Dublineses (6 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Relato

BOOK: Dublineses
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Sabía que lo lamentaría a la mañana siguiente, pero por el momento se alegró del receso, alegre con ese oscuro estupor que echaba un manto sobre sus locuras. Recostó los codos a la mesa y descansó la cabeza entre las manos, contando los latidos de sus sienes. La puerta del camarote se abrió y vio al húngaro de pie en medio de una luceta gris:

—¡Señores, amanece!

Dos galanes

La tarde de agosto había caído, gris y cálida, y un aire tibio, un recuerdo del verano, circulaba por las calles. La calle, los comercios cerrados por el descanso dominical, bullía con una multitud alegremente abigarrada. Como perlas luminosas, las lámparas alumbraban de encima de los postes estirados y por sobre la textura viviente de abajo, que variaba de forma y de color sin parar y lanzaba al aire gris y cálido de la tarde un rumor invariable que no cesa.

Dos jóvenes bajaban la cuesta de Rutland Square. Uno de ellos acababa de dar fin a su largo monólogo. El otro, que caminaba por el borde del contén y que a veces se veía obligado a bajar un pie a la calzada, por culpa de la grosería de su acompañante, mantenía su cara divertida y atenta. Era rubicundo y rollizo. Usaba una gorra de yatista echada frente arriba y la narración que venía oyendo creaba olas expresivas que rompían constantemente sobre su cara desde las comisuras de los labios, de la nariz y de los ojos. Breves chorros de una risa sibilante salían en sucesión de su cuerpo convulso. Sus ojos titilando con un contento pícaro echaban a cada momento miradas de soslayo a la cara de su compañero. Una o dos veces se acomodó el ligero impermeable que llevaba colgado de un hombro a la torera. Sus bombaches, sus zapatos de goma blancos y su impermeable echado por encima expresaban juventud. Pero su figura se hacía rotunda en la cintura, su pelo era escaso y canoso, y su cara, cuando pasaron aquellas olas expresivas, tenía aspecto estragado.

Cuando se aseguró de que el cuento hubo acabado se rió ruidoso por más de medio minuto. Luego dijo:

—¡Vaya!… ¡Ese sí que es el copón divino!

Su voz parecía batir el aire con vigor; y para dar mayor fuerza a sus palabras añadió con humor:

—¡Ese sí que es el único, solitario y si se me permite llamarlo así,
recherché
copón divino!

Al decir esto se quedó callado y serio. Tenía la lengua cansada, ya que había hablado toda la tarde en el pub de Dorset Street. La mayoría de la gente consideraba a Lenehan un sanguijuela, pero a pesar de esa reputación, su destreza y elocuencia evitaba siempre que sus amigos la cogieran con él. Tenía una manera atrevida de acercarse a un grupo en la barra y de mantenerse sutilmente al margen hasta que alguien lo incluía en la primera ronda. Vago por deporte, venía equipado con un vasto repertorio de adivinanzas, cuentos y cuartetas. Era, además, insensible a toda descortesía. Nadie sabía realmente cómo cumplía la penosa tarea de mantenerse, pero su nombre se asociaba vagamente a papeletas y a caballos.

—¿Y dónde fue que la levantaste, Corley? —le preguntó.

Corley se pasó rápido la lengua sobre el labio de arriba.

—Una noche, chico —le dijo—, que iba yo por Dame Street y me veo a esta tipa tan buena parada debajo del reloj de Waterhouse y cojo y le doy, tú sabes, las buenas noches. Luego nos damos una vuelta por el canal y eso, y ella que me dice que es criadita en una casa de Baggot Street. Le eché el brazo por arriba y la apretujé un poco esa noche. Entonces, el domingo siguiente, chico, tengo cita con ella y nos vemos. Nos fuimos hasta Donnybrook y la metí en un sembrado. Me dijo que ella salía con un lechero… ¡La gran vida, chico! Cigarrillos todas las noches y ella pagando el tranvía a la ida y a la venida. Una noche hasta me trajo dos puros más buenos que el carajo. Panetelas, tú sabes, de las que fuma el caballero… Yo que, claro, chico, tenía miedo de que saliera premiada. Pero, ¡tiene una esquiva!

—A lo mejor se cree que te vas a casar con ella —dijo Lenehan.

—Le dije que estaba sin pega —dijo Corley—. Le dije que trabajaba en Pim's. Ella ni mi nombre sabe. Estoy demasiado cujeado para eso. Pero se cree que soy de buena familia, para que tú lo sepas.

Lenehan se rió de nuevo, sin hacer ruido.

—De todos los cuentos buenos que he oído en mi vida —dijo—, ese sí que de veras es el copón divino.

Corley reconoció el cumplido en su andar. El vaivén de su cuerpo macizo obligaba a su amigo a bailar la suiza del contén a la calzada y viceversa. Corley era hijo de un inspector de policía y había heredado de su padre la caja del cuerpo y el paso. Caminaba con las manos al costado, muy derecho y moviendo la cabeza de un lado al otro. Tenía la cabeza grande, de globo, grasosa; sudaba siempre, en invierno y en verano; y su enorme bombín, ladeado, parecía un bombillo saliendo de un bombillo. La vista siempre al frente, como si estuviera en un desfile, cuando quería mirar a alguien en la calle, tenía que mover todo su cuerpo desde las caderas. Por el momento estaba sin trabajo. Cada vez que había un puesto vacante uno de sus amigos le pasaba la voz. A menudo se le veía conversando con policías de paisano, hablando con toda seriedad. Sabía dónde estaba el meollo de cualquier asunto y era dado a decretar sentencia. Hablaba sin oír lo que decía su compañía. Hablaba mayormente de sí mismo: de lo que había dicho a tal persona y lo que esa persona le había dicho y lo que él había dicho para dar por zanjado el asunto. Cuando relataba estos diálogos aspiraba la primera letra de su nombre, como hacían dos florentinos.

Lenehan ofreció un cigarrillo a su amigo. Mientras los dos jóvenes paseaban por entre la gente, Corley se volvía ocasionalmente para sonreír a una muchacha que pasaba, pero la vista de Lenehan estaba fija en la larga luna pálida con su hado doble. Vio con cara seria cómo la gris telaraña del ocaso atravesaba su faz. Al cabo dijo:

—Bueno… dime, Corley, supongo que sabrás cómo manejarla, ¿no?

Corley, expresivo, cerró un ojo en respuesta.

—¿Sirve ella? —preguntó Lenehan, dudoso—. Nunca se sabe con las mujeres.

—Ella sirve —dijo Corley—. Yo sé cómo darle la vuelta, chico. Está loquita por mí.

—Tú eres lo que yo llamo un tenorio contento —dijo Lenehan—. ¡Y un don Juan muy serio también!

Un dejo burlón quitó servilismo a la expresión. Como vía de escape tenía la costumbre de dejar su adulonería abierta a interpretaciones de burla. Pero Corley no era muy sutil que digamos.

—No hay como una buena criadita —afirmó—. Te lo digo yo.

—Es decir, uno que las ha levantado a todas —dijo Lenehan.

—Yo primero salía con muchachas de su casa, tú sabes —dijo Corley, destapándose—. Las sacaba a pasear, chico, en tranvía a todas partes y yo era el que pagaba, o las llevaba a oír la banda o a una obra de teatro o les compraba chocolates y dulces y eso. Me gastaba con ellas el dinero que daba gusto —añadió en tono convincente, como si estuviera consciente de no ser creído.

Pero Lenehan podía creerlo muy bien; asintió, grave.

—Conozco el juego —dijo—, y es comida de bobo.

—Y maldito sea lo que saqué de él —dijo Corley.

—Ídem de ídem —dijo Lenehan.

—Con una excepción —dijo Corley.

Se mojó el labio superior pasándole la lengua. El recuerdo lo encandiló. El, también, miró al pálido disco de la luna, ya casi velado, y pareció meditar.

—Ella estaba… bastante bien —dijo con sentimiento.

De nuevo se quedó callado. Luego añadió:

—Ahora hace la calle. La vi montada en un carro con dos tipos Earl Street abajo una noche.

—Supongo que por tu culpa —dijo Lenehan.

—Hubo otros antes que yo —dijo Corley, filosófico.

Esta vez Lenehan se sentía inclinado a no creerlo. Movió la cabeza de un lado a otro y sonrió.

—Tú sabes que tú no me puedes andar a mí con cuentos, Corley —dijo.

—¡Por lo más sagrado! —dijo Corley—. ¿No me lo dijo ella misma?

Lenehan hizo un gesto trágico.

—¡Triste traidora! —dijo.

Al pasar por las rejas de Trinity College, Lenehan saltó al medio de la calle y miró al reloj arriba.

—Veinte pasadas —dijo.

—Hay tiempo —dijo Corley—. Ella va a estar allí. Siempre la hago esperar un poco.

Lenehan se rió entre dientes.

—¡Anda! Tú sí que sabes cómo manejarlas, Corley —dijo.

—Me sé bien todos sus truquitos —confesó Corley.

—Pero dime —dijo Lenehan de nuevo—, ¿estás seguro de que te va a salir bien? No es nada fácil, tú sabes. Tocante a eso son muy cerradas. ¿Eh?… ¿Qué?

Lenehan no dijo más. No quería acabarle la paciencia a su amigo, que lo mandara al demonio y luego le dijera que no necesitaba para nada sus consejos. Hacía falta tener tacto. Pero el ceño de Corley volvió a la calma pronto. Tenía la mente en otra cosa.

—Es una tipa muy decente —dijo, con aprecio—, de veras que lo es.

Bajaron Nassau Street y luego doblaron por Kildare. No lejos del portal del club un arpista tocaba sobre la acera ante un corro de oyentes. Tiraba de las cuerdas sin darle importancia, echando de vez en cuando miradas rápidas al rostro de cada recién venido y otras veces, pero con idéntico desgano, al cielo. Su arpa, también, sin darle importancia al forro que le caía por debajo de las rodillas, parecía desentenderse por igual de las miradas ajenas y de las manos de su dueño. Una de estas manos bordeaba la melodía de
Silent, O Moyle
, mientras la otra, sobre las primas, le caía detrás a cada grupo de notas. Los arpegios de la melodía vibraban hondos y plenos.

Los dos jóvenes continuaron calle arriba sin hablar, seguidos por la música fúnebre. Cuando llegaron a Stephen's Green atravesaron la calle. En este punto el ruido de los tranvías, las luces y la muchedumbre los libró del silencio.

—¡Allí está! —dijo Corley.

Una mujer joven estaba parada en la esquina de Hume Street. Llevaba un vestido azul y una gorra de marinero blanca. Estaba sobre el contén, balanceando una sombrilla en la mano. Lenehan se avivó.

—Vamos a mirarla de cerca, Corley—dijo.

Corley miró ladeado a su amigo y una sonrisa desagradable apareció en su cara.

—¿Estás tratando de colarte? —le preguntó.

—¡Maldita sea! —dijo Lenehan, osado—. No quiero que me la presentes. Nada más quiero verla. No me la voy a comer…

—Ah… ¿Verla? —dijo Corley, más amable—. Bueno… atiende. Yo me acerco a hablar con ella y tú pasas de largo.

—¡Muy bien! —dijo Lenehan.

Ya Corley había cruzado una pierna por encima de las cadenas cuando Lenehan lo llamó:

—¿Y luego? ¿Dónde nos encontramos?

—Diez y media —respondió Corley, pasando la otra pierna.

—¿Dónde?

—En la esquina de Merrion Street. Estaremos de regreso.

—Trabájala bien —dijo Lenehan como despedida.

Corley no respondió. Cruzó la calle a buen paso, moviendo la cabeza de un lado a otro. Su bulto, su paso cómodo y el sólido sonido de sus botas tenían en sí algo de conquistador. Se acercó a la joven y, sin saludarla, empezó a conversar con ella enseguida. Ella balanceó la sombrilla más rápido y dio vueltas a sus tacones. Una o dos veces que él le habló muy cerca de ella se rió y bajó la cabeza.

Lenehan los observó por unos minutos. Luego, caminó rápido junto a las cadenas guardando distancia y atravesó la calle en diagonal. Al acercarse a la esquina de Hume Street encontró el aire densamente perfumado y rápidos sus ojos escrutaron, ansiosos, el aspecto de la joven. Tenía puesto su vestido dominguero. Su falda de sarga azul estaba sujeta a la cintura por un cinturón de cuero negro. La enorme hebilla del cinto parecía oprimir el centro de su cuerpo, cogiendo como un broche la ligera tela de su blusa blanca. Llevaba una chaqueta negra corta con botones de nácar y una desaliñada boa negra. Las puntas de su cuellito de tul estaban cuidadosamente desarregladas y tenía prendido sobre el busto un gran ramo de rosas rojas con los tallos vueltos hacia arriba. Lenehan notó con aprobación su corto cuerpo macizo. Una franca salud rústica iluminaba su rostro, sus rojos cachetes rollizos y sus atrevidos ojos azules. Sus facciones eran toscas. Tenía una nariz ancha, una boca regada, abierta en una mueca entre socarrona y contenta, y dos dientes botados. Al pasar Lenehan se quitó la gorra y, después de unos diez segundos, Corley devolvió el saludo al aire. Lo hizo levantando su mano vagamente y cambiando, distraído, el ángulo de caída del sombrero.

Lenehan llegó hasta el hotel Shelbourne, donde se detuvo a la espera. Después de esperar un ratico los vio venir hacia él y cuando doblaron a la derecha, los siguió, apresurándose ligero en sus zapatos blancos, hacia un costado de Merrion Square. Mientras caminaba despacio, ajustando su paso al de ellos, miraba la cabeza de Corley, que se volvía a cada minuto hacia la cara de la joven como un gran balón dando vueltas sobre un pivote. Mantuvo la pareja a la vista hasta que los vio subir la escalera del tranvía a Donnybrook; entonces, dio media vuelta y regresó por donde había venido.

Ahora que estaba solo su cara se veía más vieja. Su alegría pareció abandonarlo y al caminar junto a las rejas de Duke's Lawn dejó correr su mano sobre ellas. La música que tocaba el arpista comenzó a controlar sus movimientos. Sus pies, suavemente acolchados, llevaban la melodía, mientras sus dedos hicieron escalas imitativas sobre las rejas, cayéndole detrás a cada grupo de notas.

Caminó sin ganas por Stephen's Green y luego Grafton Street abajo. Aunque sus ojos tomaban nota de muchos elementos de la multitud por entre la que pasaba, lo hacían desganadamente. Encontró trivial todo lo que debía encantarle y no tuvo respuesta a las miradas que lo invitaban a ser atrevido. Sabía que tendría que hablar mucho, que inventar y que divertir, y su garganta y su cerebro estaban demasiado secos para semejante tarea. El problema de cómo pasar las horas hasta encontrarse con Corley de nuevo le preocupó. No pudo encontrar mejor manera de pasarlas que caminando. Dobló a la izquierda cuando llegó a la esquina de Rutland Square y se halló más a gusto en la tranquila calle oscura, cuyo aspecto sombrío concordaba con su ánimo. Se detuvo, al fin, ante las vitrinas de un establecimiento de aspecto miserable en que las palabras «Bar Refrescos» estaban pintadas en letras blancas. Sobre el cristal de las vitrinas había dos letreros volados: «Cerveza de Jengibre» y «Ginger Ale». Un jamón cortado se exhibía sobre una fuente azul, mientras que no lejos, en una bandeja, había un pedazo de pudín de pasas. Miró estos comestibles fijamente por espacio de un rato y, luego, después de echar una mirada vigilante calle arriba y abajo, entró en la fonda, rápido.

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