Eran más de las nueve cuando dejó el pub. La noche era fría y tenebrosa. Entró al parque por el primer portón y caminó bajo los árboles esmirriados. Caminó por los senderos yermos por donde habían andado cuatro años atrás. Por momentos creyó sentir su voz rozar su oído, su mano tocando la suya. Se detuvo a escuchar. ¿Por qué le había negado a ella la vida? ¿Por qué la condenó a muerte? Sintió que su existencia moral se hacía pedazos.
Cuando alcanzó la cresta de Magazine Hill se detuvo a mirar a lo largo del río y hacia Dublín, cuyas luces ardían rojizas y acogedoras en la noche helada. Miró colina abajo y, en la base, a la sombra del muro del parque, vio unas figuras caídas: parejas. Esos amores triviales y furtivos lo colmaban de desespero. Lo carcomía la rectitud de su vida; sentía que lo habían desterrado del festín de la vida. Un ser humano parecía haberlo amado y él le negó la felicidad y la vida: la sentenció a la ignominia y a morir de vergüenza. Sabía que las criaturas postradas allá abajo junto a la muralla lo observaban y deseaban que acabara de irse. Nadie lo quería; era un desterrado del festín de la vida. Volvió sus ojos al resplandor gris del río, serpeando hacia Dublín. Más allá del río vio un tren de carga serpeando hacia la estación de Kingsbridge, como un gusano de cabeza fogosa serpeando en la oscuridad, obstinado y laborioso. Lentamente se perdió de vista; pero todavía sonó en su oído el laborioso rumor de la locomotora repitiendo las sílabas de su nombre.
Regresó lentamente por donde había venido, el ritmo de la máquina golpeando en sus oídos. Comenzó a dudar de la realidad de lo que la memoria le decía. Se detuvo bajo un árbol a dejar que murieran aquellos ritmos. No podía sentirla en la oscuridad ni su voz podía rozar su oído. Esperó unos minutos, tratando de oír. No se oía nada: la noche era de un silencio perfecto. Escuchó de nuevo: perfectamente muda. Sintió que se había quedado solo.
El viejo Jack rastreó las brasas con un pedazo de cartón, las juntó y luego las esparció concienzudamente sobre el domo de carbones. Cuando el dombo estuvo bien cubierto su cara quedó en la oscuridad, pero al ponerse a abanicar el fuego una vez más, su sombra ascendió por la pared opuesta y su cara volvió a salir lentamente a la luz. Era una cara vieja, huesuda y con pelos. Los azules ojos húmedos parpadearon ante el fuego y la boca babeada se abrió varias veces, mascujando mecánica al cerrarse. Cuando los carbones se volvieron ascuas recostó el cartón a la pared y, suspirando, dijo:
—Mucho mejor así, Mr. O'Connor.
Mr. O'Connor, joven, de cabellos grises y de cara desfigurada por muchos barros y espinillas, acababa de liar un perfecto cilindro de tabaco, pero al hablarle deshizo su trabajo manual, meditabundo. Luego, volvió a liar su tabaco, meditativo, y después de una reflexión momentánea decidió pasarle la lengua al papel.
—¿Dejó dicho Mr. Tiemey cuándo regresaría? —preguntó en ronco falsete.
—No, no dijo.
Mr. O'Connor se puso el cigarrillo en la boca y empezó a buscar en sus bolsillos. Sacó un mazo de tarjetas de cartulina.
—Le traigo un fósforo —dijo el viejo.
—Déjelo, está bien así —dijo Mr. O'Connor. Escogió una de las tarjetas y la leyó:
ELECCIONES MUNICIPALES
Real Sala de Cambio
Mr. RICHARD J. TIERNEY, P. L. G.,
solicita respetuosamente el favor de su voto
y su influencia
en las venideras elecciones
en la
Real Sala de Cambio
Mr. O'Connor había sido contratado por un enviado de Tierney para hacer campaña en una zona del electorado, pero, como el clima era inclemente y sus botas filtraban, se pasaba gran parte del tiempo sentado junto al fuego en el Comité de Barrio de la calle Wicklow, con Jack, el viejo ujier. Ahí estaban sentados desde que el corto día empezó a oscurecer. Era el 6 de octubre, triste y frío a la intemperie.
Mr. O'Connor rasgó una tira de la tarjeta y, encendiéndola, prendió el cigarrillo. Al hacerlo, la llama alumbró una oscura y lustrosa hoja de hiedra que llevaba en la solapa. El viejo lo miró atentamente y luego, esgrimiendo de nuevo su cartón, comenzó a abanicar el fuego lentamente mientras su acompañante fumaba.
—Pues sí —continuó—, es difícil saber de qué manera criar a los hijos. ¡Quién iba a saber que me iba a salir así! Lo mandé a los Hermanos Cristianos, hice todo lo que pude por él y ahí lo tiene, hecho un borracho. Traté de hacerlo por lo menos gente.
Desganado, dejó el cartón donde estaba.
—Si yo no fuera ya un viejo lo haría cambiar de melodía. Cogía mi bastón y le aporreaba la espalda a todo lo que da… como hacía antes. Su madre, ya sabe, lo tapa por aquí y por allá…
—Es eso lo que echa a perder a los hijos.
—¡Claro que sí! —dijo el viejo—. Y que no dan ni las gracias, todo se vuelve insolencias. Me levanta la voz cada vez que me ve llevarme un trago a la boca. ¿A dónde vamos a parar cuando los hijos les hablan así a los padres?
—¿Cuántos años tiene él?
—Diecinueve —dijo el viejo.
—¿Por qué no le busca un puesto?
—Pero naturalmente. ¿Cree que he hecho otra cosa desde que este borracho dejó la escuela? «No te voy a mantener, —le digo—. Búscate un trabajo». Pero es peor, claro, cuando tiene trabajo: entonces se bebe el sueldo.
Mr. O'Connor movió la cabeza, comprensivo, y el viejo se quedó callado mirando a las llamas. Alguien abrió la puerta y llamó:
—¡Hola! ¿Es éste el mitin de los masones?
—¿Quién, quién es? —preguntó el viejo.
—¿Qué hacen ustedes en esa oscuridad? —preguntó una voz.
—¿Eres tú, Hynes? —preguntó Mr. O'Connor.
—Sí. ¿Qué hacen ustedes en esa oscuridad? —dijo Mr. Hynes y avanzó hacia la luz de la lumbre.
Era un joven alto, delgado y con un bigote castaño claro. Inminentes goticas de lluvia le colgaban del ala del sombrero y llevaba el cuello de su abrigo vuelto hacia arriba.
—Bueno, Mat —le dijo a Mr. O'Connor—, ¿cómo van las cosas?
Mr. O'Connor meneó la cabeza. El viejo dejó el hogar y dando tumbos por el cuarto regresó con dos velas que hundió una tras otra entre las llamas, y luego las llevó a la mesa. Una pieza vacía apareció a la vista y la lumbre perdió sus alegres colores. Las paredes estaban desnudas excepto por una copia de un discurso electoral. En medio del cuarto había una mesita cargada de papeles.
Mr. Hynes se recostó a la repisa y preguntó:
—¿Ya pagó?
—No, todavía —dijo Mr. O'Connor—. Quiera Dios que no nos deje enganchados esta noche.
Mr. Hynes rió.
—¡Oh, él te va a pagar! No tengas temor —dijo.
—Espero que se apure, si es que habla en serio —dijo Mr. O'Connor.
El viejo regresó a su asiento junto al fuego y dijo:
—No lo ha hecho todavía, pero al menos tiene con qué. No como el otro gitano.
—¿Qué otro gitano? —dijo Mr. Hynes.
—Colgan —dijo el viejo con desprecio.
—¿Será porque Colgan es obrero que dices eso? ¿Qué diferencia hay entre un albañil honesto y un tabernero, eh? ¿No tiene el trabajador derecho de estar en la Corporación como todo el mundo…? Pero sí, ¿y más derecho todavía que esos halalevas que están siempre sombrero en mano ante cualquier tipo de esos con un ganchito en el nombre? ¿No es así, Mat? —dijo Mr. Hynes dirigiéndose a Mr. O'Connor.
—Creo que tienes razón —dijo Mr. O'Connor—. Uno es un hombre honesto sin nada de nalgas mojadas. Sube a representar a la clase obrera. Este tipo para quien trabajamos nada más que quiere coger este puesto o el otro.
—Por supuesto la clase obrera debe ser representada —dijo el viejo.
—El trabajador —dijo Mr. Hynes— recibe las patadas, no las pesetas. Pero es la clase obrera la que produce. El obrero no anda buscando sinecuras para sus hijos y sobrinos y primos. Los obreros nunca arrastrarían el honor de Dublín por el fango para complacer a un monarca alemán.
—¿Cómo dices? —dijo el viejo.
—Ah, ¿pero tú no sabes que quieren dar un discurso de bienvenida a Eduardo Rex cuando venga el año que viene? ¿Por qué le vamos a hacer genuflexiones a un rey extranjero, a ver?
—Nuestro candidato no votará por ese discurso —dijo Mr. O'Connor—. Él va en la boleta nacionalista.
—¿Ah, no? —dijo Mr. Hynes—. Espera y verás si lo hace o no lo hace. Lo conozco de lo más bien. Le dicen Dicky «Trampas» Tierney.
—¡Caramba, tal vez tengas tú razón, Joe! —dijo Mr. O'Connor—. De todas maneras, me gustaría verlo entrar acompañado por la divina pastora.
Los tres hombres se quedaron callados. El viejo empezó a recoger más brasas. Mr. Hynes se quitó el sombrero, lo sacudió y luego bajó el cuello al abrigo, mostrando al hacerlo una hoja de hiedra en su solapa.
—Si este hombre estuviera vivo —dijo, señalando a la hiedra—, no tendríamos que estar hablando de discursos de bienvenida.
—Eso es verdad —dijo Mr. O'Connor.
—Concho, ¡qué tiempos aquellos, Dios mío! —dijo el viejo—. Se palpaba la vida entonces.
El cuarto quedó en silencio de nuevo. En ese momento un ágil hombrecito de nariz mocosa y orejas heladas empujó la puerta. Fue al fuego, rápido, frotándose las manos como si tratara de sacarles chispas.
—Nada de dinero, caballeros —dijo.
—Siéntese aquí, Mr. Henchy —dijo el viejo, ofreciéndole su silla.
—Oh, ni te muevas, Jack, ni te muevas —dijo Mr. Henchy.
Saludó, cortés, a Mr. Hynes y se sentó en la silla que dejó vacante el viejo.
—¿Te ocupaste de la calle Aungier? —preguntó a Mister O'Connor.
—Sí —dijo O'Connor, comenzando a buscar la lista en sus bolsillos.
—¿Visitaste a Grimes?
—También.
—Y qué, ¿dónde se pone?
—No promete nada. Me dijo: «No pienso decirle a nadie por quién voy a votar». Pero me parece que va a caer del lado de acá.
—¿Cómo así?
—Me preguntó que quiénes serían los candidatos; y yo le dije, le mencioné, al padre Burke. Creo que va a dar resultado.
Mr. Henchy comenzó a moquear y a frotarse las manos sobre el fuego a toda velocidad. Luego, dijo:
—Por el amor de Dios, Jack, tráenos un poco de carbón. Tiene que quedar un fondo.
El viejo salió del cuarto.
—No anda bien la cosa —dijo Mr. Henchy, moviendo la cabeza—. Le pregunté a ese limpiabotas pero lo que dijo es: «Oh, pero vamos, Mr. Henchy, cuando el carro eche a andar no los voy a olvidar, delo por seguro». ¡Mezquino gitano! 'Oncho, ¿cómo iba a ser de otro modo?
—¿Qué te dije, Mat? —dijo Mr. Hynes—. Dicky «Trampas» Tierney.
—Oh, ése más tramposo que nadie —dijo Mr. Henchy—. No tiene esos ojitos de maula por gusto. ¡Maldita sea su alma! ¿No le saldría mejor pagamos que venir con su: «Oh, pero vamos, Mr. Henchy, debo hablar con Mr. Fanning… He gastado ya mucho dinero»? ¡Limpiabotas estreñido! Supongo que ya se le olvidaron los tiempos en que su padre tenía su tienda de apéameunos en Mary's Lane.
—¿Es cierto eso? —preguntó Mr. O'Connor.
—¡Que si es cierto! —dijo Mr. Henchy—. ¿Nunca lo oyeron decir? Los parroquianos solían ir los domingos temprano, antes de que abrieran los pubs, a comprarse pantalones y chalecos… ¡
moya
! Pero el viejo de Dicky «Trampas» siempre tenía su botellita de trampa en un rincón. ¿Uno ahora? Así como así. Y fue ahí donde él viera la luz.
El viejo regresó con unos cuantos carbones que puso al fuego aquí y allá.
—Preciosa bienvenida —dijo Mr. O'Connor—. ¿Cómo espera que trabajemos por él si no se pone para su número?
—No hay nada que hacer —dijo Mr. Henchy—. Espero encontrarme las autoridades competentes con una orden de desahucio cuando vuelva a casa, apostadas a la entrada.
Mr. Hynes se rió y, saliendo de entre las repisas de la chimenea con la ayuda de sus hombros, se dispuso a marcharse.
—Todo irá mejor cuando venga Eduardito el reyecito —dijo—. Bueno, caballeros, me marcho por ahora. Los veo luego. Adiosito.
Salió del cuarto lentamente. Ni Mr. Henchy ni el viejo dijeron nada, pero, justo cuando se cerraba la puerta, Mr. O'Connor, que se quedó mirando al fuego cabizbajo, gritó de pronto:
—¡'diós, Joe!
Mr. Henchy esperó unos minutos y luego movió la cabeza en dirección a la puerta.
—Díganme —dijo desde el otro lado del fuego—, ¿qué trajo al amigo acá? ¿Qué quiere ahora?
—¡'Oncho el pobre Joe! —dijo O'Connor arrojando el cigarillo al fuego—. Está tan necesitado como el resto de nosotros.
Mr. Henchy esgarró con fuerza y escupió tan copiosamente que casi apagó el fuego.
Éste, en respuesta, respondió silbando.
—Para darle, en toda confianza, mi opinión personal y franca —dijo—, creo que éste está con el otro bando. Para mí que es un espía de Colgan. «Por qué no te das una vuelta por allá y averiguas cómo andan? De ti no sospecharán». ¿Se dan cuenta?
—Nah, el pobre Joe es un tipo decente —dijo Mr. O'Connor.
—Su padre era hombre decente y respetable —admitió Mr. Henchy—. ¡El pobre Larry Hynes! Mucho bien que hizo en su día. Pero me temo muy mucho que nuestro amigo no es de ley. Comprendo que alguien ande corto, pero lo que no comprendo es un sablista profesional, ¡maldita sea! ¿Es que no queda ya una pizca de decencia en el mundo?
—Yo no le doy precisamente una bienvenida calurosa cuando viene —dijo el viejo—. ¡Que trabaje para la otra gente en vez de andar espiando por acá!
—Yo no sé —dijo Mr. O'Connor, dubitativo, mientras sacaba tabaco y papel de liar—. Me parece que Joe Hynes es de ley. Es listo, también, con la pluma. ¿No recuerdan aquello que escribió…?
—Muchos de esos «fenianos» a mi parecer se pasan de listos —dijo Mr. Henchy—. ¿Quiere conocer mi opinión personal y franca sobre muchos de estos payasos? Creo que la mitad de ellos están a sueldo de la Corona.
—¿Cómo saberlo? —dijo el viejo.
—Oh, pero yo lo sé de buena tinta —dijo Mr. Henchy—. Son turiferarios de la Corona… No digo que Hynes… No, diantres, ése está unas pulgadas por encima de todo eso… Pero hay cierto noblecito bizco… ¿saben al patriota que me refiero?
Mr. O'Connor asintió.
—Ahí tienen a un descendiente directo de Judas si quieren uno. ¡Qué vida la del patriota! Ahí tienen a un tipo capaz de vender su país por tres peniques, sí, señor, y capaz al mismo tiempo de hincarse de rodillas y dar gracias a Dios Todopoderoso por tener un país que vender.
Llamaron a la puerta.
—Entre —dijo Mr. Henchy.