Dublineses (4 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Relato

BOOK: Dublineses
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Finalmente, habló conmigo. Cuando se dirigió a mí sus primeras palabras fueron tan confusas que no supe qué responder. Me preguntó si iría a la «Arabia». No recuerdo si respondí que sí o que no. Iba a ser una feria fabulosa, dijo ella; le encantaría a ella ir.

—¿Y por qué no vas? —le pregunté.

Mientras hablaba daba vueltas y más vueltas a un brazalete de plata en su muñeca. No podría ir, dijo, porque había retiro esa semana en el convento. Su hermano y otros muchachos peleaban por una gorra y me quedé solo recostado a la reja. Se agarró a uno de los hierros inclinando hacia mí la cabeza. La luz de la lámpara frente a nuestra puerta destacaba la blanca curva de su cuello, le iluminaba el pelo que reposaba allí y, descendiendo, daba sobre su mano en la reja. Caía por un lado de su vestido y cogía el blanco borde de su pollera, que se hacía visible al pararse descuidada.

—Te vas a divertir —dijo.

—Si voy —le dije—, te traeré alguna cosa.

¡Cuántas incontables locuras malgastaron mis sueños, despierto o dormido, después de aquella noche! Quise borrar los días de tedio por venir. Le cogí rabia al estudio. Por la noche en mi cuarto y por el día en el aula su imagen se interponía entre la página que quería leer y yo. Las sílabas de la palabra Arabia acudían a mí a través del silencio en que mi alma se regalaba para atraparme con su embrujo oriental. Pedí permiso para ir a la feria el sábado por la noche. Mi tía se quedó sorprendidísima y dijo que esperaba que no fuera una cosa de los masones. Pude contestar muy pocas preguntas en clase. Vi la cara del maestro pasar de la amabilidad a la dureza; dijo que confiaba en que yo no estuviera de holgorio. No lograba reunir mis pensamientos. No tenía ninguna paciencia con el lado serio de la vida que, ahora, se interponía entre mi deseo y yo, y me parecía juego de niños, feo y monótono juego de niños.

El sábado por la mañana le recordé a mi tío que deseaba ir a la feria por la noche. Estaba atareado con el estante del pasillo, buscando el cepillo de su sombrero y me respondió, agrio:

—Está bien, muchacho, ya lo sé.

Como él estaba en el pasillo no podía entrar en la sala y apostarme en la ventana. Dejé la casa de mal humor y caminé lentamente hacia la escuela. El aire era implacablemente crudo, y el ánimo me abandonó.

Cuando volví a casa para la cena mi tío aún no había regresado. Pero todavía era temprano. Me senté frente al reloj por un rato y, cuando su tictac empezó a irritarme, me fui del cuarto. Subí a los altos. Los cuartos de arriba, fríos, vacíos, lóbregos, me aliviaron y fui de cuarto en cuarto cantando. Desde la ventana del frente vi a mis compañeros jugando en la calle. Sus gritos me llegaban indistintos y apagados y, recostando mi cabeza contra el frío cristal, miré a la casa a oscuras en que ella vivía. Debí estar allí parado cerca de una hora, sin ver nada más que la figura morena proyectada por mi imaginación, retocada discretamente por la luz de la lámpara en el cuello curvo y en la mano sobre la reja y en el borde del vestido.

Cuando bajé las escaleras de nuevo me encontré a Mrs. Mercer sentada al fuego. Era una vieja hablantina, viuda de un prestamista, que coleccionaba sellos para una de sus obras pías. Tuve que soportar todos esos chismes de la hora del té. La comelata se prolongó más de una hora y todavía mi tío no llegaba. Mrs. Mercer se puso en pie para irse: sentía no poder esperar un poco más, pero eran más de las ocho y no le gustaba andar por afuera tarde, ya que el sereno le hacía daño. Cuando se fue empecé a pasearme por el cuarto, apretando los puños. Mi tía me dijo:

—Me temo que tendrás que posponer tu tómbola para otra noche del Señor.

A las nueve oí el llavín de mi tío en la puerta de la calle. Lo oí hablando solo y oí crujir el estante del pasillo cuando recibió el peso de su sobretodo. Sabía interpretar estos signos. Cuando iba por la mitad de la cena le pedí que me diera dinero para ir a la feria. Se le había olvidado.

—Ya todo el mundo está en la cama y en su segundo sueño —me dijo.

Ni me sonreí. Mi tía le dijo, enérgica:

—¿No puedes acabar de darle el dinero y dejarlo que se vaya? Bastante que lo hiciste esperar.

Mi tío dijo que sentía mucho haberse olvidado. Dijo que él creía en ese viejo dicho: «Mucho estudio y poco juego hacen a Juan majadero». Me preguntó que a dónde iba yo y cuando se lo dije por segunda vez me preguntó que si no conocía «Un árabe dice adiós a su corcel». Cuando salía de la cocina se preparaba a recitar a mi tía los primeros versos del poema.

Apreté el florín bien en la mano mientras iba por Buckingham Street hacia la estación. La vista de las calles llenas de gente de compras y bañadas en luz de gas me hizo recordar el propósito de mi viaje. Me senté en un vagón de tercera de un tren vacío. Después de una demora intolerable el tren salió lento de la estación y se arrastró cuesta arriba entre casas en ruinas y sobre el río rutilante. En la estación de Westland Row la multitud se apelotonaba a las puertas del vagón; pero los conductores la rechazaron diciendo que éste era un tren especial a la tómbola. Seguí solo en el vagón vacío. En unos minutos el tren arrimó a una improvisada plataforma de madera. Bajé a la calle y vi en la iluminada esfera de un reloj que eran las diez menos diez. Frente a mí había un edificio que mostraba el mágico nombre.

No pude encontrar ninguna de las entradas de seis peniques y, temiendo que hubieran cerrado, pasé rápido por el torniquete, dándole un chelín a un portero de aspecto cansado. Me encontré dentro de un salón cortado a la mitad por una galería. Casi todos los estanquillos estaban cerrados y la mayor parte del salón estaba a oscuras. Reconocí ese silencio que se hace en las iglesias después del servicio. Caminé hasta el centro de la feria tímidamente. Unas pocas gentes se reunían alrededor de los estanquillos que aún estaban abiertos. Delante de una cortina, sobre la que aparecían escritas las palabras
Café Chantant
con lámparas de colores, dos hombres contaban dinero dentro de un cepillo. Oí cómo caían las monedas.

Recordando con cuánta dificultad logré venir, fui hacia uno de los estanquillos y examiné los búcaros de porcelana y los juegos de té floreados. A la puerta del estanquillo una jovencita hablaba y reía con dos jóvenes. Me di cuenta que tenían acento inglés y escuché vagamente la conversación.

—¡Oh, nunca dije tal cosa!

—¡Oh, pero sí!

—¡Oh, pero no!

—¿No fue eso lo que dijo ella?

—Sí. Yo la oí.

—¡Oh, vaya pero qué… embustero!

Viéndome, la jovencita vino a preguntarme si quería comprar algo. Su tono de voz no era alentador; parecía haberse dirigido a mí por sentido del deber. Miré humildemente los grandes jarrones colocados como mamelucos a los lados de la oscura entrada al estanquillo y murmuré:

—No, gracias.

La jovencita cambió de posición uno de los búcaros y regresó a sus amigos.

Empezaron a hablar del mismo asunto. Una que otra vez la jovencita me echó una mirada por encima del hombro.

Me quedé un rato junto al estanquillo —aunque sabía que quedarme era inútil— para hacer parecer más real mi interés en la loza. Luego, me di vuelta lentamente y caminé por el centro del bazar. Dejé caer los dos peniques junto a mis seis en el bolsillo. Oí una voz gritando desde un extremo de la galería que iban a apagar las luces. La parte superior del salón estaba completamente a oscuras ya.

Levantando la vista hacia lo oscuro, me vi como una criatura manipulada y puesta en ridículo, por la vanidad; y mis ojos ardieron de angustia y de rabia.

Eveline

Sentada a la ventana vio cómo la noche invadía la avenida. Reclinó la cabeza en la cortina y su nariz se llenó del olor a cretona polvorienta. Se sentía cansada.

Pasaban pocas personas. El hombre que vivía al final de la cuadra regresaba a su casa; oyó los pasos repicar sobre la acera de cemento y crujir luego en el camino de ceniza que pasaba frente a las nuevas casas de ladrillos rojos. En otro tiempo hubo allí un solar yermo donde jugaban todas las tardes con los otros muchachos. Luego, alguien de Belfast compró el solar y construyó allí casas —no casitas de color pardo como las demás sino casas de ladrillo, de colores vivos y techos charolados—. Los muchachos de la avenida acostumbraban a jugar en ese placer —los Devine, los Water, los Dunn, Keogh el lisiadito, ella y sus hermanos y sus hermanas—. Ernest, sin embargo, nunca jugaba: era muy mayor. Su padre solía perseguirlos por el yermo esgrimiendo un bastón de endrino; pero casi siempre el pequeño Keogh se ponía a vigilar y avisaba cuando veía venir a su padre. Con todo, parecían felices por aquel entonces. Su padre no iba tan mal en ese tiempo; y, además, su madre estaba viva. Eso fue hace años; ella, sus hermanos y sus hermanas ya eran personas mayores; su madre había muerto. Tizzie Dunn también había muerto y los Water habían vuelto a Inglaterra. ¡Todo cambia! Ahora ella también se iría lejos, como los demás, abandonando el hogar paterno.

¡El hogar! Echó una mirada al cuarto, revisando todos los objetos familiares que había sacudido una vez por semana durante tantísimos años preguntándose de dónde saldría ese polvo. Quizá no volvería a ver las cosas de la familia de las que nunca soñó separarse. Y sin embargo en todo ese tiempo nunca averiguó el nombre del cura cuya foto amarillenta colgaba en la pared sobre el armonio roto, al lado de la estampa de las promesas a Santa Margarita María Alacoque. Fue amigo de su padre. Cada vez que mostraba la foto a un visitante su padre solía alargársela con una frase fácil:

—Ahora vive en Melbourne.

Ella había decidido dejar su casa, irse lejos. ¿Era ésta una decisión inteligente? Trató de sopesar las partes del problema. En su casa por lo menos tenía casa y comida; estaban aquellos que conocía de toda la vida. Claro que tenía que trabajar duro, en la casa y en la calle. ¿Qué dirían en la Tienda cuando supieran que se había fugado con el novio? Tal vez dirían que era una idiota; y la sustituirían poniendo un anuncio. Miss Gavan se alegraría. La tenía cogida con ella, sobre todo cuando había gente delante.

—Miss Hill, ¿no ve que está haciendo esperar a estas señoras?

—Por favor, Miss Hill, un poco más de viveza.

No iba a derramar precisamente lágrimas por la tienda.

Pero en su nueva casa, en un país lejano y extraño, no pasaría lo mismo. Luego —ella, Eveline— se casaría. Entonces la gente sí que la respetaría. No iba a dejarse tratar como su madre. Aún ahora, que tenía casi veinte años, a veces se sentía amenazada por la violencia de su padre. Sabía que era eso lo que le daba palpitaciones. Cuando se fueron haciendo mayores él nunca le fue arriba a ella, como le fue arriba a Harry y a Ernest, porque ella era hembra; pero últimamente la amenazaba y le decía lo que le haría si no fuera porque su madre estaba muerta. Y ahora no tenía quien la protegiera, con Ernest muerto y Harry, que trabajaba decorando iglesias, siempre de viaje por el interior. Además, las invariables disputas por el dinero cada sábado por la noche habían comenzado a cansarla hasta decir no más. Ella siempre entregaba todo su sueldo —siete chelines—, y Harry mandaba lo que podía, pero el problema era cómo conseguir dinero de su padre. El decía que ella malgastaba el dinero, que no tenía cabeza, que no le iba a dar el dinero que ganaba con tanto trabajo para que ella lo tirara por ahí, y muchísimas cosas más, ya que los sábados por la noche siempre regresaba algo destemplado. Al final, le daba el dinero, preguntándole si ella no tenía intención de 'comprar las cosas de la cena del domingo. Entonces tenía que irse a la calle volando a hacer los mandados, agarraba bien su monedero de cuero negro en la mano al abrirse paso por entre la gente y volvía a casa ya tarde, cargada de comestibles. Le costaba mucho trabajo sostener la casa y ocuparse de que los dos niños dejados a su cargo fueran a la escuela y se alimentaran con regularidad. El trabajo era duro —la vida era dura—, pero ahora que estaba a punto de partir no encontraba que su vida dejara tanto que desear.

Iba a comenzar a explorar una nueva vida con Frank. Frank era bueno, varonil, campechano. Iba a irse con él en el barco de la noche y ser su esposa y vivir con él en Buenos Aires, donde le había puesto casa. Recordaba bien la primera vez que lo vio; se alojaba él en una casa de la calle mayor a la que ella iba de visita. Parecía que no habían pasado más que unas semanas. El estaba parado en la puerta, la visera de la gorra echada para atrás, con el pelo cayéndole en la cara broncínea. Llegaron a conocerse bien. El la esperaba todas las noches a la salida de la Tienda y la acompañaba hasta su casa. La llevó a ver
La muchacha de Bohemia
y ella se sintió en las nubes sentada con él en el teatro, en sitio desusado. A él le gustaba mucho la música y cantaba un poco. La gente se enteró de que la enamoraba y, cuando él cantaba aquello de la novia del marinero, ella siempre se sentía turbada. El la apodó Poppens, en broma. Al principio era emocionante tener novio y después él le empezó a gustar. Contaba cuentos de tierras lejanas. Había empezado como camarero, ganando una libra al mes, en un buque de las líneas Allan que navegaba al Canadá. Le recitó los nombres de todos los barcos en que había viajado y le enseñó los nombres de los diversos servicios. Había cruzado el estrecho de Magallanes y le narró historias de los terribles patagones. Recaló en Buenos Aires, decía, y había vuelto al terruño de vacaciones solamente. Naturalmente, el padre de ella descubrió el noviazgo y le prohibió que tuviera nada que ver con él.

—Yo conozco muy bien a los marineros —le dijo.

Un día él sostuvo una discusión acalorada con Frank y después de eso ella tuvo que verlo en secreto.

En la calle la tarde se había hecho noche cerrada. La blancura de las cartas se destacaba en su regazo. Una era para Harry; la otra para su padre. Su hermano favorito fue siempre Ernest, pero ella también quería a Harry. Se había dado cuenta de que su padre había envejecido últimamente; le echaría de menos. A veces él sabía ser agradable. No hacía mucho, cuando ella tuvo que guardar cama por un día, él le leyó un cuento de aparecidos y le hizo tostadas en el fogón. Otro día —su madre vivía todavía— habían ido de
picnic
a la loma de Howth. Recordó cómo su padre se puso el bonete de su madre para hacer reír a los niños.

Apenas le quedaba tiempo ya, pero seguía sentada a la ventana, la cabeza recostada en la cortina, respirando el olor a cretona polvorienta. A lo lejos, en la avenida, podía oír un organillo. Conocía la canción. Qué extraño que la oyera precisamente esta noche para recordarle la promesa que hizo a su madre: la promesa de sostener la casa cuanto pudiera. Recordó la última noche de la enfermedad de su madre; de nuevo regresó al cuarto cerrado y oscuro al otro lado del corredor; afuera tocaban una melancólica canción italiana. Mandaron mudarse al organillero dándole seis peniques. Recordó cómo su padre regresó al cuarto de la enferma diciendo:

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