Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.
Boris Izaguirre
Dos monstruos juntos
ePUB v1.0
Mística07.11.11
Para Pedro, por el naranjo siempre en flor
«Hallo, Spaceboy, este caos nos está matando.
Por eso, adiós, adiós amor.»
Hallo Spaceboy
, David Bowie y Brian Eno
(«Outside», 1995)
LOS HAMPTONS NUNCA JAMÁS
Patricia siempre ha escrito rápido. Y con pésima caligrafía. Su hermana, Manuela, debe llamarla por teléfono para que «traduzcas lo que has escrito». A pesar de ese defecto, trauma casi, Patricia le escribe, con una pluma que convierte sus letras en anárquicos dibujos, una carta antes de facturar en el vuelo de British Airways a Londres desde Nueva York.
Esta será la última vez que
[ilegible]
en los Hamptons, Manuela. Me he aburrido como una ostra yendo de casa en casa, sonriéndole a gente que promete que invertirán su dinero en el restaurante y a los que tienes que llamar al día siguiente para recordarles lo que te han prometido borrachos de martinis, cosmopolitans y gin tonics aguados por el hielo derretido. Lloro, sí, aunque no lo creas, cuando te imagino en las mismas fiestas suplicando sponsors para tus proyectos puntocom. ¡Voy a coger la agenda de los Hamptons y lanzarla desde el avión al fondo del océano! Solo conservaré los teléfonos de John y Debbie, sobre todo el de Debbie, tan rubia como yo pero más escandinava, como se supone que yo debería haber sido, ja, ja
[ilegible]
no te escribo más porque no recordaré tampoco la mitad de lo que garabateo con esta pluma. Te quiero. Londres será magnífico. Y los Hamptons una línea de playa con gente fastidiosa deteniéndose sobre la arena, asustados, acaso, de vernos alejarnos sobre las olas.
Patricia sobrevuela la carta; no se entiende nada y seguramente por eso no pasará nada si deja el recuerdo de la mala experiencia de su hermana con las empresas puntocom. Un pésimo, pésimo recuerdo para Manuela. Vamos, estuvo a punto de quedarse en la calle a principios de 2000. Pero no hay nada peor en una carta escrita con estilográfica, y encima con tinta verde, que tachar una palabra. «Suplicar» es muy fuerte, una palabra que distingue profundamente a Patricia de Manuela. Patricia jamás suplicaría, ni siquiera por perdón. Patricia siempre ofrece y luego dispone. Entre «suplicar» y «sponsors» ha dejado algo de espacio para agregar una palabra que resuelva el entuerto. Falta poco tiempo para embarcar, hace calor, el
fast track,
ese invento post 11 de septiembre para, supuestamente, acelerar la inmigración de los que viajan en business, está, como siempre, colapsado. Y esa es la palabra que dibuja, cuidadosamente, sobre las letras donde antes escribió «suplicar». Mira la frase nueva: «Lloro, sí, aunque no lo creas... colapsada con sponsors para tus proyectos puntocom.»
Sella el sobre con sus labios. Lo entrega a la funcionaría negra de gesto avinagrado. Comprensible, acepta Patricia en su pensamiento veloz, porque ha esperado a que escribiera la carta a Manuela y luego efectuara estos cambios de última hora con una paciencia más bien inquietante. Si ella fuera la negra funcionaría, algo absolutamente improbable pero formaba parte de un juego silencioso que Patricia adoraba practicar, sería no solo más amable, sino también ocurrente. Por ejemplo, ella es la única persona en la ajetreada tarde que ha aparecido delante de ese mostrador para enviar unas cartas. La gente ya no escribe cartas, envía sms, llama, se proyecta en ordenadores adoptando su velocidad pero olvidando que todos los movimientos de ordenador dejan rastros. Enviar una carta sigue siendo algo íntimo, de mano a mano. Y que solamente puede ser entregada mediante orden judicial en caso de que sus palabras necesiten demostrar algún crimen.
—Es para mi hermana mayor, es muy tiquismiquis con las palabras —se excusa Patricia. La negra no dice nada. Ni siquiera con Obama, si llega a ganar, que para Patricia es totalmente probable, cambiará ese gesto, piensa. La negra pone el sello y de nuevo la fecha, 14 de septiembre de 2008. Mañana estarán en Londres y además de fiesta. La negra se queda mirándola, esperando que le entregue el grupo de sobres que también esperan un sello. Qué mirada más triste, piensa Patricia cuidadosa de que su propia mirada no desate un juicio por racismo. Obama ganará, está segura, porque demasiada gente es negra en el mundo. Y aun siendo tanta todavía se les denomina minoría. Cuando naces y creces como una minoría lo único que atesoras son resentimientos. Los resentimientos erradican el sentido del humor hasta que alguien aparece y tiene la gestualidad física exacta como para devolverte la risa. Cuando empiezas a reírte de ti mismo es cuando dejas de ser minoría. Y es cuando surge un negro como Obama, que no es completamente negro sino bastante chocolate con leche, que te provoca admiración, interés y encima habla fenomenal, con muchísimo vocabulario. Se ha embalado, Patricia tiene la habilidad de embalarse en una idea y estirarla hasta el hastío; en todo caso, el triunfo de Obama les pillará, a ella y a Alfredo, en otro país, de blancos, Europa otra vez, pero en inglés.
—¿Quiere sellar esos también? —le pregunta la negra en español. Patricia no esconde el disgusto en su mirada. ¿Cómo con estas facciones, siendo absolutamente rubia, ojos verdes y bastante saltones para su gusto, labios carnosos aunque medio rotos por el inclemente calor, puede la negra asumir que es española? No es que le moleste, sino que un instante como este serviría idóneamente para explicarle a Manuela por qué abandonaban Nueva York: nadie habla en inglés. Y hay tantos españoles y latinoamericanos compitiendo por hacerse con el control de la ciudad que, primero, ya no es novedad ser de Barcelona, mucho menos de Madrid, y todo el mundo te observa como si fueras un cruce entre Penélope Cruz y Jennifer López.
—Le he preguntado por los sobres —continúa la negra con indudable acento neoyorquino pero en castellano—. ¿Enviará esos también?
Los sobres son cinco. Las direcciones son más bien siglas, pero los países no pueden disimularse. No se puede escribir Aruba de otra forma. Ni Liechtenstein de otra. Pero, gracias a que Patricia piensa muy bien estas cosas, en esos sobres no figuran direcciones de bancos, sino de personas, aunque el destino final sean los primeros.
—Se me ha ido el santo al cielo —dice, muy castiza—. Rezo para que no se pierdan.
—US Postal Service jamás extravía. Enviaba cartas a mi padre todos los días a Colombia en los años noventa —sentencia la negra.
Patricia asiente y muestra su famosa sonrisa Patricia, dientes tan blancos y limpios que parecieran que jamás han probado carne alguna. Con la mirada sin emociones de la negra puesta en ella, Patricia revisa también la caligrafía y las direcciones de esos cinco sobres. Graziella van der Garde, que aunque lleve el mismo apellido, no es ella, en el sobre de Liechtenstein. Patricia v.d.G. en el de Aruba y tan solo un código postal. Las otras direcciones son menos evidentes: Río de Janeiro a nombre de María Jesús Cobo y una dirección en el barrio de Lagoa; la dirección de un banco en Londres y debajo de un nombre novelesco, «2monstersgether», una dirección más, de un barrio de Newtown, en Edimburgo.
—Muchos amigos —expone la negra.
—Sí, muchos —responde afable Patricia.
—Espero que no esté la última en subirse a un aeroplano —continúa la negra, ahora sí equivocándose a propósito en la elección de palabras.
—No, tenemos un retraso —dice al final Patricia con la voz de niña educada que siempre emplea cuando quiere algo de alguien.
—Son treinta y dos dólares en total.
Patricia abre su bolso. Es bueno, pero sin marca, la negra observa. A todas las mujeres les interesa un bolso, concluye Patricia. El monedero también es muy bonito, japonés, tiene ganas de decirle. Extrae el cambio exacto. Patricia siempre tiene cambio exacto. Y se miran por última vez, la funcionaria dibujando una sonrisa que de inmediato se desdibuja y Patricia alejándose con un perfecto «Gracias, un placer», en castellano.
POPEA AL FONDO DEL MAR
Un fallo en el motor del avión de la aerolínea británica los ha terminado por sentar en la aerolínea española. Todas pertenecen a la misma alianza, bautizada como «One World». Nunca existe un solo mundo. O, a lo mejor, si colapsa este que conoce, sí que empiece a existir uno solo donde todo esté perfectamente relacionado. Una peripecia provocará otra y una catástrofe será seguida por otra y una salvación por la siguiente, y los milagros acumulándose para estallar en múltiples repeticiones. Todo está conectado, Patricia, le repite esa misma voz, mitad hombre, mitad mujer mayor. Como en un menú, una entrada es seguida por un principal y de final un postre. Nada puede variar algo tan sencillo.
No hay casi británicos en el pasaje, lo lógico a esperar en un avión Nueva York-Londres. La mayoría son españoles, cargados de bolsas de Abercrombie & Fitch que comentan con aspavientos lo tirado que está el dólar. Peor aún, seis o siete han reconocido a Alfredo, «Ostras, el tío que les da de comer bien a los americanos». Se han hecho fotos y ella se ha refugiado en su larga melena. Está demasiado bien vestida como para dejarse fotografiar por freakies de la gastronomía.
Tiene por delante seis, casi siete horas de vuelo para pensar en si finalmente saludará o no al grupo de colegas de su pareja, que no marido. Pero ahora no quiere darle vueltas a eso. Desea despedirse de la que ha sido su ciudad los últimos siete años. Las seis de la tarde en Nueva York. Aunque sea 14 de septiembre es ya de noche. Al frente está la Estatua de la Libertad, luminosamente verde, con un último saludo antes de entregarlos al Atlántico. El avión gira y poco a poco la isla se convierte en una película y Patricia recuerda una canción que escuchaban repetidamente en Brasil aquellas vacaciones en Río como embajadores de la nueva cocina española en Nueva York. Era de Eliana Printes, hablaba sobre gente muy enamorada, como ellos, y cantada en ese portugués que recuerda atardeceres larguísimos. Aunque no llegue a escucharla de verdad, la recuerda perfectamente sobre ese Manhattan que la despide. «Qué regalos te daría —comenzaba— para iluminar los malos pensamientos.» Y se gira hacia él, para verle y compartir la despedida y allí está, rodeado por esa frase: Alfredo. Tan bello. No puede evitarlo, siempre la misma frase, día o noche, año tras año, triunfo tras triunfo, como un sortilegio: Alfredo... tan bello.
—Tienes cara de estar pensando algo muy malo —le dice. Patricia se sonríe y toma su mano, se incorpora un poco y alcanza a besarlo en la mejilla. La nariz tan recta y el sonido de su respiración, fuerte sin ser áspero, y el olor de su piel, a nada más que a él, a Alfredo. El espacio entre la nariz y la boca es un surco amplio, caben dos, casi tres de sus dedos de mujer enamorada. Y luego los labios, prominentes, generosos.