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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

Dos velas para el diablo (8 page)

BOOK: Dos velas para el diablo
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No tardo mucho en comprobar que el demonio se ha marchado del local.

Estoy cansada, y me siento demasiado humillada como para seguir buscando. Necesito salir de aquí, pero ya.

Mientras camino por las calles de la ciudad, tratando de orientarme, me pregunto qué estaré haciendo mal. Me pregunto si algún día lograré vengar a mi padre o, al menos saber por qué le mataron. Quizá Jeiazel tuviera razón y no debo acercarme a los demonios, quizá no soy rival para ellos. Pero, si ni siquiera los ángeles quieren ayudarme, ¿qué se supone que debo hacer?

Estoy perdida, y el hostal está muy lejos. Es demasiado tarde como para coger un metro. Es demasiado tarde para muchas cosas.

Cuando por fin consigo alcanzar el hostal y derrumbarme sobre la cama, agotada, son casi las cuatro de la mañana. A pesar de lo tarde que es, decido darme una ducha rápida en el cuarto de baño del pasillo; me gano reproches y gruñidos varios de los huéspedes a los que he despertado, pero no hago caso. Me deslizo de nuevo hasta mi habitación y, justo cuando me meto en la cama, se me ocurre que podría haber regresado en taxi.

Qué queréis que os diga. Una no está acostumbrada a esa clase de lujos.

Capítulo IV

H
AY
alguien en mi habitación.

Es lo primero que pienso cuando abro los ojos, apenas un momento después de haber caído dormida como un tronco. Me incorporo un poco sobre la cama, alerta. Alargo la mano para coger la espada, que he dejado en el suelo, cerca de la cabecera. Mi cerebro me avisa de que huele peligro, con todas las luces de colores imaginables.

Pero está demasiado oscuro como para ver algo.

—Estoy aquí —señala amablemente una voz conocida, una voz que estoy empezando a desear no haber escuchado jamás.

Enciendo la lamparita que hay junto a la cama. La bombilla tiene una potencia mínima, pero da luz a la habitación y me permite localizar una sombra oscura acomodada sobre la silla del rincón.

—¿¡Qué haces aquí!? —chillo al reconocer al demonio del garito.

—Baja la voz —replica él, y basta con que me lo ordene para que calle inmediatamente—. Vas a despertar a todo el mundo.

Mis neuronas están en estado de shock, pero aun así se esfuerzan heroicamente por conectar ideas. Me ha seguido. Me ha encontrado. Y ahora, descubro de pronto, ahora sí trae su espada. Me va a matar.

Se levanta de la silla y da unos pasos hacia mí. Levanto la mía con torpeza. Eh, no es fácil blandir una espada cuando estás sentada en la cama y a la vez tratando de taparte con la sábana (no es que lleve un pijama sexy; como ya os he contado, suelo dormir con una camiseta cutre, pero no creo que eso detenga a un demonio si tiene ganas de marcha).

Pero su espada continúa envainada. Y, para mi sorpresa, me tiende la mano.

—Quiero ayudarte —dice.

—¡Ja! —le suelto por toda respuesta, estupefacta.

Retira la mano. No sé si está molesto o divertido.

—¿Qué? ¿No era eso lo que querías?

—Tenía sentido que quisieras ayudarme cuando mi espada apuntaba a tu oscuro corazón, maldito hijo de Satanás —replico—. Lo que no tiene sentido es que vengas ahora y me tiendas la mano, como si nada. ¿Te crees que soy tonta? ¿Qué es lo que tramas?

El demonio sonríe y acepta mi desconfianza con naturalidad. Supongo que, si eres un demonio, estarás acostumbrado a que la gente no se fíe de ti. Sobre todo porque los ángeles ya se han encargado de repetir esta máxima a todas las generaciones humanas, a lo largo de los siglos: nunca, jamás, pase lo que pase, confíes en un demonio.

Así que sigo con mi espada en alto, mirándolo con cara de malas pulgas. No le pierdo de vista cuando vuelve a sentarse en la silla y dice con tranquilidad:

—Después de separarnos he recibido una visita inesperada. Alguien ha venido a verme, alguien que me había visto hablando contigo y quería saber por qué.

—¿Una novia celosa? —aventuro con sarcasmo, pero bajo un poco la espada.

—Uno de los míos. Alguien que, en efecto, te viene siguiendo.

Mi corazón se acelera a causa del miedo.

—¿Quién? —pregunto tratando de parecer más tranquila de lo que estoy en realidad—. ¿Quién me sigue?

El demonio se encoge de hombros.

—No lo sé, porque no le conozco. Lo que sí puedo decirte es que no era más que un esbirro, un demonio menor, tras el que probablemente se oculta alguien más poderoso. En cualquier caso, te vigilan, eso es seguro: quería saber qué me has dicho y qué te he dicho. Y me ha ordenado que no me acerque a ti.

Ahora sí que me he perdido.

—Y por eso has vuelto a acercarte a mí —replico, intentando ver dónde está la lógica de sus actos.

—Exactamente.

Frunzo el ceño y vuelvo a levantar la espada.

—Bueno, pues yo no quiero que te acerques a mí, y menos cuando estoy durmiendo: da muy mal rollo. Así que ya te puedes ir largando.

Sonríe con suficiencia.

—Pequeña humana, ya te dije que no eres quién para darme órdenes. Voy a donde me da la gana. Y si me da la gana entrar en tu habitación para hablar contigo, voy a hacerlo, y tú no vas a tener más remedio que escuchar.

Me gustaría tener algo que decir al respecto; pero lamentablemente sé, con cada fibra de mi ser, que tiene razón.

—Bien, pues habla, y luego, lárgate —le ladro intentando mantener un poco de dignidad.

—No eres más que una humana —señala—. La hija de un ángel, y, además, un ángel menor. Tienes razón: nadie debería tomarse tantas molestias por ti. En principio, eso no me concierne ni me importa lo más mínimo: como si te cogen los satánicos, te sacan las tripas y te arrancan la piel. Me da exactamente igual.

»Lo que ya no me gusta nada es que el siervo de un demonio menor venga a darme órdenes. Si alguien pretende prohibirme algo, por lo menos quiero saber por qué.

Aja, esto ya va encajando mejor.

Los demonios son caóticos por naturaleza. Los ángeles cumplen sus propias leyes, y los que no eran capaces de cumplirlas se las veían con la espada de Raguel, pero los demonios ni siquiera tienen leyes, porque les resulta imposible obedecerlas. Está en su esencia. Así que basta con que le ordenes algo a un demonio para que haga exactamente lo contrario, y solo por fastidiar.

La única forma de hacer que un demonio obedezca es acompañar la orden de una amenaza lo bastante intimidatoria. En la jerarquía angélica, los individuos más poderosos lo son en virtud de su rango. Un serafín tiene una categoría superior a la de un arcángel, así que el arcángel le obedecerá por el simple hecho de ser un serafín. En las
      
jerarquías demoníacas sucede al contrario. La gente no obedece al poderoso porque tenga un rango superior. El poderoso tiene un rango superior debido a que es lo bastante imponente como para que lo obedezcan. Y Lucifer es el más poderoso de todos porque es el que más miedo da, así de sencillo.

Aunque tengo entendido que, de vez en cuando, hay algún demonio que le pierde el respeto y monta una conspiración. Lo cierto es que a día de hoy, que yo sepa, ninguna de esas conspiraciones ha llegado a ninguna parte, porque Lucifer sigue siendo el jefe supremo y nadie ha podido derrotarle. Por lo visto, sí que ha habido movimiento en los escalafones más altos de la cúpula demoníaca. Uno nunca sabe si Astaroth es el número dos o lo es Belcebú, o Belial, o algún otro de los grandes generales de las legiones del infierno. Siempre están pugnando entre ellos para ser un poco más poderosos, pero esas peleas nunca llegan lo bastante lejos como para expulsar a Lucifer del trono demoníaco.

Así que las conspiraciones son el pan de cada día en el mundo de los demonios. Quizá por eso, este que se ha colado en mi cuarto viene a ofrecerme su ayuda con toda naturalidad. Pero, aun así, no deja de resultarme sospechoso.

—Y dime… —insinúo—, si era tan obvio que no cumplirías esas órdenes, ¿por qué se molestaron en dártelas?

El demonio se encoge de hombros.

—Suele suceder que los de más arriba están demasiado ocupados en sus asuntos como para hacer las cosas como toca. De cualquier modo, ningún demonio se interesaría por una humana a no ser que se estuviese cociendo algo gordo detrás. Y créeme… si hay algo gordo, yo quiero saber qué es.

Sus ojos relucen de forma siniestra en la penumbra. No es que confíe en él, pero le creo.

—¿Puedes averiguar quién mató a mi padre?

—Puedo intentarlo —asiente, y se levanta otra vez—. Quiero que mañana, al atardecer, vayas al parque del Retiro, y que me esperes allí, bajo la estatua del Ángel Caído. Deberás ir sola y sin tu espada.

Pero ¿qué se ha creído?

—Ya, ¿y qué más? ¿Me has tomado por tonta o qué?

Se vuelve para mirarme, con una media sonrisa.

—Yo estaré allí, y puede que traiga noticias de tu padre. Sabes que no te miento.

Es cierto; se los acusa de mentirosos, pero la verdad es que los demonios no suelen mentir. No les hace falta, porque saben cómo sacar provecho de todos los pactos igualmente. Lo miro con desconfianza y me pregunto dónde está la trampa. Si quisiera matarme o capturarme, lo habría hecho ya.

—No tienes por qué hacer todo lo que te digo, naturalmente —dice él—. Pero si lo haces, puede que obtengas lo que buscas. Tú decides.

Maldito libre albedrío.

—No te prometo nada —gruño.

Sonríe otra vez.

—Hasta mañana, entonces —se despide.

—¡Espera, demonio! —lo retengo, y entonces caigo en la cuenta de que ni siquiera sé su nombre—. ¿Cómo te llamas?

Me dirige otra de sus sonrisas sesgadas.

—Angelo —responde.

—Ah, venga ya.

—En serio. —Sus ojos brillan en la oscuridad, divertidos—. Hasta mañana, Cat. Nos veremos cuando caiga el sol.

La luz se apaga de repente. Cuando la enciendo de nuevo, Angelo ya se ha marchado, y nada en la habitación indica que haya recibido la visita de un demonio. Ni olor a azufre, ni cortinas quemadas, ni símbolos extraños pintados en el suelo. En realidad, ese tipo de chorradas las popularizaron los satánicos, es decir, los humanos adoradores del diablo.

Los verdaderos demonios son mucho más discretos.

Y, por lo que acabo de comprobar, tienen un sentido del humor muy retorcido.

Angelo.

Normalmente, los demonios no revelan su verdadero nombre, ni siquiera ante los suyos, a no ser que sean realmente muy poderosos y no tengan a nadie a quien temer. Pero los demonios del montón suelen tener un alias, un nombre humano, que utilizan para mezclarse con los mortales y con el que se sienten tan cómodos como con su nombre verdadero, al que también llaman a veces «nombre antiguo» y suele ser el que aparece en los tratados demoníacos o ha dejado huella en nuestra mitología.

Pero ¿qué clase de demonio escogería cómo alias el nombre de sus enemigos?

Todavía temblando, vuelvo a acurrucarme en la cama. Nada más taparme con la manta, caigo en la cuenta de otra cosa.

No le he dicho mi nombre. ¿Cómo lo sabía?

Pues, en fin… ya estoy aquí.

He salido pronto del hostal, donde he pasado casi todo el día (cuando una ha vivido siempre a salto de mata, desarrolla un curioso instinto que le lleva a no querer alejarse mucho de cualquier lugar con un techo y una cama), y he repasado todo lo que sé acerca de los demonios, en particular, de los demonios jóvenes.

Lo de «jóvenes» es un decir. Tal vez los orígenes de Angelo se remonten a los tiempos en que los humanos aún no caminábamos erguidos, y eso, para un demonio, es ser joven. Recordad que la Caída, si es que realmente se produjo, data del albor de los tiempos. Incluso puede que sucediera cuando la vida aún no había salido del mar.

Si me paro a pensarlo, lo cierto es que se trata de una idea que quita la respiración. Muy probablemente, mi padre asistió al auge y extinción de los dinosaurios. Sus ojos debieron de haber contemplado tantísimas cosas, catástrofes y maravillas, horrores y misterios…

Demasiadas cosas. No es de extrañar que hubiera olvidado la mayor parte de todo eso.

Me pregunto si queda en alguna parte alguien —ángel o demonio— que sea capaz de recordarlo.

La mayor parte de los ángeles jóvenes son tan viejos como la Humanidad, por lo que deduzco que los demonios también, y que Angelo debe de ser uno de esos.

Por eso, para los humanos, los demonios jóvenes son los más peligrosos. Han madurado con nosotros, nos han visto evolucionar como especie. Y eso significa que nos han prestado más atención que los demonios antiguos, que ya habían visto florecer y morir millones de especies cuando el primer humano fabricaba su primera herramienta.

Y como nos han observado con mayor interés, nos conocen bien. Demasiado bien.

Lo sé, lo sé. No soy tan engreída como para pensar que yo misma estoy a salvo en una cita con un demonio. Soy consciente de que no puedo soñar con llegar a sostener la sartén por el mango en ningún momento. Sé que si he decidido venir, no es porque sea la mejor idea del mundo. Sé que hay carteles luminosos de «Peligro» en todos los recodos del camino.

Pero también hay otras dos cosas que sé acerca de los demonios jóvenes como Angelo.

1)Que son capaces de interactuar con nosotros con mucha más naturalidad que los demonios ancianos. Nos observan, sí, pero también nos hablan, a veces hasta nos escuchan, y pueden colaborar con un humano si eso favorece a sus intereses. Así que la idea de que Angelo quiera realmente echarme un cable —aunque tenga sus propias y retorcidas razones, que no tengan nada que ver con el altruismo— no es tan descabellada, después de todo.

2)Que los demonios jóvenes aún no han perdido la curiosidad. Los más antiguos han visto y han olvidado tantas cosas que prácticamente nada de lo que pueda ofrecerles el mundo despierta su interés. Pero a los jóvenes les encanta nuestro mundo y, lo más importante, algunos todavía creen que es posible destronar a Lucifer, por lo que las conspiraciones y las luchas por el poder les llaman mucho la atención.

Por supuesto, todo esto no son más que conjeturas. Por encima de todo está el hecho de que un demonio me ha citado en este mismo lugar, y solo alguien muy loco o muy idiota acudiría a su encuentro conscientemente.

Exacto, lo habéis adivinado: me siento como una completa idiota.

Pero por alguna parte tengo que empezar. Estoy cansada de dar palos de ciego, y en algún momento tenía que tratar de infiltrarme en el mundo de los demonios. Lo sabía cuando decidí tratar de averiguar quién mató a mi padre. Sabía que llegaría la hora de dar el paso, y que muy probablemente no saldría con vida.

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