Drácula, el no muerto (10 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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—He vuelto a tener visiones.

—¿Sueños de él? —Jonathan cogió el
Times
.

—No eran sueños. Era diferente.

—Creo que tú quieres tener esos sueños, Mina, que en lo más profundo de ti aún lo deseas. Le guardas una pasión que nunca pude saciar.

¡Pasión! Tambaleándose de rabia, Mina enderezó la espalda como una cobra lista para atacar.

—Mira, espera un momento…

—¿Por qué? —le interrumpió Jonathan—. ¿Por qué siempre ha de interponerse entre nosotros, Mina, invadiendo nuestro matrimonio como un cáncer?

—Eres tú, Jonathan, no yo, quien lo pone entre nosotros. Yo te elegí a ti.

Jonathan se volvió lentamente y la miró con tanta nostalgia que ella pensó por primera vez que realmente había escuchado sus palabras.

—Oh, mi querida, querida Mina, aún tan hermosa y joven como el día que te conocí. ¿Por eso pronuncias su nombre por la noche, porque me amas tanto?

A Mina se le cayó el alma a los pies.

—¿Cuánto tiempo más continuarás castigándome por mis errores? Sólo era una jovencita alocada. No pude ver el monstruo detrás de la máscara.

—¿Qué te hizo? Mientras yo envejezco, tú… —Hizo un gesto señalando su cuerpo juvenil, negó con la cabeza con desesperación y dio un sorbo al té.

La pasión, el fuego, la preocupación por los demás, todo se había ahogado en litros de whisky. El hombre al que miraba en ese momento había matado a su marido, al amor de su vida. Detestaba a ese despojo que tenía delante. No había nada en él que se pareciera al hombre del que se había enamorado.

Si ése era el juego al que quería jugar, que así fuera. Ocultando sus emociones tras una máscara anodina de educación, Mina se sentó y se obligó a volver a concentrarse en el periódico. Un pequeño titular de la página de sociedad del
Daily Telegraph
captó su atención: «Antiguo director del manicomio de Whitby muerto en París».

Horrorizada, examinó el primer párrafo.

—¡Jack Seward está muerto!

—¿Qué estás diciendo?

—Mi visión de anoche, ¡la muerte de Jack! —gritó Mina. Golpeó el periódico en la mesa delante de su marido—. Esto no es una coincidencia.

Apareció una luz en los ojos de Jonathan mientras intentaba reprimir su aturdimiento alcohólico.

—Que Dios dé descanso a su alma inquieta —dijo, casi dando una impresión de lucidez.

Bajó la mirada para leer todo el artículo. Cuando volvió a levantar la cabeza, una pregunta no pronunciada flotaba entre ellos.

«¿Ha vuelto para vengarse?»

Jonathan se quedó un momento sentado en silencio, como si estuviera tomando una decisión. Bajó los hombros y su mente volvió a sumirse en el vacío. Le devolvió el periódico a Mina.

—Atropellado por un carruaje. Dicen que fue un accidente. —Tocó la línea con el dedo para remarcar lo dicho.

La furia encendió a Mina.

—Te has convertido en un viejo borracho, ciego y estúpido, Jonathan.

Lamentó haberlo dicho en el momento en que lo hizo. Estaba tratando de provocarlo para que actuara, pero su severidad sólo hirió a aquel hombre frágil.

—Envidio a Jack —susurró Jonathan, con las lágrimas agolpándose en sus ojos cansados—. Su dolor ha terminado al fin. —Se levantó y se dirigió a la puerta.

Mina volvió a sentir el escalofrío. Sus visiones eran reales. El futuro le deparaba algo terrible. Y sabía que esta vez tendría que afrontarlo sola.

Presa del pánico, Mina persiguió a Jonathan y lo alcanzó en las escaleras que daban al jardín.

—Lo siento, Jonathan. Te amo. Siempre lo haré. ¿Cuántas veces tengo que repetirlo?

Jonathan no miró atrás al subirse al automóvil y ponerse las gafas sobre los ojos.

—He de contactar con la ex mujer de Jack y con su hija en Nueva York. Al fin y al cabo, todavía soy el albacea de su testamento, y hay cosas que hacer.

Jonathan apretó el acelerador, soltó el freno y se alejó a la velocidad atronadora de quince kilómetros por hora.

Mina observó el automóvil de Jonathan, que desapareció en dirección a la estación. Lo irrevocable de su partida hizo que las lágrimas le escocieran en los ojos. Pestañeó para deshacerse de ellas, embargada de repente por la convicción de que la estaban observando. Alguien estaba escondido en un matorral cercano.

10

E
l inspector Colin Cotford recorrió Fenchurch Street, dirigiéndose hacia el corazón de Whitechapel. Era el lugar más despreciable de la Tierra. Después de treinta años de servicio en Scotland Yard, Cotford había visto lo peor del género humano. Ya no creía en las nociones del Cielo y el Infierno que le habían enseñado de niño. Había visto el Infierno en la Tierra, y Whitechapel, uno de los barrios más pobres del East End de Londres, lo era. Sus fábricas atraían a los desposeídos, que llegaban con la esperanza de encontrar trabajo, pero había más gente que empleos, lo cual daba como resultado pobreza extrema y superpoblación. Todo el barrio emanaba un olor característico, una mezcla de excrementos, suciedad y carne podrida.

Cotford trató de no respirar por la nariz mientras caminaba por Commercial Street, en un intento de evitar ese hedor nauseabundo. Era temprano; estaba amaneciendo, y los vendedores comenzaban a mover sus carros de fruta, leche y agua hacia Covent Garden. Un carro de cerrajero pasó repicando a su lado por la calle adoquinada. Cotford continuó, simulando no ver a las «desarrapadas»: mujeres ancianas reducidas por la pobreza y el vicio a las profundidades de la desdicha. Ya no tenían fuerzas para mendigar comida. Se limitaban a apiñarse para darse calor mientras esperaban que la inanición acabara con su miserable existencia.

Cotford había recibido una llamada del superintendente jefe a primera hora de la mañana; en ella le «pedía» que, lo antes posible, investigara la muerte de un vagabundo que había muerto en París. Cotford había hablado con el teniente Jourdan, el agente de Policía francés asignado al caso, aunque no veía el sentido de esa investigación. Hombres enloquecidos por el azote de la pobreza eran pisoteados por caballos y carros al menos una docena de veces al día en Londres. Suponía que la estadística sería similar en París.

Sin embargo, Jourdan al parecer pensaba que había algo más en el caso. La víctima llevaba una espada bañada en plata y, según les constaba, en cierta ocasión había recibido becas de Francia para desarrollar estudios científicos. A diferencia de la Policía metropolitana de Londres, la Sûreté Nationale de París no estaba gobernada municipalmente, sino que era una agencia del Gobierno de Francia, y querían asegurarse de que la muerte del doctor Jack Seward no había sido un homicidio.

Cotford había puesto los ojos en blanco al oír a Jourdan cotorreando en un inglés macarrónico. El hombre insinuó la existencia de una extraña conspiración, y cuando Cotford le mostró su desdén ante tal sinsentido, amenazó con acudir directamente a sus superiores.

Cotford se detuvo en Wentworth Street, delante de la casa de inquilinos que se hallaba frente al inmenso almacén. Echó un trago de su petaca de plata para entrar en calor antes de adentrarse en aquel desvencijado edificio.

Al ingresar en Scotland Yard, se consideraba a sí mismo un sabueso irlandés. En años recientes, no obstante, se había sentido más como un perro cobrador. En ese punto de su carrera, tendría que haber sido superintendente, como mínimo. Al fin y al cabo, había sido el hombre más joven nombrado agente detective: elegido personalmente veinticinco años antes por el gran inspector Frederick Abberline. Pero Cotford seguía siendo sólo un inspector y continuaba varado en la división H. En lugar de sentarse en una oficina caliente y espaciosa en el edificio Norman Shaw del Nuevo Scotland Yard, estaba buscando información para casos inútiles y sin salida.

Entró en la pestilente planta superior. No había luz eléctrica y las ventanas estaban cegadas con tablones desde dentro. Cotford sacó una linterna del bolsillo del abrigo. El haz de luz iluminó, a través del aire polvoriento, varios libros esparcidos por la estancia. Revisó los títulos: todos eran sobre ocultismo. Había dientes de ajos secos y hojas de muérdago en torno a cada puerta y cada ventana. Del techo colgaban artefactos y símbolos de decenas de religiones. Había recortes amarillentos sacados de la prensa de Londres apilados en los bordes de un espejo, con la tinta tan desvaída que Cotford, sin sus gafas de lectura, no lograba discernir los titulares. Un repugnante insecto alargado se escabulló para huir del haz de la linterna.

Al cabo de unos minutos, llegaron el sargento Lee y dos agentes para ayudarle a empaquetarlo todo y enviarlo a la Sûreté Nationale, el equivalente francés de Scotland Yard.

—¡Qué horror! —protestó Lee cuando echó su primer vistazo.

Cotford no estaba seguro de si el comentario se refería al estado de la estancia o a la desalentadora tarea que les esperaba. Como resultado de su extraordinaria altura, Lee no paraba de golpearse la cabeza con los diversos artefactos, haciendo que éstos oscilaran como en una parodia espectral del espumillón de Navidad.

El sargento Lee admiraba a Cotford y sentía por él una especie de veneración al héroe, pues no en vano el viejo inspector había trabajado en cierta ocasión en el caso más famoso de la historia de Scotland Yard. La publicidad que rodeó la investigación le había dado cierta notoriedad a Cotford. Desgraciadamente, como el caso nunca se resolvió, fue también la mayor decepción de Cotford, y había manchado su reputación en su profesión y ante la opinión pública. Sentía que la admiración de Lee por él era injustificada. Veía al sargento como un policía prometedor, y esperaba que Lee obtuviera el éxito que él no había logrado. A diferencia de él, Lee era un hombre de familia. Aparte de eso, el inspector sabía muy poco de la vida personal de Lee, y lo prefería así.

El haz de la linterna de Cotford iluminó las paredes empapeladas con páginas arrancadas de la Biblia. La luz captó un atisbo de rojo en la pared de enfrente. Cotford se acercó. Garabateado con lo que parecía ser sangre se leían las palabras:
«Vivus est!»
.

—Más loco que una cabra —sentenció Lee, agitando la cabeza en ademán de incredulidad—. ¿Qué significa eso?

—No estoy seguro, muchacho —replicó Cotford—. Creo que es latín.

Cotford cogió un libro encuadernado en piel, sacudió el polvo y lo abrió. Cayó una fotografía de debajo de la cubierta. Lee la recogió mientras Cotford pasaba las páginas escritas a mano. Al dar la vuelta a la foto, Lee mostró la inscripción a Cotford: «Lucy Westenra, mi amor, junio de 1887». Cotford negó con la cabeza. Nada de interés. Arrojó la foto a una caja que uno de los agentes había empezado a empaquetar para enviar a París.

Cotford cerró el libro y estaba a punto de seguir adelante, pero algo antiguo y conocido alertó sus sentidos. No podía creer lo que había visto en el interior de las páginas del libro. Se preguntó si el hecho de volver a estar en Whitechapel le estaba jugando una mala pasada.

—¿Qué ocurre, señor? —preguntó Lee.

Cotford reabrió el libro, encontró de nuevo la página y releyó el pasaje. Allí estaba en negro sobre blanco. ¿Podía ser verdad? Tocó la página con el dedo, y sin mirar recitó las palabras que ya tenía grabadas en su memoria: «Fue el profesor quien levantó su sierra quirúrgica y empezó a cortar los miembros de Lucy para separarlos de su cuerpo».

Cotford volvió a la caja y sacó la foto de Lucy Westenra. Se permitió un momento de pausa para llorar a una chica a la que ni siquiera había conocido. Incluso después de transcurrido tanto tiempo, seguía culpándose:

—El pasado flota como una pesadilla sobre el presente.

Al cabo de un segundo estaba corriendo hacia la puerta.

—Termine de empaquetar el resto de estos diarios y sígame con esa caja de inmediato, sargento Lee.

Al cabo de una hora, Cotford y Lee estaban de nuevo en Victoria Embankment. Llegaron al edificio gótico de ladrillos rojos y blancos del Nuevo Scotland Yard. Sin decir una palabra, bajaron a la Sala de Registros, también conocida como «la otra morgue», para buscar en los archivos.

Horas después, estaban perdiendo fuelle.

—¿Dónde demonios están esos archivos? —maldijo Cotford.

—Parece que algunos han desaparecido, señor.

—¡Eso ya lo veo! ¿Por qué han desaparecido? Todo el caso debería ser exhibido en el vestíbulo para recordarnos a todos nuestra locura.

—Le pido perdón, señor. Pero ese caso estaba en la comisaría de Whitehall.

—Sé que estaba en la comisaría de Whitehall. Trabajé en ese condenado caso.

—Bueno, cuando nos trasladamos de Scotland Yard a este edificio, los archivos… No todos los archivos se trasladaron. Algunos no aparecieron.

Cotford gruñó.

—Ese caso fue una tacha en esta institución, y me ha perseguido como la peste. Si alguien oye que hemos archivado mal el expediente, se van a burlar de nosotros toda la vida.

—Aquí hay algo, señor.

Lee sacó una gran caja de cartón negra. Tenía los bordes raídos y la tapa se aguantaba con una cinta roja. Cotford la reconoció de inmediato. Le cogió la caja a Lee como si fuera una antigüedad de valor incalculable. La etiqueta, ahora amarillenta por el paso del tiempo, todavía estaba firmemente pegada. En letra de imprenta rezaba: «Asesinatos de Whitechapel, 1888». Debajo, en la propia caligrafía de Cotford, se hallaba el número de archivo: 57825.

Y más abajo: «Jack el Destripador».

Desde el 31 de agosto de 1888 al 9 de noviembre del mismo año, Londres había vivido aterrorizada por el brutal asesinato de cinco mujeres en el distrito de Whitechapel por parte de un agresor desconocido. El asesino nunca fue atrapado. Golpeaba de noche y desaparecía sin dejar rastro. Ése fue el infausto caso en el que Abberline, quien dirigía la investigación, ascendió a su prometedor joven agente Cotford para que éste pudiera unirse a la investigación. Cotford patrullaba en el distrito H (Whitechapel) y, dados los numerosos elogios que había recibido, era la elección obvia. El mayor reproche que Cotford se hacía en la vida era que en una noche aciaga el asesino se le había escapado por centímetros. El 30 de septiembre, Cotford estaba en Dutfield’s Yard, donde había sido asesinada la tercera víctima, Elizabeth Stride. Cotford había visto a una figura oscura huyendo de la escena, dejando un rastro de sangre que podía seguir. Él había hecho sonar el silbato para convocar a otros agentes de Policía y dar caza al asesino. Pero cuando se estaba acercando al sospechoso, Cotford tropezó con un bordillo que no había visto por la niebla que cada noche se levantaba del río. Cuando se levantó, había perdido de vista a su sospechoso, y no podía ver nada más allá de su nariz. Incluso se había perdido en las calles, incapaz de encontrar el camino de vuelta al lugar donde habían asesinado a Stride.

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