Read Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal Online
Authors: Hannah Arendt
Hubo un aspecto en que el juicio no defraudó las esperanzas que en él pusiera Ben Gurión. Verdaderamente sirvió para sacar de sus madrigueras a otros nazis y criminales de guerra, aunque ello no ocurrió en los países árabes, que habían ofrecido asilo, sin rebozo, a cientos de nazis. Las relaciones que el gran muftí sostuvo con los nazis durante la guerra eran de todos conocidas, e incluso se sabía que pretendió que le auxiliaran en la tarea de hallar una «solución definitiva» en el Próximo Oriente. Los periódicos de Damasco y Beirut, de El Cairo y Jordania, no ocultaron sus simpatías hacia Eichmann, y algunos se lamentaron de que no hubiera podido «dar cima a su tarea».
El día en que se inició el juicio, la radio de El Cairo dio una nota ligeramente antialemana a su comentario, pero se lamentó de que no se hubiera producido «ni un solo incidente en que un avión alemán hubiera bombardeado una comunidad judía a lo largo de la pasada guerra mundial». Que los nacionalistas árabes tuvieron simpatía hacia los nazis era un hecho notorio, y las razones que les impulsaron resultaban evidentes, pero las palabras de Ben Gurión y el juicio contra Eichmann mal podían pretender «sacarles de sus madrigueras», ya que los árabes simpatizantes de los nazis jamás se escondieron. Durante el juicio quedó demostrado que los rumores referentes a las relaciones entre Eichmann y Haj Amin el Husseini, otrora gran muftí de Jerusalén, carecían de fundamento. (Eichmann conoció al gran muftí en el curso de una recepción oficial, al mismo tiempo que otros funcionarios alemanes.) El gran muftí mantuvo estrechas relaciones con el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán, así como con Himmler, pero ello no constituía un secreto.
Si bien la observación de Ben Gurión acerca de «las relaciones entre los nazis y algunos dirigentes árabes» fue totalmente superflua, también es cierto que resulta sorprendente que el primer ministro israelita no se refiriera a los nazis de la Alemania Occidental de nuestros días. Desde luego, fue confortante oír decir que Israel«no considera a Adenauer responsable de los delitos de Hitler», y que «para nosotros, un alemán honrado, pese a que pertenece a la misma nación que contribuyó a asesinar a millones de judíos, es un ser humano tan honrado como cualquier otro». (No se hizo referencia alguna a los árabes honrados.) La República Federal Alemana, pese a que todavía no ha reconocido el Estado de Israel ―quizá para evitar que los países árabes reconozcan la Alemania de Ulbricht―, ha pagado setecientos treinta y siete millones de dólares a Israel, en concepto de reparaciones, en el curso de los últimos diez años. Estos pagos pronto terminarán, por lo que Israel intenta negociar un préstamo alemán a largo plazo. De ahí que las relaciones entre los dos países, y especialmente las relaciones personales entre Ben Gurión y Adenauer, hayan sido excelentes, y sí, a consecuencia del juicio de Eichmann, algunos miembros del Parlamento de Israel lograron imponer ciertas restricciones al intercambio cultural con la Alemania Occidental, esta ha sido una secuela que Ben Gurión no previó ni pudo desear. Más atención merece que el primer ministro de Israel no hubiera previsto, o no se hubiera preocupado de mencionarlo, que la captura de Eichmann iba a provocar el primer intento serio realizado por el gobierno alemán en orden a someter a juicio por lo menos a aquellos ciudadanos que habían intervenido directamente en el asesinato de judíos. La Agencia Central de Investigación de Crímenes Nazis (fundada tardíamente en la Alemania Occidental, el año 1958), dirigida por el fiscal Erwin Schüle, había tropezado con todo género de dificultades en el desempeño de sus funciones, debido, en parte, a la renuencia de los alemanes a comparecer como testigos y, en parte, a la resistencia que los tribunales ofrecían a iniciar procedimientos basados en los datos recibidos de la Agencia Central. El juicio de Jerusalén no reveló nuevas pruebas importantes que pudieran conducir a la identificación de los colaboradores de Eichmann, pero la noticia de la sensacional captura de este y del juicio a que se le iba a someter bastaron para inducir a los tribunales alemanes a iniciar actuaciones, basándose en los hallazgos de la oficina dirigida por el fiscal Schüle, y a esforzarse en vencer la repugnancia que los ciudadanos alemanes sentían a testificar contra los criminales «que con nosotros conviven», a cuyo fin las autoridades germanas emplearon el antiguo sistema de pegar carteles ofreciendo recompensas a quienes contribuyeran a la captura de criminales notorios.
Los resultados fueron sorprendentes. Siete meses después de la llegada de Eichmann a Jerusalén ―y cuatro antes de que se iniciara el juicio―, Richard Baer, sucesor de Rudolf Höss en el puesto de comandante de Auschwitz, era detenido. En rápida sucesión, casi todos los miembros del llamado «Comando Eichmann» eran también arrestados, entre ellos Franz Novak, que vivía en Austria, dedicado al oficio de impresor; el doctor Otto Hunsche, que ejercía la abogacía en Alemania Occidental; Hermann Krumey, que tenía una farmacia; Gustav Richter, ex «asesor de asuntos judíos» en Rumania, y Willi Zöpf, quien ocupó en Amsterdam el mismo puesto que el anterior desempeñó en Rumania. Pese a que hacía ya años que en Alemania se habían publicado contra ellos abundantes acusaciones, con pruebas, en semanarios y libros, ninguno de los nombrados consideró necesario vivir bajo nombre supuesto. Por primera vez desde el término de la guerra, los periódicos alemanes publicaron abundantes reportajes sobre los juicios de criminales nazis, todos ellos asesinos de masas, y la renuncia de los tribunales a juzgar tales crímenes tan solo se manifestó en la fantástica benevolencia de las sentencias dictadas. (Después del mes de mayo de 1960, mes en que Eichmann fue capturado, únicamente cabía la posibilidad de acusar en juicio a los presuntos culpablesde asesinato, ya que los demás delitos habían prescrito; el plazo de prescripción del asesinato es de veinte años. En cuanto a las sentencias dictadas por los tribunales alemanes, vemos que el doctor Otto Bradfisch, de los
Einsatzgruppen
, las unidades móviles de verdugos de las SS, fue condenado a diez años de trabajos forzados por haber matado a quince mil judíos; el doctor Otto Hunsche, asesor jurídico de Eichmann, y personalmente responsable de la deportación, decretada a última hora de la guerra, de cerca de mil doscientos judíos húngaros, de los cuales casi seiscientos fueron asesinados, fue condenado a cinco años de trabajos forzados, y Joseh Lechthaler, quien había liquidado a los habitantes judíos de Slutsk y Smolevichi, en Rusia, fue condenado a tres años y seis meses.) Entre los detenidos había hombres que alcanzaron muy destacados puestos durante el régimen nazi, la mayoría de los cuales habían sido ya desnazificados por los tribunales alemanes. Uno de ellos era el general de las SS Karl Wolff, que ocupó el puesto de jefe del estado mayor de Himmler, y quien, según un documento aportado al juicio de Nuremberg, en 1946, había dado muestras de «especial satisfacción» al enterarse de que «durante las dos últimas semanas un tren ha transportado, todos los días, cinco mil miembros del Pueblo Escogido» desde Varsovia a Treblinka, conocido centro de exterminio. Otro era Wilhelm Koppe, que había organizado las matanzas en la cámara de gas, en Chelmno, y que, después, sucedió a Friedrich-Wilhelm Krüger en Polonia; Koppe, uno de los más destacados altos jefes de las SS, organizador de los
judenrein
de Polonia, ocupaba, en la Alemania de la posguerra, el cargo de director de una fábrica de chocolates. Alguna que otra vez se dictaron sentencias con penas graves, pero fueron más inquietantes que las benévolas, cuando los reos eran hombres como Erich vom dem Bach-Zelewski, ex general de las SS y jefe del cuerpo de policía. Bach-Zelewski había sido juzgado en 1961 por su participación en la rebelión de Röhm, en 1934, y condenado a tres años y seis meses; después, fue procesado en 1962 por el asesinato de seis comunistas alemanes, ocurrido en 1933, juzgado ante un jurado en Nuremberg, y condenado a cadena perpetua. En ningún caso se mencionó que Bach-Zelewski había dirigido la lucha contra los guerrilleros en el frente oriental, ni que había participado en las matanzas de judíos de Minsk y Mogilev, en la Rusia Blanca. ¿Hicieron los tribunales alemanes «distinciones étnicas», con el pretexto de que los crímenes de guerra no son tales crímenes? ¿O quizá el insólito rigor de esta sentencia, por lo menos en comparación con las dictadas por los tribunales alemanes de la posguerra, se debió a que Bach-Zelewski fue de los poquísimos que verdaderamente padeció una crisis nerviosa tras las matanzas, a que había intentado proteger a los judíos de las actividades de los
Einsatzgruppen
, y a que se había prestado a ser testigo de la acusación en Nuremberg? Y él también fue el único, entre todos los de su categoría, que, en 1952, se acusó a sí mismo, públicamente, de haber cometido asesinatos en masa, aunque nunca le acusaron de ello.
Pocas esperanzas hay de que en Alemania la situación cambie ahora, incluso teniendo en cuenta que el gobierno de Adenauer se ha visto obligado a separar de la administración de justicia a más de cuatrocientos cuarenta jueces y fiscales, así como a muchos policías, con un pasado algo más turbio de lo normal, y a dejar cesante a Wolfgang Immerwahr Fränkel, fiscal jefe del Tribunal Supremo Federal, debido a que sus declaraciones al contestar a las preguntas referentes a su pasado, en época de los nazis, no fueron tan veraces como su segundo nombre pudiera hacer suponer. Según las presentes estimaciones, de los once mil quinientos jueces de la Bundesrepublik quinientos ejercieron su ministerio bajo el régimen de Hitler. En noviembre de 1962, poco después de que ter-minara la depuración del cuerpo de la administración de justicia, y seis meses después de que Eichmann dejara de ser noticia periodística, se celebró en Flensburg, ante una sala casi vacía, el largamente esperado juicio de Martin Fellenz. El ex miembro de las SS y antiguo jefe de policía, que había sido un destacado miembro del Partido Democrático Libre en la Alemania de Adenauer, fue detenido en junio de 1960, pocas semanas después de la captura de Eichmann. Se le acusó de haber participado en la matanza de cuarenta mil judíos, en Polonia, y se le pasó el correspondiente tanto de culpa. Tras más de seis semanas de detenido examen de las pruebas aportadas en juicio, el fiscal pidió la pena máxima, es decir, cadena perpetua, con trabajos forzados, y el tribunal condenó a Fellenz a cuatro años, de los cuales había cumplido ya dos y medio en prisión preventiva. Prescindiendo de los aspectos últimamente resaltados, el caso es que el juicio de Eichmann tuvo en Alemania consecuencias mayores que en cualquier otra parte del mundo. La actitud del pueblo alemán hacia su pasado, que tanto ha preocupado a los expertos en la materia durante más de quince años, difícilmente pudo quedar más claramente de manifiesto: el pueblo alemán se mostró indiferente, sin que, al parecer, le importara que el país estuviera infestado de asesinos de masas, ya que ninguno de ellos cometería nuevos asesinatos por su propia iniciativa; sin embargo, si la opinión mundial ―o, mejor dicho, lo que los alemanes llaman
das Ausland
, con lo que engloban en una sola denominación todas las realidades exteriores a Alemania― se empeñaba en que tales personas fueran castigadas, los alemanes estaban dispuestos a complacerla, por lo menos hasta cierto punto.
El canciller Adenauer previó que el juicio pondría a Alemania en una situación embarazosa, y manifestó que temía salieran «a relucir de nuevo todos los horrores», lo cual produciría una nueva oleada de sentimientos antialemanes en todo el mundo, como efectivamente ocurrió. Durante los diez meses que Israel dedicó a preparar el juicio, Alemania tuvo buen cuidado de precaverse de los previsibles resultados, y para ello hizo un nunca visto alarde de celo en la caza y captura de criminales nazis en su territorio. Pero en ningún momento las autoridades alemanas o algún sector importante de la opinión pública propugnó solicitar la extradición de Eichmann, lo cual parece hubiese sido la reacción lógica, ya que todos los estados soberanos suelen defender celosamente su derecho a juzgar a los delincuentes de su ciudadanía. (La posición oficial adoptada por el gobierno de Adenauer, en el sentido de que era imposible solicitar la extradición por cuanto no había un tratado al respecto entre Alemania e Israel, carece de validez. Fritz Bauer, fiscal general de Hessen, comprendió la falsedad de la postura oficial, y solicitó del gobierno federal de Bonn que iniciara el oportuno procedimiento para solicitar la extradición de Eichmann, pero los sentimientos que en este caso albergaba el fiscal Bauer eran los propios de un judío alemán, por lo que la opinión pública alemana no podía compartirlos; su solicitud fue denegada por Bonn, nadie le dio apoyo, y tampoco mereció la atención general. Otro argumento en contra de la extradición, esgrimido por los observadores que Alemania Occidental mandó a Jerusalén, venía a decir que Alemania, tras haber abolido la pena de muerte, no podía condenar a Eichmann a sufrir la sanción que merecía. Vista la benevolencia de las sentencias dictadas por los tribunales alemanes en los casos de los nazis que cometieron asesinatos masivos, resulta un tanto difícil no sospechar la existencia de cierta mala fe en esta última objeción. En caso de que Eichmann hubiese sido juzgado en Alemania, el mayor riesgo político que el gobierno hubiera corrido
habría sido, sin duda, la posibilidad de que el acusado fuera absuelto por falta de pruebas, tal como señaló J. J. Jansen en el Rheinischer Merkur, de 11 de agosto de 1961
.)
Se pudo apreciar también otro aspecto más delicado y de mayor trascendencia política, en la proyección del juicio de Eichmann sobre Alemania. Una cosa es sacar a los criminales y asesinos de sus madrigueras, y otra descubrirlos ocupando destacados lugares públicos, es decir, hallar en puestos de la administración, federal y estatal, y, en general, en cargos públicos, a infinidad de ciudadanos que habían hecho brillantes carreras bajo el régimen de Hitler. Cierto es que sí la administración de Adenauer hubiese tenido demasiados escrúpulos en dar empleo a funcionarios con un comprometedor pasado nazi, quizá ni siquiera podríamos ahora hablar de una tal «administración Adenauer». La verdad es exactamente lo opuesto a aquella afirmación del doctor Adenauer, según la cual «un porcentaje relativamente pequeño» de alemanes fue adicto al nazismo, y que «la gran mayoría hizo cuanto pudo por ayudar a los conciudadanos judíos». (Por lo menos un periódico alemán, el
Frankfurter Rundschau
, se formuló una pregunta elemental que debía haberse planteado muchos años antes: ¿por qué razón las muchísimas personas que conocían perfectamente el historial del fiscal jefe habían guardado silencio? Y el periódico daba una contestación evidente: porque también ellos se sentían culpables.) Lógicamente, el juicio de Eichmann, tal como Ben Gurión lo concibió, es decir, dando preferencia a los grandes acontecimientos históricos, en detrimento de los detalles jurídicos, conducía a que se pusiera de manifiesto la complicidad de todos los organismos y funcionarios alemanes en la puesta en práctica de la «Solución Final», es decir, la complicidad de todos los funcionarios de los ministerios, de las fuerzas armadas y su estado mayor, del poder judicial, y del mundo de los negocios y las finanzas. Pero, pese a que la acusación del fiscal Hausner llegó al extremo de proponer e interrogar testigos, en gran abundancia, que testificaron acerca de hechos, ciertos y atroces, que no guardaban la menor relación con los actos del acusado, también es cierto que evitó cuidadosamente ni tan siquiera rozar aquellos explosivos extremos antes mencionados, es decir, olvidó la existencia de una casi omnipresente complicidad que desbordaba los límites del Partido Nacionalsocialista. (Antes del juicio corrieron insistentes rumores de que Eichmann había dicho que «varios centenares de prominentes personalidades de la República Federal fueron sus cómplices», pero estos rumores fueron falsos. En su discurso inicial, Hausner dijo que «los cómplices de Eichmann no fueron gángsteres ni hampones», y prometió que «más adelante los descubriremos a todos ―médicos y abogados, profesores, banqueros y economistas― integrando aquellos grupos que resolvieron exterminar a los judíos». El fiscal no cumplió esta promesa, ni tampoco podía cumplirla, en los términos en que la hizo, por cuanto jamás hubo «grupos que resolvieron» algo, y «los togados dignatarios con títulos universitarios» jamás decidieron exterminar a los judíos, sino que tan solo se concertaron para planear las medidas precisas a fin de cumplir las órdenes dadas por Hitler.) Sin embargo, durante el juicio se hizo mención de un caso de la especie antes dicha; se trataba del doctor Hans Globke, uno de los más íntimos colaboradores de Adenauer, que, veinticinco años atrás, fue coautor de un abyecto comentario a las leyes de Nuremberg, y que, un poco más tarde, tuvo la brillante idea de obligar a todos los judíos alemanes a adoptar, como segundo nombre de pila, el de Israel o Sara, según su sexo. Pero el nombre del doctor Globke ―únicamente su nombre― apareció en las actas del juicio de Eichmann a iniciativa de la defensa, la cual lo hizo, probablemente, con el único fin de intentar «persuadir» al gobierno de Adenauer a iniciar los trámites de la solicitud de extradición. De todos modos, el antiguo
Ministerialrat
de Gobernación y actual
Staatssekretär
de la Cancillería de Adenauer tenía más derecho que el ex muftí de Jerusalén a figurar en la historia de los sufrimientos infligidos por los nazis a los judíos.