De todos modos, aunque la versión sobre Yabrán pudiera no tener fundamento (y, de hecho, los servicios norteamericanos negaron siempre que el empresario postal figurase en la lista oficial de sospechosos), el Gobernador recibió en esos días, en su despacho de La Plata, una visita muy significativa: la del encargado de negocios Manuel Rocha. El hombre hacía las veces de embajador norteamericano en la Argentina, hasta que llegara el reemplazante de James Cheek.
"Bad
boy",
dijo con tierna sonrisa el diplomático, cuando hablaron del suicida.
Pero en los momentos que siguieron al escopetazo, del que se enteró a través del ministro Arslanian, Duhalde tuvo otra preocupación principal. Llamó a su colega Busti, de Entre Ríos, y le advirtió:
—Jorge, bajo ningún concepto dejes que vayan a cremar el cuerpo.
Salía al cruce de una de las tantas versiones que circulaban en torno de un suicidio en el que nadie creía y que luego sería desmentida por la jueza de Gualeguaychú. La familia nunca había solicitado que el muerto de San Ignacio fuera incinerado.
En ese contexto de feroz lucha interna dentro del partido oficial, no es de extrañar que uno de los allegados a Yabrán, arriesgara en privado esta frase elocuente:
—A Alfredo lo mató el peronismo.
Los principales diarios del país fueron portavoces de la sospecha generalizada y titularon sin eufemismos. "Yabrán se suicidó y quedan demasiadas dudas y secretos", decía la primera plana de
Clarín
y no ahorraba interrogantes en la bajada: "¿Él era un jefe o un eslabón? ¿Por qué se derrumbó? Entre las conjeturas está la de un suicidio inducido". La tapa de
La Nación
apuntaba en el mismo sentido: "Apareció muerto Alfredo Yabrán; estupor e incredulidad generales".
Página
/12,
el diario que había sabido ganarse el odio personal de Carlos Menem, fue aún más lejos en su portada: "¿Se mató o lo mataron?".
Como era de esperar, algunos personajes del poder, como el senador Eduardo Menem, devolvieron la pelota. "Hubo una condena mediática y un acoso periodístico impresionante que llevó a la muerte a Yabrán. Lo querían preso y ahora lo tienen muerto", dijo el hermano del Presidente en una entrevista radial. Y agregó esta frase enigmática: "Decidió ejecutarse antes de que lo ejecutaran de afuera". Una definición bastante comprometida, para alguien que había tratado, varias veces, de no quedar pegado al
Cartero.
La afirmación no bastaría, sin embargo, para ganarle las simpatías de algunos hombres muy cercanos a Yabrán que, en privado, lo consideraban un traidor. Poco después, cuando la Casa Rosada abandonó su hermetismo inicial, Alberto Kohan, el secretario general de la Presidencia, también culparía a la prensa por el suicidio, sumándose a Wenceslao Bunge y otros amigos y empleados del difunto que se darían en esos días a la tarea de apretar periodistas, como Olga Wornat, a la que Bunge le dijo con furia: "Ustedes mataron a Alfredo". Luego le describió con detalles una reunión que la periodista había mantenido con el vocero de Duhalde, Carlos Ben, dándole a entender que la tenían bien vigilada y sospechaban que trabajaba para el Gobernador. Pero la guerra entre el gobierno y los medios iba mucho más allá de la coyuntura y venía desde las horas augurales del menemato. Alcanzó un momento álgido con el asesinato de José Luis Cabezas, que fue correctamente interpretado por el periodismo independiente como una tenebrosa advertencia. En un país donde el Congreso estaba dominado por una abrumadora mayoría oficialista y con una Justicia a la que solía caérsele la venda cada vez que la llamaban desde la Rosada, los medios constituían uno de los escasos instrumentos de la sociedad para controlar al poder y denunciar sus abusos y desviaciones.
Pero los medios no habían inventado la desconfianza: la sospecha estaba en la calle. Y enseguida lo corroboraron las encuestas, cuyos resultados no variaron significativamente en el curso de los días y las semanas. Una muestra de la empresa Sofres Ibope para
La Nación
reveló que cinco de cada diez argentinos no creían que el cadáver encontrado en San Ignacio fuera el de Yabrán o tenían dudas al respecto. Casi un 30 por ciento pensaba que era inocente en el caso Cabezas y se había eliminado porque no soportaba enfrentarse a la Justicia. Otro 29,5 por ciento suponía, por el contrario, que era culpable del asesinato del fotógrafo y no quería ir a la cárcel. El 23,6 afirmaba que se trataba de un suicidio inducido, porque Yabrán respetaba los códigos de la mafia. Una consulta de Navarro y Asociados, realizada tres horas después del anuncio de la muerte, aportaba otros matices de lo que estaba pasando en el imaginario popular: sólo el 31 por ciento de los encuestados admitía la versión oficial del suicidio; el 28 por ciento no sabía; el 22 creía que estaba vivo y un 19 sospechaba que lo habían asesinado. A la pregunta ¿quién cree que lo mató?, el 39 por ciento contestó que no sabía; el 18 por ciento dijo Menem; el 17 contestó que la orden había partido del "entorno del gobierno nacional"; un 8 se lo cargó a la Policía Bonaerense y otro 8 a Duhalde. El 10 por ciento restante se dividió entre varios hipotéticos autores intelectuales. Cinco días más tarde, una consulta realizada para
Perfil
por Catterberg y Asociados reveló que el 59 por ciento de los encuestados seguía sin creer que Yabrán se había suicidado. Cuando se les preguntó: "¿Por qué le parece a usted que mucha gente desconfía de que Yabrán se haya suicidado?", el 60 por ciento respondió: "porque la gente no confía en la palabra de las autoridades". El Presidente, que seguía echando carbón a la máquina de la reelección, no había interpretado estos mensajes.
La desconfianza de la gente en la versión oficial no era gratuita. La dictadura militar había hecho famosa en el mundo la figura del "desaparecido", como escamoteo total de las consecuencias de su accionar represivo y veinticuatro horas antes de rendirse a los británicos en las Malvinas sus portavoces en los medios habían asegurado "vamos ganando". Ya en la democracia recuperada, el presidente Raúl Alfonsín había convocado al pueblo para resistir el alzamiento de los militares "carapintadas" y había terminado negociando con los golpistas la concesión de la Ley de Obediencia Debida, que dejaría sin castigo a más de mil trescientos asesinos y torturadores. El propio Menem había ganado las elecciones de 1989 anunciando la Revolución Productiva y el país había alcanzado una desocupación de dos dígitos, sin precedentes en su historia contemporánea.
Pero, además, ¿cómo creer en la Justicia si la mayoría de los jueces federales enfrentaban la posibilidad del juicio político? ¿Cómo creer en las policías que asesinaban inocentes, fabricaban culpables y "dibujaban" sumarios? ¿Cómo confiar en el resultado de las autopsias si se había denunciado la existencia de otra mafia en la medicina forense? Una lista impresionante de muertes dudosas precedía a la de Yabrán y la mortalidad no cesaría en los meses siguientes. Había llevado años esclarecer el crimen de la joven María Soledad Morales en Catamarca, porque tanto el poder provincial como el nacional habían trabado el acceso a los verdaderos asesinos. En 1990, el brigadier Rodolfo Echegoyen, que había sido nombrado en la Aduana por influencia directa de Alfredo Yabrán y luego se había peleado con él, apareció muerto con un tiro en la boca. (La conocida simbología de la mafia para sugerir que conviene ser discreto.) Se encontró una carta del brigadier anunciando la decisión de quitarse la vida y el juez Roberto Marquevich dictó el sobreseimiento provisorio, señalando que había sido empujado al suicidio porque investigaba en ese momento el tráfico de droga. La familia sospechó que había sido asesinado y siete años más tarde logró que se reabriera la causa.
En 1991, una denuncia del juez español Baltasar Garzón hizo estallar el Yomagate, que involucró a la cuñada presidencial Amira Yoma; a su ex marido, el coronel de la Inteligencia siria Ibrahim Al Ibrahim, que no hablaba español pero había sido nombrado a cargo de la Aduana de Ezeiza, y a Mario Caserta, a la sazón, secretario de Recursos Hídricos y uno de los hombres oscuros que habían manejado las finanzas de la primera campaña presidencial de Carlos Menem. Amira fue absuelta por jueces obedientes, Ibrahim se fugó a Siria sin inconvenientes y Caserta se quedó solamente dos años en la cárcel, como chivo emisario.
En 1992, un atentado dinamitero destruyó la embajada de Israel, sin que nunca se descubriera a los culpables. En el '93 fue asesinado el comerciante libanés Miguel Aboud, que proveía motocicletas a Zulemita, la hija del Presidente. Al año siguiente otro balazo en la cabeza acabó con la vida de Poli Armentano, un empresario de la noche porteña que había sido amenazado de muerte por el hijo del Presidente, Carlos junior. Unas horas antes, Armentano había discutido en la parrilla Mirasoles, de Carlos Pellegrini y Posadas, con el secretario privado del Presidente, Ramón Hernández, y con Guillermo Armentano, el jefe de la custodia del Presidente que, pese al apellido, no era pariente de Poli. En 1994 se produjo el mayor atentado terrorista de la historia argentina: la voladura de la mutual judía AMIA que dejó decenas de muertos, centenares de heridos y la convicción, en los familiares de las víctimas, de que nunca se investigó en serio para encontrar a los culpables. En 1995, murió Carlos Menem (hijo) al caer a tierra el helicóptero que él mismo conducía. Su madre, Zulema, dijo desde el primer momento que era un atentado de "la mafia en el poder". El Presidente negó durante mucho tiempo la tesis del homicidio, pero en 1998 aceptó que la Justicia investigara esa posibilidad. En 1996, unos presuntos ladrones entraron a balazos en la casa de Eduardo Menem y mataron a uno de sus custodios. Y el 25 de enero de 1997 fue secuestrado y asesinado José Luis Cabezas. Todo esto sin contar a los testigos de varios de estos casos que sufrieron muertes extrañas y repentinas.
Otra fuente de desconfianza en la versión oficial del suicidio era la propia subcultura de la trampa que inficiona a buena parte de la sociedad argentina. La viveza criolla. El culto del piola que los embroma a todos. La transferencia al muerto de lo que ellos harían si estuvieran en su lugar. Y ese costado lo expresaban muy bien algunos porteños:
—¡Pero qué se va a matar el coso ese, diga, con la guita que tenía! Debe estar en las Bahamas, ¡tomando coco con pajita!
En la catarata de columnas dedicadas al episodio, dos observadores analizaron con agudeza el impacto menos evidente de la muerte de Yabrán sobre la sociedad. El jurista y escritor Rafael Bielsa exploró un matiz interesante: "La gente lo había condenado sin demostración de culpa, y lo sabe. Toda desmesura palidece ante una desmesura mayor. El acto del suicidio, como decía Kierkegaard, es una cobardía que requiere mucho coraje. Frente a la desmesura del suicidio, a la gente su condena se le vuelve en contra. En la moral media, que es una moral razonable, ahora piensan: ¿Habrá sido culpable?". El psicoanalista Juan Carlos Volnovich interpretó la fascinación macabra que producía el hecho en el marco de una cultura decadente, la menemista, que dejará su impronta en el país por muchos años, como la dejó el roquismo: "El menemismo ha tenido como característica la perversión, en cuanto a lo que hace a desviación de objetivos, entre lo público y lo privado. Se hizo público lo privado (intimidades, relaciones sexuales, mansiones) y se privatizó lo público: finanzas, negocios... Esto produce un intento de ver más allá, detrás de esa opacidad, para saber qué oculta, qué esconde eso que se ha casi clandestinizado: existe una especie de fascinación, como la de los chicos con la sexualidad, por saber qué hacen los grandes, los todopoderosos, cuando se juntan".
El día del suicidio, el Presidente habló diez veces por teléfono con Busti, para ir conociendo los detalles. Hizo las últimas llamadas desde la residencia de Olivos, donde se había reunido con el jefe de gabinete, Jorge Rodríguez; el ministro del Interior, Carlos Corach; el secretario general de la Presidencia, Alberto Kohan, y el jefe de la SIDE, Hugo Anzorreguy. A las siete y media de la tarde Kohan se levantó para ofrecer un
briefing
a la prensa y Menem le advirtió, preocupado:
—Tené cuidado, Alberto, cuando hables delante de los periodistas. Mira que todavía no se sabe si fue suicidio ni si se trata de Yabrán.
En la miniconferencia de prensa, Kohan, que no se llevaba bien con Anzorreguy, le hizo un pequeño favor cortesano al
Señor Cinco,
asegurando que la SIDE no había tenido nada que ver en la localización del presunto Yabrán en San Ignacio.
A las nueve de la noche, el Presidente recibió el último llamado de Busti.
—No hay dudas, Carlos, es Yabrán.
Menem colgó y dijo secamente, mirando a sus ministros:
—Confirmado.
Luego se levantó para ir a ver el partido que River Plate le ganó a Colón de Santa Fe por dos goles a uno.
—No me macanee, ¿en serio le gusta el cous cous?
—...
—Aquí lo hacen pasablemente bien y no es muy caro. No será como en Argel, claro. Pero ahora, con los fundamentalistas, no está como para ir a Argelia.
Garganta Uno mezcla el cordero bien sazonado con los granos blancos de cous cous y lo engulle con fruición, y ríe con unos dientes equinos, como los de Bunge.
—Los fundamentalistas... —repite, como pensando en voz alta—. ¿Se acuerda de lo que le dije acerca de Alfredo?
—Que era un fundamentalista del poder.
Garganta Uno asiente satisfecho, pasándose la servilleta por la boca y la barbilla como si fuera una toalla.
—Exacto. Sí, señor. Un fundamentalista del poder, al que no solamente lo mató la política, como dice
Wences,
sino el pensamiento de que ya podía manejarlo todo. Incluyendo a estos tipos, créame, que son más jodidos que él.
Parece que va a eructar pero se controla y llama al dueño para preguntarle si tiene pastelitos árabes de postre. Luego alza sus ojos negros, en una mirada de emboquillada, y susurra, desafiante:
—¿Le conté esa versión de que él habría hablado con Cristina antes de irse a San Ignacio y le habría preguntado si, llegado el caso, lo acompañarían a Siria?
—No, más bien usted trató de meterme la idea de que él había querido jugárselas solo, dejando la familia a un costado. Y eso me cierra más con lo que voy sabiendo de él.
—A mí no me consta. Me la contaron. Y se la paso al costo. Yo también, conociéndolo, creo que decidió meterse en Entre Ríos. Que tal vez evaluó la posibilidad de fugarse y pensó: está bien, yo puedo incluso cambiarme la identidad y la cara y rajar a Siria. Pero ¿qué hago con Cristina y los chicos? A ellos no puedo cambiarles la cara. A Interpol le bastará con seguirlos a ellos para saber dónde estoy. Además eso, efectivamente, estaba fuera de su tabla de valores. Para Alfredo el número uno en la vida era la empresa; el dos, la familia, y el tres, todas las otras cosas de este mundo. En Siria no iba a controlar la empresa; iba a ser un pobre boludo al que cualquier buche de los servicios, empezando por Ibrahim al Ibrahim, le hubiera podido dar órdenes. Pero tal vez tuvo un momento de duda, ¿no? Pudo haber tenido un instante de quiebre y haberlo planteado, simplemente para ver qué le decía su mujer. Casi como una prueba de que ella le perdonaba todo.