Francisco
Paco
Gazquez Molina.
La cara alargada, romboidal, de Garganta Dos es también una orquídea poblada de enigmas en la luz acuosa del invernadero. Recorre los pasillos acristalados con un gesto cansino de deleite. Muestra sus efímeras criaturas sin ocultar su orgullo melancólico. Está convencido, como fabricante de flores y filósofo suburbano, de que "todo verdor perecerá". Define con paciencia y erudición tipos y subtipos. Luego su voz serena, que parece resonar como en una cueva, retoma con lentitud y cautela historias y reflexiones sobre el Hombre Invisible, al que imagina con otro rostro en un blanco palacio escondido en el Valle de Bekaa y custodiado por las Tropas Especiales del presidente El Assad. No muy lejos de esas vastas plantaciones de amapolas que producen la mejor heroína de la Tierra.
—Alfredo Yabrán no tenía cualidades morales para suicidarse. Le importaba muy poco su familia, a pesar de que muchos digan que era un "familiero". Fue un déspota, con la mujer y con los hijos. Y si hubiera tenido que elegir entre ver a la madre en su lecho de muerte o cerrar un buen negocio, no lo hubiera pensado dos veces.
Sonríe, tratando de atenuar el rastro del odio que ha dejado escapar. De regreso en la sala de la chimenea, informa como si preguntara.
—¿Usted sabía que los servicios ya lo investigaban durante el gobierno de Isabel, en la época en la que dio el gran salto?
—No.
—Sí, ya lo investigaban en esa época. Querían saber quién estaba detrás de él. Alguien le blanqueó el expediente, y tuvo que llegar a un compromiso. ¿Quiere más té?
—No, gracias. ¿Cómo fue ese compromiso?
Garganta Dos revuelve su té pacientemente, como buscando en los remolinos oscuros la respuesta previsible, que acaso conoce de manera personal y directa:
—Lo de siempre con esa gente: el cambio de figuritas. El imprescindible intercambio de información. Y lo más gracioso... —Garganta Dos deja la palabra gracioso en el aire, mientras toma su té, bien caliente, a sorbitos cortos— es que él ya estaba conectado con otro servicio.
Como si cambiara repentinamente de tema, se levanta del sofá, camina hacia la chimenea y recoge dos papeles de la repisa. Son avisos de diario, prolijamente doblados, que coloca suavemente en la mesa ratona, al lado de las tazas.
—¿Usted no lee los avisos fúnebres?
—No tengo el vicio.
—Perdone el atrevimiento, pero en su caso no sería vicio sino un artículo de primera necesidad. Suelen ser una fuente muy ilustrativa para los investigadores.
Con dedos largos, ligeramente temblorosos, toma uno de los recortes y lee, con una pizca de ironía:
—"A mi ángel de la guarda, gracias por todas tus enseñanzas", firma Jacqueline Antoine Bustamante. Vinculada a la compañía Riverside Venture Corporation. A cuyo nombre estaba la mansión de las fiestas. La del cumpleaños de Melina, ¿se acuerda? Es simpático, por lo del ángel, pero no es, ni de lejos, tan interesante como lo que sigue...
Deja un recorte y agarra otro.
—Aquí ya vamos entrando en materia. Raquel E. G. de Balbín y sus hijos Juan Andrés y María Cecilia "participan con pesar de su fallecimiento". Hay más Balbines: Jorge, que se suma en este segundo aviso a Juan Andrés y María Cecilia. Rodolfo Balbín, usted sabe, fue uno de los hombres clave de OCASA. Era hijo de Armando, el hermano del
Chino
Ricardo Balbín. El viejo Armando estuvo vinculado a Don Amadeo Juncadella. Todo se liga, ¿no? Hombre clave Rodolfo Balbín. Que vino a matarse así, con la moto... Muerte rara, ¿no? Y mire acá: Leticia y Andrés de Cabo "ruegan una oración en memoria de su querido amigo". Segundo pilar de la primera Organización: De Cabo. El hombre de Miami. ¿Y qué me dice de éste, que firma el comodoro Miguel Guerrero? ¿Se acuerda de Guerrero, verdad? Fue el cerebro del misil Cóndor. Pero éste es, en realidad, el que le quería mostrar: "Alejandro O. Barassi y familia participan su tristeza por el fallecimiento de su entrañable amigo". Este es uno de los primeros apóstoles: viene desde Bourroughs, como Alberto Isaac Chinkies, el único judío que Alfredo permitió en una Organización en la que no entraban ni judíos ni negros. ¿Y sabe por qué? Porque su pragmatismo superaba sus prejuicios. No hay que olvidar que Chinkies estuvo en la instalación del computador que le vendieron a la Fuerza Aérea, y fue uno de los que introdujo a Alfredo en la Fuerza. Pero Barassi es clave porque puso la cabeza en la guillotina en lugar de Alfredo, para que los americanos de Bourroughs no se la cortaran por las trapisondas de su empresa paralela. Alfredo no se olvidó y con el tiempo lo hizo vicepresidente y hasta, creo, presidente de OCASA, en esos cambios de directorio que dibujaba él. Ahora está en San Martín de los Andes, manejando a su nombre propiedades de Alfredo, como el chalet alpino El viejo botín... (lindo nombre, por cierto, ¿no?), un terreno al lado del Hotel Patagonia Plaza (dicen que el propio hotel) y alguna que otra inversión. También se rumorea que tiene buenas conexiones con el comisario Juan José Ribelli, procesado por el atentado de la AMIA y con el antiguo jefe de la Bonaerense, Pedro Klodczyck. El de "la mejor policía del mundo" —hace una pausa, disfruta de la tensión que crean sus palabras—. Barassi... Barassi es muy interesante, porque demuestra que Alfredo premiaba a los leales... —sonríe delicadamente— cuando le resultaban útiles.
Mister Alfred Lloyd Wise desconfiaba del vendedor más brillante que tenía la compañía. Tan brillante que sus comisiones superaban el sueldo de muchos gerentes y, en algún momento, los propios ingresos de mister Wise. Y decidió investigarlo. Pero
Quico,
el turquito ambicioso de Larroque, que ya contenía en su estadio de crisálida al futuro Don Alfredo, le ganó la batalla más importante: la lealtad de ciertos hombres estratégicos dentro de la compañía. No sólo de los que potencialmente podían ser deshonestos o cómplices sino también de algunos ejecutivos serios y respetados que fueron ganados por la indudable calidez que Yabrán conservaría toda su vida, como ese dios bifronte que adoraba Leonardo Aristimuño, dado a repartir tanto sonrisas y zanahorias como insultos y palos, según como viniera la baraja. Wise no tomaba mate con la gente (y probablemente tampoco a solas), no conocía los códigos latinos del amiguismo y la tendencia nacional a perdonar a los pícaros con una sonrisa comprensiva. Ciertas quejas de los clientes, ciertos papeles que podrían haber convertido sus sospechas en certezas que probaran que el empleado era desleal y que incluso podía estar incurriendo en prácticas colindantes con la estafa, no llegaron a sus manos. Algunos protectores las frenaban dentro de la propia compañía. Y el enemigo de mister Wise siguió creciendo. Hasta se rumoreó que desde los Estados Unidos querían hacerlo gerente general, en contra de su propio hombre en Buenos Aires. Más tarde, cuando llegó a descubrirse uno de aquellos fraudes y el conflicto se tornó insostenible para el vendedor estrella de la compañía, éste inició lo que después sería una de sus jugadas habituales y salió de la línea de exposición dejando en su lugar a uno de sus leales testaferros. Alejandro Barassi pagó los platos rotos en Bourroughs, pero se ganó el cielo que Alfredo le tenía prometido.
De todos modos, "el turquito ambicioso" ya no tenía más espacio dentro de la compañía. Resolvió irse, como solían hacer muchos vendedores, con un juicio que ganó y le reportó unos cincuenta mil dólares. Mucho dinero para aquella época y para los parámetros pequeño burgueses de sus compañeros de Ventas. Parte de ese capital debió servirle, probablemente, en su debut como pequeño empresario. Así fue como amplió y oficializó su tallercito semiclandestino, que pasó a llamarse SAMSE (Servicios Administrativos Mecanizados y Services) y comenzó a traer de los Estados Unidos (o de ese paraíso del contrabando que es Paraguay) computadoras Bourroughs usadas y a dar mantenimiento. "Éramos cuatro socios, muy jóvenes —recordaría Don Alfredo casi tres décadas más tarde en el programa de Mariano Grondona— y todo anduvo bien mientras hubo que poner mucho esfuerzo, el problema fue cuando empezaron a distribuirse las cosas. Ahí empezamos con las discusiones clásicas."
Ya se sabe quién ganó.
Mientras tanto su progreso se iba midiendo en términos inmobiliarios y automovilísticos. La etapa de los jóvenes esposos que vivían en casa de los suegros duró poco. Pronto pasaron a una casita en la calle Libertad, a dos cuadras de la avenida Maipú, que apenas tenía un dormitorio, comedor, baño y un pequeño patio. Esa casa fue reemplazada por chalets más holgados, siempre en la zona norte del Gran Buenos Aires, hasta llegar a comprar la primera casa importante en la calle Villate, la misma de la Quinta Presidencial de Olivos. Para entonces el viejo Peugeot 404 era un recuerdo y Alfredo había logrado acceder a un Ford Taunus más acorde con su nuevo
status.
Cualquier espíritu más conformista hubiera podido decir que el periplo iniciado por "el turquito ambicioso", que apenas una década antes había recalado en la panadería de su cuñado, estaba cumplido. Pero
Quico
recién empezaba la vertiginosa parábola que lo llevaría a la fortuna de las mil y una noches y a la tragedia. Su vida personal, que después estaría poblada por episodios novelescos, transitaba todavía por una plácida rutina familiar que gobernaba —siempre en un discreto segundo plano— su esposa Cristina. Los asados y las empanadas de los fines de semana continuaban y los amigos que los visitaban encontraban el rigor y el orden que tanto complacían al jefe de la casa: los chicos, bañados y cenados, dormían profundamente entre jirafas y móviles de colores cuando llegaban "los grandes". En los veranos alquilaban una quinta o se iban a Mar del Plata.
Puertas afuera del hogar de los Yabrán, el país padecía su penúltima dictadura y un sector de la juventud, con parámetros opuestos a los de
Quico,
se movilizaba o empuñaba las armas para sacarse de encima a los militares y construir una sociedad más fraterna y solidaria. Pronto vendrían la gran esperanza frustrada del Perón terminal y la herencia catastrófica de su viuda Isabel Martínez; los asesinatos de la Triple A, creada por
el Brujo
José López Rega; la primera hiperinflación de la historia argentina contemporánea y un proceso de disolución política que conduciría a una nueva y mucho más terrible dictadura militar. Ese sería precisamente el trampolín que le permitiría a Yabrán dar el gran salto.
De Bourroughs,
Quico
se llevó algo mucho más valioso que la indemnización: una cartera de contactos personales que conjugaría para construir su imperio. Muchos fueron excelentes, pero hubo cuatro que le resultarían estratégicos: los brigadieres de la Fuerza Aérea; la línea gerencial del Banco de la Ciudad; la conducción política y sindical de la petrolera estatal YPF, y los hermanos Amadeo y Enrique Juncadella, dueños de la mayor transportadora de caudales del país.
La venta de un computador para la Aeronáutica, realizada inicial-mente por Chinkies, le sirvió a
Quico
para establecer una relación privilegiada con los aviadores que eran una de las tres patas del "poder detrás del trono", que estaba por regresar al trono. Uno de ellos, al que
Toto
llamaría muchos años después "el brigadier Martínez" (para ocultar probablemente su verdadero nombre), le resultaría clave en los sucesivos saltos de fortuna. Este brigadier lo vincularía con la conducción política del arma, pero sobre todo con el costado oscuro de la Fuerza: la estructura de inteligencia. En los años de plomo que se avecinaban, esa estructura sería el núcleo más duro y agresivo de todas y cada una de las fuerzas armadas y de seguridad.
En el Banco de la Ciudad, el joven vendedor llegó a cooptar a los elementos clave de "la línea" que diseñaban las licitaciones. Allí conquistó el favor y la amistad del hombre oscuro y afligido que iría a despedirlo al cementerio de Pilar: el abogado Francisco Gazquez Molina,
Paco.
Uno de los directores del viejo banco municipal, remozado en tiempos de la penúltima dictadura por el contador Saturnino Montero Ruiz.
Otra venta afortunada fue la del computador que necesitaba YPF, con cuyos directivos de la época el joven de Larroque también hizo buenas migas. Con los años, Yabrán entablaría otra fuerte amistad con Diego Ibáñez, líder del SUPE (Sindicato Único de Petroleros Estatales), uno de los gremialistas más poderosos del país y palanca decisiva para cualquier negocio que quisiera concretarse con la que era, todavía, la empresa más poderosa del Estado.
A mediados de la década del setenta,
Quico
tenía en sus manos varias llaves de aquel Estado, todavía fuerte y decididamente prebendario. Y conocía los métodos para aceitar las cerraduras. Pero le hacía falta la empresa en serio que le permitiera aprovechar esas potencialidades. La oportunidad se la brindaría un hombre de perfil bajo, también ambivalente y enigmático. Otro vendedor, como él, que había sabido conducir la empresa familiar hasta convertirla en una potencia, primero nacional y luego internacional. Era un hombre que aprendió a ganar su dinero transportando el dinero de los otros: Amadeo Francisco Juncadella.
Amadeo era el hijo más listo del catalán Francesc Juncadella, que había fundado la compañía en 1932, a partir de un solitario Chevrolet blindado. Despierto y hábil, supo convertir en práctica de vida la máxima de Winston Churchill: todo aquel que a los veinte años no es un idealista, es un canalla y todo aquel que sigue siendo idealista después de los cuarenta, es un imbécil.
Durante el primer peronismo, en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, Amadeo simpatizaba con el Partido Comunista, que entonces estaba asociado con el radicalismo, el socialismo y los conservadores, en la oposición a Juan Perón. En las postrimerías de aquel primer peronismo (1954), ya había dejado en el desván de las nostalgias
Das Kapital,
para acrecentar el capital familiar volcado ahora en la nueva firma creada por su padre: la Sociedad Colectiva Francisco Juncadella e Hijos, de la que se retiraría en 1958 para regresar tres años más tarde. Era un joven culto, simpático, que no renegaba de los remotos orígenes judíos de su apellido catalán. Orígenes que su hermano Enrique Juan debió ocultar, en cambio, cuando se incorporó como cadete a un Ejército demasiado formado en las pautas prusianas como para darle cabida a
los moishes.
Allí, en la vieja aviación militar, que todavía Perón no había independizado como Fuerza Aérea, conoció a un cadete con vocación de paracaidista, que con los años llegaría a convertirse en otra de las llaves del Imperio Yabrán, después de ser uno de los principales represores de la dictadura militar en la provincia de Córdoba: el general Antonio Vaquero. El general y el comodoro retirado Enrique Juncadella seguían siendo buenos amigos a mediados de los setenta, cuando "el turquito ambicioso" llamó a la puerta de la transportadora de caudales ofreciendo la computadora más flamante de Bourroughs, que nunca nadie, ni siquiera Yabrán conseguiría echar a andar.