Drácula (47 page)

Read Drácula Online

Authors: Bram Stoker

Tags: #Clásico, Fantástico, Terror

BOOK: Drácula
4.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Está vendida, señor.

—Excúseme —dije, con la misma cortesía—, pero tengo razones especiales para desear saber quién adquirió ese edificio.

Volvió a hacer una pausa bastante prolongada y alzó las cejas todavía más.

—Está vendida, señor —volvió a decir, lacónicamente.

—Supongo que no le importará darme esa información —insistí.

—Pero, ¡por supuesto que me importa! —respondió—. Los asuntos de nuestros clientes son absolutamente confidenciales en manos de Mitchell, Sons & Candy.

Estaba claro que se trataba de un pedante de la peor especie y que no merecía la pena discutir con él. Pensé que sería mejor enfrentarme a él en su propio terreno y le dije:

—Sus clientes, señor, tienen suerte de tener un guardián tan resuelto de sus confidencias. Yo mismo soy un profesional —al decir esto le tendí mi tarjeta—. En este caso, no estoy interesado en este asunto por curiosidad: actúo por parte de lord Godalming, que desea saber algo sobre la propiedad que creía que, hasta últimas fechas, se encontraba en venta.

Esas palabras hicieron que las cosas tomaran otro cariz.

—Me gustaría darle a usted esos informes si los tuviera, señor Harker, y especialmente me gustaría servir a su cliente. En cierta ocasión llevamos a cabo unas transacciones para él sobre el alquiler de unas habitaciones cuando era el Honorable Arthur Holmwood. Si puede usted darme la dirección de su señoría, tendré mucho gusto en consultar a la casa sobre el sujeto y, en todo caso, me comunicaría con su señoría por medio del correo de esta misma noche. Será un placer el facilitarle esos informes a su señoría, si es que podemos apartarnos en este caso de las reglas de conducta de esta casa.

Deseaba hacerme una amistad, no buscarme un enemigo, de modo que le di las gracias, le entregué la dirección de la casa del doctor Seward y me fui. Era ya de noche y me sentía cansado y hambriento. Tomé una taza de té en la
Aerated Bread Company
y regresé a Purfleet en tren.

Encontré a todos los otros en la casa. Mina tenía aspecto pálido y cansado, pero hizo un valeroso esfuerzo para parecer amable y animosa: me dolía pensar que había tenido que ocultarle algo y que de ese modo la había inquietado. Gracias a Dios, sería la última noche que tendría que estar cerca sin asistir a nuestras conferencias, creyendo en cierto modo que no era merecedora de nuestra confianza. Necesité todo mi valor para mantenerla realmente alejada de todo lo relativo a nuestro horrible trabajo. Parece estar en cierto modo más hecha a la idea, o el sujeto se le ha hecho repugnante, puesto que cada vez que se hace alguna alusión accidental a ese tema, se estremece verdaderamente. Me alegro de que hayamos tomado nuestra resolución a tiempo, puesto que con sentimientos semejantes, nuestros conocimientos cada vez mayores serían una verdadera tortura para ella.

No podía hablarles a los demás de los descubrimientos que había efectuado durante el día en tanto no estuviéramos solos. Así, después de la cena, y de un pequeño intermedio musical que sirvió para guardar las apariencias, incluso para nosotros mismos, conduje a Mina a su habitación y la dejé que se acostara. Mi adorable esposa fue más cariñosa conmigo que nunca y me abrazó como si deseara retenerme, pero había mucho de qué hablar y tuve que dejarla sola. Gracias a Dios, el haber dejado de contarnos todas las cosas, no había hecho que cambiaran las cosas entre nosotros.

Cuando bajé otra vez encontré a todos sentados en torno al fuego, en el estudio.

En el tren había escrito en mi diario todo lo relativo a mis descubrimientos del día, y me limité a leerles lo que había escrito, como el mejor medio posible en que pudieran enterarse de los informes que había obtenido. Cuando terminé, van Helsing dijo:

—Ha tenido usted un magnífico día de trabajo, amigo Jonathan. Indudablemente, estamos sobre la pista de las cajas que faltan. Si encontramos todas en esa casa, entonces, nuestro trabajo se acerca a su final. Pero, si falta todavía alguna de ellas, tendremos que buscarla hasta que la encontremos. Entonces daremos el golpe final y haremos que el monstruo muera verdaderamente.

Permanecimos todos sentados en silencio y, de pronto, el señor Morris dijo:

—¡Digan! ¿Cómo vamos a poder entrar a esa casa?

—Lo mismo que como lo hicimos en la otra —dijo lord Godalming rápidamente.

—Pero, Art, entramos por efracción en Carfax; pero era de noche y teníamos el parque que nos ocultaba a las miradas indiscretas. Sería algo muy diferente el cometer ese delito en Piccadilly, tanto de noche como de día. Confieso que no veo cómo vamos a poder entrar, a no ser que ese pedante de la agencia inmobiliaria nos consiga alguna llave.

Lord Godalming frunció el ceño, se puso en pie y se paseó por la habitación. De pronto se detuvo y dijo, volviéndose hacia nosotros y mirándonos uno por uno:

—Quincey tiene razón. Este asunto de las entradas por efracción se hace muy serio; nos salió muy bien una vez, pero el trabajo que tenemos ahora entre manos es muy diferente…, a menos que encontremos el llavero del conde.

Como no podíamos hacer nada antes de la mañana y como era aconsejable que lord Godalming esperara hasta recibir la comunicación de Mitchell’s, decidimos no dar ningún paso hasta la hora del desayuno. Durante un buen rato, permanecimos sentados, fumando, discutiendo todas las facetas del asunto, visto desde diferentes ángulos; aproveché la oportunidad de completar este diario y ponerlo al corriente hasta este preciso instante. Tengo mucho sueño y debo ir a acostarme…

Sólo una línea más. Mina duerme profundamente y su respiración es regular. Tiene la frente surcada de pequeñas arrugas, como si incluso dormida estuviera pensando. Está todavía muy pálida, pero no tan macilenta como esta mañana. Mañana espero que podremos poner fin a todo esto; se irá a nuestra casa de Exéter. ¡Oh! ¡Qué sueño tengo!

Del diario del doctor Seward

1 de octubre.
Estoy absolutamente asombrado por lo de Renfield. Sus saltos de humor son tan repentinos, que tengo dificultades para poder registrarlos y adaptarme a ellos, y como siempre tienen un significado que va más allá de su propio bienestar, forman un estudio más que interesante. Esta mañana, cuando fui a verlo, después de que hubo rechazado a van Helsing, sus modales eran los de un hombre que estaba dirigiendo al destino. En efecto, estaba dándole órdenes al destino, subjetivamente. No se preocupaba en absoluto por ninguna de las cosas terrenales; estaba en las nubes y miraba desde su atalaya a todas las flaquezas y deseos de nosotros, los pobres mortales.

Decidí aprovecharme de la ocasión y aprender algo, de modo que le pregunté:

—¿Qué me dice usted de las moscas en estos últimos tiempos?

Me sonrió con aire muy superior…, con una sonrisa como la que hubiera podido aparecer en el rostro de Malvolio, antes de responderme:

—La mosca, mi querido señor, tiene una característica sorprendente: sus alas son típicas del carácter aéreo de las facultades psíquicas. ¡Los antiguos tuvieron razón cuando representaron el alma en forma de mariposa!

Pensé agotar su analogía, y dije rápidamente:

—¡Oh! ¿Está usted buscando un alma ahora?

Su locura envolvió a la razón y una expresión de asombro se extendió sobre su rostro al tiempo que, sacudiendo la cabeza con una energía que no le había visto nunca antes, dijo:

—¡Oh, no, no! No quiero almas. Todo lo que quiero es vida —su rostro se iluminó en ese momento—. Siento una gran indiferencia sobre eso en la actualidad. La vida está muy bien: tengo toda la que necesito. Tiene que buscarse usted otro paciente, doctor, si es que desea estudiar la zoofagia.

Esa salida me sorprendió un poco, por lo cual le dije:

—Entonces, usted dirige la vida; debe ser usted un dios, ¿no es así?

Sonrió con una especie de superioridad benigna e inefable.

—¡Oh, no! No entra en mis cálculos, de ninguna manera, el arrogarme los atributos de la divinidad. Ni siquiera me interesan sus actos especialmente espirituales. ¡Si me es posible establecer cuál es mi posición intelectual, diría que estoy, en lo referente a las cosas puramente terrenales, en cierto modo en la posición que ocupaba Enoch espiritualmente!

Eso representaba para mí un problema difícil, no lograba recordar en ese momento cuál había sido la posición de Enoch. Por consiguiente, tuve que hacerle una pregunta simple, aunque comprendí que, al hacerlo, me estaba rebajando ante los ojos del lunático…

—¿Y por qué se compara con Enoch?

—Porque andaba con Dios.

No comprendí la analogía, pero no me agradaba reconocerlo, de modo que volví al tema que ya había negado:

—De modo que no le preocupa la vida y no quiere almas, ¿por qué?

Le hice la pregunta rápidamente y con bastante sequedad, con el fin de ver si me era posible desconcertarlo.

El esfuerzo dio resultado y por espacio de un instante se tranquilizó y volvió a sus antiguos modales serviles, se inclinó ante mí y me aduló servilmente, al tiempo que respondía:

—No quiero almas. ¡Es cierto! ¡Es cierto! No quiero. No me servirían de nada si las tuviera; no tendría modo de usarlas. No podría comérmelas o…

Guardó silencio repentinamente y la antigua expresión de astucia volvió a extenderse sobre su rostro, como cuando un viento fuerte riza la superficie de las aguas.

—Escuche, doctor, en cuanto a la vida, ¿qué es después de todo? Cuando ha obtenido todo lo necesario y sabe que nunca deseará otra cosa, eso es todo. Tengo amigos, buenos amigos, como usted, doctor Seward —esto lo dijo con una expresión de indecible astucia—. ¡Sé que nunca me faltarán los medios de vida!

Creo que entre las brumas de su locura vio en mí cierto antagonismo, puesto que, finalmente, retrocedió al abrigo de sus iguales…, al más profundo y obstinado silencio.

Al cabo de poco tiempo, comprendí que por el momento era inútil tratar de hablar con él. Estaba enfurruñado. De modo que lo dejé solo y me fui.

Más tarde, en el curso del día, me mandó llamar. Ordinariamente no hubiera ido a visitarlo sin razones especiales, pero en este momento estoy tan interesado en él que me veo contento de hacer ese pequeño esfuerzo. Además, me alegró tener algo que me ayude a pasar el tiempo. Harker está fuera, siguiendo pistas; y también Quincey y lord Godalming. Van Helsing está en mi estudio, examinando cuidadosamente los registros preparados por los Harker; parece creer que por medio de un conocimiento exacto de todos los detalles es posible que llegue a encontrar algún indicio importante. No desea que lo molesten mientras trabaja, a no ser por algún motivo especial. Pude hacer que me acompañara a ver al paciente, pero pensé que después de haber sido rechazado como lo había sido, no le agradaría ya ir a verlo. Además, había otra razón: Renfield no hablaría con tanta libertad ante una tercera persona como lo haría estando solos él y yo.

Lo encontré sentado en la silla, en el centro de su habitación, en una postura que indica generalmente cierta energía mental de su parte. Cuando entré, dijo inmediatamente, como si la pregunta le hubiera estado quemando los labios:

—¿Qué me dice de las almas?

Era evidente que mi aplazamiento había sido correcto. Los pensamientos inconscientes llevaban a cabo su trabajo, incluso en el caso de los lunáticos. Decidí acabar con aquel asunto.

—¿Qué me dice de ellas usted mismo? —inquirí.

Renfield no respondió por el momento y miró en torno suyo, arriba y abajo, como si esperara obtener alguna inspiración para responder.

—¡No quiero almas! —dijo en tono débil y como de excusa.

El asunto parecía ocupar su mente y decidí aprovecharme de ello… a ser «cruel sólo para ser bueno». De modo que le dije:

—A usted le gusta la vida, ¿quiere la vida?

—¡Oh, sí! Pero, eso ya está bien. ¡No necesita usted preocuparse por eso!

—Pero —inquirí—, ¿cómo vamos a obtener la vida sin obtener el alma al mismo tiempo?

Eso pareció sorprenderlo, de modo que desarrollé la idea:

—Pasará usted un tiempo muy divertido cuando salga de aquí, con las almas de todas las moscas, arañas, pájaros y gatos, zumbando, retorciéndose y maullando en torno suyo. Les ha quitado usted las vidas y debe saber qué hacer con sus almas.

Algo pareció afectar su imaginación, ya que se cubrió los oídos con los dedos y cerró los ojos, apretándolos con fuerza, como lo hace un niño cuando le están lavando la cara con jabón. Había algo patético en él que me emocionó; asimismo, recibí una lección, puesto que me parecía que había un niño frente a mí…, solamente un niño, aunque sus rasgos faciales reflejaban el cansancio y la barba que aparecía sobre sus mejillas era blanca. Era evidente que estaba sufriendo algún proceso de desarreglo mental y, sabiendo cómo sus estados anímicos anteriores parecían haber interpretado cosas que eran aparentemente extrañas para él, creí conveniente introducirme en sus pensamientos tanto como fuera posible, para acompañarlo. El primer paso era el de volver a ganarme su confianza, de modo que le pregunté, hablando con mucha fuerza, para que pudiera oírme, a pesar de que tenía los oídos cubiertos:

—¿Quiere usted un poco de azúcar para volver a atraer a sus moscas?

Pareció despertarse de pronto y movió la cabeza. Con una carcajada, dijo:

—¡No! ¡las moscas son de poca importancia, después de todo! —hizo una ligera pausa, y añadió—: Pero, de todos modos, no quiero que sus almas me anden zumbando en los oídos.

—¿O las arañas? —continué diciendo.

—¡No quiero arañas! ¿Para qué sirven las arañas? No tienen nada para comer o… —guardó silencio repentinamente, como si se acordara de algún tópico prohibido.

«¡Vaya, vaya!»., me dije para mis adentros. «Es la segunda vez que se detiene repentinamente ante la palabra, ¿qué significa esto?».

Renfield se dio cuenta de que había cometido un error, ya que se apresuró a continuar, como para distraer mi atención e impedir que me fijara en ello.

—No tengo ningún interés en absoluto en esos animales. «Ratas, ratones y otros animales semejantes», como dice Shakespeare. Puede decirse que no tienen importancia. Ya he sobrepasado todas esas tonterías. Sería lo mismo que le pidiera usted a un hombre que comiera moléculas con palillos, que el tratar de interesarme en los carnívoros, cuando sé lo que me espera.

—Ya comprendo —le dije—. Desea usted animales grandes en los que poder clavar sus dientes, ¿no es así? ¿Qué le parecería un elefante para su desayuno?

Other books

Blood on the Tracks by Barbara Nickless
Mr. Clean by Penelope Rivers
WayFarer by Janalyn Voigt
A Mortal Bane by Roberta Gellis
Flirting with Disaster by Catori, Ava, Rigal, Olivia