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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

Dos velas para el diablo

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Una batalla mucho más antigua que el ser humano parece tener, al fin, un claro vencedor. Pero en los albores del siglo XXI, Cat, la hija de un ángel, está dispuesta a desafiar a los mismos demonios con tal de vengar el asesinato de su padre.

Laura Gallego García

Dos velas para el diablo

ePUB v1.1

Mística
25.04.12

Colabora Aytza

Título original:
Dos velas para el diablo

Laura Gallego García

Portada retocada/diseñada por: Mística

Hoy día,

ya nadie cree en los ángeles.

Sin embargo,

hay gente que sí cree en los demonios.

Pero los ángeles existen

y han existido siempre.

¿Que cómo lo sé?

Porque mi padre era uno de ellos.

El problema es que,

cuando los ángeles te dan la espalda,

¿en quién puedes confiar?

Capítulo I

H
OY
día, la gente ya no cree en los ángeles. Bueno, hay quien piensa que son seres de luz que están aquí para ayudarnos y que, si les rezas de una determinada manera, te ayudarán a encontrar novio, a que te toque la lotería o a curarte las hemorroides. Pero eso no es creer en los ángeles.

Yo me refiero a los de la Biblia, los mensajeros de Dios. Ángeles como Miguel, que expulsó a los demonios del cielo. Como Uriel, que guardaba las puertas del paraíso armado con una espada de fuego, para desgracia de Adán y Eva. O como Metatrón, que tiene nombre de robot de anime japonés, pero que en realidad es el Rey de los Ángeles, el más poderoso de todos.

Ya nadie cree en esos ángeles. Dicen que son mitología, pero lo que ocurre en realidad es que están pasados de moda.

Sin embargo, hay gente que sí cree en los demonios. Y no los culpo. Basta con mirar a nuestro alrededor para ver lo mal que va el mundo. O aún más sencillo: basta con ver las noticias.

En el telediario da la sensación de que todo lo que sucede es malo. Resulta difícil creer en Dios, o en los ángeles, ante las imágenes de una guerra, una epidemia, una catástrofe natural… Es fácil creer que el demonio existe y que el infierno está mucho más cerca de lo que parece. Pero eso no es justo. Vale, claro que pasan todas esas cosas malas, pero eso no es toda la verdad. También ocurren cosas buenas. Todos los días. Pero tendemos a ignorarlas.

Supongo que nos dan más morbo las cosas malas, las imágenes de violencia. Nos hacen sentir seguros en nuestras casas y cómodos en nuestras vidas, o nos hunden en la miseria y nos reafirman en nuestra creencia de que el mundo es una mierda.

Eso hace que la tarea de los ángeles sea mucho más difícil de lo que debería ser. Ya es bastante chungo tratar de arreglar este mundo como para que encima la gente no solo no valore tu trabajo, sino que ni siquiera crea que existes.

Porque los ángeles existen… y han existido siempre.

¿Que cómo lo sé?

Porque mi padre era uno de ellos.

Me llamo Cat.

En realidad, me llamo Caterina. Es el nombre que me puso mi madre al nacer, aunque no llegué a conocerla. Mi padre no hablaba mucho de ella, tal vez porque le producía demasiada pena. El dato acerca de mi nombre es una de las pocas cosas que logré sonsacarle, y quizá por eso tiene tanta importancia para mí.

De pequeña, me encantaba el nombre de Caterina. Lo encontraba fino, elegante, muy femenino. Un nombre adecuado para una señorita. A veces, cuando pasábamos por delante de uno de esos colegios pijos donde las niñas van vestidas de uniforme, me quedaba mirándolas y soñaba con ser como ellas, con tener amigas, vivir en una casa elegante, llevar ropa bonita y jugar con
barbies
. Sí, como lo oís: de pequeña quise tener una
Barbie
. En mi defensa alegaré que entonces era muy cría y que estaba cansada de la vida errante que llevábamos mi padre y yo, siempre andando de un lado para otro, sin poder echar raíces en ninguna parte.

Por eso me gustaba que me llamaran Caterina. Me parecía que era un nombre que encajaba muy bien con el tipo de vida que yo quería llevar. En cambio, mi padre me llamaba siempre Cat, y me daba mucha rabia. Recuerdo que discutía mucho con él por eso. O, mejor dicho, la que se enfadaba y discutía era yo. Mi padre se limitaba a mirarme con esa sonrisa suya y a revolverme el pelo con cariño. Y seguía llamándome Cat, porque, según decía, cuando me levanto por las mañanas, me restriego los ojos y bostezo como un gatito.

Ahora que él ha muerto, ya no quiero ser Caterina nunca más. Ahora, para honrar su memoria, voy a ser siempre Cat.

En teoría, los ángeles no pueden morir. Se supone que ni siquiera tienen cuerpo, que son espíritus puros que están en el mundo desde mucho antes de que el ser humano fuese creado.

Y es verdad. Lo que pasa es que a veces se transubstancian. O, dicho en otras palabras, se materializan, se crean un cuerpo, normalmente humano, para poder interactuar con nosotros, que para eso somos supuestamente los seres más perfectos de la creación, después de ellos, claro.

En tiempos pasados, los ángeles podían transubstanciarse y regresar al estado espiritual con facilidad, como si se despojaran de una ropa vieja que ya no necesitan. Pero, de pronto, empezaron a tener problemas. Se sentían débiles, sin fuerzas. Como si se les estuvieran agotando las pilas, si entendéis lo que quiero decir. Y llegó un momento en que ya no fueron capaces de abandonar sus cuerpos humanos. Se quedaron atrapados en ellos para siempre.

Nadie sabe por qué pasa esto. Tampoco sabe nadie por qué Dios no hace nada al respecto.

Porque lleva mucho tiempo sucediendo. Y cuando digo mucho tiempo, me refiero a siglos. A estas alturas, ya no quedan ángeles en estado espiritual. Todos están prisioneros de sus cuerpos humanos.

Ese era el caso de mi padre.

Sin embargo, ni siquiera en ese estado corpóreo puede morir un ángel, y mucho menos un demonio. A ellos no les afectan las mismas cosas que a nosotros. No envejecen, no enferman y sus heridas se curan muy rápidamente. Excepto las heridas del alma, claro.

En teoría solo hay algo físico capaz de matar a un ángel o a un demonio. ¿Recordáis la espada de fuego de Uriel que mencionaba antes? Pues eso.

Cada ángel, sea un ángel bueno o un ángel caído, tiene su propia espada. Al principio de los tiempos, supongo yo, esto no era necesario. Pero luego Lucifer se rebeló y hubo que combatirlo de algún modo. Dicen algunos que fue Miguel quien inventó las espadas, y que luego Lucifer se apropió de la idea. Los demonios, en cambio, juran que las espadas las inventaron ellos, y que los ángeles los plagiaron. En fin, no importa quién fuera el primero. El caso es que las espadas existen desde entonces.

No son exactamente espadas de fuego, aunque supongo que a los primeros humanos debió de parecerles tan impresionante la espada de Uriel que la recordaron de esa forma. Tampoco es exactamente una espada de luz al estilo jedi. Pero por ahí andan los tiros.

Las espadas angélicas son de un material que realmente no es de este mundo. Están hechas de la esencia angélica vuelta del revés y solidificada. O, por decirlo de otro modo, de una especie de anti-esencia angélica. Como el negativo de una fotografía.

Esas espadas no fueron inventadas para dañar a los humanos ni a ningún otro ser de la creación. Son las armas que utilizan ángeles y demonios en la lucha que llevan manteniendo desde el principio de los tiempos. Las únicas armas capaces de matarlos y las únicas permitidas en la guerra. Claro que los demonios suelen hacer bastantes trampas con respecto a este último punto, como siempre. Para eso son demonios.

Sin embargo, debo decir que a mi padre lo mataron a la manera tradicional: con una auténtica espada demoníaca.

Cuando murió, dejó atrás su propia espada. En teoría, los humanos no pueden blandir una espada como esa, pero no en vano yo soy su hija. De modo que ahora me pertenece.

Y voy a utilizarla para vengar su muerte. Encontraré al demonio que lo asesinó, y lo mataré con mis propias manos.

A estas alturas, seguro que pensaréis que estoy como una cabra. Me preguntaréis que cómo estoy tan segura de que mi padre fuera un ángel. La respuesta es que lo sé porque él me lo dijo. Y no, no le vi nunca las alas. No me hacía falta.

Las alas de los ángeles no son de plumas de verdad. Son parte de su esencia. Son invisibles e intangibles, pero están ahí. Me figuro que si hubieseis podido verle el aura a mi padre, las habríais localizado en su espalda, como dos cascadas de luz. Pero no hay muchas personas capaces de ver el aura de la gente, y yo no soy una de ellas. Y supongo que vosotros tampoco.

Mi padre era diferente. Se hacía llamar Ismael, pero su verdadero nombre era Iah-Hel, y era la persona más tranquila y apacible que he conocido jamás. Adoraba a toda criatura viviente, desde los microbios hasta las ballenas. Incluyendo mosquitos, cucarachas, serpientes y toda clase de bichejos desagradables. Y lo mismo sucedía con las plantas. Él decía que todo era parte de la creación divina y, por tanto, todo era perfecto. Incluso las cucarachas. Mi padre era capaz de asumir con toda naturalidad las ideas más complejas y más novedosas, y al mismo tiempo quedarse extasiado con el vuelo de una mariposa. Mi padre amaba el mundo. Con todas sus consecuencias.

Por eso solía estar siempre triste.

Mi padre pertenecía a una de las clases inferiores de ángeles. Nada que ver con los coros, los serafines o las potestades. Iah-Hel era un ángel del montón, de los del nivel más bajo. Los más poderosos están siempre contemplando el rostro de Dios, allá en el cielo, o donde quiera que estén. Los ángeles como mi padre, por el contrario, tienen como misión permanecer en la Tierra, cuidando y manteniendo la creación. Esa es su función, para eso están aquí.

Y ese es el problema: que de la creación de Dios poco queda ya. Los seres humanos nos estamos cargando el planeta, y los ángeles no pueden hacer nada al respecto porque se supone que los humanos también formamos parte de la creación, y por tanto deben protegernos y mantenernos como especie. Aunque les estemos saboteando y en el fondo algunos piensen que ojalá nos exterminemos unos a otros de una vez. ¿Entendéis el dilema?

Y por eso mi padre siempre estaba triste. Era testigo de la progresiva destrucción de la creación de Dios y no podía hacer nada al respecto. Como muchos otros ángeles, se sentía perdido y desconcertado.

Supongo que por eso viajábamos tanto. Supongo que él, de algún modo, deseaba poder pedirle explicaciones a Dios.

Y esperaba encontrarlo en los lugares donde la creación todavía permanecía virgen. Así que me llevó por medio mundo, desde los bosques nórdicos a las estribaciones del Himalaya.

Qué emocionante, pensaréis. Ja, ja. A nadie le hace gracia que se lo coman los mosquitos, pasar la noche en pleno bosque bajo una lluvia torrencial o pelarse de frío trotando detrás de un sherpa malhumorado. Os aseguro que eso no es nada divertido.

El caso es que mi padre nunca llegó a encontrar lo que andaba buscando. Murió en una gasolinera junto a una autopista polaca. Yo fui al servicio un momento (porque esa es otra: él no necesitaba comer, ni dormir, ni ir al baño, pero yo sí) y, cuando regresé, lo encontré muerto sobre un charco de grasa.

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