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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

Dos monstruos juntos (2 page)

BOOK: Dos monstruos juntos
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La Estatua de la Libertad sigue allí, ahora casi sonriente, y el Puente de Brooklyn baila rodeado de sus luces.

—¿Por qué vais a abandonar Nueva York si a Alfredo le va de cine con el restaurante?

Patricia se refugia en su recuerdo, en la voz de su hermana Manuela durante su última visita a Nueva York, con las cajas de la mudanza a la puerta del 12.° B de la calle 16 con la Octava Avenida.

—Porque Nueva York está a rebosar de españoles. Queremos ir a una ciudad donde no haya españoles —recuerda Patricia haber respondido. Su hermana la miró como si se le hubiera ocurrido vomitar sobre su mejor vajilla durante una de sus cenas para cautivar nuevos inversores.

—¿Estás hablando en serio? —preguntó Manuela.

—Sí, totalmente. Por eso hemos escogido Londres.

—Allí también hay españoles, Patricia. No me jodas.

—Pero no se quedan. Les asusta el clima. Llegan y lo primero que dicen es que no pueden con la lluvia y la falta de sol. Se quejan de la comida, de los horarios de los restaurantes. Londres les irrita. Vienen, van a las tiendas y todo les parece caro y al final regresan al sol de España, a la tortilla y al vino y al gin tonic a cualquier hora. Por eso nos vamos.
Bye
Bye, New York. Hello, welcome, London.

Patricia recuerda la frase completa, incluso cómo decidió terminarla con un brazo en alto, a lo Liza Minelli, y una sonrisa que fue apagándose ante la cara ofuscada y molesta de su hermana mayor.

—Te estás quedando conmigo —recuerda que bufó ella.

—Es una aventura, Manuela. Alfredo y yo vamos a iniciar una aventura, eso es todo. Siempre quieres explicaciones y esta es la mejor que tengo: Nueva York está lleno de españoles, nadie habla inglés
anymore
sino una mezcla absurda de los dos idiomas que parece una lucha intestina: cada lengua mordiendo a la otra para que al final no se hable ninguna. Necesitamos volver a Europa, Alfredo lo siente así y yo le acompaño, como he venido haciendo desde hace ya diez años.

—Doce —le corrigió su hermana—. O te has vuelto loca o todavía disfrutas tratando a los demás como si fuéramos más idiotas que tú, solo que creo que esta vez no puedes sostenerte un segundo más con una explicación tan absurda como esa.

—Vamos a aprovechar la convención de mix mixers, donde a Alfredo lo reciben cada año como si fuera Dios. Y entonces, en vez de regresar, nos quedaremos. Alfredo tiene cita con los inversores, está casi cerrado; nada más llegar tendremos llave en mano un maravilloso local entre Knightsbridge y Chelsea. Es una calle preciosa y, si sale bien, generará también un centro culinario.

—Un centro culinario en Londres es perder el tiempo. Todo el mundo dice que no hay dinero, Patricia, que se acabó el sueño.

—Tú siempre tan pesimista. Ellos apuestan por nosotros, tenemos cerrados ya mil detalles del proyecto. Será llegar, inaugurarlo, ponerlo en marcha y listo. No es tan complicado... Los ingleses se vuelven locos con Alfredo. Además, no tenemos hijos, podemos movernos de aquí para allá.

Alfredo empezó su carrera como mix mixer cuando todavía se le llamaba barman. Su físico, sus brazos y dientes le ayudaron mucho. Programas de televisión y una pasantía muy breve pero explotada al máximo en el restaurante del Innombrable, hicieron de Alfredo Raventós, el nuevo prodigio de la cocina española. O, para otros, el niño mimado, el eterno aspirante al puesto de segundo mejor
chef
innovador de toda España. Fuera de España sería el rey de las cacerolas en Manhattan, el cocinero más guapo o el «gorrito sexy», como le describieron una vez en una revista de modas y, al leerlo, Patricia supo que ese nombre le perseguiría para siempre. Tan pocos años, en realidad, y tantos nombres ya, tantos viajes, tanta información.

Patricia se dejaba llevar por un nuevo tren de pensamiento, como llamaba, tomando prestado del inglés, a sus ofuscaciones. Si pudiera ir también hacia atrás, se encontraría igual de rubia y delgada trabajando para un experto relaciones públicas de Barcelona y divirtiéndose con las locuras de David, el hermano de Alfredo, insuperablemente gay, indiscutiblemente menos guapo que su hermano heterosexual, castigado por esta cruel indelicadeza de la naturaleza. David y ella fueron inseparables, como les gustaba decir. Barcelona les adoraba por los vestuarios de ella, por el rubio de su pelo, por su aspecto de inmejorable pedigrí y la fealdad y quejica ternura de David. «Tienes que conocer a mi hermano, tienes que conocer a mi hermano, tienes que conocer a mi hermano», repetía cada noche David. Y Patricia poco a poco empezó a ver más y más fotografías de Alfredo y de los hermanos Casas en la prensa. Eran guapos los tres, dedicados a eso tan extrañamente sexy como la cocina. «Tienes que conocerlo, de verdad, Pat, de verdad», imploraba el perrito faldero gay, y ella sacudía la melena ajustándose un body lila debajo de una chaqueta azul eléctrico cuando ambos colores eran considerados lo peor de lo peor. «Divina, rebelde, única, Patty, Patricia van der Garde», exclamaba David con sus palmaditas y saltitos saliendo a la calle Verdi y de allí al corazón de la alta sociedad. «Tienes que conocer a mi hermano.»

Se arremolina bajo la manta de la aerolínea, del mismo color que el alfombrado, quizás un poco más naranja y con la corona de España entretejida en un ángulo. Nunca lo había notado, la corona tan explícita. Pero no debe pararse en esos detalles, tiene que concentrarse. Debería repasar quiénes son los cocineros que les acompañan: Miguel y Fernando, sí, los hermanos Casas de aquellas fotos del principio. Todo el mundo dice que compiten en belleza con Alfredo, aunque en realidad es el talento de su novio lo que les obliga a marcar músculo desde hace décadas. «Todo lo que toca Alfredo,
turns
blonde
»
,
decían, haciendo alusión al rubio del pelo de Patricia. Sí, sí, muchas risitas pero en verdad Alfredo y ella no solo convenían en realidad sus sueños, también generaban dinero. Dinero. «Lo hacéis parecer todo tan fácil, vuestro éxito, vuestra belleza, vuestra unión», también le había dicho Manuela.

—¿De qué te ríes? —quiso saber Alfredo, entrecerrando sus maravillosos ojos, pardos, un fondo verde, como un lago que se alimenta de un sol menor.

—Del Innombrable, que me desprecia —dijo Patricia.

—Sabes que eso no es verdad. Siempre pregunta por ti y por cuándo nos vamos a casar. —Alfredo se entretiene intentando entender el mando del asiento.

—Buena cuestión, y ¿qué le respondes?

—Que no creemos en el matrimonio —dice él abriendo mucho los ojos y llevándola muy dentro de ellos. Patricia no tiene respuesta. Porque es su respuesta, la que siempre ofrece, aun sin cepillarse los dientes, cuando Alfredo insiste en el tema. No van a casarse jamás.

—Creo que sabe que le llamamos el Innombrable —soltó, aguantando una risita—. ¿Se lo has dicho tú?

—No, pero los hermanos Casas leen nuestra mente desde que sales conmigo —respondió Alfredo.

Los hermanos Casas viajan, siempre juntos, unos asientos más adelante. Afortunadamente, tienen fama de dormirse atufados de pastillas por el miedo a volar y, también, fama de cocinar con resaca de otro tipo de pastillas. Explotan al máximo los restos de su juventud díscola. Todo el mundo sabe que Patricia fue medio novia de uno de los Casas, Miguel, y novia bastante oficial de Fernando, el otro hermano. Barcelona es una ciudad pequeña. Manhattan también, Londres, a lo mejor, igual. Todas las ciudades se hacen pequeñas cuando eres Patricia.

Han esquivado la cena. Nunca cenan en la aerolínea donde cocina el Innombrable para evitar opiniones. El mundo de los
chefs
está lleno de rumores y maledicencias. Alfredo y Patricia cuidan mucho lo que se diga que hayan dicho. Son los bellos Alfredo y Patricia, educados y encantadores hasta el final, cada día, todos los días.

—Todos miran la película de Sandra Bullock —dice él.

—No somos todo el mundo —responde ella, y Alfredo le dirige su espléndida sonrisa; el olor de su colonia subiendo por sus hombros, hacia el cuello. Le abraza. Se abrazan.

—¿Tienes miedo? —le pregunta.

—¿Miedo de qué? —responde ella colgada de su cuello, la cabeza apoyada cerca de su nuez, sintiéndola latir.

—De Londres —dice, la voz relajada, profunda.

—Es nuestro sueño, ¿no? ¿Cómo vamos a tener miedo de un sueño? —pregunta Patricia escrutando sus ojos.

Patricia se sobresalta, al fin las turbulencias, pero en realidad es el primer dedo de Alfredo acercándose a su vagina por debajo de la manta de la aerolínea. Poco a poco la mueca de niña revoltosa va formándose en sus labios y sus delgadas y suaves piernas aprisionan el largo y bien formado dedo de su amor. Abre los ojos y allí están los suyos, cómplices, muertos de risa y ganas. «Es que Alfredo es demasiado perfecto», siempre le había reprochado su hermana Manuela. Patricia tiene que reconocerlo, por eso lo escogió, por bello pero también por cómo le sentaba todo, la ropa, el pelo, incluso los zapatos equivocados que no lo parecían tanto gracias a su forma de caminar. Y su voz, ronca, no muy grave, escondiendo una coqueta vulnerabilidad. Y la también coqueta timidez cubriendo a su vez el secreto que imaginaba en Alfredo. Por eso le quería, porque adivinaba que si ella escondía un secreto, él igualmente ocultaría otro y mantener vivo ese manto de medias verdades sostenía el equilibrio de su pareja. Y ahora la manera en que introducía sus dedos dentro de ella en primera clase; la película de Sandra Bullock empezando. Va a gritar, Alfredo prácticamente tiene su mano dentro de ella y la mueve como si los dos estuvieran entonando entre susurros una canción con mucha percusión. Se ríe encantada, sus carcajadas amortiguadas como un galope, y Alfredo la secunda. Debe de tener una erección y ella no sabe cómo mover sus manos debajo de su manta para estrecharla. Pasa una azafata mirando al frente y los dos se aquietan, Patricia observa una gota de sudor deslizarse por el cuello de Alfredo. Disfruta de la nuez, que es pronunciada y que ella siempre ha imaginado oscura, oculta semilla del mal bajo su piel blanca. Y arranca de inmediato el tren de pensamiento de alta velocidad: los dedos de Alfredo en su vagina, recorriéndola como si fuera un ascensor lleno de botones. Un tazón de gominolas de todos los colores, una selección de
dim
sum
humeantes. La pasta de uno de sus raviolis rellenos, ese dedo haciendo círculos sobre el montoncito de harina que parecía una teta, una isla-teta. Un beso venía ahora, Alfredo se le acercaba, cubriéndola con su brazo libre y besándola con la misma fuerza con que apretaba sus yemas contra las paredes de su sexo. Ahora al fin, gracias al cambio de postura, podía alcanzar su erección. Se separaba del beso y arrancaba a reír y Alfredo le indicaba que bajara el tono de esa risa, se notaba demasiado que no era ni por la película ni mucho menos por viajar en primera clase. La azafata vuelve a pasar y de nuevo les ofrece más vino. «Sancerre, por favor, no podemos más con el Verdejo», solicita Alfredo impasible, y la azafata le dedica una sonrisa inédita en las costumbres y el carácter de las profesionales de su línea aérea. Para Alfredo nunca hay puertas cerradas. La mano se ha quedado quieta, Patricia tiene lágrimas en los ojos, saca una mano de debajo de la manta y levanta la ventanilla. Solo hay mar oscuro. Sandra Bullock está hablando con un hombre guapo y ojijunto, como todos los actores de las películas de Sandra Bullock y nunca tan guapo como Alfredo. La azafata llega con las bebidas solicitadas, se las sirve y se marcha sonriéndole una vez más a Alfredo como si ella fuera la única mujer capaz de percibir su belleza. Puta, piensa Patricia, que siempre opina lo mismo de ese tipo de mujeres y sus miradas. Pero entonces los dedos de Alfredo vuelven a la carga y toman, como quien quita una uva de su cepa, como quien sostiene un pendiente en el lóbulo, como quien atrapa una nuez entre sus dedos, su clítoris. Tiene que gritar y ahoga su voz y consigue apretar ella también los testículos gordos de su amor y los coloca sobre la parte interior de sus cuatro dedos, el pulgar libre para acariciarlos suavemente. Con un gesto hábil empuja firme el escroto y mira fijamente a Alfredo. Sus dedos están mojados, su entrepierna también, cae agua, crema, helado de vainilla derritiéndose a cucharadas. El líquido continúa cayendo sobre su mano, alrededor de sus muslos, y ella empieza a reír mucho mientras Sandra Bullock hace lo mismo en la pantalla del dvd de su asiento. Alfredo la besa en el oído, le acaricia el pelo por la nuca, deja correr sus dedos por sus muslos mojados y los aprieta en un gesto lleno de cariño y deseo. Comienza a moverlos otra vez con el empuje de un tren que va avanzando y retrocediendo y llegando muy adentro, deteniéndose a la mitad del camino, regresando a la estación y recogiendo algo más de ese líquido que resbala para volver luego a avanzar tras calentar sus máquinas. Hace que se corra y Patricia saborea cada minuto, todo es verde y azul en la cabina, como si los ojos de Alfredo y ella se convirtieran en techo, ventana, alfombra, admirándola y sonriendo, parpadeando y sonriendo, y ella estuviera en mitad del salón bailando con pasitos cortos, acariciándose la melena, mirándole, girando y girando. Alfredo saca su mano de debajo de la manta y se lleva los dedos hacia su cara, lentamente, dejándolos resbalar por debajo de su nariz para aspirar ese olor de ella, un código para su amor.

Patricia consigue entrar, conteniendo una risa floja, en el baño de primera clase. Pasa el pestillo, se mira en el espejo. Está despeinada, siempre está más o menos despeinada, le sienta bien, la boca muy roja, como si en vez de estar riendo se hubiera mordido los labios conteniendo el orgasmo. Los ojos alborotados. La barriga plana pero moviéndose a su aire, todavía agitada por el juego dactilar de Alfredo. Puede verse los muslos, esas piernas delgadas, contorneadas gracias a la hora de maratón diaria y a los paseos en bicicleta hasta Connecticut. Son totalmente visibles las manchas que ha dejado su orgasmo a mil pies de altura. Qué horror limpiarse con ese agua contaminada de los aviones. Descubre toallitas desmaquillantes que sirven también para lo suyo de ahora. Menos mal que en la línea aérea española se han puesto las pilas y hay colonias y perfumes de fabricación española, como Paco Rabanne Clásico, que era el perfume que Alfredo usaba antes de conocerla. Las piernas ya están limpias y se ajusta la falda. Siempre que viajan juntos Patricia opta por llevar falda para facilitar momentos como este, en que Alfredo prefiere los juegos de manos a una película de Sandra Bullock. Saca del bolsillo de la falda una braga nueva pulcramente doblada. Tras las piernas, ahora se limpia el sexo con las mismas toallas desmaquillantes. Escuece un poquito, pero no puede ponerse una braga sin usar en zona usada, se recuerda Patricia. A continuación hace otro agradable descubrimiento: hay crema hidratante de una marca que anuncia una modelo española desde hace décadas inamovible entre las tops nacionales. Cuántas cosas han cambiado en España, reconoce, y escucha otra frase que siempre acompaña a las descripciones que los medios suelen utilizar para presentar a Alfredo: «Uno de los ejemplos de lo mucho que se ha transformado la sociedad española en estos quince años.» Se aplica un poquito de la hidratante en el pubis, zona sensible, Alfredo pareciera haberla remodelado con los nudillos. Se mira en el espejo, empieza a recuperar su aspecto de señorita seria otra vez, de estudiante de primerísimas notas. Le duele el coño pero puede colocar bien la braga nueva, bajar la falda, alisar la frente, atusar el cabello rubio, pasarse los dedos por la cara y darle la forma correcta mientras mete su camiseta bajo la cinturilla de la falda.

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