3 de agosto.
Ha pasado otra semana y no he tenido noticias de Jonathan. Ni siquiera las ha tenido el señor Hawkins, de quien he recibido comunicación. Oh, verdaderamente deseo que no esté enfermo. Es casi seguro que hubiera escrito. He leído su última carta y hay algo en ella que no me satisface. No parece ser de él, y sin embargo, está escrita con su letra. Sobre esto último no hay error posible. La última semana Lucy ya no ha caminado tanto en sueños, pero hay una extraña concentración acerca de ella que no comprendo; hasta cuando duerme parece estarme observando. Hace girar la puerta, y al encontrarla cerrada con llave, va a uno y otro lado del cuarto buscando la llave.
6 de agosto.
Otros tres días, y nada de noticias. Esta espera se está volviendo un martirio. Si por lo menos supiera adónde escribir, o adónde ir, me sentiría mucho mejor: pero nadie ha oído palabra de Jonathan desde aquella última carta. Sólo debo elevar mis oraciones a Dios pidiéndole paciencia. Lucy está más excitable que nunca, pero por lo demás sigue bien. Anoche hubo mal tiempo y los pescadores dicen que pronto habrá una tormenta. Debo tratar de observarla y aprender a pronosticar el clima. Hoy es un día gris, y mientras escribo el sol está escondido detrás de unas gruesas nubes, muy alto sobre Kettleness. Todo es gris, excepto la verde hierba, que parece una esmeralda en medio de todo; grises piedras de tierra, nubes grises, matizadas por la luz del sol en la orilla más lejana, colgadas sobre el mar gris, dentro del cual se introducen los bancos de arena como figuras grises. El mar está golpeando con un rugido sobre las poco profundas y arenosas ensenadas, embozado en la neblina marina que llega hasta tierra.
Todo es vasto; las nubes están amontonadas como piedras gigantescas, y sobre el mar hay ráfagas de viento que suenan como el presagio de un cruel destino. En la playa hay aquí y allá oscuras figuras, algunas veces envueltas por la niebla, y parecen «Árboles con formas humanas que caminaran». Todos los lanchones de pesca se dirigen rápidamente a puerto, y se elevan y se sumergen en las grandes olas al navegar hacia el puerto, escorando. Aquí viene el viejo señor Swales. Se dirige directamente hacia mí, y puedo ver, por la manera como levanta su sombrero, que desea hablar conmigo.
Me he sentido bastante conmovida por el cambio del pobre anciano. Cuando se sentó a mi lado, dijo de manera muy tímida:
—Quiero decirle algo a usted, señorita.
Pude ver que no estaba tranquilo, por lo que tomé su pobre mano vieja y arrugada en la mía y le pedí que hablara con plena confianza; entonces, dejando su mano entre las mías, dijo:
—Tengo miedo, mi queridita, que debo haberle impresionado mucho por todas las cosas malévolas que he estado diciendo acerca de los muertos y cosas parecidas estas últimas semanas; pero no las he dicho en serio, y quiero que usted recuerde eso cuando yo me haya ido. Nosotros, la gente vieja y un poco chiflada, y con un pie ya sobre el agujero maldito, no nos gusta para nada pensar en ello, y no queremos sentirnos asustados; y ése es el motivo por el cual he tomado tan a la ligera esas cosas, para poder alegrar un poquitín mi propio corazón. Pero, Dios la proteja, señorita, no tengo miedo de la muerte, no le tengo ni el menor miedo; sólo es que si pudiera no morirme, sería mejor. Mi tiempo ya se está acabando, pues yo ya soy viejo, y cien años es demasiado para cualquier hombre que espere; y estoy tan cerca de ella que ya el Anciano está afilando su guadaña. Ya ve usted, no puedo dejar la costumbre de reírme acerca de estas cosas de una sola vez: las burlas van a ser siempre mi tema favorito. Algún día el Ángel de la Muerte sonará su trompeta para mí. Pero no se aflija ni se arrepienta de mi muerte —dijo, viendo que yo estaba llorando—, pues si llegara esta misma noche yo no me negaré a contestar su llamado. Pues la vida, después de todo, es sólo una espera por alguna otra cosa además de la que estamos haciendo; y la muerte es todo sobre lo que verdaderamente podemos depender. Pero yo estoy contento, pues ya se acerca a mí, querida, y se acerca rápidamente. Puede llegar en cualquier momento mientras estemos mirando y haciéndonos preguntas. Tal vez está en el viento allá afuera en el mar que trae consigo pérdidas y destrucción, y penosas ruinas, y corazones tristes. ¡Mirad, mirad! —gritó repentinamente—. Hay algo en ese viento y en el eco más allá de él que suena, parece, gusta y huele como muerte. Está en el aire; siento que llega. ¡Señor, haced que responda gozoso cuando llegue mi llamada!
Levantó los brazos devotamente y se quitó el sombrero. Su boca se movió como si estuviese rezando. Después de unos minutos de silencio, se puso de pie, me estrechó las manos y me bendijo, y dijo adiós. Se alejó cojeando. Todo esto me impresionó mucho, y me puso nerviosa.
Me alegré cuando el guardacostas se acercó, anteojo de larga vista bajo el brazo.
Se detuvo a hablar conmigo, como siempre hace, pero todo el tiempo se mantuvo mirando hacia un extraño barco.
—No me puedo imaginar qué es —me dijo—. Por lo que se puede ver, es ruso. Pero se está balanceando de una manera muy rara. Realmente no sabe qué hacer; parece que se da cuenta de que viene la tormenta, pero no se puede decidir a navegar hacia el norte al mar abierto, o a guarecerse aquí. ¡Mírelo, otra vez! Está maniobrando de una manera extremadamente rara. Tal parece que no obedece a las manos sobre el timón; cambia con cualquier golpe de viento. Ya sabremos más de él antes de mañana a esta misma hora.
Whitby.- Una de las tormentas más fuertes y repentinas que se recuerdan acaba de pasar por aquí, con resultados extraños. El tiempo un tanto bochornoso, pero de ninguna manera excepcional para el mes de agosto. La noche del sábado fue tan buena como cualquier otra, y la gran cantidad de visitantes fueron ayer a los bosques de Mulgrave, la bahía de Robin Hood, el molino de Rig, Runswick, Staithes y los otros sitios de recreo en los alrededores de Whitby. Los vapores
Emma
y
Scarborough
hicieron numerosos viajes a lo largo de la costa, y hubo un movimiento extraordinario de personas que iban y venían de Whitby. El día fue extremadamente bonito hasta por la tarde, cuando algunos de los chismosos que frecuentan el cementerio de la iglesia de East Cliff, y desde esa prominente eminencia observan la amplia extensión del mar visible hacia el norte y hacia el este, llamaron la atención un grupo de «colas de caballo» muy altas en el cielo hacia el noroeste. El viento estaba soplando desde el suroeste en un grado suave que en el lenguaje barométrico es calificado como 2: brisa ligera. El guardacostas de turno hizo inmediatamente el informe, y un anciano pescador, que durante más de medio siglo ha hecho observaciones del tiempo desde East Cliff, predijo de una manera enfática la llegada de una repentina tormenta. La puesta del sol fue tan bella, tan grandiosa en sus masas de nubes espléndidamente coloreadas, que una gran cantidad de personas se reunieron en la acera a lo largo del acantilado en el cementerio de la vieja iglesia, para gozar de su belleza. Antes de que el sol se hundiera detrás de la negra masa de Kettleness, encontrándose abiertamente de babor a estribor sobre el cielo del oeste, su ruta de descenso fue marcada por una miríada de nubes de todos los colores del celaje: rojas, moradas, color de rosa, verdes, violetas, y de todos los matices dorados; había aquí y allá masas no muy grandes, pero notoriamente de un negro absoluto, en todas clases de figuras; algunas sólo delineadas y otras como colosales siluetas. La vista de aquel paisaje no fue desaprovechada por los pintores, y no cabe ninguna duda de que algunos esbozos del «Preludio a una Gran Tormenta» adornaran las paredes de R. A. y R. I. el próximo mayo. Más de un capitán decidió en aquellos momentos y en aquel lugar que su «guijarro» o su «mula» (como llaman a las diferentes clases de botes) permanecería en el puerto hasta que hubiera pasado la tormenta. Por la noche el viento amainó por completo, y a la medianoche había una calma chicha, un bochornoso calor, y esa intensidad prevaleciente que, al acercarse el trueno, afecta a las personas de naturaleza muy sensible. Sólo había muy pocas luces en el mar, pues hasta los vapores costeños, que suelen navegar muy cerca de la orilla, se mantuvieron mar adentro, y sólo podían verse muy contados barcos de pesca. La única vela sobresaliente era una goleta forastera que tenía desplegado todo su velamen, y que parecía dirigirse hacia el oeste.
La testarudez o ignorancia de su tripulación fue un tema exhaustivamente comentado mientras permaneció a la vista, y se hicieron esfuerzos por enviarle señales para que arriaran velas, en vista del peligro. Antes de que cerrara la noche, se le vio con sus velas ondear ociosamente mientras navegaba con gran tranquilidad sobre las encrespadas olas del mar.
«Tan ociosamente como un barco pintado sobre un océano pintado».
Poco antes de las diez de la noche la quietud del viento se hizo bastante opresiva, y el silencio era tan marcado que el balido de una oveja tierra adentro o el ladrido de un perro en el pueblo, se escuchaban distintamente; y la banda que tocaba en el muelle, que tocaba una vivaracha marcha francesa, era una disonancia en la gran armonía del silencio de la naturaleza. Un poco después de medianoche llegó un extraño sonido desde el mar, y muy en lo alto comenzó a producirse un retumbo extraño, tenue, hueco.
Entonces, sin previo aviso, irrumpió la tempestad. Con una rapidez que, en aquellos momentos, parecía increíble, y que aún después es inconcebible; todo el aspecto de la naturaleza se volvió de inmediato convulso. Las olas se elevaron creciendo con furia, cada una sobrepasando a su compañera, hasta que en muy pocos minutos el vidrioso mar de no hacía mucho tiempo estaba rugiendo y devorando como un monstruo. Olas de crestas blancas golpearon salvajemente la arena de las playas y se lanzaron contra los pronunciados acantilados; otras se quebraron sobre los muelles, y barrieron con su espuma las linternas de los faros que se levantaban en cada uno de los extremos de los muelles en el puerto de Whitby. El viento rugía como un trueno, y soplaba con tal fuerza que les era difícil incluso a hombres fuertes mantenerse en pie, o sujetarse con un desesperado abrazo de los puntales de acero. Fue necesario hacer que la masa de curiosos desalojara por completo los muelles, o de otra manera las desgracias de la noche habrían aumentado considerablemente. Por si fueran pocas las dificultades y los peligros que se cernían sobre el poblado, unas masas de niebla marina comenzaron a invadir la tierra, nubes blancas y húmedas que avanzaron de manera fantasmal, tan húmedas, vaporosas y frías que se necesitaba sólo un pequeño esfuerzo de la imaginación para pensar que los espíritus de aquellos perdidos en el mar estaban tocando a sus cofrades vivientes con las viscosas manos de la muerte, y más de una persona sintió temblores y escalofríos al tiempo que las espirales de niebla marina subían tierra adentro. Por unos instantes la niebla se aclaraba y se podía ver el mar a alguna distancia, a la luz de los relámpagos, que ahora se sucedían frecuentemente seguidos por repentinos estrépitos de truenos, tan horrísonos que todo el cielo encima de uno parecía temblar bajo el golpe de la tormenta.
Algunas de las escenas que acontecieron fueron de una grandiosidad inconmensurable y de un interés absorbente. El mar, levantándose tan alto como las montañas, lanzaba al cielo grandes masas de espuma blanca, que la tempestad parecía coger y desperdigar por todo el espacio; aquí y allí un bote pescador, con las velas rasgadas, navegando desesperadamente en busca de refugio ante el peligro; de vez en cuando las blancas alas de una ave marina ondeada por la tormenta. En la cúspide de East Cliff el nuevo reflector estaba preparado para entrar en acción, pero todavía no había sido probado; los trabajadores encargados de él lo pusieron en posición, y en las pausas de la niebla que se nos venía encima barrieron con él la superficie del mar. Una o dos veces prestó el más eficiente de los servicios, como cuando un barco de pesca, con la borda bajo el agua, se precipitó hacia el puerto, esquivando, gracias a la guía de la luz protectora, el peligro de chocar contra los muelles. Cada vez que un bote lograba llegar a salvo al puerto había un grito de júbilo de la muchedumbre congregada en la orilla; un grito que por un momento parecía sobresalir del ventarrón, pero que era finalmente opacado por su empuje.
Al poco tiempo, el reflector descubrió a alguna distancia una goleta con todas sus velas desplegadas, aparentemente el mismo navío que había sido avistado esa misma noche. A esas horas, el viento había retrocedido hacia el este, y un temblor recorrió a todos los espectadores del acantilado cuando presenciaron el terrible peligro en el que se encontraba la nave. Entre ella y el puerto había un gran arrecife plano sobre el cual han chocado de tiempo en tiempo tantos buenos barcos, y que, con el viento soplando en esa dirección, sería un obstáculo casi imposible de franquear en caso de que intentase ganar la entrada del puerto. Ya era casi la hora de la marea alta, pero las olas eran tan impetuosas que en sus senos casi se hacían visibles las arenas de la playa, y la goleta, con todas las velas desplegadas, se precipitaba con tanta velocidad que, en las palabras de un viejo lobo de mar, «debía de llegar a alguna parte, aunque sólo fuese al infierno».
Luego llegó otra ráfaga de niebla marina, más espesa que todas las anteriores; una masa de neblina húmeda que pareció envolver a todas las cosas como un sudario gris y dejó asequible a los hombres sólo el órgano del oído, pues el ruido de la tempestad, el estallido de los truenos y el retumbo de las poderosas oleadas que llegaban a través del húmedo ambiente eran más fuertes que nunca. Los rayos del reflector se mantuvieron fijos en la boca del puerto a través del muelle del este, donde se esperaba el choque, y los hombres contuvieron la respiración. Repentinamente, el viento cambió hacia el noreste, y el resto de la niebla marina se diluyó; y entonces, mirabile dictu, entre los muelles, levantándose de ola en ola a medida que avanzaba a gran velocidad, entró la rara goleta con todas sus velas desplegadas y alcanzó el santuario del puerto. El reflector la siguió, y un escalofrío recorrió a todos los que la vieron, pues atado al timón había un cuerpo, con la cabeza caída, que se balanceaba horriblemente hacia uno y otro lado con cada movimiento del barco. No se podía ver ninguna otra forma sobre cubierta.