Y entonces, si perdían y eran expulsados definitivamente de España, ¿qué iba a ser de ella? Tendría que irse a Versalles y acabar sus días como dama de honor de una Reina destronada, con la cabeza agachada y las arcas tan ligeras que bastaría un pequeño codazo para hacerlas caer por la ventana y deshacerse en trozos a los pies del palacio. Humillada y pobre. Mariana sintió un profundo escalofrío, y un dolor intenso en el pecho que durante un instante la dejó sin respiración. ¡Dios mío! ¿Era eso lo que la esperaba después de tanto esfuerzo…? ¿El exilio, y sostener la cola de María Luisa en las ceremonias mientras mendigaba con la otra mano entre los cortesanos…?
Claro que las cosas podían ser aún peores. María Luisa podía morir pronto. A la Camarera Mayor le preocupaba mucho el estado de salud de la Reina, a la que veía ir poco a poco sumiéndose en aquella enfermedad desconocida que parecía estar devorándola, los bultos en el cuello, las noches de fiebre, el malestar, la delgadez… Ella trataba de disimularlo. Se cubría siempre el cuello, y jamás se quejaba. Realmente, se podía afirmar que por su sangre circulaba un sentido del deber heroico, y que en todas las ocasiones se comportaba de manera ejemplar. Siempre se mostraba valiente, siempre dispuesta a asumir la regencia cuando el Rey se iba a la guerra y a gobernar —bajo su estrecha tutela, por supuesto— con el mismo rigor con el que lo habría hecho un hombre. Pero igual que sabía ser el mejor Monarca cuando era preciso, también lograba comportarse como la más delicada de las damas. Bordaba y tejía durante largas horas, se ocupaba con devoción de sus obligaciones piadosas, se vestía y se peinaba con suma elegancia y, en alguna de las raras ocasiones en que se había celebrado un baile, había demostrado una gracia majestuosa para la danza.
Raras ocasiones… Sí, aquélla era —¿o había sido?— una corte mustia y aburridísima, pero la Reina ni siquiera protestaba por eso, por las dueñas vestidas de negro y siempre quejumbrosas, con sus repugnantes reliquias de santos colgadas del cuello, dedos momificados, huesos pálidos o dientes amarillentos, horribles restos de cadáveres que ellas exhibían como joyas. No se quejaba de la compañía de los locos y los bufones, que hablaban interminablemente o gritaban o lloraban o se reían a carcajadas en cualquier momento sin que nadie tuviera autoridad para hacerles callar. De las largas tardes de silencio en la antesala de su cuarto, rodeada de damas que ni hablaban ni jugaban a las cartas. De las eternas ceremonias en la basílica de Atocha y los interminables oficios de Semana Santa. De la escasez de fiestas y banquetes y funciones de teatro, a medias prohibidas porque los catolicísimos Grandes reprobaban en público cualquier demostración de alegría o de placer, aunque en privado muchos de ellos se permitieran vicios innombrables. O de la extrema rigidez de la etiqueta empeñada en fingir que todos los participantes en la vida de la corte eran esculturas de iglesia, tallas de retablo carentes de movimiento y de sensaciones, salvo la de la santidad.
Sí, María Luisa era una gran Reina. Pero su salud no estaba a la altura. Ni siquiera había tenido hijos, a pesar de que en sus cinco años de matrimonio las coyundas habían sido incesantes. Había algo malo dentro del cuerpo de aquella mujer, algo que los médicos, por supuesto, no sabían encontrar ni mucho menos curar, y que tal vez la mataría pronto. ¿Y entonces…? ¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Entonces sí que su futuro sería negro! Si a Felipe, en uno de sus súbitos cambios de humor, le daba por prescindir de ella y largarla sin más contemplaciones, se convertiría en una perra vieja y sarnosa, a la que nadie querría cerca. Apenas tenía recursos para sobrevivir. La pequeña herencia de su primer marido se había agotado mucho tiempo atrás, y la del segundo, con todos sus apellidos papales a cuestas, no había sido más que un enredado cúmulo de deudas que la habían obligado a malvender tierras, palacios y obras de arte. El dinero que Luis le había prometido pagarle cada año a cambio de sus servicios no llegaba nunca, y lo más probable era que jamás viese una sola de aquellas monedas: los Reyes solían despistarse cuando tenían que remunerar a sus servidores. En cuanto a las ganancias que obtenía susurrando de vez en cuando algún nombre para ciertos cargos al oído del soberano, no daban para mucho, y se veía obligada a gastárselas en la ropa, las joyas y demás atributos necesarios para mantener la dignidad exigida a su puesto.
Se había organizado muy mal. Su única ambición había sido la del poder, y había dejado de lado la necesidad de hacerse con una buena fortuna para garantizarse su propio sustento. Tarde o temprano, era posible que Felipe diese por terminada su presencia en Madrid, y ella necesitaría entonces un buen palacio en el que reposar sus viejos huesos y una sepultura digna de su vida, bien tallada en el mejor mármol, y junto a la cual sus deudos pudiesen fingir con decencia que la lloraban. Una sepultura inmortal. Mariana se conmovió al imaginarse a sí misma anciana, sentada junto a una chimenea ardiente con un perro mimoso entre los brazos, y luego muerta y enterrada bajo una tumba que dejara prueba incólume de su grandeza. En aquellos momentos de terrible desazón por el futuro, estuvo incluso a punto de romperse en sollozos ante la pena que le producía su propia despedida del mundo, pero enseguida decidió que lo mejor era recoger todos esos sentimientos, hacerlos desaparecer de su vista, guardarlos bajo el traje apolillado de su primera boda, y construirse con decisión su propio futuro, alzando con sus manos el edificio de abundancia que habría de cobijar sus últimos días en esta tierra. Sí, cuando volviesen a Madrid, se dedicaría a ello con su tenacidad habitual. Si es que volvían…
Pero volvieron. Cuatro meses más tarde, el 27 de octubre de 1706, después de que el Archiduque y sus tropas se hubieran visto obligados a abandonar la capital por la presión de los borbónicos. El dios Ares había cambiado súbitamente de opinión —como suelen hacer los dioses tan a menudo— y había decidido apoyar por un tiempo la causa francesa. Carlos III volvía a ser soberano sólo en los reinos de Aragón y en Flandes, y Felipe V regresaba a su casa aureolado de victoria.
Claro que la casa estaba un poco marchita, herida por las consecuencias de la guerra, pero ni los Reyes, ni su Camarera Mayor, ni lo más granado de su corte se dieron cuenta al hacer su entrada triunfal entre aclamaciones, llantos, petardos, rezos, pétalos de flores e insoportables sonidos de pitos y tamboriles que los más alborozados no pararon de tocar desde que el cortejo atravesó la puerta de la cerca hasta llegar al Alcázar. Asombrosamente, a los madrileños aún les quedaba entusiasmo y ganas de juerga. Porque los últimos meses habían sido muy duros. Primero habían sufrido el saqueo de finales de junio, cuando las tropas inglesas penetraron en la ciudad precediendo al Archiduque. Los soldados tenían el habitual permiso de su general para redondear sus salarios entrando en las casas de los colaboradores más cercanos del usurpador francés y llevándose el dinero que encontrasen. Algunos respetaron esos límites, no tanto por sentido del honor como por miedo a las represalias de sus oficiales. Pero un buen montón de tipos especialmente arrojados robaron más de la cuenta, violaron a todas las mujeres que pudieron y apuñalaron a quien trató de resistírseles, dejando a su paso un reguero nauseabundo de sangre y semen.
Lo peor fue, sin embargo, que muchos vecinos aprovecharon aquellas dos jornadas sin más ley que la del pillaje para hacer lo que les dio la gana. Y, extrañamente, lo que les dio la gana no fue ayudar a los saqueados o cuidar de los heridos —lo cual hubiera supuesto un notable ejemplo de humanidad—, sino más bien lo contrario: hubo madrileños que se dedicaron a denunciar ante los vencedores a todos aquellos a los que por una u otra razón tenían tirria. Algunos acusaron de borbónicos a los viejos camaradas de juegos infantiles a quienes las cosas les habían ido bien, o a las familias de las muchachas que se habían negado a casarse con ellos, o a los parientes lejanos y ricos a los que debían dinero. Los señalaban con el dedo ante los soldados, calumniándolos, acompañaban a los ingleses a sus casas, y luego, llenos de satisfacción, los observaban salir apaleados y repentinamente empobrecidos. Muchos aprovecharon las puertas abiertas a patadas para entrar en las viviendas ajenas cuando los saqueadores autorizados ya se habían ido —con los bolsillos bien repletos de riquezas— y robar todo lo que aún se podía robar, desde tapices magníficos hasta miserables cacharros de peltre. Y ciertos vengadores improvisados sacaron partido de la situación para meterle impunemente unas cuantas cuchilladas a alguien a quien le tenían muchas ganas.
Entretanto, en el Salón de los Espejos del Alcázar, el Archiduque —que ya había recuperado el habitual color cerúleo de su piel, más sonrosada en la larga nariz— se hacía proclamar también en Madrid como Carlos III de España. Acababa de asistir a un larguísimo
Te Deum
oficiado por el Cardenal Portocarrero, que el día anterior se había caído de bruces en la causa austríaca, y ahora desfilaban ante él los Grandes, todos aquellos que le apoyaban desde siempre, pero también los que se habían quedado en la capital a la espera de los acontecimientos y de pronto estaban convencidos de sentir una fidelidad sin límites hacia el nuevo Inmortal y un desprecio igualmente sin límites hacia el antiguo. Su Majestad sacudía satisfecho la cabeza cada vez que un súbdito se postraba ante él, y luego se dedicaba a observar con orgullo los retratos colgados en las paredes de sus magníficos antepasados, los sucesivos Carlos y Felipes de Austria que habían dominado tierras y mares y enviado tantas almas cristianizadas al Cielo, consiguiendo de paso este Imperio en el que nunca se ponía el sol y que ahora era al fin suyo, y solamente suyo.
La mala suerte quiso que justo el cuadro que estaba frente a él, a la altura de sus ojos, fuera el del desdichado Carlos II, aquella maldición de Dios que más parecía una musaraña que un hombre y a la que no quería ni mirar. Así que el nuevo Rey no hacía más que volverse a un lado y a otro, en busca del consuelo que le ofrecían las firmes barbillas de sus mejores antecesores. Se retorció tanto y tan a menudo que el Marqués de Soto, que todavía no estaba del todo seguro de ante cuál de los dos Monarcas debería hacer la reverencia definitiva, se atrevió a susurrar aquella noche al oído de su hijo mayor que Su Majestad Don Carlos III parecía una culebra.
Mientras arriba le homenajeaban, en la plaza de Palacio, bajo sus mismísimos y regios pies, los soldados súbitamente enriquecidos por el pillaje se pavoneaban del brazo de las prostitutas que se les iban acercando como avispas, felicitándose los unos a los otros por sus nobles hazañas y haciendo sonar las monedas frescas en sus faltriqueras. Un buen puñado de mendigos exhibía sus muñones y sus pústulas y trataban de conseguir algún céntimo arrimándose a los ingleses, que los apartaban a empujones. Enseguida eran sustituidos por algunos curas que musitaban rezos y movían las manos en el aire bendiciendo a los saqueadores y a las putas, y luego demandaban unas monedas para el aceite de la lámpara del Espíritu Santo, que había querido que su fiel y catolicísimo hijo Don Carlos III pudiera al fin sentarse en su silla regia. Y entre todo aquel mercadeo, unos cuantos perros sucios, cubiertos de pulgas, agitaban los rabos, satisfechos del botín de desperdicios tirados por todas partes en medio de la confusión de los pillajes y preguntándose qué demonios les estaba sucediendo a los humanos, que gritaban y corrían y arrojaban objetos por las ventanas y prendían fuego a las casas y hasta se mataban los unos a los otros.
Pero si alguien tuvo la candidez de pensar que los malos momentos se habían terminado ahí, se equivocó: tan sólo un mes y medio más tarde, habían vuelto a ocurrir las mismas cosas, pero ahora al revés. Cuando los aliados tuvieron que abandonar Madrid y el Archiduque se volvió a Barcelona con el rabo regio entre las piernas, las tropas de Felipe habían entrado y saqueado de nuevo, robando en esta ocasión a quienes se habían mostrado partidarios del austríaco —y a algunos más—, y seguidos por una turba de vecinos que se vengaban de quienes previamente les habían saqueado a ellos, y de algunos más. El odio y la venganza, y el miedo y la rabia, y el dolor y la sumisión crepitaban como un gigantesco incendio sobre la ciudad. Y los perros seguían meneando los rabos y volvían a preguntarse qué tendrían los humanos dentro de las cabezas para tratarse así los unos a los otros.
Ahora todo eso parecía haber llegado a su fin. Volvía Su Catolicísima Majestad Don Felipe V, y los dioses le soplaban encima sus alientos bienhechores. No sólo recuperaba su capital. Además, desde Nueva España, un heroico galeón cargado de escudos de oro conseguía llegar hasta el puerto de Brest, sorteando piratas, corsarios y flotas aliadas, y permitiendo comprar armas y municiones y pagar soldadas. Y en la Península, muchas de las ciudades que meses atrás habían caído en manos de los enemigos eran tomadas de nuevo por las tropas borbónicas. Las nubes de venganza y de miedo daban vueltas enloquecidas por los cielos de España, dirigiéndose a toda velocidad de un rincón a otro. En cuanto a los perros, gozaron aquella temporada de verdaderos festines en muchos lugares, aunque no dejaron de interrogarse sobre la condición humana.
Hasta en el Alcázar, mientras los Reyes celebraban un día y otro su reencuentro tras los meses de separación con largas horas de cama, la mismísima diosa Hera decidió hacerles una visita y contribuir a la regia felicidad conyugal permitiendo que María Luisa se quedase embarazada. ¡Al fin! Hacía casi medio siglo, desde que Mariana de Austria y Felipe IV habían engendrado torpemente al futuro Carlos II, que no se anunciaba en Madrid el embarazo de una Reina, salvo las falsas preñeces de Mariana de Neoburgo. El alborozo fue general: en tan sólo una semana, se dijeron miles de misas en todas las iglesias y conventos de la ciudad, dando gracias a Dios por la buena nueva y rogando para que todo llegase a buen término y, especialmente, para que el Señor le concediera un heredero varón —y sano— a su piadosísimo Monarca.
La propia María Luisa, a pesar de que desde las primeras sospechas vivía tan enclaustrada y quieta como una monja penitente, se vio obligada a acudir a la tradicional procesión que hacían las Reinas embarazadas a la Virgen de Atocha. Aquello sí que fue una auténtica penitencia: la instalaron en una silla de manos para que sus súbditos pudiesen verla bien, y clamar y alzar los brazos al Cielo ante semejante maravilla. Pero nada más empezar a bambolearse por las calles embarradas, la Reina comenzó a sentir náuseas. Ni siquiera tenía el apoyo de su Camarera Mayor, que iba en otra silla parecida a la suya aunque con menos dorados, pero se portó como la mujer valiente que era, y aguantó el malestar saludando todo el tiempo con la mano y sonriendo con la leve sonrisa —agradecida pero distante— propia de una soberana. Lo aguantó durante la hora del trayecto que duró la ida, las tres horas de misa y
Te Deum
, y la nueva hora de vuelta. Pero después de tanto traqueteo, y trompetas, y aclamaciones, y nubes de incienso y plegarias, y bostas de caballo y tambores resonando a su paso, la pobre embarazada tuvo que guardar cama dos días para recuperarse del esfuerzo y del dolor de cabeza.