Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (46 page)

BOOK: Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal
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Las ventajas de este modo de solucionar el problema de los legalismos que obstaculizan el ejercicio de la justicia son evidentes. Cierto es que el juicio adquiere el carácter de juicio-exhibición, e incluso de simple exhibición, pero su «héroe», el que interpreta el papel principal del drama, aquel en quien se centran todas las miradas, es el verdadero héroe, y, al mismo tiempo, la naturaleza de verdadero juicio, propia del procedimiento jurídico, queda a salvo por cuanto no es «un espectáculo con el final previsto de antemano», ya que en él había un elemento de «irreductible riesgo» que, según Kirchheimer, es factor indispensable en los procesos penales. Asimismo, el J'accuse, tan indispensable desde el punto de vista de la víctima, suena de un modo mucho más convincente en labios de un hombre que se ha visto obligado a tomar la justicia por su mano, que en los de un hombre designado por el gobierno, que nada arriesga. Pero, prescindiendo de consideraciones de orden práctico, tales como el hecho de que Buenos Aires, en los años sesenta, difícilmente podía ofrecer las mismas garantías y la misma publicidad que el París o el Berlín de los años veinte, es más que dudoso que esta solución hubiera quedado justificada en el caso de Eichmann, y es evidente que hubiera sido totalmente injustificable si los ejecutores hubieran sido agentes del gobierno israelita. Lo que más favorecía a Schwartzbard y a Tehlirian era que cada uno de ellos pertenecía a un grupo étnico que carecía de un Estado constituido y del consecuente ordenamiento legal, y que no había ni un tribunal en todo el mundo ante el que pudieran llevar a los hombres a quienes dieron muerte. Schwartzbard, que murió en 1938, más de diez años antes de la formación del Estado de Israel, no era un sionista, ni tampoco nacionalista; pero no cabe duda de que habría saludado con entusiasmo la creación del Estado de Israel, aunque solo fuera porque ello habría dado lugar al establecimiento de tribunales que juzgaran aquellos delitos que él había visto, tan a menudo, quedar en la impunidad. Su sentido de la justicia habría quedado satisfecho. Y, ahora, cuando leemos la carta que
dirigió, desde la cárcel de París, a sus hermanos y hermanas, en Odessa
―Faites savoir dans les villes et dans les villages de Balta, Proskouro, Tzcherkass, Ouman, Jitomir portez-y le message édifiant: la colère juive a tiré sa vengeance! Le sang de l'assassin Petlioura, qui a jailli dans la ville mondiale, á Paris... rappellera le crime féroce commis envers le pauvre et abandonné peuple juif―,
reconocemos inmediatamente, ya que no, quizá, el lenguaje con que habló el fiscal Hausner durante el proceso de Eichmann (las palabras de Shalom Schwartzbard son infinitamente más dignas y conmovedoras), sí algunos de los sentimientos y pensamientos de los judíos de todo el mundo a quienes el proceso de Eichmann forzosamente tuvo que interesar
. He hecho hincapié en las semejanzas existentes entre el proceso de Schwartzbard, en 1927, en París, y el proceso de Eichmann, en 1961, en Jerusalén, para demostrar cuán poco dispuesto estaba el pueblo de Israel, como todo pueblo judío en general, a considerar que los delitos de que Eichmann fue acusado carecían de precedentes, cuán difícil era que el pueblo judío reconociera esta ausencia de precedentes. Desde el punto de vista de los judíos que pensaran exclusivamente mediante los criterios deducidos de la historia de su pueblo, la catástrofe de que fueron víctimas bajo el imperio de Hitler, en la que pereció una tercera parte del pueblo judío, no constituía el más nuevo de todos los delitos, el delito sin precedentes del genocidio, sino, al contrario, el más antiguo delito del que tenían memoria. Esta errónea interpretación, casi inevitable si tenemos en consideración los hechos de la historia de los judíos, así como el modo en que los judíos interpretan actualmente su propia historia, lo cual tiene mayor importancia, es la verdadera base de las frustraciones y deficiencias del proceso de Eichmann en Jerusalén. Ninguna de las personas que en él participaron llegó a alcanzar una clara comprensión de los horrores de Auschwitz, que eran de una naturaleza muy distinta a la de todos los horrores del pasado, debido a que tanto el fiscal como los juzgadores no los estimaron más que como el más horrible pogromo de la historia de los judíos. En consecuencia, creían en la existencia de una vinculación directa entre el primerizo antisemitismo del Partido Nazi y las leyes raciales de Nuremberg, y entre estas y la expulsión de los judíos del territorio del Reich, y entre esta, finalmente, y las cámaras de gas. Sin embargo, política y jurídicamente, se trataba de delitos distintos, no solo en cuanto a su gravedad, sino también en cuanto a su naturaleza.

Las leyes de Nuremberg de 1935 legalizaron la discriminación anteriormente practicada por la mayoría alemana contra la minoría judía. Según el derecho internacional, era privilegio de la soberana nación alemana declarar minoría nacional a aquella parte de su población que como tal considerase, siempre y cuando las leyes rectoras de tal minoría respetaran los derechos y garantías establecidas internacionalmente por los tratados sobre minorías. En consecuencia, las organizaciones judías internacionales intentaron inmediatamente obtener para su moderna minoría en Alemania los mismos derechos y garantías de que gozaban, en virtud de lo acordado en Ginebra, las minorías del este y sudeste de Europa. Pero, aun cuando dicha protección no fue acordada, las leyes de Nuremberg fueron generalmente consideradas por las restantes naciones como parte del derecho interno alemán, por esto un ciudadano alemán no podía contraer «matrimonio mixto» en Holanda, por ejemplo. El delito implícito en las leyes de Nuremberg era un delito internacional; estas leyes violaban los derechos y libertades nacionales, constitucionales, pero ello no importaba a la comunidad de las naciones. Sin embargo, «la emigración forzosa» o la expulsión, que pasó a ser instrumento de política nacional a partir de 1938, sí importó a la comunidad internacional, por cuanto aquellos que habían sido expulsados aparecían en las fronteras de otros países, que o bien quedaban obligados a aceptarlos como huéspedes no invitados, o bien a pasarlos de contrabando a otros países igualmente renuentes a aceptarlos. En otras palabras, la expulsión de nacionales constituye ya un delito contra la humanidad, si es que por «humanidad» entendemos la comunidad de naciones únicamente. Tanto el delito nacional de la discriminación legalizada como el delito internacional de la expulsión no carecían de precedentes, incluso en la época contemporánea. La discriminación legal había sido practicada en todos los países balcánicos, y la expulsión masiva había ocurrido al término de muchas revoluciones. Entonces fue cuando el régimen nazi declaró que el pueblo alemán no quería judíos en Alemania, y que, además, deseaba que la totalidad del pueblo judío desapareciera de la faz de la tierra, con lo que un nuevo crimen, un crimen contra la humanidad ―en el sentido de crimen «contra la condición humana» o contra la naturaleza de la humanidad―, hizo su aparición en la historia. La expulsión y el genocidio, ambos delitos internacionales, deben considerarse aparte. La primera es un delito contra las otras naciones, y el segundo es un ataque a la diversidad humana como tal, es decir, a una de las características de la «condición humana», sin la cual los términos «humanidad» y «género humano» carecerían de sentido.

Si el tribunal de Jerusalén hubiera comprendido que existen ciertas diferencias entre expulsión, genocidio y discriminación, hubiera quedado inmediatamente aclarado que el mayor crimen que ante sí tenía, a saber, el exterminio físico del pueblo judío, era un delito contra la humanidad, perpetrado en el cuerpo del pueblo judío, y que únicamente la elección de las víctimas, no la naturaleza del delito, podía ser consecuencia de la larga historia de antisemitismo y odio hacia los judíos. En tanto en cuanto las víctimas eran judíos, resultaba justo y pertinente que los jueces fueran judíos; pero, en tanto en cuanto el delito era un delito contra la humanidad, exigía que fuera un tribunal internacional el que asumiera la función de hacer justicia. (Que el tribunal de Jerusalén no efectuara esta distinción resultó sorprendente, por cuanto había sido hecha ya anteriormente por el ministro de Justicia de Israel, el señor Rosen, quien, en 1950, había insistido en «la distinción entre esta ley [la de delitos contra el pueblo judío] y la Ley para la Prevención y Castigo del Genocidio», que fue debatida pero no votada por el Parlamento israelita. Evidentemente, el tribunal de Jerusalén consideró que no tenía derecho alguno a rebasar los límites fijados por la ley interna del Estado, de manera que, al no estar el genocidio tipificado por las leyes de Israel, tampoco podía el tribunal tomar este delito en consideración.) Entre las numerosas y muy autorizadas voces que formularon objeciones a la competencia de jurisdicción del tribunal de Jerusalén, y se mostraron favorables a la constitución de un tribunal internacional, tan solo una, la de Karl Jaspers, declaró clara e inequívocamente, en una entrevista radiada celebrada antes del inicio del juicio, y posteriormente publicada en
Der Monat
, que «el delito contra los judíos era también un delito contra el género humano», y que, «en consecuencia, únicamente un tribunal que represente al género humano puede dictar sentencia». Jaspers propuso que el tribunal de Jerusalén, tras haber visto la práctica de las pruebas, se inhibiera de dictar sentencia, declarándose incompetente al efecto, debido a que la naturaleza jurídica del delito en cuestión podía todavía ser objeto de controversias, del mismo modo que podía serlo el problema de aquella derivada, referente a cuál era la autoridad judicial competente para dictar sentencia en un delito que había sido cometido en cumplimiento de las órdenes del gobierno. Además, Jaspers dejó sentado que una sola cosa era cierta: «Este delito es, al mismo tiempo, más y menos, que un asesinato común», y, aun cuando tampoco era un «crimen de guerra», no cabía la menor duda de que «el
género
humano sería destruido si se permitía que los estados cometieran tales delitos».

La propuesta de Jaspers, que en Israel nadie se tomó la molestia de estudiar, hubiera sido de imposible práctica, desde el punto de vista técnico, tal cual estaba formulada. La competencia de jurisdicción es un incidente que debe ser resuelto antes del comienzo del juicio. Y una vez una autoridad judicial se ha declarado competente, debe proseguir su actividad hasta dictar sentencia. Sin embargo, estas objeciones puramente formalistas hubieran podido ser contrarrestadas si Jaspers no se hubiera referido al tribunal de justicia de Jerusalén, sino al Estado de Israel, el cual se hubiera podido inhibir de ejecutar la sentencia, vista la naturaleza sin precedentes de los delitos apreciados en esta. Entonces, Israel hubiera podido recurrir a las Naciones Unidas, y demostrar con las pruebas ya practicadas, la imperativa necesidad de establecer un tribunal internacional que entendiera en aquellos nuevos delitos cometidos contra el género humano. E Israel hubiera podido «crear una saludable inquietud» por el medio de preguntar una y otra vez qué debía hacer con aquel hombre al que tenía prisionero en su territorio. La constante repetición hubiera hecho comprender a la opinión pública mundial la necesidad de crear un permanente tribunal internacional de lo penal. Solamente así, creando una «situación tensa», preocupando a los representantes de todas las naciones, hubiera sido posible evitar que los «pueblos del mundo quedaran con la conciencia tranquila», y que «la matanza de judíos se convirtiera en el tipo de delito modelo de otros futuros delitos, un pálido ejemplo, a escala reducida, del genocidio del futuro». La monstruosidad de los hechos ocurridos queda «minimizada» ante un tribunal que únicamente representa a un Estado.

Este argumento en favor de un tribunal internacional fue lamentablemente confundido con otras propuestas basadas en consideraciones muy distintas y de mucho menos peso. Abundaron los amigos de Israel, judíos y no judíos, que temieron que el proceso de Eichmann dañara el prestigio del Estado israelita, y provocara una reacción antijudía en todo el mundo. Se creyó que los judíos no tenían derecho a asumir el papel de jueces y parte al mismo tiempo, y que tan solo podían ejercer la función de acusadores. Según esta opinión, Israel debía retener a Eichmann en custodia hasta que las Naciones Unidas nombraran un tribunal para que lo juzgara. Prescindiendo del hecho de que Israel, en el proceso de Eichmann, se limitó a hacer lo que ya habían hecho todos los países anteriormente ocupados por los alemanes, y que se trataba de un problema de justicia y no de prestigio del Estado de Israel o del pueblo judío, todas estas propuestas tenían un mismo defecto, consistente en que podían ser fácilmente impugnadas por los israelitas. Todas carecían de sentido de la realidad, habida cuenta de que la Asamblea General de las Naciones Unidas había ya «rechazado dos veces las propuestas encaminadas a estudiar la posible formación de un tribunal internacional permanente de lo penal» (A.D.L.
Bulletin
). Pero el doctor Nahum Goldmann, presidente del Congreso Mundial Judío, hizo otra propuesta de carácter más práctico, que, precisamente por ser
factible
, ni siquiera fue mencionada. Goldmann invitó a Ben Gurión a establecer un tribunal internacional en Jerusalén, formado por magistrados procedentes de todos los países en que los judíos hubieran sufrido persecución bajo los ocupantes nazis. Evidentemente, esto no hubiera sido suficiente, ya que habría significado tan solo una ampliación de aquellos tribunales que dictaron sentencia en los juicios secuela del de Nuremberg, y, por otra parte, la principal objeción que se formulaba al tribunal de Jerusalén, es decir, que se trataba de un tribunal formado por los vencedores, no hubiese quedado contrarrestada. Sin embargo, la propuesta de Goldmann significaba un paso adelante en el camino hacia la solución correcta del problema.

Como se recordará, ante todas esas propuestas Israel reaccionó con gran violencia. Y si bien es cierto, tal como señaló Yosal Rogat (en
The Eichmann Trial and the Rule of Law
, publicado por el Centro de Estudio de Instituciones Democráticas, Santa Barbara, California, 1962), que Ben Gurión siempre fue «incapaz, al parecer, de comprender debidamente la pregunta
¿Por qué no es juzgado Eichmann por un tribunal internacional?
», también lo es que quienes formulaban tal interrogante no comprendían que, para Israel, la única nota carente de precedentes que presentaba el proceso de Eichmann consistía en que por primera vez desde el año setenta de nuestra era, en que Jerusalén fue destruida por los romanos, podían los judíos juzgar crímenes cometidos contra su pueblo, que, por primera vez, no necesitaban recurrir a otros para pedir protección y justicia, y que, por primera vez, no tenían que ampararse en la dudosa fraseología de los Derechos Humanos, derechos que, como los judíos sabían mejor que cualquier otro pueblo, únicamente son invocados por aquellos que son demasiado débiles para defender sus «derechos de ingleses» y para aplicar sus propias leyes. (El mero hecho de que Israel tuviera unas leyes propias cuyo articulado permitiera la celebración del proceso que nos ocupa fue considerado, mucho antes de que se abriera el procedimiento contra Eichmann, como expresión de «la revolucionaria transformación que ha tenido lugar en lo que se refiere a la posición política del pueblo judío», según dijo el señor Rosen, en ocasión de la lectura de la ley de 1950 ante el Knesset.) Ben Gurión tenía muy presentes estas vívidas experiencias y aspiraciones cuando dijo: «Israel no necesita la protección de un tribunal internacional».

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