Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (40 page)

BOOK: Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal
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Desde luego, esta no fue la primera vez que se hizo mención de ayuda recibida del mundo exterior, del mundo no judío. El magistrado Halevi había preguntado reiteradas veces a los testigos: «¿Nadie prestó ayuda a los judíos?». Lo había preguntado con la misma regularidad con que el fiscal preguntaba: «¿Por qué no se rebelaron ustedes?». Las contestaciones a la pregunta del magistrado Halevi fueron de distinto tenor y todas poco concluyentes: «Toda la población estaba en contra de nosotros», y los judíos escondidos por familias cristianas «podían contarse con los dedos de una mano», quizá fueran cinco o seis, en un total de trece mil individuos; sin embargo, la situación, globalmente considerada, de los judíos de Polonia fue ―y ello no deja de causar sorpresa―mucho mejor que aquella otra en que se hallaban en los restantes países del Este de Europa. (Tal como he dicho, no hubo testigos procedentes de Bulgaria.) Un judío, a la sazón casado con una polaca, y con residencia en Israel, declaró que su esposa le escondió, a él y a otros doce judíos, durante toda la guerra. Otro tenía un amigo cristiano, al que conocía desde antes de la guerra, a cuya casa acudió después de huir de un campo de concentración, y quien le ayudó, aunque luego fue ejecutado por haber ayudado a los judíos. Otro testigo declaró que los guerrilleros polacos habían suministrado armas a muchos judíos, y habían salvado a miles de niños judíos que colocaron bajo la protección de familias polacas. Los riesgos que comportaba prestar ayuda a los judíos eran prohibitivos; corría la historia de una familia polaca que había sido ejecutada de la manera más brutal por el solo hecho de haber adoptado a una niña judía de seis años de edad. Pero el relato del comportamiento de Schmidt constituyó el primero y último ejemplo de una actitud de esta índole adoptada por un alemán, ya que la otra anécdota referente a un alemán constaba en un documento: un oficial del ejército alemán ayudó indirectamente a los judíos, al sabotear ciertas órdenes de la policía; nada ocurrió a dicho oficial, pero el incidente se consideró lo suficientemente grave como para que fuese mencionado en la correspondencia entre Himmler y Bormann.

Durante los pocos minutos que Kovner necesitó para relatar la ayuda que le había prestado un sargento alemán, en la sala de audiencia reinó un anormal silencio. Parecía que la multitud hubiera decidido espontáneamente guardar los tradicionales dos minutos de silencio en memoria del sargento Anton Schmidt. Y en el transcurso de estos dos minutos, que fueron como una súbita claridad surgida en medio de impenetrables tinieblas, un solo pensamiento destacaba sobre los demás, un pensamiento irrefutable, fuera de toda duda: cuán distinto hubiera sido todo en esta sala de audiencia, en Israel, en Alemania, en toda Europa, quizá en todo el mundo, si se hubieran podido contar más historias como aquella.

Desde luego, hay razones, mil veces repetidas, explicativas de la escasez de historias de este género. Expresaré la esencia de estas razones con las palabras que constan en una de las pocas memorias de guerra subjetivamente sinceras, publicadas en Alemania. Peter Bamm, médico militar alemán que sirvió en el frente de Rusia, relata en
Unsichtbare Flagge
(1952) la matanza de judíos que tuvo lugar en Sebastopol. Los judíos fueron reunidos por «los otros», como el autor llama a las unidades móviles de exterminio de las SS, para distinguirlas de los soldados comunes cuya honestidad el libro ensalza, y fueron encerrados en un ala independiente de la antigua prisión de la GPU, contigua al alojamiento para oficiales en que Bamm vivía. Después, se les obligó a subir a un camión dotado de gas letal, en cuyo interior murieron al cabo de pocos minutos, tras lo cual el conductor transportó los cadáveres fuera de la ciudad y los arrojó a una zanja antitanque. «Nosotros sabíamos lo que ocurría, pero nada hacíamos para evitarlo. Si alguien hubiera formulado una protesta seria, o hubiera hecho algo para impedir la actuación de la unidad de matanza, hubiese sido arrestado antes del transcurso de veinticuatro horas, y hubiera desaparecido. Uno de los refinamientos propios de los gobiernos totalitarios de nuestro siglo consiste en no permitir que quienes a él se oponen mueran, por sus convicciones, la grande y dramática muerte del mártir. Muchos de nosotros hubiéramos aceptado esta clase de muerte. Pero los estados totalitarios se limitan a hacer desaparecer a sus enemigos en el silencio del anonimato. Y también es cierto que todo aquel capaz de preferir la muerte a tolerar en silencio el crimen, hubiera sacrificado su vida en vano. No quiero decir con ello que tal sacrificio hubiera carecido de trascendencia moral, sino que hubiese resultado prácticamente inútil. Ninguno de nosotros tenía unas convicciones tan profundamente arraigadas como para aceptar el sacrificio prácticamente inútil, en aras de un más alto ideal moral.» No es necesario advertir que el autor del libro citado no se da cuenta de la vaciedad que supone el dar la importancia que da a la «decencia», cuando no existe lo que él llama «un más alto ideal moral».

Pero la vaciedad de la respetabilidad ―ya que la decencia, en el contexto en que el autor la sitúa, no es más que respetabilidad― no era precisamente lo que se hallaba en el fondo del ejemplo dado por el sargento Anton Schmidt. Al contrario, este último pone de relieve el fatal fallo del argumento de Bamm, que tan plausible parece a primera vista. Cierto es que el dominio totalitario procuró formar aquellas bolsas de olvido en cuyo interior desaparecían todos los hechos, buenos y malos, pero del mismo modo que todos los intentos nazis de borrar toda huella de las matanzas ―borrarlas mediante hornos crematorios, mediante fuego en pozos abiertos, mediante explosivos, lanzallamas y máquinas trituradoras de huesos―, llevados a cabo a partir de junio de 1942, estaban destinados a fracasar, también es cierto que vanos fueron todos sus intentos de hacer desaparecer en «el silencioso anonimato» a todos aquellos que se oponían al régimen. Las bolsas de olvido no existen. Ninguna obra humana es perfecta, y, por otra parte, hay en el mundo demasiada gente para que el olvido sea posible. Siempre quedará un hombre vivo para contar la historia. En consecuencia, nada podrá ser jamás «prácticamente inútil», por lo menos a la larga. En la actualidad, sería para Alemania de gran importancia práctica, no solamente en lo referente a su prestigio en el extranjero, sino también en cuanto concierne a su tristemente confusa situación interior, que pudieran contarse más historias como la del sargento Anton Schmidt. La lección de esta historia es sencilla y al alcance de todos. Desde un punto de vista político, nos dice que en circunstancias de terror, la mayoría de la gente se doblegará, pero
algunos no se doblegarán
, del mismo modo que la lección que nos dan los países a los que se propuso la aplicación de la Solución Final es que «pudo ponerse en práctica» en la mayoría de ellos, pero
no en todos
. Desde un punto de vista humano, la lección es que actitudes cual la que comentamos constituyen cuanto se necesita, y no puede razonablemente pedirse más, para que este planeta siga siendo un lugar apto para que lo habiten seres humanos.

15
SENTENCIA, RECURSO Y EJECUCIÓN

Eichmann pasó los últimos meses de la guerra dando reposo a sus ánimos, en Berlín, sin nada que hacer, aislado de los otros jefes del departamento de la RSHA, quienes almorzaban juntos todos los días, en el mismo edificio en que Eichmann tenía la oficina, sin invitarle siquiera una vez a comer con ellos. Eichmann se ocupaba de disponer sus «instalaciones defensivas» para estar preparado en el momento de la «última batalla» en defensa de Berlín, y como único deber oficial que le ocupaba visitaba de vez en cuando el campo de Theresienstadt, que mostraba a los delegados de la Cruz Roja. Ante estos, nada menos que ante estos, Eichmann desahogó su alma, hablándoles de la «nueva política humanitaria» de Himmler con respecto a los judíos, en virtud de la cual Himmler estaba plenamente decidido a emplear campos de concentración «al estilo inglés», en la «próxima ocasión». En abril de 1945, Eichmann tuvo la última de sus escasas entrevistas con Himmler, quien le ordenó que seleccionara «entre cien y doscientos judíos destacados de Theresienstadt», los transportara a Austria y los instalara en hoteles, a fin de que Himmler pudiera utilizarlos como «rehenes» en sus inminentes negociaciones con Eisenhower. Parece que Eichmann no se dio cuenta de cuán absurda era la misión a él encomendada. Se puso en camino, «con harto dolor de mi corazón, porque tuve que abandonar mis instalaciones de defensa», pero no pudo llegar a Theresienstadt debido a que las carreteras estaban bloqueadas a causa del avance de los ejércitos rusos. En vez de ir a Theresienstadt, Eichmann se dirigió a Alt-Aussee, donde Kaltenbrunner se había refugiado. A Kaltenbrunner no le interesaban en lo más mínimo los «prominentes judíos» de Himmler, y encargó a Eichmann que organizara un comando para emprender la lucha de guerrillas en las montañas austríacas. Eichmann reaccionó con gran entusiasmo: «Se trataba de algo que valía la pena hacer, de una tarea que me gustaba de veras». Pero apenas hubo Eichmann reclutado a unos cien hombres más o menos aptos, la mayoría de los cuales no habían visto un fusil en su vida, y apenas hubo tomado posesión de un arsenal de heterogéneo armamento abandonado, recibió la última orden de Himmler: «Prohibido abrir fuego contra los ingleses o los norteamericanos». Esto fue el fin. Eichmann dio a sus hombres permiso para que se fuesen a casa, e hizo entrega de un pequeño cofre que con- tenía billetes de banco y monedas de oro a su fiel asesor jurídico, el
Regierungsrat
Hunsche. «Porque, me dije, Hunsche es un hombre que pertenece a la alta burocracia del Estado, él sabrá administrar correctamente los fondos, y evitará gastos inútiles... Así lo hice porque, en aquel entonces, yo todavía creía que algún día me pedirían cuentas.»

Con estas palabras concluía Eichmann la autobiografía que espontáneamente entregó al policía encargado de interrogarle. Empleó muy pocos días en escribirla, y la biografía ocupaba 315 páginas de las 3.564 que se precisaron para transcribir las cintas magnetofónicas. A Eichmann le hubiera gustado continuar su biografía, y es evidente que contó el resto a la policía, pero, por diversas razones, las autoridades judiciales decidieron no admitir ningún testimonio referente a tiempos posteriores a la terminación de la guerra. Sin embargo, de las declaraciones prestadas en Nuremberg, y de una indiscreción muy comentada cometida por un ex funcionario israelita llamado Moshe Pearlman, cuyo libro
The Capture of Adolf Eichmann
fue publicado en Londres cuatro semanas antes del inicio del juicio, es posible inferir el resto de la historia de Eichmann. El relato de Pearlman se basaba evidentemente en el material obtenido por la Oficina 06, es decir, la oficina policial encargada de las diligencias previas al juicio. (Según la teoría de Pearlman, como sea que se había retirado del servicio al Estado unas tres semanas antes de que Eichmann fuera raptado, había escrito su libro en calidad de ciudadano privado, lo cual no resulta excesivamente convincente, debido a que la policía israelita seguramente estaba enterada de la inminente captura de Eichmann varios meses antes de que Pearlman se retirara.) El libro causó evidente bochorno en Israel, no solo porque Pearlman había podido divulgar prematuramente información acerca de importantes documentos de la acusación, y porque afirmaba que las autoridades judiciales ya habían decidido que el testimonio de Eichmann no merecía crédito, sino también porque contenía un concienzudo relato del modo en que Eichmann fue capturado en Buenos Aires, lo cual era lo último que el gobierno de Israel deseaba ver publicado en letras de molde.

La historia contada por Pearlman era mucho menos excitante que los diversos relatos anteriores, basados en los más diversos rumores. Eichmann jamás estuvo en el Próximo Oriente ni en el Oriente Medio, jamás volvió de la Argentina a Alemania, nunca estuvo en otro país hispanoamericano, salvo el nombrado, y no tuvo intervención alguna en las actividades u organizaciones nazis de la posguerra. Al término de la guerra, intentó hablar una vez más con Kaltenbrunner, quien todavía se encontraba en Alt-Aussee, solitario, pero el antiguo jefe de Eichmann no estaba de humor para recibirle, ya que, en su opinión, «aquel hombre [Eichmann] no tenía escapatoria». (Las escapatorias de Kaltenbrunner tampoco eran demasiado abundantes; fue ahorcado en Nuremberg.) Casi inmediatamente después, Eichmann fue apresado por los soldados norteamericanos y confinado en un campo de concentración destinado a los miembros de las SS, donde, pese a los numerosos interrogatorios a que fue sometido y a que algunos de sus compañeros de campo le conocían, no se descubrió su identidad. Eichmann fue muy cauteloso, se abstuvo de escribir a sus familiares, y dejó que le creyeran muerto. Su esposa intentó obtener un certificado de defunción de Eichmann, pero no lo consiguió cuando resultó que el único «testigo presencial» de la muerte era el cuñado de la esposa del «difunto». La esposa de Eichmann quedó sin un céntimo, pero la familia de Eichmann en Linz se encargó de mantenerla, así como a sus tres hijos.

En noviembre de 1945, se iniciaron, en Nuremberg, los juicios de los principales criminales de guerra, y el nombre de Eichmann comenzó a sonar con inquietante regularidad. En enero de 1946, Wisliceny compareció ante el tribunal de Nuremberg, como testigo de cargo, e hizo su acusadora declaración, ante lo cual Eichmann decidió que más le valdría desaparecer. Con la ayuda de otros internados, escapó del campo de concentración, y fue a Lüneburger Heide, lugar en un bosque, unas cincuenta millas al sur de Hamburgo, donde el hermano de uno de sus compañeros de internamiento le proporcionó trabajo como leñador. Allí permaneció durante cuatro años, oculto bajo el nombre de Otto Heninger, y es de suponer que se aburrió mortalmente. A principios de 1950, logró establecer contacto con la ODESSA, organización clandestina de ex miembros de las SS, pasó, a través de Austria, a Italia, donde un franciscano, plenamente conocedor de su identidad, le dio un pasaporte de refugiado, en el que constaba el nombre de Richard Klement, y le embarcó con rumbo a Buenos Aires. Llegó allá a mediados de julio, y obtuvo, sin dificultades, los precisos documentos de identidad y el correspondiente permiso de trabajo, a nombre de Ricardo Klement, católico, soltero, apátrida y de treinta y siete años de edad, siete menos de los que en realidad contaba.

Eichmann no abandonó la cautela, pero escribió a su esposa, en su propia caligrafía, diciéndole que el «tío de sus hijos» vivía. Trabajó en los más diversos empleos ―agente de ventas, obrero de una lavandería, empleado en una granja de conejos―, todos ellos mal pagados, pero en el verano de 1952 consiguió que su esposa e hijos se reunieran con él. (La señora Eichmann obtuvo pasaporte alemán en Zurich ―Suiza―, pese a que a la sazón residía en Austria, y bajo su propio nombre, como «divorciada» de cierto Eichmann. Cómo pudo lograrlo es un misterio que todavía no se ha aclarado, y el archivo en que se guardaba su instancia ha desaparecido del consulado alemán en Zurich.) Cuando su esposa llegó a Argentina, Eichmann obtuvo su primer empleo fijo, en la fábrica de la Mercedes-Benz de Suárez, suburbio de Buenos Aires, primeramente en concepto de mecánico, y, después, como capataz. Cuando le nació el cuarto hijo, Eichmann volvió a contraer matrimonio con su esposa, bajo el nombre de Klement, según sus manifestaciones, aunque esto último quizá no sea cierto, ya que el recién nacido fue inscrito con los nombres Ricardo Francisco (probablemente en recuerdo del fraile italiano) Klement
Eichmann
, y este fue uno de los muchos indicios de su identidad que Eichmann dejó al paso de los años. Sin embargo, parece ser cierto que dijo a sus hijos que él era el hermano de Adolf Eichmann, pese a que estos, que habían tratado asiduamente a sus abuelos y tíos, en Linz, difícilmente pudieron creerlo. El mayor, por lo menos, que contaba nueve años cuando vio por última vez a su padre en Alemania, tuvo que reconocerlo cuando le volvió a ver, siete años más tarde, en Argentina. Además, el documento de identidad de la señora Eichmann en Argentina no sufrió variación en los nombres, y estaba librado a Veronika Liebl de Eichmann. En 1959, cuando murió la madrastra de Eichmann, y, un año después, cuando murió su padre, las esquelas publicadas en los periódicos de Linz mencionaban entre los familiares de los difuntos a la señora Eichmann, con lo que contradecían todas las historias de divorcio y nuevo matrimonio de esta. A principios de 1960, pocos meses antes de que fuera capturado, Eichmann y sus hijos mayores terminaron la construcción de un primitivo edificio de ladrillos, en uno de los más pobres suburbios de Buenos Aires ―edificio sin agua corriente, ni electricidad―, en el que la familia pasó a vivir. Seguramente, su situación económica era muy deficiente, y Eichmann vivió una vida extraordinariamente desagradable, en la que ni siquiera la presencia de los hijos constituía una compensación suficiente, ya que estos no mostraban «el menor interés en adquirir una educación, y ni siquiera intentaban desarrollar sus hipotéticas facultades mentales».

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