Dublineses (15 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Relato

BOOK: Dublineses
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Un personaje que parecía un clérigo pobre —o un actor pobre— apareció en la puerta. Con sus ropas negras ceñidamente abotonadas al corto cuerpo era imposible decir si llevaba gollete o cuello laico, porque las solapas de su desaliñado saco —cuyos botones raídos reflejaban la luz de las velasestaban vueltas alrededor del pescuezo. Llevaba un sombrero hongo de fieltro negro.

Su cara, brillosa por el agua, tenía la apariencia de un queso lechoso, salvo donde dos manchones rosados indicaban los pómulos. Abrió su enorme boca de pronto para expresar decepción y al mismo tiempo agrandó sus ojos azules para indicar placer por la sorpresa.

—¡Ah, padre Keon! —dijo Mr. Henchy, dejando su silla de un salto—. ¿Es usted? ¡Pase, pase!

—¡Oh, no, no-no! —dijo el padre Keon rápido, frunciendo sus labios como si se dirigiera a un niño.

—¿No quiere pasar y sentarse?

—¡No, no, no! —dijo el padre Keon, a la vez indulgente y discreto, hablando con voz velada—. ¡No quiero molestar! Ando buscando a Mr. Fanning.

—Anda por el «Aguila Negra»—dijo Mr. Henchy—. Pero, ¿no quiere usted entrar y sentarse un minuto?

—No, no, gracias. Era por un asuntico de negocios —dijo el padre Keon—. Gracias, de veras…

Se retiró de la puerta y Mr. Henchy, tomando una de las velas, fue hacia allá a alumbrarle las escaleras.

—¡Oh, no se moleste, se lo ruego!

—No, es que la escalera está tan oscura.

—No, no, si puedo ver… De veras, gracias.

—¿Está bien así?

—Está bien, sí…, gracias… Gracias.

Mr. Henchy regresó con la vela y la dejó en la mesa. De nuevo se sentó al fuego. Se hizo el silencio por unos minutos.

—Dime, John —dijo Mr. O'Connor, encendiendo su cigarrillo con otra cartulina.

—¿Ajá?

—¿Qué es lo que es este tipo exactamente?

—Pregúntame una más fácil —dijo Mr. Henchy.

—El y Fanning parecen ser uña y carne. A menudo están juntos en Kavanagh. ¿Es cura o qué?

—Ajá…, sí, creo… Me parece que es lo que se conoce como oveja negra. ¡Gracias a Dios que no tenemos muchas como esas! Aunque sí unas cuantas… Es una suerte de hombre sin suerte…

—¿Y cómo se las arregla? —preguntó Mr. O'Connor.

—Ese es otro misterio.

—¿Pertenece a alguna capilla, iglesia o institución?

—No —dijo Mr. Henchy—, creo que viaja por su cuenta… Que Dios me perdone —añadió—, pero creí que era nuestra docena de negras.

—¿Habrá por casualidad algo que tomar? —preguntó Mr. O'Connor.

—Yo también me he quedado seco —dijo el viejo.

—Tres veces le pedí a ese pichón de limpiabotas —dijo Mr. Henchy—, si iba a mandamos a subir una docena de negras aquí o no. Se lo iba a volver a pedir ahorita, pero estaba recostado al mostrador en mangas de camisa en sesuda reunión con el concejal Cowley.

—¿Y por qué no se lo recordaste? —dijo Mr. O'Connor.

—Bueno, no iba yo a acercarme cuando hablaba al concejal Cowley. Esperé hasta que nos cruzamos las miradas y le dije: «Acerca de ese asuntico de que le hablé…» «Será resuelto, Mr. Henchy», me dijo. ¡Por Yerra, que ese mequetrefe se olvidó por completo!

—Ahí se estaba cocinando algo —dijo Mr. O'Connor, meditativo—. Los vi a los tres ayer en su asunto en la esquina de Suffolk Street.

—Me parece que sé lo que se traen —dijo Mr. Henchy—. Hay que quedarle debiendo plata a los ediles si quieres llegar a Lord Alcalde. Es así como te hacen Lord Alcalde. ¡Dios! Estoy pensando en serio en hacerme mayor citadino yo también. ¿Qué les parece? ¿Serviría yo para el cargo?

Mr. O'Connor se río.

—Si se trata de deberle dinero a alguien…

—Salir en coche de Mansion House —dijo Mr. Henchy—, empavesado, con Jack aquí de pie detrás de mí con su peluca empolvada, ¿eh?

—Nómbrame tu secretario particular, John.

—Sí, y nombraré al padre Keon mi capellán particular. Tendremos una fiestecita familiar.

—A fe mía, Mr. Henchy —dijo el viejo—, usted tendría más estilo que muchos de ellos. Hablaba yo con el viejo Keegan, el portero del ayuntamiento. «¿Y qué tal el nuevo jefe, Pa?, —le dije—. ¿No hay mucho movimiento ahora?, le dije». «¡Movimiento! —me dijo—. ¡Ése es capaz de vivir del aire que da un abanico!» ¿Y saben lo que me dijo? Por lo más sagrado que me negué a creerlo.

—¿Qué? —dijeron Mr. Henchy y Mr. O'Connor.

—Me dijo: «¿Qué pensarías tú de un Lord Alcalde de Dublín que manda a buscar una libra de costillas para el almuerzo? La gran vida; ¿no?», me dijo. «¡Vaya, vaya!», le dije yo. «Una libra de costillas, —me dijo él—. Hacer venir una libra de costillas a Mansion House». «¡Vaya!, —díjele yo—, ¿con qué clase de gentuza tendremos que convivir ahora?»

En ese punto llamaron a la puerta y un muchacho metió la cabeza.

—¿Qué es lo que es? —dijo el viejo.

—Del «Águila Negra» —dijo el muchacho, entrando y dejando una cesta sobre el piso con un ruido de botellas.

El viejo ayudó al muchacho a trasladar las botellas de la cesta a la mesa y contó el botín. Cuando terminó, el muchacho se echó la cesta al brazo y preguntó:

—¿Y las botellas?

—¿Qué botellas? —dijo el viejo.

—¿Es que no van a dejarnos beberlas antes? —dijo Mr. Henchy.

—Me dijeron que reclamara las botellas.

—Vuelve mañana —dijo el viejo.

—¡Oye, chico! —dijo Mr. Henchy—, ¿querrías ir corriendo a casa de O'Farrell a pedirle que nos preste un tirabuzón? Di que de parte de Mr. Henchy. Dile que se lo devolvemos al minuto. Deja aquí la cesta.

El muchacho salió y Mr. Henchy comenzó a frotarse las manos alegremente, diciendo:

—¡Ah, bueno, no es tan malo el tipo después de todo! Por lo menos tiene palabra.

—No hay vasos —dijo el viejo.

—No te preocupes por eso, Jack —dijo Mr. Henchy—, que mejores gentes que tú han bebido a pico antes.

—De todas formas, es mejor que nada —dijo Mr. O'Connor.

—No es mala gente —dijo Mr. Henchy—. Lo que ocurre es que Fanning lo tiene cogido. Para que vean, él tiene buenas intenciones a su manera.

El muchacho regresó con el sacacorchos. El viejo abrió tres botellas y le devolvía el sacacorchos cuando Mr. Henchy le preguntó al muchacho:

—Chico, ¿quieres un trago?

—Si le parece bien, señor —dijo el muchacho.

El viejo abrió otra botella a regañadientes y se la dio al muchacho.

—¿Qué edad tienes? —le preguntó.

—Diecisiete —dijo el muchacho.

Como el viejo no dijo nada más, el muchacho cogió la botella y dijo: «Con mis mejores respetos, señor. A la salud de Mr. Henchy», bebió el contenido, puso la botella en la mesa y se secó la boca con la manga. Luego, recogió el sacacorchos y salió de lado, murmurando una especie de despedida.

—Así se empieza —dijo el viejo.

—No hay peor cuña —dijo Mr. Henchy.

El viejo repartió las botellas que había abierto y los hombres bebieron de ellas, simultáneos. Después de beberlas, cada uno colocó su botella en la repisa al alcance de la mano y todos soltaron suspiros satisfechos.

—Bueno, tuve un buen día de trabajo hoy —dijo Mr. Henchy, después de una pausa.

—¿Es cierto, John?

—Pues sí. Le conseguimos, Crofton y yo, uno o dos de segurete en Dawson Street. Que quede entre nosotros, naturalmente, pero Crofton (un tipo decente, claro) no vale un penique como sargento político. No sabe hablar a la gente. Se para y se pone a mirar mientras yo soy el que da la perorata.

Aquí entraron dos personas. Una de ellas era un hombre muy gordo, cuyas ropas de sarga azul parecían correr peligro de caer de su encorvada figura. Tenía una cara grande, parecida a la jeta de un buey joven en su expresión, fijos ojos azules y un bigote canoso. El otro hombre era mucho más joven y más frágil, tenía una cara flaca, bien afeitada. Llevaba un doble cuello muy alto y un bombín de alas anchas.

—¡Hola, Crofton! —dijo Mr. Henchy al gordo—. Hablando del rey de Roma…

—¿De dónde viene esa bebida? —preguntó el joven—. ¿Parió la vaca?

—¡Oh, sí, claro, Lyons ve primero el trago! —dijo Mister O'Connor, riendo.

—¿Así sargentean ustedes, gente? —dijo Mr. Lyons—. Y Crofton y yo a la intemperie buscando votos…

—Maldita sea tu alma, hombre —dijo Mr. Henchy—, ¡que yo consigo más votos en cinco minutos que ustedes dos en una semana!

—Abre dos botellas, Jack —dijo Mr. O'Connor.

—¿Cómo? —dijo el viejo—. ¿Sin tirabuzón?

—Esperen, esperen —dijo Mr. Henchy levantándose rápidamente—. ¿Han visto ustedes este truco antes?

Tomó dos botellas de la mesa y, llevándolas al fuego, las puso en el antehogar. Luego se sentó de nuevo al fuego y bebió otro trago de su botella. Mr. Lyons se sentó al borde de la mesa, empujó su sombrero hacia atrás y comenzó a mover las piernas.

—¿Cuál es mi botella? —preguntó.

—Esta, joven —dijo Mr. Henchy.

Mr. Crofton se sentó sobre una caja a mirar fijamente la otra botella en el repecho. Se mantenía callado por dos razones. La primera era que no tenía nada que decir; la segunda que consideraba a su compañía inferior. Había sido sargento político de Wilkins, el conservador, pero cuando los conservadores retiraron su candidato, y, escogiendo el mal menor, dieron su apoyo al candidato nacionalista, lo contrataron para trabajar por Tierney.

En unos minutos se oyó un apologético
¡pok!
del corcho que salía disparado de la botella de Mr. Lyons, quien saltó de la mesa, fue hasta el fuego, cogió su botella y volvió de nuevo a la mesa.

—Les estaba contando, Crofton —dijo Mr. Henchy—, que conseguimos unos cuantos buenos votos hoy.

—¿A quiénes consiguieron? —preguntó Mr. Lyons.

—Bueno, en primer lugar a Parkes y a Atkinson en segundo lugar, y conseguí a Ward, el de Dawson Street. Buena gente: ¡viejo votante conservador, viejo afiliado! «¿Pero, no es el candidato de ustedes un nacionalista?», me dijo. «Es un hombre respetable», le dije. «Un hombre —le dije yo— que está en favor de todo lo que beneficie al país. Es un gran contribuyente, —le dije yo—. Posee extensas propiedades en la ciudad y tres negocios, ¿no cree usted que le conviene mantener bajos los impuestos municipales? Es un ciudadano prominente, respetado —le dije yo—, de los Guardianes de las Leyes del Pobre, y no pertenece a ningún partido, bueno, malo o regular». Así es como hay que hablarle a esta gente.

—¿Y qué hubo del discurso de bienvenida al Rey? —dijo Mr. Lyons, después de beber y chasquear los labios.

—Oye lo que te voy a decir —dijo Mr. Henchy—. Lo que queremos nosotros en este país, como le dije al viejo Ward, es capitales. La visita del Rey aquí significaría una tremenda infusión de dinero para el país. Los ciudadanos de Dublín saldrán beneficiados. Mira a todas esas fábricas de los muelles cómo están, paradas. Piensen en todo el dinero que habría en este país si pusiéramos a funcionar las viejas industrias, los telares, los astilleros y las fábricas. Son inversiones lo que necesitamos.

—Pero mira, John —dijo Mr. O'Connor—. ¿Por qué vamos a tener que darle la bienvenida al rey de Inglaterra? ¿No fue el mismo Parnell quien…?

—Parnell —dijo Mr. Henchy— está muerto. Ahora bien, yo lo veo así. Aquí tienen ustedes a este muchacho que llega al trono después que su madre lo dejó esperando hasta que le salieron canas. Es un hombre de mundo y quiere hacerlo bien, en favor nuestro. Es un tipo que está muy bien, que es decente, si alguien me pregunta, y que va directo al grano. Se dijo a sí mismo: «La vieja nunca fue a ver a estos locos irlandeses. Y por Cristo, que iré yo mismo a ver cómo son». ¿Y vamos nosotros a insultar a este hombre cuando viene aquí en visita amistosa? ¿Eh? ¿No es así, Crofton?

Mr. Crofton asintió.

—Pero después de todo —dijo Mr. Lyons, argumentativo—, la vida del Rey Eduardo, como saben, no es precisamente…

—Lo pasado al pasado —dijo Mr. Henchy—. Yo personalmente admiro a este hombre. Es una persona corriente como tú y como yo. Le gusta su vaso de grog y es un poco libertino y un buen deportista. ¡Diantres! ¿Es que los irlandeses no sabemos ser justos?

—Todo eso está muy bien —dijo Mr. Lyons—. Pero mira el caso de Pamell.

—Por el amor de Dios —dijo Mr. Henchy—, ¿dónde está la analogía entre ambos casos?

—Lo que yo quiero decir —dijo Mr. Lyons— es que nosotros tenemos ideales. ¿Por qué tenemos que darle la bienvenida a un hombre así? ¿Puedes creer ahora que después que Parnell hizo lo que hizo estaba capacitado para dirigimos? Entonces, ¿por qué tenemos que celebrar a Eduardo Séptimo?

—Es el aniversario de Parnell —dijo Mr. O'Connor—, y no nos pongamos a hacemos mala sangre. Todos lo respetamos ahora que está muerto y enterrado, hasta los conservadores —añadió, volviéndose a Mr. Crofton.

¡Pok!
El demorado corcho saltó fuera de la botella de Mr. Crofton. Mr. Crofton se levantó de su caja y fue hasta el fuego. Cuando regresó con su presa dijo con voz de bajo:

—Nuestra ala del cabildo lo respeta porque fue un caballero.

—¡Tienes toda la razón, Crofton! —dijo Mr. Henchy con fiereza—. Era el único que podía poner orden en esta olla de grillos. «¡Abajo, perros! ¡Tranquilos ustedes, satos!» Así es como los trataba. ¡Entra, Joe! ¡Entra! —llamó al atisbar a Mr. Hynes en la puerta.

Mr. Hynes entró despacio.

—Abre otra botella, Jack —dijo Mr. Henchy—. ¡Oh, me olvidé de que no hay sacacorchos! ¡Mira, dame acá una que te la pongo a la candela!

El viejo le alargó otra botella y él la colocó sobre el antehogar.

—Siéntate, Joe —dijo Mr. O'Connor—, que estamos hablando del Jefe.

—¡Sí, sí! —dijo Mr. Henchy.

Mr. Hynes se sentó en el borde de la mesa cerca de Mr. Lyons, pero no dijo una palabra.

—Aquí tienen a uno que, por lo menos —dijo Mr. Henchy— no renegó de él. ¡Por Dios que sí, Joe, que eso sí se puede decir de ti! ¡Por el cielo que le fuiste fiel como un solo hombre!

—¡Ah, Joe! dijo Mr. O'Connor de repente—. Dinos esa cosa que escribiste, ¿te acuerdas? ¿La traes arriba?

—¡Oh, sí, sí! —dijo Mr. Henchy—. Recítalo. ¿Has oído esto alguna vez, Crofton? Oyelo ahora, que es estupendo.

—¡Vamos! —dijo Mr. O'Connor—. ¡Lárgalo, Joe!

De momento, Mr. Hynes no pareció recordar la pieza a que se referían, pero después de una breve reflexión, dijo:

—Oh, eso es cosa… ¡Por supuesto, eso es ropa vieja para este tiempo!

—¡Sácala para afuera, hombre! —dijo Mr. O'Connor.

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