Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (39 page)

BOOK: Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal
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Al término de este desfile, «el derecho de los testigos a hacer declaraciones irrelevantes», como publicó el Yad Vashem al resumir las declaraciones en su
Bulletin
, había quedado ya tan firmemente establecido que bien merece calificarse de mero formalismo el que el fiscal Hausner, en el curso de la sesión setenta y tres, pidiera permiso a la sala para «terminar el cuadro». Y el magistrado Landau, quien unas cincuenta sesiones atrás había protestado vigorosamente por la tendencia del fiscal a «pintar cuadros», accedió inmediatamente a que compareciera en el estrado un ex miembro de la brigada judía, es decir, de la fuerza de combate, formada por judíos de Palestina, agregada durante la guerra al Octavo Cuerpo del ejército británico. Este último testigo del fiscal, llamado Aharon Hoter-Yishai, a la sazón abogado en Israel, estuvo encargado de la tarea de coordinar todos los trabajos de búsqueda de supervivientes judíos en Europa, bajo los auspicios de la Aliyah Beth, la organización dedicada a facilitar la inmigración ilegal en Palestina. Los judíos supervivientes se hallaban mezclados en una masa de ocho millones de desplazados procedentes de todos los países de Europa, una flotante masa de seres humanos que los aliados deseaban repatriar lo antes posible. El peligro consistía en que también los judíos iban a ser devueltos a sus antiguos lugares de origen. Hoter-Yishai explicó ante el tribunal el modo en que él y sus colaboradores eran recibidos cuando se presentaban como miembros de la «combatiente nación judía», y que «bastaba con pintar una estrella de David en una sábana, y colgar la sábana del palo de una escoba para que aquella gente se sacudiera la peligrosa apatía de la inanición en que se hallaban». También dijo que algunos de aquellos judíos «habían conseguido llegar penosamente desde los campos de concentración a sus hogares», para, al fin de su peregrinaje, descubrir que su destino era otro campo de exterminio, por cuanto sus lugares de origen eran, por ejemplo, una pequeña ciudad polaca, en la que tan solo habían sobrevivido quince de los anteriores seis mil habitantes judíos, y cuatro de los supervivientes fueron asesinados por los polacos, al regresar. También contó que él y sus hombres procuraron frustrar los intentos de repatriación llevados a cabo por los aliados, y que en muchas ocasiones lo hicieron demasiado tarde para que sus propósitos fueran coronados por el éxito: «En Theresienstadt había treinta y dos mil supervivientes. Pocas semanas después encontramos tan solo cuatro mil. Unos veintiocho mil habían regresado, o habían sido expedidos, a sus lugares de origen. Los cuatro mil que encontramos allí no regresaron, ni siquiera uno, a su procedencia, porque les indicamos cuál era el camino que debían emprender». Es decir, el camino de Palestina, que pronto se convertiría en Israel. Esta declaración quizá estaba más impregnada de intenciones propagandísticas que cualquier otra anterior, y en ella los hechos quedaron expuestos de manera verdaderamente engañosa. En noviembre de 1944, después de que la última expedición hubiera salido de Theresienstadt camino de Auschwitz, tan solo quedaron en el campo primeramente nombrado unos diez mil de los internados originarios. En febrero de 1945, llegaron entre seis y ocho mil individuos más, que eran los cónyuges judíos de matrimonios mixtos, a quienes los nazis mandaron a Theresienstadt en el momento en que todo el sistema de transportes alemán quedó prácticamente paralizado. Todos los demás ―aproximadamente unos quince mil― llegaron en camiones de carga o a pie, en abril de 1945, después de que la Cruz Roja se hubiera hecho cargo del campo. Estos últimos eran supervivientes de Auschwitz, miembros de los equipos de trabajo, y procedían principalmente de Polonia y Hungría. Cuando los rusos liberaron el campo de Theresienstadt ―el día 9 de mayo de 1945― muchos judíos checos que habían estado allí desde el principio salieron inmediatamente, camino de sus hogares, ya que se hallaban en su propio país. Cuando se levantó la cuarentena ordenada por los rusos a fin de prevenir posibles epidemias, la mayoría de los internados salieron por propia iniciativa. En consecuencia, aquellos internados que encontraron los emisarios de Palestina probablemente eran individuos que no podían regresar a su origen, ni podían ser enviados allí, por diversas razones, es decir, se trataba de los enfermos, los viejos o los únicos supervivientes de una familia entera que no sabían adónde dirigirse. Pese a todo, Hoter-Yishai dijo la verdad pura y simplemente: los supervivientes de los guetos y de los campos, aquellos que habían salido con vida de la pesadilla de la total desesperanza y abandono ―como si el mundo entero fuera una jungla en la que a ellos les correspondiera el papel de presa inerme―, tan solo tenían un deseo, el deseo de ir allí donde jamás volvieran a ver un rostro no judío. Necesitaban la presencia de los emisarios del pueblo judío de Palestina, a fin de saber que podían ir allí, legal o ilegalmente, de cualquier modo que fuera, y que allí serían bienvenidos. No, no era preciso que los emisarios les convencieran.

Y así vemos que, en alguna que otra ocasión, resultó provechoso que el magistrado Landau hubiera perdido su batalla, y el primer momento en que quedó de relieve lo anterior ocurrió incluso antes de que la tal batalla comenzara, ya que el primer testigo «ambiental» del fiscal Hausner no causaba la impresión de haberse presentado voluntariamente. Era un hombre viejo, tocado con el tradicional bonete judío, pequeño, muy frágil, con escaso cabello blanco y barba, que mantenía el cuerpo muy erguido. En cierto aspecto su nombre era «famoso», y se comprendía que el fiscal hubiera deseado comenzar el «cuadro general» con la declaración de este testigo. El hombre en cuestión era Zindel Grynszpan, padre de Herschel Grynszpan, quien, el 7 de noviembre de 1938, a la edad de diecisiete años, entró en la embajada alemana en París y mató a tiros al tercer secretario, el joven
Legationsrat
Ernst vom Rath. Este asesinato provocó los pogromos de Alemania y Austria, la llamada
Kristallnacht
del 9 de noviembre, que en verdad fue el preludio de la Solución Final, pero en cuya preparación Eichmann nada tuvo que ver. Los motivos que impulsaron a Grynszpan jamás han sido aclarados, y su hermano, a quien el fiscal también interrogó, se mostró muy renuente a hablar del asunto. El tribunal dio por sentado que fue un acto de venganza por la expulsión de unos diecisiete mil judíos polacos, entre ellos la familia del propio Grynszpan, del territorio alemán, en el curso de los últimos días de octubre de 1938, pero es criterio general que tal explicación difícilmente puede ajustarse a la realidad de los hechos. Herschel Grynszpan era un psicópata, incapaz de terminar los estudios secundarios, quien durante años estuvo yendo de París a Bruselas y de Bruselas a París, rebotado de una a otra ciudad por las sucesivas órdenes de expulsión de su persona. El abogado que le defendió ante el tribunal de París explicó una confusa historia de relaciones homosexuales, y los alemanes, que más tarde lograron su extradición, jamás le sometieron a juicio. (Corren rumores de que Herschel Grynszpan sobrevivió a la guerra, lo cual no deja de constituir una confirmación de la «paradoja de Auschwitz», es decir, de que los judíos culpables de actos criminales no eran sacrificados.) Vom Rath fue una víctima muy inadecuada, ya que había sido espiado por la Gestapo debido a sus manifiestas creencias antinazis y a su simpatía hacia los judíos; y la historia de su homosexualidad probablemente fue fabricada por la propia Gestapo. Es posible que Grynszpan hubiera actuado como involuntario instrumento de los agentes de la Gestapo en París, quienes quizá quisieron matar dos pájaros de un tiro, es decir, crear un pretexto para los pogromos de Alemania y desembarazarse de un adversario del régimen nazi, sin darse cuenta de que no podían conseguir las dos cosas al mismo tiempo, es decir, que no podían difamar a Vom Rath como homosexual que sostenía ilícitas relaciones con adolescentes judíos, y hacerle, al mismo tiempo, una víctima de «la judería mundial».

Fuese lo que fuere, el caso es que el gobierno polaco, en el otoño de 1938, decretó que todos los judíos polacos residentes en Alemania perderían su nacionalidad, con efectos a contar desde el 29 de octubre. Probablemente el gobierno polaco había recibido informes indicativos de que el gobierno alemán tenía intención de expulsar a aquellos judíos, mandándolos de nuevo a Polonia, lo cual aquel quería evitar. Es más que dudoso que personas como el testigo Zindel Grynszpan conocieran la existencia de este decreto. Zindel Grynszpan fue a Alemania en 1911, cuando contaba veinticinco años de edad, para abrir un colmado en Hannover, donde le nacerían ocho hijos. En 1938, cuando le alcanzó la catástrofe, había vivido veintisiete años en Alemania, y, al igual que muchos otros como él, nunca se tomó la molestia de obtener los documentos precisos para solicitar la ciudadanía alemana. Y ahora se hallaba ante el tribunal de Israel, para contar su historia, y contestaba cautelosamente las preguntas que le formulaba el fiscal. Habló en voz clara y firme, sin retórica, y utilizando el menor número posible de palabras: «El 27 de octubre de 1938, jueves, a las ocho de la noche, vino un policía y nos dijo que fuéramos a la Región (comisaría de policía) Once. El policía dijo: “Podrán regresar a casa inmediatamente, no es necesario que lleven nada consigo, con el pasaporte basta”». Grynszpan fue allá, junto con sus familiares, es decir, su esposa, un hijo y una hija. Cuando llegó a la comisaría de policía vio «a muchísima gente, unos sentados, otros en pie, muchos llorando. Y los policías gritaban: “¡Firmad, firmad, firmad!”. Tuve que firmar. Todos firmaban. Uno no lo hizo, creo que se llamaba Gershon Silber, y, por esto, tuvo que permanecer en pie veinticuatro horas, en un rincón de la estancia. Nos llevaron a la sala de conciertos y... allí había gente de todos los barrios de la ciudad... Había unos seiscientos individuos. Allí estuvimos hasta el viernes por la noche, es decir, unas veinticuatro horas... Sí, hasta el viernes por la noche. Entonces nos metieron en camionetas de la policía y en camiones, a razón de veinte personas en cada vehículo, y nos llevaron a la estación del ferrocarril. Las calles estaban atestadas de gente, de una masa negra, que gritaba:
Juden raus a Palestina!
En tren nos llevaron a Neubenschen, en la frontera entre Alemania y Polonia. Llegamos allí en la fiesta del sábado, por la mañana, a las seis de la mañana. Llegaban trenes procedentes de todos sitios, de Leipzig, Colonia, Düsseldorf, Essen, Biederfeld, Bremen... En total éramos unos doce mil. Era la fiesta del sábado, el 29 de octubre. Cuando llegamos a la frontera nos registraron para ver si llevábamos dinero, y a todos los que tenían más de diez marcos les quitaban lo que excediera de esta suma. La ley alemana decía que no se podía sacar de Alemania más de diez marcos. Los alemanes decían: “Cuando llegasteis no trajisteis más que eso, y ahora no os podéis llevar más”». Tuvieron que cubrir andando poco más de una milla para llegar a la frontera con Polonia, ya que los alemanes tenían la intención de pasarlos ilegalmente a territorio polaco. «Los hombres de las SS nos apaleaban, a los que se rezagaban les daban de palos, y la sangre comenzó a manchar la carretera. Nos arrancaron las maletas de las manos, y nos trataron con la mayor brutalidad; aquella fue la primera vez en que vi la salvaje brutalidad de los alemanes. Nos gritaban: “¡Más deprisa! ¡Más deprisa!”. Me golpearon y quedé tendido en la cuneta. Mi hijo vino hacia mí para ayudarme, y me dijo: “¡Corre, padre! ¡Corre! Si no corres te matarán”. Cuando llegamos a la frontera, las mujeres la cruzaron antes que nosotros. Los polacos nada sabían. Llamaron a un general polaco y a algunos oficiales, quienes examinaron nuestros documentos, y vieron que éramos ciudadanos polacos, y que teníamos pasaportes especiales. Decidieron dejarnos entrar. Nos llevaron a un pueblo de unos seis mil habitantes, a todos, que en total éramos unos doce mil. Llovía mucho, la gente se desmayaba, por todos lados se veía a mujeres y viejos. Sufrimos mucho. No teníamos nada que comer, y desde el jueves no habíamos comido...» Los llevaron a un campamento militar y los metieron en «los establos, ya que no había otro lugar disponible... Creo que ocurrió en el segundo día [en Polonia]. El primer día vino un camión con pan, desde Poznan, vino el domingo. Y, entonces, escribí una carta a Francia, a mi hijo, diciéndole: “No escribas más cartas a Alemania. Ahora estamos en Zbaszyn”».

Esta declaración duró tan solo diez minutos, y cuando hubo terminado aquel relato, el relato de la insensata e inútil destrucción de veintisiete años en menos de veinticuatro horas, no se podía evitar el imprudente pensamiento: todos y cada uno debieran tener derecho a comparecer ante el tribunal. Pero después, a lo largo de las interminables sesiones siguientes, se vio cuán difícil era contar lo ocurrido, cuán difícil era contarlo en términos que no fueran los términos transformadores del lenguaje poético, que para relatar aquellos acontecimientos se necesitaba tener una pureza de alma, una inocencia de corazón ignorada del propio sujeto, una rectitud mental que tan solo los justos poseen. Nadie, antes o después de él, pudo igualar la deslumbradora honradez de Zindel Grynszpan.

Nadie pudo decir que el testimonio de Grynszpan diera lugar a algo que ni remotamente se pareciera a eso que se ha dado en llamar «un instante dramático». Un instante de esta naturaleza se produjo de un modo inesperado, pocas semanas más tarde, cuando el magistrado Landau hizo un desesperado intento para devolver el procedimiento a los normales cauces legales que le permitieran dirigirlo adecuadamente. En el estrado se encontraba Abba Kovner, «poeta y novelista», que en vez de prestar declaración testifical había pronunciado un discurso con la seguridad propia de quien está habituado a hablar en público y se irrita ante las interrupciones. El presidente de la sala le había pedido que fuera breve, y el fiscal Hausner, quien había defendido la postura adoptada por su testigo, tuvo que oírse decir por el presidente que «no podía quejarse de que la sala no tuviera paciencia», lo cual tampoco le gustó. En ese instante un tanto tenso, el testigo mencionó el nombre de Anton Schmidt,
Feldwebel
, o sea, sargento, del ejército alemán, nombre que no era totalmente desconocido del público asistente al juicio por cuanto el Yad Vashem había publicado la historia del sargento Schmidt, algunos años atrás, en su
Bulletin
hebreo, y cierto número de periódicos norteamericanos, publicados en yiddish, la había recogido. Anton Schmidt estaba al mando de una patrulla que operaba en Polonia, dedicada a recoger soldados alemanes que habían perdido el contacto con sus unidades. En el desarrollo de esta actividad, Schmidt había entrado en relación con miembros de las organizaciones clandestinas judías, entre ellos el propio testigo Kovner, y había ayudado a los guerrilleros judíos, proporcionándoles documentos falsos y camiones del ejército. Y, lo cual es todavía más importante: «No lo hacía para obtener dinero». Lo anterior duró cinco meses, desde octubre de 1941 hasta marzo de 1942, en que Schmidt fue descubierto y ejecutado. (La acusación sacó a relucir esta historia debido a que Kovner había declarado que oyó por primera vez en su vida el nombre de Eichmann de labios de Schmidt, quien le había dicho que en el ejército corrían rumores de que Eichmann era quien «se encargaba de todo el asunto»).

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