Van Helsing me susurró:
—Jonathan es víctima de un estupor como sabemos que sólo el vampiro puede provocarlo. No podemos hacer nada por la pobre señora Mina durante unos momentos, en tanto no se recupere. ¡Debo despertar a su esposo!
Metió la esquina de una toalla en agua fría y comenzó a frotarle el rostro a Jonathan. Mientras tanto, su esposa se cubría el pálido rostro con ambas manos y sollozaba de tal modo, que resultaba desgarrador oírla. Levanté los visillos y miré por la ventana, hacia el exterior, y en ese momento vi a Quincey Morris que corría sobre el césped y se escondía detrás de un tejo. No logré imaginarme qué estaba haciendo allí; pero, en ese momento, oí la rápida exclamación de Harker, cuando recuperó en parte el sentido y se volvió hacia la cama. En su rostro, como era muy natural, había una expresión de total estupefacción. Pareció atontado unos instantes y, entonces, pareció que la conciencia volvía a él por completo, y empezó a erguirse. Su esposa se incorporó a causa del rápido movimiento y se volvió hacia él, con los brazos extendidos, como para abrazarlo; sin embargo, inmediatamente los echó hacia atrás, juntó los codos y se cubrió de nuevo el rostro, estremeciéndose de tal modo, que el lecho temblaba violentamente bajo su cuerpo.
—¡En nombre del cielo! ¿Qué significa esto? —exclamó Harker—. Doctor Seward, doctor van Helsing, ¿qué significa esto? ¿Qué ha sucedido? Mina, querida, ¿qué ocurre? ¿Qué significa esa sangre? ¡Dios mío, Dios mío! ¡Ha estado aquí! —e incorporándose, hasta quedar de rodillas, juntó las manos—. ¡Dios mío!, ¡ayúdanos! ¡Ayúdala! ¡Oh, Dios mío, ayúdala!
Con un movimiento rápido, saltó de la cama y comenzó a vestirse. Todo su temple de hombre despertó de improviso, sintiendo la necesidad de entrar en acción inmediatamente.
—¿Qué ha sucedido? ¡Explíquenmelo todo! —dijo, sin hacer ninguna pausa—. Doctor van Helsing, sé que usted ama a Mina. ¡Haga algo por salvarla! No es posible que sea demasiado tarde. ¡Cuídela, mientras yo voy a buscarlo a él! —su esposa, en medio de su terror, de su horror y de su desesperación, vio algún peligro seguro para él, puesto que, inmediatamente, olvidando su propio dolor, se aferró a él y gritó:
—¡No, no! ¡Jonathan! ¡No debes dejarme sola! Ya he sufrido bastante esta noche, Dios lo sabe bien, sin temer que él te haga daño a ti. ¡Tienes que quedarte conmigo! ¡Quédate con nuestros amigos, que cuidarán de ti!
Su expresión se hizo frenética, al tiempo que hablaba; y, mientras él cedía hacia ella, Mina lo hizo inclinarse, sentándolo en el borde de la cama y aferrándose a él con todas sus fuerzas.
Van Helsing y yo tratamos de calmarlos a ambos. El profesor conservaba en la mano su crucifijo de oro y dijo con una calma maravillosa:
—No tema usted, querida señora. Estamos nosotros aquí con ustedes, y mientras este crucifijo esté a su lado, no habrá ningún monstruo de esos que pueda acercársele. Está usted a salvo esta noche, y nosotros debemos tranquilizarnos y consolarnos juntos.
La señora Harker se estremeció y guardó silencio, manteniendo la cabeza apoyada en el pecho de su esposo. Cuando alzó ella el rostro, la camisa blanca de su esposo estaba manchada de sangre en el lugar en que sus labios se habían posado y donde la pequeña herida abierta que tenía en el cuello había dejado escapar unas gotitas.
En cuanto la señora Harker lo vio, se echó hacia atrás, con un gemido bajo y un susurro, en medio de tremendos sollozos:
—¡Sucio, sucio! No debo volver a tocarlo ni a besarlo. ¡Oh! Es posible que sea yo ahora su peor enemigo y que sea de mí de quien mayor temor deba él sentir.
Al oír eso, Jonathan habló con resolución.
—¡Nada de eso, Mina! Me avergüenzo de oír esas palabras; no quiero que digas nada semejante de ti misma, ni quiero que pienses siquiera una cosa semejante. ¡Que Dios me juzgue con dureza y me castigue con un sufrimiento todavía mayor que el de estos momentos, si por cualquier acto o palabra mía hay un alejamiento entre nosotros!
Extendió los brazos y la atrajo hacia su pecho. Durante unos instantes, su esposa permaneció abrazada a él, sollozando. Jonathan nos miró por encima de la cabeza inclinada de su esposa, con ojos brillantes, que parpadeaban sin descanso, al tiempo que las ventanas de su nariz temblaban convulsivamente y su boca adoptaba la dureza del acero. Al cabo de unos momentos, los sollozos de la señora Harker se hicieron menos frecuentes y más suaves y, entonces, Jonathan me dijo, hablando con una calma estudiada que debía estar poniendo a ruda prueba sus nervios:
—Y ahora, doctor Seward, cuénteme todo lo ocurrido. Ya conozco demasiado bien lo que sucedió, pero reláteme todos los detalles, por favor.
Le expliqué exactamente qué había sucedido y me escuchó con impasibilidad forzada, pero las ventanas de la nariz le temblaban y sus ojos brillaban cuando le expliqué cómo las manos del conde sujetaban a su esposa en aquella terrible y horrenda posición, con su boca apoyada en la herida abierta de su garganta. Me interesó, incluso en ese momento, el ver que, aunque el rostro blanco por la pasión se contorsionaba convulsivamente sobre la cabeza inclinada de la señora Harker, las manos acariciaban suave y cariñosamente el cabello ensortijado de su esposa.
Cuando terminé de hablar, Quincey y Godalming llamaron a la puerta. Entraron, después de que les dimos permiso para hacerlo. Van Helsing me miró interrogadoramente. Comprendí que quería indicarme que quizá sería conveniente aprovecharnos de la llegada de nuestros dos amigos para distraer la atención de los esposos atribulados, con el fin de que no se fijaran por el momento uno en el otro; así pues, cuando le hice un signo de asentimiento, el profesor les preguntó a los recién llegados qué habían visto o hecho. Lord Godalming respondió:
—No lo encontré en el pasillo ni en ninguna de nuestras habitaciones. Miré en el estudio; pero, aun cuando había estado allí, ya se había ido. Sin embargo…
Guardó silencio un instante, mirando a la pobre figura tendida en el lecho. Van Helsing le dijo gravemente:
—Continúe, amigo Arthur. No debemos ocultar nada más. Nuestra esperanza reposa ahora en saberlo todo. ¡Hable libremente!
Por consiguiente, Art continuó:
—Había estado allí y, aunque solamente pudo estar unos segundos, puso todo el estudio en desorden. Todos los manuscritos han sido quemados y las llamas azules estaban lamiendo todavía las cenizas blancas —hizo una pausa—. ¡Gracias a Dios que está la otra copia en la caja fuerte!
Su rostro se iluminó un instante, pero volvió a entristecerse al agregar:
—Corrí entonces escaleras abajo, pero no encontré ningún signo de él. Miré en la habitación de Renfield, pero… no había rastro de él, excepto… —volvió a guardar silencio.
—Continúe —le dijo Harker, con voz ronca.
Lord Godalming inclinó la cabeza, se humedeció los labios y continuó:
—Excepto que el pobre tipo está muerto.
La señora Harker levantó la cabeza, nos miró uno por uno a todos, y dijo solemnemente:
—¡Que se haga la voluntad de Dios!
No pude dejar de pensar que Art estaba ocultándonos algo, pero como supuse que lo haría con un fin determinado, no dije nada. Van Helsing se volvió a Morris y le preguntó:
—Y usted, amigo Quincey, ¿no tiene nada que contarnos?
—Un poco —dijo Morris—. Es posible que sea algo importante, pero, por el momento, no puedo asegurarlo. Creía que sería conveniente saber adónde iba el conde al salir de la casa. No lo vi, pero advertí un murciélago que remontaba el vuelo desde la ventana de Renfield y volaba hacia el oeste. Esperaba verlo regresar a Carfax en alguna de sus formas, pero, evidentemente, se dirigió hacia algún otro refugio. Ya no volverá esta noche, debido a que el cielo comienza a enrojecer por el este y se acerca el amanecer. ¡Debemos trabajar mañana!
Pronunció las últimas palabras con los dientes apretados. Durante unos dos minutos, reinó el silencio y me imaginé que podíamos oír el ruido producido por los latidos de nuestros corazones. Entonces, van Helsing, colocando cariñosamente su mano sobre la cabeza de la señora Harker, dijo:
—Ahora, querida señora Harker, díganos qué ha sucedido, con exactitud. Dios sabe que no quiero causarle ninguna pena, pero es preciso que lo sepamos todo, ya que ahora, más que nunca, tenemos que llevar a cabo todo el trabajo con rapidez y eficacia y con una urgencia mortal. Se acerca el día en que debe terminarse todo, si es posible, y si tenemos la oportunidad de poder vivir y aprender.
La pobre señora se estremeció violentamente y pude advertir la tensión de sus nervios, abrazándose a su esposo con mayor fuerza y haciendo que su cabeza descendiera todavía más sobre su pecho. Luego, levantó la cabeza orgullosamente y tendió una mano que van Helsing tomó y, haciendo una reverencia, la besó respetuosamente y la conservó entre sus propias manos. La otra mano de la señora Harker estaba sujeta en una de las de su esposo, que, con el otro brazo, rodeaba su talle protectoramente. Al cabo de una pausa en la que estuvo obviamente ordenando sus pensamientos, comenzó:
—Tomé la droga que usted, con tanta amabilidad, me entregó, pero durante bastante tiempo no me hizo ningún efecto. Me pareció estar cada vez más despierta, e infinidad de fantasmas comenzaron a poblar mi imaginación… Todas ellas relativas a la muerte y a los vampiros, a la sangre, al dolor y a la desesperación —su esposo gruñó involuntariamente, al tiempo que ella se volvía hacia Jonathan y le decía amorosamente—: No te irrites, cariño. De es ser valeroso y fuerte, para ayudarme en esta terrible prueba. Si supieras qué esfuerzo tan grande me cuesta simplemente hablar de este asunto tan horrible, comprenderías lo mucho que necesito tu ayuda. Bueno, comprendí que debía tratar de ayudar a la medicina para que hiciera efecto, por medio de mi propia voluntad, si es que quería que me sirviera de algo. Por consiguiente, resueltamente, me esforcé en dormir. Estoy segura de que debí dormirme inmediatamente, puesto que no recuerdo nada más. Jonathan, al entrar, no me despertó, puesto que mi recuerdo siguiente es que estaba a mi lado. Había en la habitación la misma niebla ligera que había visto antes. Pero no recuerdo si tienen ustedes conocimiento de ello; encontrarán todo al respecto en mi diario, que les mostraré más tarde. El mismo terror vago de la otra vez se apoderó de mí y tuve el mismo sentimiento de que había alguien en la habitación. Me volví para despertar a Jonathan, pero descubrí que dormía tan profundamente, que más bien parecía que era él y no yo quien había tomado la droga.
Me esforcé todo lo que pude, pero no logré que despertara. Eso hizo que me asustara mucho y miré en torno mío, aterrorizada. Entonces, el corazón me dio un vuelco: al lado de la cama, como si hubiera surgido de la niebla o mejor dicho, como si la niebla se hubiera transformado en él, puesto que había desaparecido por completo, había un hombre alto y delgado, vestido de negro. Lo reconocí inmediatamente por la descripción que me hicieron los otros. Por su rostro blanco como la cera; la nariz larga y aquilina, sobre la que la luz formaba una delgada línea blanca; los labios entreabiertos, entre los que aparecían los dientes blancos y agudos y los ojos rojos que me parecía haber visto a la puesta del sol en la Iglesia de Santa María, en Whitby. Conocía también la cicatriz roja que tenía en la frente, donde Jonathan lo golpeó. Durante un momento, mi corazón se detuvo y quise gritar, pero estaba paralizada. Mientras tanto, el monstruo habló, con un susurro seco y cortante, mostrando con el dedo a Jonathan:
—¡Silencio! Si profiere usted un solo sonido, lo cogeré a él y le aplastaré la cabeza.
Yo estaba aterrorizada y demasiado estupefacta como para poder hacer o decir algo. Con una sonrisa burlona, me puso una mano en el hombro y, manteniéndome bien sujeta me desnudó la garganta con la otra, diciendo al mismo tiempo:
—Primeramente, un pequeño refresco, como pago por mis esfuerzos. Será mejor que esté inmóvil; no es la primera vez ni la segunda que sus venas me han calmado la sed.
Yo estaba atolondrada y, por extraño que pueda parecer, no deseaba estorbarle. Supongo que es parte de su terrible poder, cuando está tocando a una de sus víctimas. Y, ¡oh, Dios mío, oh, Dios mío, ten piedad de mí! ¡Apoyó sus labios asquerosos en mi garganta!
Sentí que mis fuerzas me estaban abandonando y estaba medio desmayada. No sé cuanto tiempo duró esa terrible escena, pero me pareció que pasaba un buen rato antes de que retirara su boca asquerosa, maloliente y sucia. ¡Vi que estaba llena de sangre fresca!
El recuerdo pareció ser superior a sus fuerzas y se hubiera desplomado a no ser por el brazo de su esposo que la sostenía. Con un enorme esfuerzo, se controló, y siguió diciendo:
—Luego, me habló burlonamente: «¡De modo que usted, como los demás, quería enfrentar su inteligencia a la mía! ¡Quería ayudar a esos hombres a aniquilarme y a frustrar mis planes! Ahora ya sabe usted y todos ellos saben en parte y sabrán plenamente antes de que pase mucho tiempo, qué significa cruzarse en mi camino. Debieron guardar sus energías para usarlas más cerca de sus hogares. Mientras hacían planes para enfrentarse a mí… A mí que he dirigido naciones, que he intrigado por ellas y he luchado por ellas, cientos de años antes de que ellos nacieran, yo los estaba saboteando. Y usted, la bienamada de todos ellos, es ahora mía; es carne de mi carne, sangre de mi sangre, familiar de mi familia; mi prensa de vino durante cierto tiempo; y, más adelante, será mi compañera y ayudante. Será usted vengada a su vez, puesto que ninguno de ellos podrá suplir sus necesidades. Pero ahora debo castigarla por lo que ha hecho aliándose a los demás para combatirme. De ahora en adelante acudirá a mi llamado. Cuando mi mente ordene, pensando en usted, cruzará tierras y mares si es preciso para acudir a mi lado y hacer mi voluntad, y para asegurarme de ello, ¡mire lo que hago!». Entonces, se abrió la camisa, y con sus largas y agudas uñas, se abrió una vena en el pecho. Cuando la sangre comenzó a brotar, tomó mis manos en una de las suyas, me las apretó con firmeza y, con su mano libre, me agarró por el cuello y me obligó a apoyar mi boca contra su herida, de tal modo que o bien me ahogaba o estaba obligada a tragar… ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho para merecer un destino semejante, yo, que he intentado permanecer en el camino recto durante todos los días de mi vida? ¡Ten piedad de mí, Dios mío! ¡Baja tu mirada sobre mi pobre alma que está sujeta a un peligro más que mortal! ¡Compadécete de mí!