Borja sirvió las copas relamiéndose y despojándose de los zapatos y extrayendo el frasquito color caramelo de la cocaína, un golpecito leve al apoyarlo en la mesa de vidrio con dos leones dorados sosteniéndola. Esa decoración que tienen las fotos de los pisos de lujo en las oficinas de ventas.
Borja se había quitado la ropa; era, en efecto, un Saturno devorador, como el cuadro de Goya. Patricia aceptó el
champagne
, el beso y la cucharita cargada de coca. En esa casa, lo sabía igual que le dolía el cuerpo por lo que hacía, había una señal para conseguir que el plan maestro fuera todavía más maestro.
Borja no le hacía el amor, la hurgaba, la agredía, con su mirada, con la lengua, con sus dedos, el miembro, la cucharita repleta de polvo blanco y ella pedía lo que siempre pedía: dejar de pensar y sin embargo seguir pensando. Él le decía cosas: «Sabía que eras así, me gusta estar con mujeres que me exigen, que me obliguen a hacerles daño, castígame, castígame todo lo que quieras luego, destrúyeme. Úsame.» Y lo repetía varias veces, el órgano convertido en algo muy grueso, fosforescente. «Úsame. Úsame. Úsame.»
Consiguió levantarse hacia la nevera. Todos los muebles, y electrodomésticos, de la cocina carecían de asas. Pulsó, pulsó, pulsó y de repente se abrió una luz potentísima.
Trascendida por ese faro del interior del frigorífico era una virgen moderna. Todo lo que había hecho, traiciones, amor y más traiciones, eran escalones de martirio para alcanzar una santidad. Santa Patricia de los corruptos. Santa Patricia de sí misma, la mujer atrapada en ansiedades y amor, en dígitos que trepan y ocultan precipicios. Santa Patricia de los infiernos por descubrir.
Cerró la puerta de la nevera, la luz se sostuvo brillantes segundos acariciando su rostro y devolviéndole la lozanía que la coca y la borrachera ensuciaran. La luz quería señalarle más cosas, allí, revoloteando sobre un montoncito de papeles al lado de tazas de café usadas. Una montañita de
post-its
casi sin pegamento. Separó uno y otro mientras la luz iniciaba su declive. Buscó con mayor rapidez hasta que vio la letra de Marrero, podría reconocerla aunque se hubiera metido siete gramos. «¡¡¡Recupera los platos cuadrados del Ovington!!!»
LA ESTACIÓN DE TREN DE FAMOSOS
En Cadogan Gardens Alfredo se movía como si siempre hubiera estado allí. Dejando su maleta al lado del armario en la habitación, desnudándose por el pasillo, haciéndole el amor en varios rincones, besándola y repitiendo palabras que no terminaban, esa nueva pregunta «¿Qué estamos haciendo?». Ni un solo comentario, hasta ahora, sobre los muebles. El
chester
de perfecto verde botella y exactísimo envejecimiento. Las sillas Reina María del comedor, la interminable mesa de madera carcomida y enrojecida. Las dos fotografías de LaChapelle en la cocina y el abstracto brasileño en el salón delante del inmenso ventanal. Nada de eso miraba Alfredo, para hacerle sentir que consideraba que todo seguía siendo prestado, aunque tuviera el nombre de los dos.
Patricia escribía cosas en su ordenador, como siempre. Alfredo estaba duchándose cuando lo vio claro. El iPod de Patricia. Allí donde había visto escrito Popea-Chanel la primera vez. Allí estaba todo, era un plan perfecto y él un elemento más. Quiso salir de la ducha y resbaló. Se aferró al toallero y pensó mejor sus acciones. No iba a denunciarla, no iba a castigarla. Era preferible seguir ejecutando órdenes. Después de todo, cualquier gran cocinero se encuentra al servicio de alguien, por más veces que aparezca en la tele, por mayores estrellas que obtenga y vea comer sus platos. Siempre hay alguien con el suficiente dinero para comprar tus servicios y hacerte cocinar lo que quiere. Por qué no aceptar que él y Patricia habían encontrado una buena fórmula. Él cocinaba, ella producía, en apariencia eso eran. Debajo, cualquiera que fuera el pantano que ocultaban, él no tenía que preocuparse, Patricia, por el momento, lo vigilaba y drenaba mucho mejor.
Decidió afeitarse, mirarse un largo rato al espejo. Había adelgazado, todo se le marcaba bajo la piel, todo menos los sesenta y cinco mil dólares de su trabajo y cualquiera que fuera la cantidad que había abonado por la fauna deforme y sin nombre de la Isla Prima. Patricia lo envolvió en un abrazo. Olían a algo nuevo y viejo. Un secreto, una mentira.
—He conocido a Mr. Gratis —dijo Patricia.
—Es verdad. Me lo ha dicho. Quiere escribir un libro sobre el Ovington.
Patricia se giró hacia su novio. Si desconfiaba de todo, por qué no reaccionaba ante su mención del verdadero rival.
—¡No me había dicho nada de eso!
—Tiene el editor, según él. Me imagino que se habrá follado a tu amiga modelo...
—Sí. —Patricia pensó que debería llamar a la Modelo para que la asistiera en la mentira—. Hay algo en los platos de Marrero, Alfredo.
—¿Cocaína? ¿Es que no vamos a parar de hacer disparates?
—Algo más comprometedor. Una nota, una factura...
—¿Dentro de un plato? Patricia, ¿te has vuelto loca? ¿Vas a echar una hoja de papel al barro y luego convertirla en plato? ¿Estás oyendo lo que tú misma dices? Te has drogado mucho en mi ausencia.
—No. He visto otras cosas.
Alfredo se incorporó para vestirse e ir al Ovington esa noche. Patricia fue hacia su vestidor y empezó a maquillarse allí. ¿Cómo pudieron introducir un documento en un plato sin que se disolviera en el horno a altísima temperatura? La vajilla tendría, fácilmente, más de trescientas piezas. Algunas expuestas, las que se emplearon la noche de la inauguración, y otras aún en cajas. ¿Sería de locos ponerse a buscar pieza a pieza.
Ovington era como una estación de tren de famosos. Gwyneth Paltrow hablaba en castellano con un periodista español que venía a cubrir el llamado «fenómeno culinario de la crisis». Patricia les saludaba guiñando un ojo. Si Alfredo levantase la cabeza de sus muslos de pato sobre hinojos y remolachas leería en los labios de la actriz americana que «la comida es muy importante, habla más de nosotros que lo que vestimos. España ha entendido eso como nadie y por eso hay talentos tan dispares como el Innombrable y Alfredo». En otra mesa hablaban del Innombrable dos cocineros, uno belga y el otro mexicano. Patricia nunca podía recordar el nombre del primero, confuso como también era su comida. Decían, y esto lo oyó la propia Patricia al pasar, que «el Innombrable acaricia la idea de cerrar su súper negocio y así hacerlo todavía más legendario». Y que al mismo tiempo, otro cocinero español había lanzado una campaña difamatoria contra los ingredientes que empleaba el Innombrable en su búsqueda por lo más nuevo.
Gwyneth vino a abrazarla y comentar el hallazgo de su blusa. Patricia le dio el nombre de la boutique, detrás del monumento de Marylebone, al lado de una tienda de uniformes. Compartir un secreto con Gwyneth contaba como milagro moderno. Igual que acostarse con alguien cercano a Marrero, igual que entender que la red que tejía para quedarse con todo el dinero la obligaba a soltar más y más hilo para que ningún fleco deshiciera el tramado. Pregunta va, pregunta viene. ¿Cómo se consigue introducir un papel dentro de un plato de porcelana? Gwyneth, ¿alguna vez te has hecho esa pregunta?
Miró el calendario, un diciembre que no terminaba jamás. ¿Desaparecería su manto de santa si no encontraba el papel dentro de los platos? Cerró los ojos y escuchó a la Higgins, le decía que Borja había tenido que marcharse a Madrid y luego a Valencia para las fiestas. Que le había dejado una nota, Patricia sintió el sobre deslizándose entre sus dedos. Agradeció de alguna manera a la Higgins y desapareció en el baño. No iba a meterse nada, le dolía la nariz, le dolían todos sus orificios desde aquella madrugada con Borja.
Tenía buena letra, mucho más precisa que cualquiera de sus movimientos exceptuando la penetración.
«Te dije que me usaras y no me daría igual si no me haces caso. Prefiero dejar el camino libre, pero amenazo con volver. Tengo una idea para un libro, servirá de coartada...» Patricia dejó de leer. Rompió muchas veces el estúpido sobre, lo tiró al agua y apretó la cisterna. Salió muy mareada. Joanie la tomó del brazo, Alfredo se alteró muchísimo, pensaba que se había pasado con la coca; iba a decirle cuatro cosas cuando la vio desmayarse y caer suavemente al suelo del baño.
Despertó rodeada de los mimos de Alfredo. Bajada de tensión, muchos nervios acumulados. Lo entendía, era todo por él, por lo que habían pasado juntos. Le había preparado la sopa de pollo que le gustaba, con los trocitos de pan fresco convirtiéndose en grumos y el leve sabor de los espárragos triturados. Te quiero, dijo ella, escuchándose más débil de lo que esperaba. Paremos todo esto, respondió él. No, no podemos, concluyó ella sorbiendo la ancha cuchara repleta de sopa. Alfredo aprovechó, muy lentamente, para describirle todo lo que sentía:
—Yo solo quería cocinar y tener un nombre, Patricia. A lo mejor la ecuación no era así. Bastaba solo con cocinar, porque nombre ya tengo, Alfredo Raventós, el hijo de un vendedor de salchichas en una hamburguesería de barrio alto. No te echo la culpa de que me hayas convertido en un arribista, porque no es así. Ha sido el tiempo que vivimos, esta puta cultura de la celebridad, de que todos podemos serlo por la más mínima y absurda de las razones. Pero no es de mi agrado ser célebre porque le serví la última cena al más grande estafador de la Historia. Me siento estúpido, como si hubiera ganado una lotería. Tú misma lo dices siempre, ganar la lotería trae mala suerte.
Los primeros días de enero fueron oscuros de principio a fin. El único destello de color fue la proclamación de Obama como 44.° Presidente de Estados Unidos de América. En el Ovington se reunieron los miembros de la Manada habituales y algunas de las celebridades británicas felices de celebrar algo diferente con los siempre diferentes españoles. Borja dejó escapar que la gente se aferraba a los Obama creyendo que por ser negros iban a blanquear el negro panorama. Patricia vio cómo los ingleses le reían la ocurrencia. No hay nada que divierta más a los supuestamente educados que un fácil juego de palabras.
—Para ti es fácil analizarlo todo un poco más, como has intentado tantas cosas, sabes de muchas cosas —le dijo Borja, creyendo que nadie les miraba.
—Te acercas demasiado.
—Porque quiero que sepan que estoy loco por ti.
—Quieres que te ayude a conseguir algo, eso es todo.
—¿Crees que ya formas parte de ellos? —empezó a decirle, señalando el grupo de dueños de galerías, directores de cine, estilistas de publicaciones, una directora de una revista de moda imitando a Anna Wintour, la Editora en mayúsculas de esa industria.
—No, jamás me creeré uno de ellos. No lo puedo evitar, educación austriaca. ¡Pragmatismo visceral!
—Pero lo quieres y lo tienes —insistió él, subiendo la voz.
—Todo lo que quieras, Borja, lo tienes que desear mucho para saber perderlo —sentenció, regresando hacia donde estaba Alfredo.
Dos días después de la proclamación, la Modelo había resbalado en su bañera con el secador en la mano. El enjambre de periodistas en la puerta de su casa se abrió como el Mar Rojo en
Los Diez Mandamientos
cuando Patricia, vestida con un sastre híper masculino, auténtico Saint Laurent, descendió del taxi seguida por Alfredo. Sin darse cuenta de si hacían bien o mal, se detuvieron ante los fotógrafos, más porque creaban una muralla delante de la puerta del domicilio que por desear posar. Patricia pensó que algo le quitaba energía. Y no era el luto. Quizá la desidia de Alfredo comenzaba a transmitirse. Habían pasado menos de diez días de su regreso de Nueva York y todavía no había dicho nada profundo, sentido, acerca de Cadogan Gardens. Seguramente le asqueaba pensar que lo habían pagado más con el dinero del Cliente o de la Isla Prima que con el éxito del Ovington, pero daba igual. Tenían un piso propio, decorado idóneamente en tiempo record. Los fotografiaban, los reconocían, Ovington no tenía una mesa libre hasta pasado el día de los enamorados.
Entraron a ese salón al que no había vuelto desde la noche en el Gherkin. Su primera noche en Londres, no habían pasado seis meses y lo que fuera escenario de amor y madrugones de falsos paraísos era un salón sin muebles, con la Modelo, judía, depositada en una caja de madera a ras de suelo. Una mujer muy delgada, el pelo largo y canoso, limpio pero sin ningún tipo de peinado, murmuraba palabras al lado. Patricia reconoció en la madre rasgos de la hija muerta.
—Me había hablado tanto de ti —dijo Cordelia—. Sabía que íbamos a conocernos y de inmediato sentiría un gran afecto —añadió en castellano.
Patricia se irguió. Había visto ese rostro en otra parte además de en la cara de la Modelo.
—Soy consultora de galerías, bueno, tuve una galería muy buena hasta hace seis años, cuando la crisis ya se sintió de golpe en nuestro sector. Conozco algo a tu abuela, Graziella van der Garde. Vendíamos cosas muy buenas de su colección.
¡Cómo podía existir esa conexión entre ella y la Modelo y enterarse ahora!
—Mi hija nunca demostró ningún interés en nada de lo que yo hacía —prosiguió Cordelia, siempre en castellano.
—¿Y cómo está mi abuela? —se le ocurrió preguntar.
—Habla de ti mucho. Lamenta que estéis tan distanciadas. Mi hija y yo apenas nos veíamos estos últimos años, apenas tuvimos tiempo de darnos algún consejo. No debes permitir que te haga el destino lo mismo a ti. —Cordelia hablaba un castellano sin reglas pero muy efectivo.
La entrada de Patricia había generado expectación, a la salida los reporteros y fotógrafos la llamaban «la reina española de la noche del Londres empobrecido». Alfredo se colocaba detrás de ella. Un Rolls azul celeste apenas podía moverse en la estrecha calle. «ELLA», Kate Moss, hacía su aparición, rápida, menuda, los ojos de pantera mirando sin detenerse en nada ni nadie. Fue hacia el cuerpo en el suelo y depositó sus flores. Patricia se compadeció y decidió acercarse. Terminaron por llorar brevemente una sobre el hombro de la otra. «ELLA» alabó el atuendo de Patricia y le comentó que había comprado en una subasta reciente el «mítico», así lo llamó, Saint Laurent que tiene bordado en el frente una silueta femenina en rosa chicle. Patricia estuvo a punto de decirle que su
grandma
Graziella tenía otro original, pero, como siempre delante de poderosos, decidió callar. «ELLA» estudió profesionalmente a Alfredo, que inclinó su cabeza y extendió su brillante sonrisa. «You two are much too perfect», sentenció. Patricia estuvo a punto de decirle que en el inicio de su relación los veían como a «ELLA» con Johnny Depp, solo que considerablemente más altos. La modelo de modelos preguntó sobre el Ovington, había oído cosas maravillosas de los platos. Conocía al Innombrable, pero no podía recordar nada de lo que había comido en su restaurante. Patricia le instó a venir. En el camino de regreso al restaurante, Alfredo alabó la habilidad en las relaciones públicas de su novia.