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Authors: Bram Stoker

Tags: #Clásico, Fantástico, Terror

Drácula (34 page)

BOOK: Drácula
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—¿Qué piensa usted de eso? —me preguntó, mientras se retiraba y se cruzaba de brazos.

Miré el periódico, pues realmente no sabía qué me quería decir; pero él me lo quitó y señaló unos párrafos acerca de algunos niños que habían sido atraídos con engaños en Hampstead. La noticia no me dio a entender mucho, hasta que llegué a un pasaje donde describía pequeñas heridas de puntos en sus gargantas. Una idea me pasó por la mente, y alcé la vista.

—¿Bien? —dijo él.

—Son como las de la pobre Lucy.

—¿Y qué saca en conclusión de ello?

—Simplemente que hay alguna causa común. Aquello que la hirió a ella los ha herido a ellos.

No comprendí del todo su respuesta.

—Eso es verdad indirectamente, pero no directamente.

—¿Qué quiere decir con eso, profesor? —le pregunté yo. Estaba un tanto inclinado a tomar en broma su seriedad, pues, después de todo, cuatro días de descanso y libertad de la ansiedad horripilante y agotadora, le ayudan a uno a recobrar el buen ánimo. Pero cuando vi su cara, me ensombrecí. Nunca; ni siquiera en medio de nuestra desesperación por la pobre Lucy, había puesto expresión tan seria.

—¿Cómo? —le dije yo—. No puedo aventurar opiniones. No sé qué pensar, y no tengo ningún dato sobre el que fundar una conjetura.

—¿Quiere usted decirme, amigo John, que usted no tiene ninguna sospecha del motivo por el cual murió la pobre Lucy; no la tiene después de todas las pistas dadas, no sólo por los hechos sino también por mí?

—De postración nerviosa, a consecuencia de una gran pérdida o desgaste de sangre.

—¿Y cómo se perdió o gastó la sangre?

Yo moví la cabeza. El maestro se acercó a mí y se sentó a mi lado.

—Usted es un hombre listo, amigo John; y tiene un ingenio agudo, pero tiene también demasiados prejuicios. No deja usted que sus ojos vean y que sus oídos escuchen, y lo que está más allá de su vida cotidiana no le interesa. ¿No piensa usted que hay cosas que no puede comprender, y que sin embargo existen? ¿Qué algunas personas pueden ver cosas y que otras no pueden? Pero hay cosas antiguas y nuevas que no deben contempladas por los ojos de los hombres, porque ellos creen o piensan creer en cosas que otros hombres les han dicho. ¡Ah, es error de nuestra ciencia querer explicarlo todo! Y si no puede explicarlo, dice que no hay nada que explicar. Pero usted ve alrededor de nosotros que cada día crecen nuevas creencias, que se consideran a sí mismas nuevas, y que sin embargo son las antiguas, que pretenden ser jóvenes como las finas damas en la ópera. Yo supongo que usted no cree en la transferencia corporal. ¿No? Ni en la materialización. ¿No? Ni en los cuerpos astrales. ¿No? Ni en la lectura del pensamiento. ¿No? Ni en el hipnotismo…

—Sí —dije yo—. Charcot ha probado esto último bastante bien.

Mi maestro sonrió, al tiempo que continuaba:

—Entonces usted está satisfecho en cuanto a eso. ¿Sí? Y por supuesto, entonces usted entiende cómo actúa y puede seguir la mente del gran Charcot. ¡Lástima que ya no viva! Estaba dentro del alma misma del paciente que él trataba. ¿No? Entonces, amigo John, debo deducir que usted simplemente acepta los hechos, y se satisface en dejar completamente en blanco desde la premisa hasta la conclusión. ¿No? Entonces, dígame, pues soy un estudioso del cerebro, ¿cómo acepta usted el hipnotismo y rechaza la lectura del pensamiento? Permítame decirle, mi amigo, que hay actualmente cosas en las ciencias físicas que hubieran sido consideradas impías por el mismo hombre que descubrió la electricidad, quien a su vez no hace mucho tiempo habría podido ser quemado por hechicero. Siempre hay misterios en la vida. ¿Por qué vivió Matusalén novecientos años, y el «Old Parr» ciento sesenta y nueve, y sin embargo esa pobre Lucy, con la sangre de cuatro hombres corriéndole en las venas no pudo vivir ni un día? Pues, si hubiera vivido un día más, la habríamos podido salvar. ¿Conoce usted todos los misterios de la vida y de la muerte? ¿Conoce usted toda la anatomía comparada para poder decir por qué las cualidades de los brutos se encuentran en algunos hombres, y en otros no? ¿Puede usted decirme por qué, si todas las arañas se mueren pequeñas y rápidamente, por qué esa gran araña vivió durante siglos en la torre de una vieja iglesia española, y creció, hasta que al descender se podía beber el aceite de todas las lámparas de la iglesia? ¿Puede usted decirme por qué en las pampas, ¡oh!, y en muchos otros lugares, existen murciélagos que vienen durante la noche y abren las venas del ganado y los caballos para chuparlos y secarles las venas? ¿Cómo en algunas islas de los mares occidentales hay murciélagos que cuelgan todo el día de los árboles, y que los que los han visto los describen como nueces o vainas gigantescas, y que cuando los marinos duermen sobre cubierta, debido a que está muy caliente, vuelan sobre ellos y entonces en la mañana se encuentran sus cadáveres, tan blancos como el de la señorita Lucy?

—¡Santo Dios, profesor! —dije yo, poniéndome en pie—. ¿Quiere usted decirme que Lucy fue mordida por un murciélago de esos, y que una cosa semejante a ésa está aquí en Londres, en el siglo XIX?

Movió la mano, pidiéndome silencio, y continuó:

—¿Puede usted decirme por qué una tortuga vive mucho más tiempo que muchas generaciones de hombres? ¿Por qué el elefante sigue viviendo hasta que ha visto dinastías, y por qué el loro nunca muere si no es de la mordedura de un gato o un perro, u otro accidente? ¿Puede usted decirme por qué en todas las edades y lugares los hombres creen que hay unos hombres que viven si se les permite, es decir, que hay unos hombres y mujeres que no mueren de muerte natural? Todos sabemos, porque la ciencia ha atestiguado el hecho, que algunos sapitos han estado encerrados en formaciones rocosas durante miles de años, en un pequeño agujero que los ha sostenido desde los primeros años del mundo. ¿Puede usted decirme cómo el faquir hindú puede dejarse morir y enterrar, y sellar su tumba plantando sobre ella maíz, y que el maíz madure y se corte y desgrane y se siembre y madure y se corte otra vez, y que entonces los hombres vengan y retiren el sello sin romper y que ahí se encuentre el faquir hindú, no muerto, sino que se levante y camine entre ellos como antes?

Y al llegar aquí lo interrumpí. Me estaba descontrolando; de tal manera estaba amontonando en mi mente su lista de todas las excentricidades e imposibilidades «posibles» que mi imaginación parecía haber cogido fuego. Tuve la vaga idea de que me estaba dando alguna clase de lección, como solía hacerlo hacía algún tiempo en su estudio en Ámsterdam; pero él solía decirme la cosa de manera que yo pudiera tener el objeto en la mente todo el tiempo. Mas ahora yo estaba sin esta ayuda, y sin embargo lo quería seguir, por lo que dije:

—Maestro, permítame que sea otra vez su discípulo predilecto. Dígame la tesis, para que yo pueda aplicar su conocimiento a medida que usted avanza. De momento voy de un punto a otro como un loco, y no como un cuerdo que sigue una idea. Me siento como un novicio dando traspiés a través de un pantano envuelto en la niebla, saltando de un matorral a otro en el esfuerzo ciego de andar sin saber hacia dónde voy.

—Esa es una buena imagen —me dijo él—. Bien, se lo diré a usted. Mi tesis es esta: yo quiero que usted crea.

—¿Qué crea qué?

—Que crea en cosas que no pueden ser. Permítame que lo ilustre. Una vez escuché a un norteamericano que definía la fe de esta manera: «Es esa facultad que nos permite creer en lo que nosotros sabemos que no es verdad». Por una vez, seguí a ese hombre. Él quiso decir que debemos tener la mente abierta, y no permitir que un pequeño pedazo de la verdad interrumpa el torrente de la gran verdad, tal como una piedra puede hacer descarrilar a un tren. Primero obtenemos la pequeña verdad. ¡Bien! La guardamos y la evaluamos; pero al mismo tiempo no debemos permitir que ella misma se crea toda la verdad del universo.

—Entonces, usted no quiere que alguna convicción previa moleste la receptividad de mi mente en relación con algo muy extraño. ¿Interpreto bien su lección?

—¡Ah! Usted todavía es mi alumno favorito. Vale la pena enseñarle. Ahora que está deseoso de entender, ha dado el primer paso para entender. ¿Piensa usted que esos pequeños agujeros en las gargantas de los niños fueron hechos por lo mismo que hizo los orificios en la señorita Lucy?

—Así lo supongo.

Se puso en pie y dijo solemnemente:

—Entonces, se equivoca usted. ¡Oh, que así fuera! ¡Pero no lo es! Es mucho peor, mucho, pero mucho peor.

—En nombre de Dios, profesor van Helsing, ¿qué es lo que usted quiere decir?

Se dejó caer con un gesto de desesperación en una silla, y puso sus codos sobre la mesa cubriéndose el rostro con las manos al hablar.

—¡Fueron hechos por la señorita Lucy!

XV
Del diario del doctor Seward (continuación)

Por un momento me dominó una fuerte cólera; fue como si en vida hubiese abofeteado a Lucy. Golpeé fuertemente la mesa y me puse en pie al mismo tiempo que le decía:

—Doctor van Helsing, ¿está usted loco?

Él levantó la cabeza y me miró: la ternura que reflejaba su rostro me calmó de inmediato.

—¡Me gustaría que así fuera! —dijo él—. La locura sería más fácil de soportar comparada con verdades como esta. ¡Oh, mi amigo!, ¿por qué piensa que yo di un rodeo tan grande? ¿Por qué tomé tanto tiempo para decirle una cosa tan simple? ¿Es acaso porque lo odio y lo he odiado a usted toda mi vida? ¿Es porque deseaba causarle daño? ¿Era porque yo quería, ahora, después de tanto tiempo, vengarme por aquella vez que usted salvó mi vida, y de una muerte terrible? ¡Ah! ¡No!

—Perdóneme —le dije yo.

Mi maestro continuó:

—Mi amigo, fue porque yo deseaba ser cuidadoso en darle la noticia, porque yo sé que usted amó a esa niña tan dulce. Pero aun ahora no espero que usted me crea. Es tan difícil aceptar de golpe cualquier verdad muy abstracta, ya que nosotros podemos dudar que sea posible si siempre hemos creído en su imposibilidad…, y es todavía más difícil y duro aceptar una verdad concreta tan triste, y de una persona como la señorita Lucy. Hoy por la noche iré a probarlo. ¿Se atreve a venir conmigo?

Esto me hizo tambalear. Un hombre no gusta que le prueben tales verdades; Byron decía de los celos: «Y prueban la verdad pura de lo que más aborrecía».

Él vio mi indecisión, y habló:

—La lógica es simple, aunque esta vez no es lógica de loco, saltando de un montecillo a otro en un pantano con niebla. Si no es verdad, la prueba será un alivio; en el peor de los casos, no hará ningún daño. ¡Si es verdad…! ¡Ah!, ahí está la amenaza. Sin embargo, cada amenaza debe ayudar a mi causa, pues en ella hay necesidad de creer. Venga; le digo lo que me propongo: primero, salimos ahora mismo y vamos a ver al niño al hospital. El doctor Vincent, del Hospital del Norte, donde el periódico dice que se encuentra el niño, es un amigo mío, y creo que de usted también, ya que estudió con él en Ámsterdam. Permitirá que dos científicos vean su caso, si no quiere que lo hagan dos amigos. No le diremos nada, sino sólo que deseamos aprender. Y entonces…

—¿Y entonces?

Sacó una llave de su bolsillo y la sostuvo ante mí.

—Entonces, pasamos la noche, usted y yo, en el cementerio donde yace Lucy. Esta es la llave que cierra su tumba. Me la dio el hombre que hizo el féretro, para que se la diera a Arthur.

Mi corazón se encogió cuando sentí que una horrorosa aventura parecía estar ante nosotros. Sin embargo, no podía hacer nada, así es que hice de tripas corazón y dije que sería mejor darnos prisa, ya que la tarde estaba pasando…

Encontramos despierto al niño. Había dormido y había comido algo, y en conjunto iba mejorando notablemente. El doctor Vincent retiró la venda de su garganta y nos mostró los puntos. No había ninguna duda con su parecido de aquellos que habían estado en la garganta de Lucy. Eran más pequeños, y los bordes parecían más frescos; eso era todo. Le preguntamos a Vincent a qué los atribuía, y él replicó que debían ser mordiscos de algún animal; tal vez de una rata; pero se inclinaba a pensar que era uno de uno de esos murciélagos que eran tan numerosos en las alturas del norte de Londres.

—Entre tantos inofensivos —dijo él—, puede haber alguna especie salvaje del sur de algunos tipos más malignos. Algún marinero pudo haberlo llevado a su casa, y puede habérsele escapado; o incluso algún polluelo puede haberse salido de los jardines zoológicos, o alguno de los de ahí puede haber sido creado por un vampiro. Estas cosas suceden; ¿saben ustedes?, hace sólo diez días se escapó un lobo, y creo que lo siguieron en esta dirección. Durante una semana después de eso, los niños no hicieron más que jugar a Caperucita Roja en el Brezal y en cada callejuela del lugar hasta que el espanto de esta «dama fanfarrona» apareció. Desde entonces se han divertido mucho. Hasta este pobre pequeñuelo, cuando despertó hoy, le preguntó a una de las enfermeras si podía irse. Cuando ella le preguntó por qué quería irse, él dijo que quería ir a jugar con la «dama fanfarrona»

—Espero —dijo van Helsing— que cuando usted envíe a este niño a casa tomará sus precauciones para que sus padres mantengan una estricta vigilancia sobre él. Dar libre curso a estas fantasías es lo más peligroso; y si el niño fuese a permanecer otra noche afuera, probablemente sería fatal para él. Pero en todo caso supongo que usted no lo dejará salir hasta dentro de algunos días, ¿no es así?

—Seguramente que no; permanecerá aquí por lo menos una semana; más tiempo si la herida todavía no le ha sanado.

Nuestra visita al hospital se prolongó más tiempo del que habíamos previsto, y antes de que saliéramos el sol ya se había ocultado. Cuando van Helsing vio que estaba oscuro, dijo:

—No hay prisa. Es más tarde de lo que yo creía. Venga; busquemos algún lugar donde podamos comer, y luego continuaremos nuestro camino.

Cenamos en el
Castillo de Jack Straw
, junto con un pequeño grupo de ciclistas y otros que eran alegremente ruidosos. Como a las diez de la noche, salimos de la posada.

Ya estaba entonces bien oscuro, y las lámparas desperdigadas hacían la oscuridad aún mayor una vez que uno salía de su radio individual. El profesor había evidentemente estudiado el camino que debíamos seguir, pues continuó con toda decisión; en cambio, yo estaba bastante confundido en cuanto a la localidad. A medida que avanzamos fuimos encontrando menos gente, hasta que finalmente nos sorprendimos cuando encontramos incluso a la patrulla de la policía montada haciendo su ronda suburbana normal. Por último, llegamos a la pared del cementerio, la cual escalamos. Con alguna pero no mucha dificultad (pues estaba oscuro, y todo el lugar nos parecía extraño) encontramos la cripta de los Westenra. El profesor sacó la llave, abrió la rechinante puerta y apartándose cortésmente, pero sin darse cuenta, me hizo una seña para que pasara adelante. Hubo una deliciosa ironía en este ademán; en la amabilidad de ceder el paso en una ocasión tan lúgubre. Mi compañero me siguió inmediatamente y cerró la puerta con cuidado, después de ver que el candado estuviera abierto y no cerrado. En este último caso hubiésemos estado en un buen lío. Luego, buscó a tientas en su maletín, y sacando una caja de fósforos y un pedazo de vela, procedió a hacer luz. La tumba, durante el día y cuando estaba adornada con flores frescas, era ya suficientemente lúgubre; pero ahora, algunos días después, cuando las flores colgaban marchitas y muertas, con sus pétalos mustios y sus cálices y tallos pardos; cuando la araña y el gusano habían reanudado su acostumbrado trabajo; cuando la piedra descolorida por el tiempo, el mortero cubierto de polvo, y el hierro mohoso y húmedo, y los metales empañados, y las sucias filigranas de plata reflejaban el débil destello de una vela, el efecto era más horripilante y sórdido de lo que puede ser imaginado.

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