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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

Donde los árboles cantan (9 page)

BOOK: Donde los árboles cantan
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Se le había permitido dormir en otra alcoba, junto a su nodriza, así que por las noches descansaba mejor.

Durante aquel tiempo tuvo por fin la oportunidad de asimilar todo lo que había sucedido y reflexionado sobre ello.

Su vida, eso estaba claro, nunca volvería a ser igual. Su padre estaba muerto, los bárbaros le habían arrebatado su hacienda y su posición y Robian la había traicionado, dejándola en manos de aquel bruto que apenas sabia juntar dos palabras en el idioma de Nortia. Ya no volvería a ser Viana de Rocagrís. De hecho, probablemente ni siquiera se le permitiría adoptar el título de Viana de Torrespino. Estaba condenada a ser solo la esposa de Holdar… para siempre.

Los primeros días lloró mucho al saberse tan desgraciada, mientras se sentaba junto a la ventana a contemplar el horizonte y soñaba que Robian acudiría a rescatarla; imaginaba que él solamente estaba fingiendo lealtad a Harak, de la misma manera que ella simulaba su embarazo ante Holdar, y que tarde o temprano encontraría la manera de llegar hasta su prometida. Pero el tiempo transcurría sin noticias de Robian.

El invierno fue duro en toda Nortia, y a Viana le pareció particularmente largo y oscuro. Por las noches, en las que solo escuchaba el silbido del viento septentrional y los aullidos de los lobos, la muchacha recordaba la felicidad de tiempos pasados y se sentía víctima de una pesadilla de la que no podía despertar. El dolor y la pena oprimían su alma, de la misma forma que los espinos asfixiaban el torreón donde trataba de dormir en aquellas frías noches.

Por fin llegó la primavera, pero las cosas no mejoraron. Pronto pasó la fecha en que, de no haber sido por la invasión bárbara, Viana se habría casado con Robian. Y con ella se evaporaron sus últimas esperanzas. Lloraba a menudo, preguntándose qué habría hecho ella para merecer tal destino. Recordaba todos los momentos que habían pasado juntos: sus juegos infantiles, sus sueños de futuro, sus besos a escondidas. Le costaba imaginar que el maravilloso Robian que ella conocía fuese el mismo joven que la había abandonado a su suerte. Revivía una y otra vez el momento en el que él la había entregado a los bárbaros, repasando cada gesto y cada palabra, en busca de algo que le hiciera concebir nuevas ilusiones. Pero siempre concluía que todo era tal y como parecía: Robian había renunciado a luchar por ella.

No la amaba tanto como ella creía. Y, desde luego, mucho menos de lo que ella lo amaba a él. Eso en el caso de que él la hubiese querido alguna vez, cosa que empezaba a dudar.

Así, poco a poco, fue haciéndose a la idea de que su historia de amor había acabado para siempre. Y, a medida que su vientre y sus pechos se iban abultando con el relleno falso que Dorea le había proporcionado, las lágrimas acabaron por secarse y una llama se encendió en su interior: la chispa del odio y la rabia empezaba a prender en ella.

Al principio lamentó no ser varón para poder luchar en aquella guerra y tratar de recuperar lo que había perdido. Si estuviera en el lugar de Robian, cavilaba, si tuviera la oportunidad de hacer algo, pelearía hasta el último aliento, tal y como había hecho su padre, en lugar de unirse a las filas de los cobardes y los traidores. Pero entonces empezó a preguntarse si realmente ella habría tenido el valor suficiente para plantar cara hasta el final. Sentía que se había dejado llevar en todo el momento, y hasta su pequeño acto de rebeldía, aquel embarazo fingido, se lo debía a Dorea. De no ser por ella, probablemente a aquellas alturas estaría embarazada de verdad. Recordó que ni siquiera había sido capaz de quitarse la vida emulando a su reina, y comprendió que los bárbaros tenían razón cuando decían de ella que era una débil y pusilánime.

Y entonces nació en su corazón el deseo de ser diferente. Empezó a contemplar de reojo a las mujeres bárbaras del castillo y, si bien la disgustaba su actitud desvergonzada, comenzó a admirar su fuerza y su energía.

A medida que transcurrían los meses y el verano alcanzaba los últimos rincones de Nortia, Viana empezó a ser consciente de que iba a necesitar algo de esa fuerza bárbara si quería afrontar lo que sucedería en otoño, cuando saliese de cuentas y Holdar se encuentre con que no había ningún bebé creciendo en su interior. Dorea y ella habían hablado largamente del asunto. La buena mujer opinaba que lo mejor era fingir un parto complicado y declarar que el bebé había nacido muerto. Tratarían de que Holdar concediese a Viana un tiempo prudencial para recobrarse y después iniciarían de nuevo el ciclo de las relaciones simuladas y del narcótico en la bebida para anunciar poco después que Viana había vuelto a quedar en estado. Pero la joven dudaba de que aquello pudiera funcionar por segunda vez. En primer lugar, hacía tiempo que habían dejado de suministrarle al bárbaro su somnífero, y si de pronto regresaban el sueño pesado y los recuerdos borrosos acerca de sus noches conyugales, Holdar no tardaría en darse cuenta de que algo marchaba mal. Por otro lado, Viana no se sentía capaz de pasarse el resto de su vida aparentando un embarazo tras otro. Tenía que haber otra solución.

Pero no la encontraba por ninguna parte.

Para despejar los temores de Holdar de que su esposa diese a luz un hijo enfermizo, Dorea era generosa a la hora de preparar el relleno abdominal de Viana. Así, después de apenas seis meses de su falso embarazo, la joven mostraba un aspecto tan rotundo como su fuese a ponerse de parto al día siguiente. Dorea le había explicado a Holdar que ello se debía a que, probablemente, el bebé había heredado la constitución de su padre y crecía grande. Así que la nodriza aprovecho para insinuar que seguramente por eso la criatura estaba consumiendo tan deprisa las escasas fuerzas de su madre, más delicada, y amenazaba con apagarla por completo antes de que el embarazo llegara a término. Esto alarmó a Holdar y reforzó en él la idea de que Viana debía permanecer en reposo cuanto fuera necesario.

De modo que Viana seguía descansando; se quedaba en cama, vagaba por el castillo como un alma en pena o bien se sentaba junto a la ventana. Pero, pese a su aspecto lánguido y melancólico, su mente bullía de actividad. Tenía mucho tiempo para pensar, y los bárbaros se habían acostumbrado a su silenciosa presencia, por lo que también se presentaban muchas ocasiones para escuchar. Con el tiempo, había aprendido algo de la lengua de los conquistadores. Cuando se dio cuenta de que a menudo hablaban de la situación del reino, se esforzó todavía por comprender lo que decían. No tardó en enterarse de que Nortia había sido totalmente sometida. Todos los dominios de los antiguos nobles estaban ahora en manos de los jefes de los clanes bárbaros, y a los caballeros del rey Radis que habían jurado fidelidad a Harak se les había permitido conservar una parte de sus posesiones. «Robian», pensó Viana.

Las cosas iban bien para los bárbaros, pero Viana percibió cierta incomodidad en ellos, como si estuvieran desconcertados. Comprendió que les hacía falta acción: guerras, batallas, luchas… Lo que echaban de menos era le emoción de nuevas conquistas. Por lo que Viana sabía, Harak tenía intención de emprender una nueva campaña hacia el sur, más allá del río Piedrafría, pero los días pasaban y el rey bárbaro no movilizaba a sus tropas. Viana escuchaba… y reflexionaba.

A medida que pasaba el tiempo, los bárbaros de Holdar se sentían cada vez más inquietos. Sus correrías por el dominio incluían ahora aterrorizar a los campesinos, prender fuego a graneros y secuestrar a las mozas de las aldeas. Por lo que Viana sabía, Harak había sido claro al respecto: su gente debía respetar a sus nuevos vasallos porque ahora estaban bajo su responsabilidad y porque eran parte de su patrimonio. Pero en algunos señoríos, como el que ahora poseía Holdar, aquella norma no se seguía a rajatabla.

Viana hervía de ira. Nunca se había ocupado de las condiciones de los campesinos, aunque sabía que muchos de ellos vivían en la pobreza y pasaban hambre cuando la cosecha era mala, pero su padre jamás había abusado de ello ni sembrado el terror en las aldeas de aquella manera.

Sin embargo, no se atrevió a enfrentarse a su esposo ni a hacérselo notar… hasta que se le presentó una ocasión que no fue capaz de desaprovechar.

Sucedió a finales de verano, cuando apenas faltaban un par de meses para el supuesto alumbramiento del hijo de Holdar y Viana. Ella apenas salía de su alcoba por aquellos días. Pero esa tarde cayó una gran tormenta, tan intensa que los hombres de Holdar no salieron del castillo.

Aquella era una peculiaridad de los bárbaros: no temían las inclemencias del tiempo y podían cabalgar con nieve, viento, calor extremo o un frío glacial, pero la lluvia los molestaba sobremanera. Naturalmente, no habrían dejado de pelear en una batalla solo porque los hubiese sorprendido un aguacero inoportuno, pero en aquellos días no tenían gran cosa que hacer y hasta empezaban a aburrirse de mortificar a los campesinos. De modo que decidieron organizar un gran festín en el castillo, como los de los primeros tiempos de la conquista. Holdar exigió que, por muy avanzado que estuviese el estado de buena esperanza de su esposa, su obligación era supervisar el banquete, de modo que Viana, con un gran suspiro, bajó a las cocinas para asegurarse de que todo marchara bien.

Al principio no hubo grandes problemas. De tanto fingir que estaba fatigada por el embarazo, casi se había acostumbrado a estar siempre sentada, por lo que se dejó caer sobre un taburete junto a la mesa, como si portara una pesada carga, y empezó a dirigir los preparativos desde allí. Apenas unos meses antes, no habría tenido idea de cuánto tiempo debía permanecer el asado en el fuego, o de cómo de crujiente tenía que ser el pan, o de la cantidad de hortalizas que era necesario trocear para la sopa. Pero había pasado tantas horas en las cocinas charlando con Dorea y el resto de las sirvientas que había terminado por desarrollar un gran interés por todo lo que allí se hacía.

Aquella noche habían preparado un cerdo asado. Lo habían cocinado relleno y con una guarnición de manzanas que despedían un delicioso olor dulzón. Era el plato favorito de Holdar.

Estaba terminando de dorarse en el horno cuando uno de los guardias entró por la puerta que daba al patio. Tras él iba una mujer harapienta rodeada de niños. Viana contó hasta seis; el más pequeño de ellos era un bebé de pecho. Estaban empapados y tiritaban de frío.

—Han venido por las sobras —dijo el guardia con brusquedad—. Dales algo de sopa y que se vayan.

Una de las costumbres de los nobles de Nortia consistía en compartir algo de su comida con los campesinos más pobres de su dominio. Solía hacerse sobre todo en las grandes celebraciones porque siempre sobraba mucho para repartir, y normalmente era la dama del castillo la que se encargaba de ello. Viana lo había hecho cuando vivía con su padre, pero Holdar no veía con buenos ojos aquella práctica. No era ningún secreto que los bárbaros despreciaban a los mendigos y a todo aquel que no podía ganarse el pan por sí mismos.

Con el tiempo, Holdar había permitido que Viana abriese las puertas de Torrespino a los menesterosos, con la condición de que se les diera solo alimentos básicos: algunos mendrugos de pan, algo de queso, quizá un plato de sopa clara. Pero nada de carne, que estaba reservada a los hombres de verdad, a los guerreros. La carne alimentaba no solo sus poderosos cuerpos, sino también su ferocidad en la batalla. No valía la pena desperdiciarla en seres débiles que no iban a luchar.

Viana suspiró; ordenó que se los situara cerca del fuego y se les sirviera sopa a todos. Después, se sentó a la mesa con ellos, porque el aspecto desamparado de la mujer la había conmovido profundamente.

—¿Son todos tuyos? —le preguntó, refiriéndose a los niños.

—No, mi señora, soy solo madre de cuatro de ellos. Los otros dos son mis sobrinos; perdieron a sus padres en el último invierno.

Viana pensó que había sido muy generoso por su parte acogerlos a pesar de que era evidente que apenas podía alimentar a sus propios retoños.

—¿No tienes marido? —quiso saber.

La mujer miró a su alrededor antes de decir en voz baja:

—No, mi señora. Murió en el último asalto a la aldea.

—¿Asalto? ¿Quién os atacó? —preguntó Viana, aunque ya lo sospechaba. Ella se puso a temblar de miedo y no se atrevió a contestar.

La aldea más grande del dominio se llamaba Campoespino y, al ser también la más cercana al castillo de Holdar, había sido la más atormentada por sus guerreros.

—Fueron los hombres de mi esposo, ¿verdad?

La mujer permaneció en silencio y con la cabeza baja, temerosa de que fueran a castigarla si acusaba a los huestes de Holdar. Aferró con fuerza a su bebé y trajo hacia sí las dos cabecitas infantiles que encontró más cerca, quizá temiendo que alguien fuera a hacerles daño.

No hizo falta que respondiera. Viana entendió muy bien que su marido era el responsable de la desgracia de aquella gente.

Sintió que la ira estallaba en su interior y no pudo evitar comparar el asado que acababan de sacar del horno con las tristes escudillas de sopa aguada que estaba cenando aquella familia.

—Alda —llamó a la cocinera—, corta una de las patas traseras para repartir entre nuestros invitados.

—¿Nuestros invitados? —repitió ella sin comprender—. Oh —dijo finalmente al ver que su ama se refería a los mendigos—. Ah —añadió cuando empezó a vislumbrar las consecuencias de aquella orden—. Señora, ¿estáis segura?

—Hazlo —insistió Viana.

Estaba tan furiosa que no le importó lo que diría Holdar al ver su cerdo mutilado. De hecho, una parte de ella deseaba fastidiarle la cena.

Si Dorea hubiese estado presente, sin duda le habría sacado aquella idea de la cabeza. Pero había ido al patio para llenar dos cubos de agua del pozo y no tuvo ocasión de intervenir.

Aún dudando, Alda y otra de las cocineras cortaron una de las patas traseras del cerdo y lo sirvieron a la hambrienta familia, que contempló el jamón como si una de las hadas del Gran Bosque lo hubiese hecho aparecer allí por arte de magia.

—Adelante —los animó Viana—. Comed.

La madre dudó, intuyendo que su anfitriona se metería en problemas por aquel gesto; pero no podía seguir ignorando el hambre de sus pequeños por más tiempo, de modo que le dio las gracias efusivamente y empezó a repartir la carne entre los niños.

—¿Qué hacemos con el asado, señora? —se atrevió a preguntar Alda.

—Servidlo en el salón.

—¿Así, como está?

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