alfredo. Acá está el sobre que tiene plata y también la agenda personal de él.
—La agenda guardala —murmuró el abogado, mirando de reojo al policía.
—Tendrán que pasar sobre mi cadáver para sacármela. Yo a ésta la guardo para dársela a doña Cristina.
Y escamoteó la agenda del muerto que era grande como una carpeta y tenía muchas hojas. Cuando regresaron a la casa principal con el sobre y lo entregaron, el fiscal Biré preguntó:
—¿Dónde estaba guardado este sobre?
El chico tuvo un momento de vacilación pero acabó por admitir que estaba dentro de un portafolios.
—Entonces hay que secuestrar el portafolios —dijo acertadamente el fiscal. Pero luego se dejó convencer por el abogado.
—Doctor, el portafolios es de Leo. Qué trascendencia puede tener...
Resultado: no fueron secuestrados ni el portafolios ni la agenda de Yabrán que Leo llevó a la Fortaleza de Martínez y entregó a la viuda, sintiéndose un mosquetero. Nunca se supo qué otros elementos valiosos podía haber en el maletín perdido de Alfredo Yabrán.
Pero éste no sería, ni de lejos, el principal escamoteo. Uno de los policías de Gualeguaychú se habría llevado como recuerdo otro directorio clave: la agenda electrónica del muerto.
Cuando estaban por retirar el cuerpo para la autopsia, llegó Argibay Molina. El abogado había visto unos cuantos fiambres en su vida, pero lo sacudió "esa máscara de goma inflada" que emergía del
jogging
azul. Luego alguien le explicaría la razón: los gases habían quedado encerrados, dilatando los tejidos, porque no había orificio de salida. La razón, muy sencilla, tiene que ver con las características del tiro de escopeta, que es devastador a pocos metros de distancia y pierde potencia enseguida, a diferencia de las armas de cañón estriado. Tampoco tiene suficiente fuerza si no alcanza un trayecto determinado. Es lo que había ocurrido en este caso: la distancia entre el caño y el paladar había sido tan corta que el haz de tiro no había logrado toda su potencia. Seguramente había destruido el interior del cráneo, pero no había alcanzado a volarlo o pulverizarlo, como hubiera ocurrido si el mismo disparo se hubiera hecho a dos o tres metros del objetivo. A eso había que sumar el edema generalizado.
Argibay salió del baño diciendo lo mismo que más tarde anunciaría a la prensa: "No hay dudas de que es Alfredo". Schiavoni se acercó a saludarlo y el famoso abogado le respondió con un cumplido: "Gracias, Ministro, gracias por la forma de proceder, por la pulcritud y el ámbito de reserva. En otro lugar esto sería un show. ¿Usted se preguntó qué estaría haciendo el periodismo de Buenos Aires si esto mismo hubiera ocurrido allá?". El Ministro agradeció y se excusó por tener que retirarse para cumplir una diligencia. Argibay le había metido una nueva preocupación. Salió hacia la galería, desesperado, buscando al jefe Errasti.
—Jefe, ¿quién tomó las fotos del cadáver? —le preguntó en cuanto lo vio en el jardín, charlando con otros policías.
—El fotógrafo de Criminalística.
—Tráigamelo urgente.
El fotógrafo llegó trotando, asustado. Schiavoni no hizo nada para tranquilizarlo.
—De acá hasta que usted termine de revelar y copiar las fotos, va a tener custodia permanente. Porque, ¿quién me asegura a mí que estas fotos no van a aparecer mañana en algún diario nacional?
—No se preocupe, Ministro —acotó el jefe de Criminalística, Rubén González—. Las fotos van a estar numeradas y selladas. Ya tuve varias llamadas pidiéndome material.
(Al día siguiente trascendería que un enviado del empresario Eduardo Eurnekian, dueño —entre otras cosas— de la multimedios América, había llegado con un cheque en blanco firmado por su patrón para comprar esas imágenes a cualquier precio.)
Clarín
había recurrido al propio gobernador Busti para conseguir la foto de Yabrán muerto. El mandatario, deseoso de quedar bien con el influyente matutino, había hecho una discreta gestión ante el doctor Ricardo Paiva, médico de parte de la familia Yabrán, para obtener una copia del video tomado durante la autopsia. Paiva, que había sido senador provincial del PJ, se la habría negado, provocando el enojo del "compañero" gobernador. Meses más tarde, el médico perdió su puesto como director del Hospital Centenario de Gualeguaychú, y nadie pudo quitarle de la cabeza que había caído en desgracia a causa del famoso video.
Argibay, mientras tanto, había comprobado algo que ya venía sospechando en el avión. La única persona vinculada al muerto que había venido desde Buenos Aires era él. No estaban la esposa, ni los hijos, ni Ledesma, ni el vocero Bunge, ni el pesado Mouriño, ni los abogados de la Central. Nadie. ¿Qué era? ¿Miedo? ¿O alguien tenía cuentas pendientes con el difunto? "Lo dejaron completamente solo", pensó, mientras salía al jardín. Todavía le quedaba una noche tétrica por delante. Debía asistir a la autopsia y enfrentarse a la jauría de movileros que había invadido la zona.
Una historia de sexo, locura y muerte
, canturrea para sus adentros el
Toli
Paiva. No parece el lugar más adecuado para ese canturreo absurdo. Aunque tal vez ése sea, precisamente, el lugar más adecuado. En todo caso, así le sale. Como le suele brotar, también, en espacios más propicios para canturrearlo o recitarlo en voz alta, como ese boliche de Gualeguaychú donde algunas noches se toma una cerveza y escucha a un porteño cuarentón que canta temas de Viglietti, Serrat y Violeta Parra. Sólo que ahora está en la morgue del cementerio de Gualeguaychú y el cadáver que acaban de poner sobre la mesada de mármol es el de Alfredo. El fotógrafo de la policía le saca fotos, todavía vestido con el
jogging
que se puso esa mañana. La luz del flash rebota sobre los azulejos blancos y los ataúdes negros apilados contra una pared. Un Alfredo mucho menos canoso baila con Cristina en la boda del
Toli,
allá por los ochenta. O come asado en lo de su hermano
Toto,
cuñado del
Toli.
A veces lo mira intrigado, preguntándose por qué ese muchacho, que es médico y senador provincial del peronismo, nunca se le ha arrimado. No hay morgue alegre, pero ésta les gana a todas: es un cuarto pelado de cinco por cinco, despojado, con una camilla de mármol como tabernáculo central y pedazos de cielo raso que amenazan desplomarse. Un recinto pesadillesco, cruza de matadero y enfermería de campaña, circundado de tumbas. Y tan despojado que la camilla de mármol no tiene balanza para pesar ese cuerpo voluminoso que empiezan a desnudar. Toman nota de las prendas que también habrá que investigar: un
jogging
azul con campera de igual tono, una camiseta con cinco botones superiores, calzoncillos, zapatillas Icarus sin medias. Ese cadáver ensangrentado es el de Alfredo, aunque cueste relacionarlo con el
Tío Rico
que alborotaba Larroque y Gualeguaychú cada vez que descendía a su territorio, precedido por una caravana de Mercedes y camionetas importadas.
"Pesaba unos cien kilos, aproximadamente", estima el otro yo del
Toli:
el doctor Ricardo Paiva, director del hospital de Gualeguaychú y médico de parte de la familia Yabrán en la autopsia. Uno de los forenses anota. Está también presente la defensora oficial Sandra Re. En un momento dado se asoma por la puerta metálica el abogado Argibay Molina, que no permanecerá mucho tiempo en ese cuarto que apesta a formol y donde unos frascos de aceitunas, sin aceitunas, esperan otros contenidos sobre una mesita metálica.
En la "obducción" participan tres profesionales de la región: el doctor Antonio Occhi, jefe de Zona Este del Departamento Médico Forense (que firmará el acta para Su Señoría); el decano de ese Departamento, Jorge Míguez Iñarra, y el médico forense de Gualeguaychú, Oscar Chiappetti. Como apoyo del equipo hay un bioquímico de la misma ciudad, dos fotógrafos traídos por los forenses y un par de sepultureros burlones que, sin embargo, no parecen haber leído
Hamlet.
Uno de ellos es tuerto y, cuando acarreaban el cadáver para entrarlo en la morgue, le preguntó al
Toli
Paiva: "¿Y, dotor, es Yabrán nomás?", mientras su compañero comentaba: "La pucha que era grandote". Afuera, muy cerca, alumbrados por un farol lívido, se alcanzan a ver los nichos y las tumbas del Cementerio Norte de Gualeguaychú. Junto a las puertas esperan los periodistas que esta vez fueron (parcialmente) burlados por la camioneta de Bomberos que trajo el cuerpo. Son las once de la noche. A esa hora el ministro Schiavoni se enfrenta finalmente con los periodistas y lee el comunicado. Cuando termina la lectura se acuerda y exclama: "¡Ah, y se encontraron dos cartas!". Al finalizar la jornada y meterse en su cama, lo asalta otro interrogante para el que no encontrará respuesta: ¿por qué el juez Macchi, que dio origen al allanamiento, no "se constituyó" en San Ignacio? Los cuatro forenses, por su parte, tienen cuestiones más perentorias por delante: ¿a qué hora se produjo el deceso; quién es el muerto y, sobre todo: se mató o lo mataron? Todo el país los mira. Pero alguien, ajeno al procedimiento, los observa a través de las ventanas rebatibles que han dejado abiertas. Es un fotógrafo de la revista
Gente,
que "pescó" el dato acerca del lugar donde se iba a realizar la autopsia y lleva horas de guardia en el techo de un edificio cercano. El fotógrafo prepara la cámara y dispara, ignorando que él también está siendo vigilado en las sombras.
Alrededor de los paredones blancos y descascarados del cementerio, en las calles de tierra arrasadas de melancolía, el pueblo de Gualeguaychú monta otra clase de guardia, que evoca viejas escenas en las plazas que rodean el cadalso. Medio centenar de autos viejos (Renault 12, Fiat 1500) con familias enteras, acampan tomando mate y esperan noticias sobre eso que están haciendo los doctores ahí adentro. Preguntándose como todos sus compatriotas si el finado que están abriendo los médicos es Yabrán y si es verdad que se ha suicidado. Días después irá creciendo, incontenible, una fantasía colectiva que descree de autopsias y peritajes: ha desaparecido de Gualeguaychú un vecino que era idéntico a Don Alfredo; fue a ese doble al que obligaron a pegarse el escopetazo. Una historia de sexo, locura y muerte, como diría el otro yo del doctor Ricardo Paiva, un correntino negro, peronista "de la vieja JP", fanático de Boca Juniors, de Serrat y de Violeta Parra. Un extravagante que ha pasado por el poder provincial, está ligado a la familia Yabrán y vive en la misma casa de siempre. Un gordito jodón pero pudoroso para las broncas, que no le perdonará al fantasma del viejo Nallib no haber asistido a la boda del
Toto
con una medio hermana suya, porque era correntina y no entrerriana.
La guardia popular seguirá hasta pasadas las dos de la madrugada, cuando los forenses terminen su faena. Los chicos del pueblo también han celebrado la inesperada romería. Cuando los bomberos bajaban en el cementerio el cuerpo de Yabrán, envuelto apenas con una sábana azul, dos pibes se colaron bajo la cadena de brazos de los policías para acercarse a la camilla y uno de ellos logró su objetivo: "¡Lo toqué, lo toqué!", gritaba triunfal como si el cadáver hubiera sido Maradona.
Imitando al Yabrán vivo, el Yabrán muerto también jugó a las escondidas con el periodismo. Lo sacaron de San Ignacio, envuelto en una funda plástica de color bermellón, dentro de una camioneta que logró alejarse del casco sin ser advertida por los muchachos de la prensa que aguardaban en la tranquera. Tal vez porque la camioneta salió sola, sin escolta, evitando así el movimiento de patrulleros que los hubiera alertado. Luego el juego fue ganando en sofisticación con los sucesivos traslados de esa noche, que no fueron pocos.
Antes de ser llevado a la morgue del cementerio, el cadáver fue conducido al sanatorio de la Cooperativa Médica de Trabajo (COMETRA) para que le realizaran una tomografía computada. Al meter el cuerpo en la clínica cometieron una torpeza macabra: chocaron la camilla contra un caño y cayó al suelo un gran coágulo de sangre, que hizo gritar de espanto a una curiosa.
La tomografía tenía dos objetivos principales. Uno era determinar cuántos y en qué parte de su anatomía tenía incrustados los proyectiles.
El segundo era aún más importante: establecer con precisión la trayectoria del orificio de entrada. Porque si es horizontal se trata de un homicidio. Y si es vertical, de un suicidio. "Nadie te mata desde abajo", diría más tarde el
Toli
Paiva. Según el doctor Antonio Gómez, uno de los especialistas que condujo el examen radiológico, "tenía alrededor de treinta perdigones en el cráneo y no se detectó orificio de salida". La medicina forense en la Argentina no es una ciencia exacta: al abrirle el cráneo contarían entre cuarenta y cincuenta y el número nunca quedó claro. Sí, aparentemente, se estableció que el disparo había sido vertical, de abajo hacia arriba. El doctor Paiva, que en gran medida condujo las operaciones de distracción y los traslados de esa noche, pasó por el COMETRA, pero no estuvo presente cuando se analizó la tomografía. Prefirió ir a la morgue del cementerio a controlar que todo estuviera listo para la autopsia.
El cuerpo está desnudo y lavado. Le han acomodado los ojos, que estaban prácticamente colgando. Lo fotografían desde todos los ángulos. No hay morbo ni impudicia, sólo esa indiferencia de los profesionales que acentúa la amarga ironía de la imagen. Uno de los médicos, con los quevedos a media nariz, lo toma de la pantorrilla y otro del brazo para darlo vuelta. Entonces la carne cerúlea queda de espaldas al fotógrafo, indefensa ante la lente forense que retrata sus pliegues más recónditos.
Toli
regresó a otros tiempos: vestía un saco negro, un pantalón claro y una camisa blanca, abierta en el cuello. El pelo lucía renegrido, sin una cana. Alfredo tendría unos treinta y dos años. En la Escuela Grande de Larroque se festejaban las bodas de plata de su promoción y el abanderado volvió a encontrarse con sus compañeros de la primaria. En el aula principal había un cartel que parecía hecho para Alfredo: "Los unos regresan con las alforjas llenas; los otros comienzan a transitar el camino de la esperanza". Era 1976. Alfredo acababa de comprarle a Amadeo Juncadella el 50 por ciento de OCASA. Comenzaba la dictadura militar y
Toli
sólo podía transitar el camino de la derrota. "Tanta guita para llegar a esto", le dice sin asomo de resentimiento el correntino. Tanto poder para ser el objeto de la lección de anatomía. Eras igual a todos, Alfredo. Con las mismas cloacas. ¿Qué pasó con las alforjas llenas? ¿Dónde quedó todo, Alfredo?