Ejército enemigo (19 page)

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Authors: Alberto Olmos

BOOK: Ejército enemigo
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–Qué puta mierda, Dios mío.

Tomé finalmente el autobús. El trayecto duraba cuarenta minutos. Miré a las chicas del barrio acudir al centro, de tiendas. Vociferaban, reían, empujaban con sus lenguas los piercings en sus labios. Miraban sus móviles insistentemente.

Después de varias semanas en ChatChinko, me di cuenta de que estaba a punto de acercarme a ellas y preguntarles: «Do you want to see my blue cock?».

¿Azul?

Sonreía.

Había visto ya de todo en aquella web. Hombres masturbándose con artefactos japoneses que imitaban de forma hiperrealista una vagina. Mujeres solas, desnudas, abiertas de piernas y entregadas a una sorprendente acción onanista: sorprendente porque sólo vi tres entre miles de usuarios. Parejas, también. Cinco. Lo hacían ante la cámara en busca del trío virtual adecuado. No me eligieron nunca. Muchos visitantes de ChatChinko dejaban su webcam enfocada sobre un mensaje: algunos solicitaban ver tetas, otros llevaban la cuenta de las pollas que habían visto, y de las tetas, claro. Marcaban el cómputo con palitroques similares a los de los presos en las películas carcelarias. Pollas había muchas más.

También vi numerosos maricones. Algunos proponían el perfil más femenino de sus cuerpos y esperaban que alguien picara el anzuelo. O un precioso culo depilado, o un hombro brillante; o unas caderas conformadas andróginamente. «Piensa que soy una chica», me dijo alguno cuando al fin descubrió su género; y con alguno efectivamente pensé que era una chica y me masturbé para él.

Las lesbianas, como en la vida real, eran las que lo tenían más difícil.

Se presentaban de cuello para abajo, con los pechos bien marcados en sus camisetas de tirantes. Enseguida afirmaban: «Soy lesbiana», y uno las compadecía. Si ya le era difícil a un hombre encontrar en aquel sitio una mujer, y más una que quisiera pasar el rato tonteando, las posibilidades de una lesbiana de dar con otra mujer, también lesbiana o, al menos,
becurious
, eran prácticamente nulas.

Cuando me aburría, charlaba con otros tíos. Lamentábamos nuestro sino, especulábamos sobre el poder de las mujeres, intrigábamos, compartíamos técnicas de acoso y derribo de su fortaleza virtual, y concluíamos lo mucho que nos gustaría a nosotros ser tías y estar así de discriminadas.

El autobús llegó al centro de la ciudad. Me bajé el último. El dinero se derrochaba por doquier. Hasta el aire estaba en venta. Encontré una cafetería entre tanto comercio y pedí un café. Aún faltaba media hora para mi cita en casa de Rosa.

En un momento dado, el dueño de la cafetería abandonó la barra, se dirigió hacia la salida y bajó un poco el cierre. Todos los clientes nos quedamos mirando hacia la calle, por donde corría ya un sonido premonitorio.

Desperdigados primero, y luego en un extenso bloque compacto, miles de estudiantes pasaron ante nuestros ojos. Llevaban pancartas de diversos tamaños, silbatos, disfraces; gritaban consignas incomprensibles y alaridos multiuso. Algunos trataban de entrar en el bar y el dueño se lo impedía. Se limitaba a mover la cabeza de izquierda a derecha, y a sujetar con fuerza las dos hojas de cristal. Los estudiantes vestían camisetas y pantalones vaqueros, o pantalones de tela de color naranja, azul, verde. Muchos llevaban rastas y pendientes; también, instrumentos musicales exóticos. Inmediatamente pensé en Fátima y agarré mi móvil. Vi la hora y comprendí que no tenía tiempo de verla, que casi llegaría tarde a mi cita con Rosa si aquel encierro se alargaba demasiado.

Volví de nuevo los ojos hacia la manifestación en curso. Sentí una desazón enorme, el vértigo de la inutilidad. Esto lo había visto ya hacía miles de años. Y lo volvería a ver. Me parecían ridículos aquellos chicos. Me parecía ridícula su causa, fuera la que fuera. Me parecía ornamental cualquier manifestación que no se saldara con muertos, disturbios y dimisiones. Moví con tristeza la cuchara dentro de la taza.

Di un sorbo a los posos.

Un cliente, en el otro extremo de la barra, empezó a comentar la manifestación. Vestía pantalón de tergal y camisa a rayas, de manga corta, abierta sobre el pecho. Le brillaba el oro de un colgante entre su pelambrera madura. Tendría unos cincuenta años.

–Míralos –decía–, míralos. A éstos los ponía yo a trabajar ahora mismo, con pico y pala.

Los demás clientes asentían a sus palabras.

–Pero, míralos, por los clavos de Cristo –prosiguió–, ¿estos van a la universidad? Ni una chaqueta, ni una corbata… ¿Cómo les dejan ir así? Es una vergüenza.

Me sentía incómodo encajonado con los parroquianos de aquel bar. En cuanto pude, pagué y me fui.

* * *

–Soy Santiago.

Seguía siendo sábado, el día del consumo, el sexo y la alineación. Mientras subía al piso de Rosa me olvidé de que mi barrio pretendía matarme en cada esquina y de que en algún sitio había un lugar para mí junto a cincuentones con crucifijos en el pecho.

–Vengo de una mani –dije.

–Por mis cojones –contestó.

Nos sentamos en los sillones del amplio salón y le expliqué lo que acababa de ver.

–Ah, ya. Esa mani.

Me contó de qué iba. Lo había leído en algún sitio. Sobre la mesa había un portátil encendido, con su correo abierto. Lo movió un poco para resguardar su intimidad.

–¿Qué tal con el músico?

–Bueno… ¿Quieres?

Estaba bebiendo de una botella de cola de dos litros, sin cafeína. Le dije que no, que prefería una cerveza.

–¿A las doce de la mañana?

–Te ahorro el chiste.

Fue a la cocina y me trajo una lata de marca alemana. Sin vaso.

–Gracias. ¿Qué es eso de «bueno…»?

–Te perdiste el concierto. Fue de puta madre, Santi. Uno de los mejores. El grupo va viento en popa hacia el estrellato. Ya lo verás.

–…

–Mira, salir con un músico es un puto infierno. Hay un montón, un montonazo de zorras que se quieren tirar a tu chico, ¿sabes? No tienen el menor respeto. Lo ven subido a un escenario y, ¿sabes…? No puedo con…

–¿Se folla a otras?

–No, no
se las folla
. Es buen chico. Me gustaría verte a ti resistiéndote a dos mil mujeres dispuestas a chupártela sin más ni más.

–Nunca me verás resistirme a algo así.

–Ya. –Llenó su vaso de cola y cerró su correo electrónico; bajó un poco la pantalla del portátil–. Me siento como un tapón, ¿sabes? Como un…

–Crees que él está perdiendo muchas oportunidades por tu culpa, ¿no?

–Eso es, eso es. Siempre eres tan… preciso con las palabras, tío. Algún día yo también lo seré; estoy leyendo muchos libros, ¿eh? Diego lee un montón y me deja de todo. Mira. –Señaló una pila de libros que había sobre un secreter–. ¿Has leído a Pessoa?

Miré la botella de dos litros de cola y sonreí.

–No –dije–. No leo mucho, como sabes.

–Es genial, Pessoa.

–Hermann Hesse, Charles Bukowski, Mario Benedetti, Julio Cortázar, Ángel González y Henry Miller. –Dije esto como si estuviera poniendo nombre a los universitarios que acababa de ver desfilar por delante de aquella cafetería.

Rosa se quedó estupefacta.

–¿Llevas lentillas? ¿No decías que no leías bien las palabras? ¿Cómo puedes leer los nombres desde aquí…? –Miró hacia la pila de libros.

–No puedo; nadie podría. –Abollé un poco la lata con la mano–. Todos a tu edad leemos lo mismo.

Se levantó de pronto y se acercó a los libros.

–Ah, coño, es verdad. –Volvió con una sonrisa en los labios–. Sólo has acertado tres, que lo sepas. –Se desplomó sobre el sofá–. Bueno, y tú qué. Espero que no pienses que me creí esa mierda que dijiste para no venir al concierto. ¿Alguna mujer?

–Muchas. Me paso el día follando.

–Fantasma.

–Déjame el portátil.

–Hay otras formas de cambiar de tema, tío. Qué tal la ofi.

–Déjamelo, que te enseño a mis amantes.

Rosa pareció ir a decir algo, pero al final vio más práctico levantar del todo la pantalla de su portátil y ponerlo a mi disposición.

–Vas a flipar –dije.

Tecleé ChatChinko en el navegador.

«No se ha podido encontrar la página ChatCinco», decía la pantalla.

–¿ChatCinco?

–Estoy fatal… Ya te digo que…

Tecleé con sumo cuidado la URL de la web. Y apareció mi paraíso del amor.

Activé la cámara.

–Ponte junto a mí, ya verás.

Rosa pegó sus caderas a las mías. Yo le pasé un brazo por encima del hombro y apreté su cuerpo.

–Míranos.

–La webcam. ¿Y? ¿Quién es ése?

–Un tipo. Si quieres follamos con él.

El tipo se marchó. Apareció otro.

–O con éste –dije–. Tienes a dos millones de personas ahí esperándote. Ninguna estrella del rock puede superar esto, amor.

Le expliqué a Rosa el funcionamiento del sitio. Di datos precisos sobre su tráfico y le comenté mi propia estadística: 19 hombres y una mujer de cada 20 usuarios. Someramente, describí algunos de los entretenimientos que me había procurado aquella web.

–¿En serio? ¿Hiciste eso? Lo tuyo va a peor, Santi.

–Como ves –afirmé con suficiencia–, no estoy solo.

Un tipo se masturbaba en aquel momento para nosotros.

–Buena polla, ¿eh?

–¿Quién quiere ver una polla en una pantalla? Menudo rollo.

Rosa alivió el peso de mi mano sobre su hombro y se echó hacia atrás en el sofá.

–Así que a esto te dedicas. Joder. Me parece muy sórdido.

Un tipo masturbándose, otro, uno vestido, una silla sola, un señor bastante viejo…

–Mira, una chica.

–A ver, dile algo. –Rosa seguía con el cuerpo hundido en el sofá, y los brazos cruzados.

Le dije a la chica (parecía centroeuropea): «Hi!»; luego le dije que si quería vernos follar.

La chica dijo que no.

–A ver, qué esperabas, no te jode…

La chica dijo que quería ver a Rosa más de cerca. Le gustaban sus pechos.

Rosa dio un respingo y se apartó del objetivo de la webcam.

–¡Jodida bollera!

–Sé más tolerante, Rosa, por favor.

Le dije a la chica que mi novia era un poco tímida. («¡No soy tu novia!», Rosa no perdía comba de la conversación, el cuello estirado como un berbiquí.) Le dije que se llamaba Sandra, que era italiana y que tenía veinte años.

–She is so cute
!

–Mira, dice que eres guapa.

–Ya lo veo, hombre. Ella no está mal, ¿eh?

–Nada mal. Es suiza. Habla con ella. No seas así con las suizas.

Rosa había ido acercándose al puesto de tecleo. Le cedí el sitio. Empezó a hablar con la chica. Me eché hacia atrás en el sofá.

Por encima de su hombro, leía sus frases en inglés. Era igual de simpática, natural y malhablada en cualquier idioma. Leí
fucking
unas doce veces.

En un momento dado, le pasé las manos por debajo de las axilas y le apreté las tetas.

–¡Quita, mamón!

Se reía.

–Tengo pareja, tío. A ti te… ¡Mira! Se ha quitado el jersey…

La suiza se había despojado, efectivamente, de su suéter anaranjado. Tenía la piel pecosa, y unos pechos diminutos. Llevaba un sujetador blanco.

Se puso en pie y se bajó, con parsimonia, los pantalones de estar en casa. Los arrojó fuera de cuadro. Sus bragas llevaban florecitas.

–Es una monada. –Rosa.

–Deberías imitarla. Que no crean en Suiza…

–¿Tú crees?

Con mayor delicadeza, puse mi mano derecha sobre el cuello de Rosa, y luego la fui bajando por su pecho hasta ubicarla en torno a un pezón, sobre su camiseta holgada. La suiza hizo varios comentarios entusiastas, y pidió la desaparición de la camiseta.

–La tengo durísima, Rosa –susurré.

–Venga, va.

Y se quitó la prenda. Los pechos de Rosa llenaron el salón, llenaron la pantalla, llenaron internet.

Entonces la suiza pidió la desaparición del «novio» de Rosa. Yo.

–Puta.

Y Rosa dijo algo imperdonable:

–Anda, Santi, ¿y si te vas…?

No me lo podía creer. Estuve a punto de hacerme con el teclado y apretar Next y perder a aquella chica para siempre.

–Esto no se le hace a un…

Después de algunos forcejeos verbales, acepté mi derrota.

–Me debes una.

Rosa escribió algo en el chat («Espera un segundo», seguramente) y me acompañó hasta la puerta.

–Bueno –le miré los pechos, tan conocidos–, cierra antes de que pierda la cabeza.

–Anda, es cosa de chicas. No pienses mal.

–No, si mal no pienso. Se lo diré a Diego en cuanto lo conozca.

–No lo harás. Me da curiosidad, la suiza.

–Ya.

–Te escribo pronto. –Pegó sus pechos a mi pecho, me besó la mejilla–. Quiero enseñarte algo, por cierto. Te lo mando luego. Bueno, que se me va… ¡Adiós!

Cerró de un portazo. No me moví. Miré fijamente la mirilla de la puerta. Sus reflejos líquidos eran todos orgiásticos. Me llevé un dedo a la boca y me lo mordí, no hasta hacerme sangre, pero sí hasta hacerme todo el daño anterior.

De camino a la parada del autobús, contemplé los restos de la manifestación, algunos carteles abandonados y algunas botellas vacías. Rosa ya debía de estar mostrándole su coño, pensé.

A la suiza.

En el autobús, con los ojos semicerrados, recreé el encuentro que debía de estar produciéndose en ese mismo instante entre las dos mujeres. Menuda suerte. Estaba ansioso por llegar a casa y conectarme a la web. Seguía siendo sábado.

El 6, como siempre, parecía tardar más en volver al extrarradio que en llegar de las afueras al centro. Había atascos, coches aparcados en doble fila, semáforos siempre en rojo, obras. Me bajé en una parada aproximativa. No sabía cuál era la más conveniente. Aún me quedaron diez minutos a pie hasta llegar a mi calle.

Vi algunas casas derruidas.

Cuando por fin doblé mi esquina, en el suelo, medio ocultas por los bajos de un coche, atisbé unas zapatillas blancas.

Todo llega.

Hola, Santi.

¡Al final me liaste con esa web! Qué divertida. He estado un buen rato mirando pero, leches, después de Josephine no he visto más que pollas. ¡Estáis fatal los tíos!

Josephine era la suiza, sí. Ya te contaré… O no.

Te escribo porque quiero enseñarte algo (véase adjunto). Resulta que, como responsable de prensa de la ONG, tengo acceso a la cuenta de correo de siempre, y mirando mails de la chica que estaba antes (que no tenía ni puta idea, la verdad, de nada) he encontrado algo que puede hacerte gracia. ¡Mailmarketing del bueno, Santi!

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