Drácula (11 page)

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Authors: Bram Stoker

Tags: #Clásico, Fantástico, Terror

BOOK: Drácula
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29 de junio.
Hoy es la fecha de mi última carta, y el conde ha dado los pasos necesarios para probar que es auténtica, pues otra vez lo he visto abandonar el castillo por la misma ventana y con mi ropa. Al verlo deslizarse por la ventana, al igual que una lagartija, sentí deseos de tener un fusil o alguna arma letal para poder destruirlo; pero me temo que ninguna arma manejada solamente por la mano de un hombre pueda tener algún efecto sobre él. No me atreví a esperar por su regreso, pues temí ver a sus malvadas hermanas. Regresé a la biblioteca y leí hasta quedarme dormido.

Fui despertado por el conde, quien me miró tan torvamente como puede mirar un hombre, al tiempo que me dijo:

—Mañana, mi amigo, debemos partir. Usted regresará a su bella Inglaterra, yo a un trabajo que puede tener un fin tal que nunca nos encontremos otra vez. Su carta a casa ha sido despachada; mañana no estaré aquí, pero todo estará listo para su viaje. En la mañana vienen los gitanos, que tienen algunos trabajos propios de ellos, y también vienen los eslovacos. Cuando se hayan marchado, mi carruaje vendrá a traerlo y lo llevará hasta el desfiladero de Borgo, para encontrarse ahí con la diligencia que va de Bucovina a Bistritz. Pero tengo la esperanza de que nos volveremos a ver en el castillo de Drácula.

Yo sospeché de sus palabras, y determiné probar su sinceridad. ¡Sinceridad! Parece una profanación de la palabra en conexión con un monstruo como éste, de manera que le hablé sin rodeos:

—¿Por qué no puedo irme hoy por la noche?

—Porque, querido señor, mi cochero y los caballos han salido en una misión.

—Pero yo caminaría de buen gusto. Lo que deseo es salir de aquí cuanto antes.

Él sonrió, con una sonrisa tan suave, delicada y diabólica, que inmediatamente supe que había algún truco detrás de su amabilidad; dijo:

—¿Y su equipaje?

—No me importa. Puedo enviar a recogerlo después.

El conde se puso de pie y dijo, con una dulce cortesía que me hizo frotar los ojos, pues parecía real:

—Ustedes los ingleses tienen un dicho que es querido a mi corazón, pues su espíritu es el mismo que regula a nuestros
boyars
: «Dad la bienvenida al que llega; apresurad al huésped que parte». Venga conmigo, mi querido y joven amigo. Ni una hora más estará usted en mi casa contra sus deseos, aunque me entristece que se vaya, y que tan repentinamente lo desee. Venga.

Con majestuosa seriedad, él, con la lámpara, me precedió por las escaleras y a lo largo del corredor. Repentinamente se detuvo.

—¡Escuche!

El aullido de los lobos nos llegó desde cerca. Fue casi como si los aullidos brotaran al alzar él su mano, semejante a como surge la música de una gran orquesta al levantarse la batuta del conductor. Después de un momento de pausa, él continuó, en su manera majestuosa, hacia la puerta. Corrió los enormes cerrojos, destrabó las pesadas cadenas y comenzó a abrirla.

Ante mi increíble asombro, vi que estaba sin llave. Sospechosamente, miré por todos los lados a mi alrededor, pero no pude descubrir llave de ninguna clase.

A medida que comenzó a abrirse la puerta, los aullidos de los lobos aumentaron en intensidad y cólera: a través de la abertura de la puerta se pudieron ver sus rojas quijadas con agudos dientes y las garras de las pesadas patas cuando saltaban. Me di cuenta de que era inútil luchar en aquellos momentos contra el conde. No se podía hacer nada teniendo él bajo su mando a semejantes aliados. Sin embargo, la puerta continuó abriéndose lentamente, y ahora sólo era el cuerpo del conde el que cerraba el paso.

Repentinamente me llegó la idea de que a lo mejor aquel era el momento y los medios de mi condena; iba a ser entregado a los lobos, y a mi propia instigación. Había una maldad diabólica en la idea, suficientemente grande para el conde, y como última oportunidad, grité:

—¡Cierre la puerta! ¡Esperaré hasta mañana!

Me cubrí el rostro con mis manos para ocultar las lágrimas de amarga decepción.

Con un movimiento de su poderoso brazo, el conde cerró la puerta de golpe, y los grandes cerrojos sonaron y produjeron ecos a través del corredor, al tiempo que caían de regreso en sus puestos. Regresamos a la biblioteca en silencio, y después de uno o dos minutos yo me fui a mi cuarto. Lo último que vi del conde Drácula fue su terrible mirada, con una luz roja de triunfo en los ojos y con una sonrisa de la que Judas, en el infierno, podría sentirse orgulloso.

Cuando estuve en mi cuarto y me encontraba a punto de acostarme, creí escuchar unos murmullos al otro lado de mi puerta. Me acerqué a ella en silencio y escuché. A menos que mis oídos me engañaran, oí la voz del conde:

—¡Atrás, atrás, a vuestro lugar! Todavía no ha llegado vuestra hora. ¡Esperad! ¡Tened paciencia! Esta noche es la mía. Mañana por la noche es la vuestra.

Hubo un ligero y dulce murmullo de risas, y en un exceso de furia abrí la puerta de golpe y vi allí afuera a aquellas tres terribles mujeres lamiéndose los labios. Al aparecer yo, todas se unieron en una horrible carcajada y salieron corriendo.

Regresé a mi cuarto y caí de rodillas. ¿Está entonces tan cerca el final? ¡Mañana! ¡Mañana! Señor, ¡ayudadme, y a aquellos que me aman!

30 de junio, por la mañana.
Estas pueden ser las últimas palabras que jamás escriba en este diario. Dormí hasta poco antes del amanecer, y al despertar caí de rodillas, pues estoy determinado a que si viene la muerte me encuentre preparado.

Finalmente sentí aquel sutil cambio del aire y supe que la mañana había llegado.

Luego escuché el bien venido canto del gallo y sentí que estaba a salvo. Con alegre corazón abrí la puerta y corrí escaleras abajo, hacia el corredor. Había visto que la puerta estaba cerrada sin llave, y ahora estaba ante mí la libertad. Con manos que temblaban de ansiedad, destrabé las cadenas y corrí los pasados cerrojos.

Pero la puerta no se movió. La desesperación se apoderó de mí. Tiré repetidamente de la puerta y la empujé hasta que, a pesar de ser muy pesada, se sacudió en sus goznes. Pude ver que tenía pasado el pestillo. Le habían echado llave después de que yo dejé al conde.

Entonces se apoderó de mi un deseo salvaje de obtener la llave a cualquier precio, y ahí mismo determiné escalar la pared y llegar otra vez al cuarto del conde.

Podía matarme, pero la muerte parecía ahora el menor de todos los males. Sin perder tiempo, corrí hasta la ventana del este y me deslicé por la pared, como antes, al cuarto del conde. Estaba vacío, pero eso era lo que yo esperaba. No pude ver la llave por ningún lado, pero el montón de oro permanecía en su puesto. Pasé por la puerta en la esquina y descendí por la escalinata circular y a lo largo del oscuro pasadizo hasta la vieja capilla. Ya sabía yo muy bien donde encontrar al monstruo que buscaba.

La gran caja estaba en el mismo lugar, recostada contra la pared, pero la tapa había sido puesta, con los clavos listos en su lugar para ser metidos aunque todavía no se había hecho esto. Yo sabía que tenía que llegar al cuerpo para buscar la llave, de tal manera que levanté la tapa y la recliné contra la pared; y entonces vi algo que llenó mi alma de terror. Ahí yacía el conde, pero mirándose tan joven como si hubiese sido rejuvenecido pues su pelo blanco y sus bigotes habían cambiado a un gris oscuro; las mejillas estaban más llenas, y la blanca piel parecía un rojo rubí debajo de ellas; la boca estaba más roja que nunca; sobre sus labios había gotas de sangre fresca que caían en hilillos desde las esquinas de su boca y corrían sobre su barbilla y su cuello. Hasta sus ojos, profundos y centellantes, parecían estar hundidos en medio de la carne hinchada, pues los párpados y las bolsas debajo de ellos estaban abotagados. Parecía como si la horrorosa criatura simplemente estuviese saciada con sangre.

Yacía como una horripilante sanguijuela, exhausta por el hartazgo. Temblé al inclinarme para tocarlo, y cada sentido en mí se rebeló al contacto; pero tenía que hurgar en sus bolsillos, o estaba perdido. La noche siguiente podía ver mi propio cuerpo servir de banquete de una manera similar para aquellas horrorosas tres. Caí sobre el cuerpo, pero no pude encontrar señales de la llave. Entonces me detuve y miré al conde.

Había una sonrisa burlona en su rostro hinchado que pareció volverme loco. Aquél era el ser al que yo estaba ayudando a trasladarse a Londres, donde, quizá, en los siglos venideros podría saciar su sed de sangre entre sus prolíficos millones, y crear un nuevo y siempre más amplio círculo de semidemonios para que se cebaran entre los indefensos. El mero hecho de pensar aquello me volvía loco. Sentí un terrible deseo de salvar al mundo de semejante monstruo. No tenía a mano ninguna arma letal, pero tomé la pala que los hombres habían estado usando para llenar las cajas y, levantándola a lo alto, golpeé con el filo la odiosa cara. Pero al hacerlo así, la cabeza se volvió y los ojos recayeron sobre mí con todo su brillo de horrendo basilisco. Su mirada pareció paralizarme y la pala se volteó en mi mano esquivando la cara, haciendo apenas una profunda incisión sobre la frente. La pala se cayó de mis manos sobre la caja, y al tirar yo de ella, el reborde de la hoja se trabó en la orilla de la tapa, que cayó otra vez sobre el cajón escondiendo la horrorosa imagen de mi vista. El último vistazo que tuve fue del rostro hinchado, manchado de sangre y fijo, con una mueca de malicia que hubiese sido muy digna en el más profundo de los infiernos.

Pensé y pensé cuál sería mi próximo movimiento, pero parecía que mi cerebro estaba en llamas, y esperé con una desesperación que sentía crecer por momentos.

Mientras esperaba escuché a lo lejos un canto gitano entonado por voces alegres que se acercaban, y a través del canto el sonido de las pesadas ruedas y los restallantes látigos; los gitanos y los eslovacos de quienes el conde había hablado, llegaban. Echando una última mirada a la caja que contenía el vil cuerpo, salí corriendo de aquel lugar y llegué hasta el cuarto del conde, determinado a salir de improviso en el instante en que la puerta se abriera. Con oídos atentos, escuché, y oí abajo el chirrido de la llave en la gran cerradura y el sonido de la pesada puerta que se abría. Debe haber habido otros medios de entrada, o alguien tenía una llave para una de las puertas cerradas. Entonces llegó hasta mí el sonido de muchos pies que caminaban, muriéndose en algún pasaje que enviaba un eco retumbante. Quise dirigirme nuevamente corriendo hacia la bóveda, donde tal vez podría encontrar la nueva entrada; pero en ese momento un violento golpe de viento pareció penetrar en el cuarto, y la puerta que conducía a la escalera de caracol se cerró de un golpe tan fuerte que levantó el polvo de los dinteles. Cuando corrí a abrir la puerta, encontré que estaba herméticamente cerrada. De nuevo era prisionero, y la red de mi destino parecía irse cerrando cada vez más.

Mientras escribo esto, en el pasadizo debajo de mí se escucha el sonido de muchos pies pisando y el ruido de pesos bruscamente depositados, indudablemente las cajas con su cargamento de tierra. También se oye el sonido de un martillo; es la caja del conde, que están cerrando. Ahora puedo escuchar nuevamente los pesados pies avanzando a lo largo del corredor, con muchos otros pies inútiles siguiéndolos detrás.

Se cierra la puerta, las cadenas chocan entre sí al ser colocadas; se oye el chirrido de la llave en la cerradura; puedo incluso oír cuando la llave se retira; entonces se abre otra puerta y se cierra; oigo los crujidos de la cerradura y de los cerrojos.

¡Oíd! En el patio y a lo largo del rocoso sendero van las pesadas ruedas, el chasquido de los látigos y los coros de los gitanos a medida que desaparecen en la distancia. Estoy solo en el castillo con esas horribles mujeres.

¡Puf! Mina es una mujer, y no tiene nada en común con ellas. Estas son diablesas del averno.

No permaneceré aquí solo con ellas; trataré de escalar la pared del castillo más lejos de lo que lo he intentado hasta ahora. Me llevaré algún oro conmigo, pues podría necesitarlo más tarde. Tal vez encuentre alguna manera de salir de este horrendo lugar.

Y entonces, ¡rápido a casa! ¡Rápido al más veloz y más cercano de los trenes! ¡Lejos de este maldito lugar, de esta maldita tierra donde el demonio y sus hijos todavía caminan con pies terrenales!

Por lo menos la bondad de Dios es mejor que la de estos monstruos, y el precipicio es empinado y alto. A sus pies, un hombre puede dormir como un hombre. ¡Adiós, todo! ¡Adiós, Mina!

V
Carta de la señorita Mina Murray a la señorita Lucy Westenra

Mi muy querida Lucy:

Perdona mi tardanza en escribirte, pero he estado verdaderamente sobrecargada de trabajo. La vida de una ayudante de director de escuela es angustiosa. Me muero de ganas de estar contigo, y a orillas del mar, donde podamos hablar con libertad y construir nuestros castillos en el aire. Últimamente he estado trabajando mucho, debido a que quiero mantener el nivel de estudios de Jonathan, y he estado practicando muy activamente la taquigrafía. Cuando nos casemos le podré ser muy útil a Jonathan, y si puedo escribir bien en taquigrafía estaré en posibilidad de escribir de esa manera todo lo que dice y luego copiarlo en limpio para él en la máquina, con la que también estoy practicando muy duramente. Él y yo a veces nos escribimos en taquigrafía, y él esta llevando un diario estenográfico de sus viajes por el extranjero. Cuando esté contigo también llevaré un diario de la misma manera.

No quiero decir uno de esos diarios que se escriben a la ligera en la esquina de un par de páginas cuando hay tiempo los domingos, sino un diario en el cual yo pueda escribir siempre que me sienta inclinada a hacerlo. Supongo que no le interesará mucho a otra gente, pero no está destinado para ella. Algún día se lo enseñaré a Jonathan, en caso de que haya algo en él que merezca ser compartido, pero en verdad es un libro de ejercicios. Trataré de hacer lo que he visto que hacen las mujeres periodistas: entrevistas, descripciones, tratando de recordar lo mejor posible las conversaciones. Me han dicho que, con un poco de práctica, una puede recordar de todo lo que ha sucedido o de todo lo que una ha oído durante el día. Sin embargo, ya veremos. Te contaré acerca de mis pequeños planes cuando nos veamos. Acabo de recibir un par de líneas de Jonathan desde Transilvania. Está bien y regresará más o menos dentro de una semana.

Estoy muy ansiosa de escuchar todas sus noticias. ¡Debe ser tan bonito visitar países extraños! A veces me pregunto si nosotros, quiero decir Jonathan y yo, alguna vez los veremos juntos. Acaba de sonar la campana de las diez. Adiós.

Te quiere,

M
INA

PD: Dime todas las nuevas cuando me escribas. No me has dicho nada durante mucho tiempo. He escuchado rumores, y especialmente sobre un hombre alto, guapo, de pelo rizado.

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