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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

Donde los árboles cantan (12 page)

BOOK: Donde los árboles cantan
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A la mañana siguiente, se levantó muy emocionada. Apenas había podido dormir pensando en las posibilidades que le ofrecía Lobo. ¿Aprendería a cazar como un montero? ¿A luchar como un guerrero? ¿A cabalgar a horcajadas, como lo hacían los hombres? ¿Sería capaz de manejar una espada? ¿De enfrentarse a los bárbaros?

De repente, y en muy pocos días, sus deseos habían cambiado completamente. Ya no se imaginaba como una pobre damisela en apuros. Ya no soñaba con una boda de cuento (de hecho, el recuerdo de Robian le causaba más ira que dolor). Ahora se veía a sí misma como la heroína que desafiaría a Harak y vengaría a su padre.

Sin embargo, Lobo echó por tierra todas sus expectativas cuando le arrojó a la cara un montón de prendas viejas.

—¿Qué es esto? —casi chilló Viana.

—Ropa de hombre —replicó él—. ¿O es que pensabas andar por el bosque con ese vestido?

—Con este precisamente, no —dijo ella ofendida; llevaba todavía la misma ropa con la que había huido de Torrespino, y había estado suspirando por cambiarse desde entonces—. Pero cuando me dijiste que me traerías una muda, pensaba que te referías a otra cosa.

Lobo le respondió con una carcajada seca. Viana se tragó su indignación, porque comprendía que él estaba en lo cierto: si quería hacer cosas de hombres, tendría que vestir como uno de ellos.

Volvió a entrar en la cabaña para cambiarse. Le costó más de lo que había imaginado, y cuando finalmente salió al exterior estaba muerta de vergüenza porque las calzas que llevaba le hacían sentir que iba enseñando las piernas a todo el mundo.

—No me mires tanto —gruñó, tratando de taparse con las manos ante la mirada inquisitiva de Lobo.

—Llevas mal puesta la camisa —dijo él, y se acercó a Viana para ajustársela.

—¡Es que es demasiado corta! —se quejó ella.

—Es una camisa de hombre, Viana. ¿Y dónde está tu jubón? Ella enrojeció.

—No me quedaba bien —se defendió; pero lo cierto era que no había sabido ponérselo.

Lobo sacudió la cabeza.

—No me lo puedo creer —masculló—. Vamos, deja de protestar; aquí no va a verte nadie.

—¡Me estás viendo tú!

Lobo puso los ojos en blanco y suspiró.

—¿Quieres que sea tu maestro, sí o no?

Viana dudó un poco, pero finalmente asintió.

—Bien —respondió Lobo con brusquedad—. Entonces sígueme.

Dio media vuelta y se alejó de ella con paso rápido. La joven se esforzó por mantener su ritmo; se sentía muy extraña llevando aquellas ropas, casi como si fuera medio desnuda. Pero pronto fue abandonando aquella sensación, porque había muchas otras cosas de las que ocuparse.

En primer lugar, descubrió que era mucho más fácil moverse sin las pesadas faldas que estaba acostumbrada a llevar. Maravillada, no tardó en olvidarse del decoro, o de la falta de él, y se centró en mantener el paso de Lobo a través de la espesura. Le resultó más difícil de lo que había imaginado: pese a su recién adquirida ligereza, tropezaba con todas las raíces y el pelo se el enredaba en todas las ramas; además, los arbustos arañaban su delicada piel. Sin embargo, no se quejó en ningún momento.

Se daba cuenta que había discutido cada una de las decisiones de Lobo, a pesar de que en el fondo le parecían razonables. Y aunque los hábitos que le habían enseñado desde niña eran muy difíciles de olvidar, estaba dispuesta a dejarse adiestrar por él. Por eso, se tragó su orgullo y las lágrimas que amenazaban con asomar a sus ojos, y luchó por demostrar que estaba a la altura.

De pronto, Lobo se detuvo y alzó la cabeza para escuchar con atención. Viana tardó un poco en alcanzarlo.

—Silencio —dijo él, pero la muchacha no podía dejar de jadear de puro cansancio. Lobo le dirigió una mirada irritada y, lentamente, armó su arco con una flecha. Después rápido como el pensamiento, se dio media vuelta y disparó.

Se oyó un chillido en la espesura y Viana alcanzó a ver una mancha gris que se alejaba corriendo. Lobo lanzó una maldición.

—Lo has espantado, pedazo de torpe —la riñó—. Haces tanto ruido, en realidad, que me sorprende que hayamos podido llegar tan cerca. Qué pena; era una buena pieza.

—Lo siento —murmuró ella, no tenía ni idea cuál era el animal que Lobo había pretendido cazar, pero ni siquiera se atrevió a preguntarlo.

Entonces él se quedó mirándola y pareció ablandarse un poco.

—No te preocupes —la consoló—. Para ser el primer día, lo has hecho bastante bien.

—¿Tú crees? —Viana lo miró con desconfianza, convencida de que se estaba burlando de ella, porque no tenía la sensación de estar haciendo un buen trabajo. Sin embargo, Lobo parecía sincero.

—Me has seguido hasta aquí —hizo notar—. Y he dejado atrás gente más experimentada que tú. Pero resulta que eres muy obstinada. Por suerte para ambos.

Viana no sabía si debía sentirse o no alagada, pero optó por no replicar, entre otras cosas porque estaba tan cansada que agradecería que se hubiesen detenido aunque fuera solo un momento. Mientras Lobo se inclinaba para examinar un rastro que a ella le resultaba completamente invisible, la muchacha aprovechó para tratar de desenredarse el pelo y quitarse los rastrojos que habían quedado enganchados en él. Cuando alzó la mirada vio que Lobo la observaba fijamente. Y supo lo que estaba pensando.

—Oh, no —protestó—. Ni hablar.

Él sonrió.

—Me temo que sí, mi estimada damisela.

• • •

Al día siguiente, Viana salió de la cabaña con paso lento, como si acudiera a su propia ejecución. Se había puesto su ropa de hombre sin quejarse, aunque con gran esfuerzo, porque le dolía todo el cuerpo debido a la excursión del día anterior.

Fuera la esperaba Lobo, afilando su navaja. Viana tragó saliva.

—Me encanta hacer esto antes de desayunar —comento él con fruición. Viana suspiró y se sentó en un tocón, de espaldas a él. Sintió las manos de Lobo recogiendo su largo cabello color miel. Cerró los ojos, pero él se detuvo.

—¿Estás segura?

Viana abrió los ojos de nuevo. Pensó en Harak y en sus aires de superioridad. En Holdar y sus modales groseros. Y también pensó en Robian y en cómo se había desentendido de ella cuando más le necesitaba. Entornó los ojos y apretó los dientes.

—Sí —dijo con rotundidad—. Adelante.

—Muy bien —asintió Lobo—. Ahora no te muevas. ¿Sabes cómo perdí una oreja? Fue por culpa de un barbero al que le temblaba demasiado el pulso.

Ese día aprendí dos cosas: que nunca se debe esgrimir algo afilado después de haber bebido y que uno no debe fiarse de los barberos.

Viana reprimió una sonrisa, pero no respondió. En silencio, observó cómo los mechones de su cabello caían al suelo uno tras de otro. Cada uno de ellos se llevaba con él un retazo de su vida anterior. Una vida, asumió por fin, que había dejado atrás para siempre.

Cuando Lobo terminó, Viana agitó la cabeza y la sintió sorprendentemente fresca y ligera. De nuevo, y al igual que cuando había vestido ropa de hombre por primera vez, experimentó una desconcertante sensación de desnudez.

Se volvió hacia Lobo.

—¿Cómo estoy? —le preguntó.

Su maestro pareció un poco confundido por la pregunta. Se rascó la cabeza un momento antes de responder:

—No sé… Distinta.

—Distinta —repitió Viana, casi paladeando la palabra—. Distinta —volvió a decir.

Movió la cabeza de nuevo, sintiendo que los mechones que quedaban de su melena golpeaban su rostro, libres y salvajes.

Sí, probablemente se veía distinta. Y se dio cuenta en aquel momento que también se sentía diferente. Una parte de ella se resistía a abandonar a la remilgada damisela que había sido. Pero otra Viana, más fuerte y valiente pugnaba por abrirse paso entre los jirones de aquel pasado que no iba a volver. La nueva Viana había nacido y crecido a la sombra de la invasión bárbara y de todo lo que había surgido de ella. La nueva Viana, comprendió de pronto, estaba preparada para luchar.

Se levantó de un salto. Reprimió una mueca de dolor y miró a Lobo con expresión resuelta.

—Bien, estoy lista —anuncio—. Espero hacerlo mejor que ayer.

Lobo le dedicó una media sonrisa.

—No me cabe la menor duda —le aseguró. Viana también sonrió.

Capítulo V

De la Fiesta del Florecimiento que se celebró en Campoespino y de lo que aconteció cuando Viana trató de salvar el reino por su cuenta y riesgo.

Viana se deslizó en silencio por la espesura y aguzó el oído. No había nada, salvo el susurro de las hojas de los árboles.

Olisqueó el aire; la brisa le traía un aroma familiar. Cerró los ojos y volvió a escuchar. Sí, ahí estaba. Era casi imperceptible: el sonido de unas pequeñas pezuñas rascando contra el suelo. «Te pillé, amiguito», pensó. Abrió los ojos y tensó la cuerda de su arco, apuntando la flecha en una dirección muy concreta. No necesitaba ver a su presa para saber que estaba ahí, pese a que el levísimo movimiento del follaje que había detectado podía deberse al viento. Pero ella ya sabía leer las señales ocultas que el bosque revelaba solo a los observadores más avisados.

Aguardó, inmóvil como una estatua y sin hacer ruido. Entonces, cuando el matorral se onduló de nuevo, soltó la cuerda.

La saeta voló impecablemente hasta su objetivo y encontró un blanco. Viana oyó el chillido del jabalí y se apresuró a cargar el arco de nuevo. Lo vio salir embalado de entre los arbustos y arremeter contra ella, furioso y loco de dolor. No era un ejemplar muy grande, apenas un jabato, como había deducido Viana tras seguir su rastro hasta allí. La flecha se había clavado en uno de sus cuartos traseros y no había bastado para matarlo, pero la joven no se amilanó. Disparó una segunda flecha que le acertó en un punto vital. El jabalí aún dio un par de pasos más antes de desplomarse en el suelo, muerto.

Viana silbó para su coleto. No solían tener jabalí para cenar; Lobo estaría contento.

Procedió a pasar una cuerda por las patas traseras del animal para cargárselo a la espalda. Apenas exhaló un poco más de aire cuando lo alzó en volandas, y sonrió al pensar que unos meses antes habría sido incapaz de levantar aquella presa ella sola, y mucho menos de cobrársela con apenas dos flechazos.

Pero había cambiado mucho en todo aquel tiempo. Se había vuelto fuerte y musculosa, y su fina y blanca piel parecía ahora la de un muchacho, curtida por la vida al aire libre. En muchas ocasiones había echado de menos su pasado en Rocagrís, porque su entrenamiento con Lobo había sido duro y difícil, y el invierno había resultado especialmente frío. Pero ahora llegaba de nuevo la primavera y el Gran Bosque reventaba de vida. Era mucho más sencillo encontrar presas para llevar al puchero, y Viana disfrutaba con la caza y las excursiones por la floresta.

A pesar de todo, el jabalí seguía resultando una carga pesada, de modo que la muchacha se detuvo junto al arroyo para descansar. Allí se lavó la cara y contempló su reflejo en el agua.

Seguía llevando el pelo corto como un hombre, y se encontraba tan cómoda con ropas masculinas que le resultaba extraña la idea de haber llevado alguna vez aquellos embarazosos vestidos de doncella. Frunció el ceño al ver las pecas que salpicaban sus mejillas. Sí; desde luego, parecía un muchacho.

Pero eso no era ninguna novedad.

Una mañana, cuando el invierno ya estaba tocando a su fin, Viana se había atrevido a acercarse a Campoespino, la población más cercana. Se había cubierto la cabeza con una capucha; como aquel día una fina lluvia caía sobre la comarca, no había resultado nada extraño que se envolviera también con una capa de fieltro cálida y resistente.

Se había aproximado con timidez a la plaza del pueblo. Era día de mercado, pero no había mucha gente porque el tiempo no acompañaba. Ella traía consigo un par de liebres para intercambiar, y estuvo merodeando por entre los puestos, pero todo el mundo la había confundido con un chico y nadie la había relacionado con la joven dama que había escapado del castillo de Torrespino una noche de tormenta, varios meses atrás. Ni siquiera los dos bárbaros que regateaban a voz en grito con el herrero le habían dedicado algo más que una mirada indiferente.

Sin embargo, Lobo la había regañado por su osadía.

—¡Alguien podría haberte reconocido! —ladró—. ¿En qué estabas pensando?

Pero Viana no le hizo caso, porque por dentro se sentía exultante de alegría. Le gustaba vivir en el bosque; había aprendido a moverse por allí como cualquiera de los animales que lo habitaban. Pero a menudo echaba de menos la compañía de otros seres humanos. No era que no se sintiera a gusto con Lobo; este había pasado a ser un gran referente en su vida y, aunque no sustituiría al padre que había perdido, sí era lo más parecido a él que podía haber conseguido, dadas las circunstancias. Se había acostumbrado a sus riñas y a sus modales bruscos, y había llegado a sentir por él un auténtico afecto.

Pero necesitaba algo más.

Y ahora que sabía que podía vagar por el pueblo sin peligro, incluso charlar con los lugareños si disfrazaba convenientemente la voz, no pensaba renunciar a eso, por mucho que Lobo se enfadase.

No obstante, en el fondo sus consejos calaban en ella, porque no había vuelto a acercarse a la aldea más que un par de veces desde entonces. Quizá, al fin y al cabo, su lugar estuviese en el bosque.

Se quedó contemplando el arroyo, pensativa. Al otro lado, la floresta se volvía más oscura. Era el límite que había marcado Lobo a su territorio, y que ni siquiera él se atrevía a cruzar. Más allá, el bosque era espero e impredecible, y se decía que sucedían cosas muy extrañas. Más allá, la gente se perdía y no regresaba jamás.

En cierta ocasión, Viana había expresado sus dudas acerca de aquellas historias. Le había dicho a Lobo que seguramente alguien lo bastante preparado, como él, por ejemplo, podría ir y volver al corazón del Gran Bosque sin problemas. O incluso atravesarlo de parte a parte para descubrir hasta dónde se extendía.

Lobo se había enfurecido tanto como la vez que ella se había acercado al pueblo por su cuenta y riesgo.

De modo que Viana no podía regresar a la civilización, pero tampoco le estaba permitido ir más allá de aquel arroyo. Su territorio, que al principio le había parecido sobrecogedoramente grande, empezaba a quedársele estrecho. A su llegada al bosque, cada día había supuesto un nuevo reto. Le había resultado muy difícil aprender a cazar y a rastrear como Lobo quería y, por si fuera poco, había llegado el invierno justo cuando el entrenamiento comenzaba a dar sus frutos. Lobo y Viana había luchado por sobrevivir a las fuertes nevadas y a la escasez de presas. Viana había pasado noches enteras acurrucada junto a los rescoldos de la chimenea, tiritando de frío y con los pies llenos de sabañones por primera vez en su vida. El viento helado había agrietado sus labios, que ya no eran suaves y carnosos como antaño.

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