Dublineses (7 page)

Read Dublineses Online

Authors: James Joyce

Tags: #Relato

BOOK: Dublineses
10.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

Tenía hambre, ya que, excepto unas galletas que había pedido y le trajeron dos dependientes avinagrados, no había comido nada desde el desayuno. Se sentó a una mesa descubierta frente a dos obreritas y a un mecánico. Una muchacha desaliñada vino de camarera.

—¿A cómo la ración de chícharos? —preguntó.

—Tres medio—peniques, señor —dijo la muchacha.

—Tráigame un plato de chícharos —dijo—, y una botella de cerveza de jengibre.

Había hablado con rudeza para desacreditar su aire urbano, ya que su entrada fue seguida por una pausa en la conversación. Estaba abochornado… Para parecer natural, empujó su gorra hacia atrás y puso los codos en la mesa. El mecánico y las dos obreritas lo examinaron punto por punto antes de reanudar su conversación en voz baja. La muchacha le trajo un plato de guisantes calientes sazonados con pimienta y vinagre, un tenedor y su cerveza de jengibre. Comió la comida con ganas y la encontró tan buena que mentalmente tomó nota de la fonda. Cuando hubo comido los guisantes sorbió su cerveza y se quedó sentado un rato pensando en Corley y en su aventura. Vio en la imaginación a la pareja de amantes paseando por un sendero a oscuras; oyó la voz de Corley diciendo galanterías y de nuevo observó la descarada sonrisa en la boca de la joven. Tal visión le hizo sentir en lo vivo su pobreza de espíritu y de bolsa. Estaba cansado de dar tumbos, dé halarle el rabo al diablo, de intrigas y picardías. En noviembre cumpliría treintaiún años. ¿No iba a conseguir nunca un buen trabajo? ¿No tendría jamás casa propia? Pensó lo agradable que sería tener un buen fuego al que arrimarse y sentarse a una buena mesa. Ya había caminado bastante por esas calles con amigos y con amigas. Sabía bien lo que valían esos amigos: también conocía bastante a las mujeres. La experiencia lo había amargado contra todo y contra todos. Pero no lo había abandonado la esperanza. Se sintió mejor después de comer, menos aburrido de la vida, menos vencido espiritualmente. Quizá todavía podría acomodarse en un rincón y vivir feliz, con tal de que encontrara una muchacha buena y simple que tuviera lo suyo.

Pagó los dos peniques y medio a la camarera desaliñada y salió de la fonda, reanudando su errar. Entró por Capel Street y caminó hacia el Ayuntamiento. Luego, dobló por Dame Street. En la esquina de George's Street se encontró con dos amigos y se detuvo a conversar con ellos. Se alegró de poder descansar de la caminata. Sus amigos le preguntaron si había visto a Corley y que cuál era la última. Replicó que se había pasado el día con Corley. Sus amigos hablaban poco. Miraron estólidos a algunos tipos en el gentío y a veces hicieron un comentario crítico. Uno de ellos dijo que había visto a Mac una hora atrás en Westmoreland Street. A esto Lenehan dijo que había estado con Mac la noche antes en Egan's. El joven que había estado con Mac en Westmoreland Street preguntó si era verdad que Mac había ganado una apuesta en un partido de billar. Lenehan no sabía: dijo que Holohan los había convidado a los dos a unos tragos en Egan's.

Dejó a sus amigos a la diez menos cuarto y subió por George's Street. Dobló a la izquierda por el Mercado Municipal y caminó hasta Grafton Street. El gentío de muchachos y muchachas había menguado, y caminando calle arriba oyó a muchas parejas y grupos darse las buenas noches unos a otros. Llegó hasta el reloj del Colegio de Cirujanos: estaban dando las diez. Se encaminó rápido por el lado norte del Green, apresurado por miedo a que Corley llegara demasiado pronto. Cuando alcanzó la esquina de Merrion Street se detuvo en la sombra de un farol y sacó uno de los cigarrillos que había reservado y lo encendió. Se recostó al poste y mantuvo la vista fija en el lado por el que esperaba ver regresar a Corley y a la muchacha.

Su mente se activó de nuevo. Se preguntó si Corley se las habría arreglado. Se preguntó si se lo habría pedido ya o si lo había dejado para lo último. Sufría las penas y anhelos de la situación de su amigo tanto como la propia. Pero el recuerdo de Corley moviendo su cabeza lo calmó un tanto: estaba seguro de que Corley se saldría con la suya. De pronto lo golpeó la idea de que quizá Corley la había llevado a su casa por otro camino, dándole el esquinazo. Sus ojos escrutaron la calle: ni señas de ellos. Sin embargo, había pasado con seguridad media hora desde que vio el reloj del Colegio de Cirujanos. ¿Habría Corley hecho cosa semejante? Encendió el último cigarrillo y empezó a fumarlo nervioso. Forzaba la vista cada vez que paraba un tranvía al otro extremo de la plaza. Tienen que haber regresado por otro camino. El papel del cigarrillo se rompió y lo arrojó a la calle con una maldición.

De pronto los vio venir hacia él. Saltó de contento y pegándose al poste trató de adivinar el resultado en su manera de andar. Caminaban lentamente, la muchacha dando rápidos pasitos, mientras Corley se mantenía a su lado con su paso largo. No parecía que se hablaran. El conocimiento del resultado lo pinchó como la punta de un instrumento con filo. Sabía que Corley iba a fallar; sabía que no le salió bien.

Doblaron Baggot Street abajo y él los siguió enseguida, cogiendo por la otra acera. Cuando se detuvieron, se detuvo él también. Hablaron por un momento y después la joven bajó los escalones hasta el fondo de la casa. Corley se quedó parado al borde de la acera, a corta distancia de la escalera del frente. Pasaron unos minutos. La puerta del recibidor se abrió lentamente y con cautela. Luego, una mujer bajó corriendo las escaleras del frente y tosió. Corley se dio vuelta y fue hacia ella. Su cuerpazo la ocultó a su vista por unos segundos y luego ella reapareció corriendo escaleras arriba. La puerta se cerró tras ella y Corley salió caminando rápido hacia Stephen's Green.

Lenehan se apuró en la misma dirección. Cayeron unas gotas. Las tomó por un aviso y echando una ojeada hacia atrás, a la casa donde había entrado la muchacha, para ver si no lo observaban, cruzó la calle corriendo impaciente. La ansiedad y la carrera lo hicieron acezar. Dio un grito:

—¡Hey, Corley!

Corley volteó la cabeza a ver quién lo llamaba y después siguió caminando como antes. Lenehan corrió tras él, arreglándose el impermeable sobre los hombros con una sola mano.

—¡Hey, Corley! —gritó de nuevo.

Se emparejó a su amigo y lo miró a la cara, atento. No vio nada en ella.

—Bueno, ¿y qué? —dijo—. ¿Dio resultado?

Habían llegado a la esquina de Ely Place. Sin responder aún, Corley dobló a la izquierda rápido y entró en una calle lateral. Sus facciones estaban compuestas con una placidez austera. Lenehan mantuvo el paso de su amigo, respirando con dificultad. Estaba confundido y un dejo de amenaza se abrió paso por su voz.

—¿Vas a hablar o no? —dijo—. ¿Trataste con ella?

Corley se detuvo bajo el primer farol y miró torvamente hacia el frente. Luego, con un gesto grave, extendió una mano hacia la luz y, sonriendo, la abrió para que la contemplara su discípulo. Una monedita de oro brillaba sobre la palma.

La casa de huéspedes

Mrs. Mooney era hija de un carnicero. Era mujer que sabía guardarse las cosas: una mujer determinada. Se había casado con el dependiente de su padre y los dos abrieron una carnicería cerca de Spring Gardens. Pero tan pronto como su suegro murió Mr. Mooney empezó a descomponerse. Bebía, saqueaba la caja contadora, incurrió en deudas. No bastaba con obligarlo a hacer promesas: era seguro que días después volvería a las andadas. Por pelear con su mujer ante los clientes y comprar carne mala arruinó el negocio. Una noche le cayó atrás a su mujer con el matavacas y ésta tuvo que dormir en la casa de un vecino.

Después de aquello se separaron. Ella se fue a ver al cura y consiguió una separación con custodia. No le daba a él ni dinero, ni cuarto, ni comida; así que se vio obligado a enrolarse de alguacil ayudante. Era un borracho menudo, andrajoso y encorvado, con cara ceniza y bigote cano y cejas dibujadas en blanco sobre unos ojitos pelados y venosos; y todo el santo día estaba sentado en la oficina del alguacil, esperando a que le asignaran un trabajo. Mrs. Mooney, que cogió lo que quedaba del negocio de carnes para poner una casa de huéspedes en Hardwicke Street, era una mujerona imponente. Su casa tenía una población flotante compuesta de turistas de Liverpool y de la isla de Man y, ocasionalmente, artistas del
music-hall
. Su población residente estaba compuesta por empleados del comercio. Gobernaba su casa con astucia y firmeza, sabía cuándo dar crédito y cuándo ser severa y cuándo dejar pasar las cosas. Los residentes jóvenes todos hablaban de ella como «la Matrona».

Los clientes jóvenes de Mrs. Mooney pagaban quince chelines a la semana por cuarto y comida (cerveza o
stout
en las comidas excluidos). Compartían gustos y ocupaciones comunes y por esta razón se llevaban muy bien. Discutían entre sí las oportunidades de conocidos y ajenos. Jack Mooney, el hijo de la Matrona, empleado de un comisionista de Fleet Street, tenía reputación de ser un caso. Era dado a usar un lenguaje de barraca: a menudo regresaba a altas horas. Cuando se topaba con sus amigos siempre tenía uno muy bueno que contar y siempre estaba al tanto —es decir, que sabía el nombre de un caballo seguro o de una artista dudosa. También sabía manejar los puños y cantaba canciones cómicas. Los domingos por la noche siempre había reuniones en el recibidor delantero en casa de Mrs. Mooney. Los artistas de
music-hall
cooperaban; y Sheridan tocaba valses, polcas y acompañaba. Polly Mooney, la hija de la Matrona, también cantaba. Así cantaba:

Yo soy pu… ra y santa.

Y tú no te enfades:

Lo que soy, ya sabes.

Polly era una agraciada joven de diecinueve años; tenía el cabello claro y sedoso y una boquita llenita. Sus ojos, grises con una pinta verdosa de través, tenían la costumbre de mirar a lo alto cuando hablaba, lo que le daba un aire de diminuta madona perversa. Al principio, Mrs. Mooney había colocado a su hija de mecanógrafa en las oficinas de un importador de granos, pero como el desprestigiado alguacil auxiliar solía venir un día sí y un día no, pidiendo que le dejaran ver a su hija, la había traído de nuevo para la casa y puesto a hacer labores domésticas. Como Polly era muy despierta, la intención era que se ocupara de los clientes jóvenes. Además, que a los jóvenes siempre les gusta saber que hay una muchacha por los alrededores. Polly, es claro, sateaba con los jóvenes, pero Mrs. Mooney, que juzgaba astuta, sabía que los hombres no querían más que pasar el rato: ninguno tenía intenciones formales. Las cosas se mantuvieron así un tiempo y ya Mrs. Mooney había empezado a pensar en mandar a Polly a trabajar otra vez de mecanógrafa, cuando se dio cuenta de que había algo entre Polly y uno de los inquilinos. Vigiló bien a la pareja y se guardó sus consejos.

Polly sabía que la vigilaban, pero todavía el persistente silencio de su madre no daba lugar a malentendidos. No había habido complicidad abierta entre la madre y la hija, ningún entendimiento claro, y aunque la gente en la casa comenzaba a hablar del asunto, Mrs. Mooney no intervenía aún. Polly comenzó a comportarse de una manera extraña y era evidente que el joven en cuestión estaba perturbado. Por fin, cuando juzgó llegado el momento oportuno, Mrs. Mooney intervino. Ella lidiaba con los problemas morales como lidia el cuchillo con la carne: y en este caso ya se había decidido.

Era una clara mañana de domingo al comienzo de un verano que se prometía caluroso, pero. soplaba el fresco. Todas las ventanas de la casa de huéspedes estaban subidas y las cortinas de encaje formaban globos airosos sobre la calle bajo las vidrieras alzadas. Las campanas de la iglesia de San Jorge repicaban constantemente y las feligresas, solas o en grupos, atravesaban la diminuta rotonda frente al templo, revelando su propósito tanto por el porte contrito como por el breviario en sus enguantadas manos. Había terminado el desayuno en la casa de huéspedes y la mesa del comedor diurno estaba llena de platos en los que se veían manchas amarillas de huevo con gordos y pellejos de
bacon
. Mrs. Mooney se sentó en el sillón de mimbre a vigilar cómo Mary, la criada, recogía las cosas del desayuno. Obligaba a Mary a reunir las costras y los mendrugos de pan para ayudar al pudín del martes. Cuando la mesa estuvo limpia, las migas reunidas y el azúcar y la mantequilla bajo doble llave, comenzó a reconstruir la entrevista que tuvo la noche anterior con Polly. Las cosas ocurrieron tal y como sospechaba: había sido franca en sus preguntas y Polly había sido franca en sus respuestas. Las dos se habían sentido algo cortadas, es claro. Ella se hallaba en una situación difícil porque no quiso recibir la noticia de manera muy desdeñosa o que pareciera que lo había tramado todo y Polly se sintió embarazada no sólo porque para ella alusiones como éstas eran siempre embarazosas, sino también porque no quería que pensaran que en su inocencia astuta ella había adivinado las intenciones de la tolerancia materna.

Mrs. Mooney echó una ojeada instintiva al pequeño reloj dorado sobre la chimenea tan pronto como se hizo consciente a través de su recordatorio de que las campanas de la iglesia de San Jorge habían dejado de tocar. Eran las once y diecisiete: tenía tiempo de sobra para arreglar el problema con Mr. Doran y después alcanzar la breve de doce en Marlborough Street. Estaba segura de que saldría triunfante. Para empezar, tenía todo el peso de la opinión de su parte: era una madre ultrajada. Le había permitido a él vivir bajo su mismo techo, dando por sentada su hombría de bien, y él había abusado así como así de su hospitalidad. Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco años de edad, de manera que no se podía poner su juventud como excusa; tampoco su ignorancia podía ser una excusa, ya que se trataba de un hombre que había corrido mundo. Simplemente se había aprovechado de la juventud y de la inexperiencia de Polly: ello era evidente. El asunto era: ¿Cuáles serían las reparaciones a hacer?

En tales casos había que reparar el honor, primero. Estaba muy bien para el hombre: se podía salir con la suya como si no hubiera pasado nada, después de disfrutar y de darse gusto, pero la mujer tenía que cargar con el bulto. Algunas madres se sentirían satisfechas de zurcir un parche con dinero: conocía casos así. Pero ella no haría nunca semejante cosa. Para ella una sola reparación podía compensar la pérdida del honor de su hija: el matrimonio.

Contó sus cartas antes de mandar a Mary a que subiera al cuarto de Mr. Doran a decirle que desearía hablarle. Estaba segura de ganar. Era un joven serio, nada mujeriego o parrandero como los otros. Si se tratara de Sheridan o de Mr. Meade o de Bantam Lyons, su tarea sería más difícil. Pensaba que él no podría encarar el escándalo. Los demás huéspedes de la casa conocían aquellas relaciones; algunos habían inventado detalles. Además de que él llevaba trece años empleado en la oficina de un gran importador de vinos, católico él, y la publicidad le costaría tal vez perder su puesto. Mientras que si se transaba, todo marcharía bien. Para empezar sabía que él tenía una buena busca y sospechaba que había puesto algo aparte.

Other books

The Oasis of Filth by Keith Soares
Spartans at the Gates by Noble Smith
Man of My Dreams by Faith Andrews
Angel Of The City by Leahy, R.J.
Flirting With Disaster by Ruthie Knox
The Arrangement by Ashley Warlick
Channeler's Choice by Heather McCorkle
His Obsession by Lore, Ava