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Authors: Karl Marx

Tags: #Clásico, Filosofía, Histórico

El 18 Brumario de Luis Bonaparte (2 page)

BOOK: El 18 Brumario de Luis Bonaparte
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Pero a esto vino a añadirse otra circunstancia. Fue precisamente Marx el primero que descubrió la gran ley que rige la marcha de la historia, la ley según la cual todas las luchas históricas, ya se desarrollen en el terreno político, en el religioso, en el filosófico o en otro terreno ideológico cualquiera, no son, en realidad, más que la expresión más o menos clara de luchas entre clases sociales, y que la existencia, y por tanto también los choques de estas clases, están condicionados, a su vez, por el grado de desarrollo de su situación económica, por el carácter y el modo de su producción y de su cambio, condicionado por ésta. Dicha ley, que tiene para la historia la misma importancia que la ley de la transformación de la energía para las Ciencias Naturales, fue también la que le dio aquí la clave para comprender la historia de la Segunda República francesa
[3]
. Esta historia le sirvió de piedra de toque para contrastar su ley, e incluso hoy, a la vuelta de treinta y tres años, tenemos que reconocer que la prueba arroja un resultado brillante.

F. E.

1885.

Publicado en el libro de Karl Marx
Der Achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte
, publicado en Hamburgo en 1885.

Traducido del alemán.

Se publica de acuerdo con el texto del libro.

El 18 Brumario de Luis Bonaparte
Capítulo I

Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa. Caussidière por Dantón, Luis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a 1795
[1]
, el sobrino por el tío. ¡Y a la misma caricatura en las circunstancias que acompañan a la segunda edición del Dieciocho Brumario!
[2]
.

Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su exilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal. Así, Lutero se disfrazó de apóstol Pablo, la revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente con el ropaje de la República romana y del Imperio romano, y la revolución de 1848 no supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789 y allá la tradición revolucionaria de 1793 a 1795. Es como el principiante que ha aprendido un idioma nuevo: lo traduce siempre a su idioma nativo, pero sólo se asimila el espíritu del nuevo idioma y sólo es capaz de expresarse libremente en él cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lenguaje natal.

Si examinamos esas conjuraciones de los muertos en la historia universal, observaremos en seguida una diferencia que salta a la vista. Camilo Desmoulins, Dantón, Robespierre, Saint-Just, Napoleón, los héroes, lo mismo que los partidos y la masa de la antigua revolución francesa, cumplieron, bajo el ropaje romano y con frases romanas, la misión de su tiempo: librar de las cadenas e instaurar la sociedad
burguesa
moderna. Los unos hicieron añicos las instituciones feudales y segaron las cabezas feudales que habían brotado en él. El otro creó en el interior de Francia las condiciones bajo las cuales ya podía desarrollarse la libre concurrencia, explotarse la propiedad territorial parcelada, aplicarse las fuerzas productivas industriales de la nación, que habían sido liberadas; y del otro lado de las fronteras francesas barrió por todas partes las formaciones feudales, en el grado en que esto era necesario para rodear a la sociedad burguesa de Francia en el continente europeo de un ambiente adecuado, acomodado a los tiempos. Una vez instaurada la nueva formación social, desaparecieron los colosos antediluvianos, y con ellos el romanismo resucitado: los Brutos, los Gracos, los Publícolas, los tribunos, los senadores y hasta el mismo Cesar. Con su sobrio practicismo, la sociedad burguesa se había creado sus verdaderos intérpretes y portavoces en los Say, los Cousin, los Royer-Collard, los Benjamín Constant y los Guizot; sus verdaderos caudillos estaban en las oficinas comerciales, y la cabeza atocinada de Luis XVIII era su cabeza política. Completamente absorbida por la producción de la riqueza y por la lucha pacífica de la concurrencia, ya no se daba cuenta de que los espectros del tiempo de los romanos habían velado su cuna. Pero, por muy poco heroica que la sociedad burguesa sea, para traerla al mundo habían sido necesarios, sin embargo, el heroísmo, la abnegación, el terror, la guerra civil y las batallas de los pueblos. Y sus gladiadores encontraron en las tradiciones clásicamente severas de la República romana los ideales y las formas artísticas, las ilusiones que necesitaban para ocultarse a sí mismos el contenido burguesamente limitado de sus luchas y mantener su pasión a la altura de la gran tragedia histórica. Así, en otra fase de desarrollo, un siglo antes, Cromwell y el pueblo inglés habían ido a buscar en el Antiguo Testamento el lenguaje, las pasiones y las ilusiones para su revolución burguesa. Alcanzada la verdadera meta, realizada la transformación burguesa de la sociedad inglesa, Locke desplazó a Habacuc
[3]
.

En esas revoluciones, la resurrección de los muertos servía, pues, para glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para retroceder ante su cumplimiento en la realidad, para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez a su espectro.

En 1848-1851, no hizo más que dar vueltas el espectro de la antigua revolución, desde Marrast,
le républicain en gants jaunes
[4]
, que se disfrazó de viejo Bailly, hasta el aventurero que esconde sus vulgares y repugnantes rasgos bajo la férrea mascarilla de muerte de Napoleón. Todo un pueblo que creía haberse dado un impulso acelerado por medio de una revolución, se encuentra de pronto retrotraído a una época fenecida, y para que no pueda haber engaño sobre la recaída, hacen aparecer las viejas fechas, el viejo calendario, los viejos nombres, los viejos edictos (entregados ya, desde hace largo tiempo, a la erudición de los anticuarios) y los viejos esbirros, que parecían haberse podrido desde hace mucho tiempo. La nación se parece a aquel inglés loco de Bedlam
[5]
que creía vivir en tiempo de los viejos faraones y se lamentaba diariamente de las duras faenas que tenía que ejecutar como cavador de oro en las minas de Etiopía, emparedado en aquella cárcel subterránea, con una lámpara de luz mortecina sujeta en la cabeza, detrás el guardián de los esclavos con su largo látigo y en las salidas una turbamulta de mercenarios bárbaros, incapaces de comprender a los forzados ni de entenderse entre sí porque no hablaban el mismo idioma. «¡Y todo esto —suspira el loco— me lo han impuesto a mí, a un ciudadano inglés libre, para sacar oro para los antiguos faraones!». «¡Para pagar las deudas de la familia Bonaparte!», suspira la nación francesa. El inglés, mientras estaba en uso de su razón, no podía sobreponerse a la idea fija de obtener oro. Los franceses, mientras estaban en revolución, no podían sobreponerse al recuerdo napoleónico, como demostraron las elecciones del 10 de diciembre
[6]
. Ante los peligros de la revolución se sintieron atraídos por el recuerdo de las ollas de Egipto
[7]
, y la respuesta fue el 2 de diciembre de 1851
[8]
. No sólo obtuvieron la caricatura del viejo Napoleón, sino al propio viejo Napoleón en caricatura, tal como necesariamente tiene que aparecer a mediados del siglo XIX.

La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase desbordaba el contenido; aquí, el contenido desborda la frase.

La revolución de febrero cogió desprevenida,
sorprendió
a la vieja sociedad, y el pueblo proclamó este
golpe de mano
inesperado como una hazaña de la historia universal con la que se abría la nueva época. El 2 de diciembre, la revolución de febrero es escamoteada por la voltereta de un jugador tramposo, y lo que parece derribado no es ya la monarquía, sino las concesiones liberales que le habían sido arrancadas por seculares luchas. Lejos de ser la sociedad misma la que se conquista un nuevo contenido, parece como si simplemente el Estado volviese a su forma más antigua, a la dominación desvergonzadamente simple del sable y la sotana. Así contesta al
coup de main
[9]
de febrero de 1848 el
coup de tête
[10]
de diciembre de 1851. Por donde se vino, se fue. Sin embargo, el intervalo no ha pasado en vano. Durante los años de 1848 a 1851, la sociedad francesa asimiló, y lo hizo mediante un método abreviado, por ser revolucionario, las enseñanzas y las experiencias que en un desarrollo normal, lección tras lección, por decirlo así, habrían debido preceder a la revolución de febrero, para que ésta hubiese sido algo más que un estremecimiento en la superficie. Hoy, la sociedad parece haber retrocedido más allá de su punto de partida; en realidad, lo que ocurre es que tiene que empezar por crearse el punto de partida revolucionario, la situación, las relaciones, las condiciones, sin las cuales no adquiere un carácter serio la revolución moderna.

Las revoluciones burguesas, como la del siglo XVIII, avanzan arrolladoramente de éxito en éxito, sus efectos dramáticos se atropellan, los hombres y las cosas parecen iluminados por fuegos de artificio, el éxtasis es el espíritu de cada día; pero estas revoluciones son de corta vida, llegan en seguida a su apogeo y una larga depresión se apodera de la sociedad, antes de haber aprendido a asimilarse serenamente los resultados de su período impetuoso y agresivo. En cambio, las revoluciones proletarias como las del siglo XIX, se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen continuamente en su propia marcha, vuelven sobre lo que parecía terminado, para comenzarlo de nuevo, se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos, parece que sólo derriban a su adversario para que éste saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a levantarse más gigantesco frente a ellas, retroceden constantemente aterradas ante la vaga enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás y las circunstancias mismas gritan:

Hic Rhodus, hic salta!

¡Aquí está la rosa, baila aquí!
[11]
.

Por lo demás, cualquier observador mediano, aunque no hubiese seguido paso a paso la marcha de los acontecimientos en Francia, tenía que presentir que esperaba a la revolución una inaudita vergüenza. Bastaba con escuchar los engreídos ladridos de triunfo con que los señores demócratas se felicitan mutuamente por los efectos milagrosos que esperaban del segundo domingo de mayo de 1852
[12]
. El segundo domingo de mayo de 1852 habíase convertido en sus cabezas en una idea fija, en un dogma, como en las cabezas de los quiliastas
[13]
el día en que había de reaparecer Cristo y comenzar el reino milenario. La debilidad había ido a refugiarse, como siempre, en la fe en el milagro: creía vencer al enemigo con sólo descartarlo mágicamente con la fantasía, y perdía toda la comprensión del presente ante la glorificación pasiva del futuro que les esperaba y de las hazañas que guardaba
in petto
[14]
, pero que aún no consideraba oportuno revelar. Esos héroes que se esforzaban en refutar su probada incapacidad prestándose mutua compasión y reuniéndose en un tropel, habían atado su hatillo, se embolsaron sus coronas de laurel a crédito y se disponían precisamente a descontar en el mercado de letras de cambio las repúblicas
in partibus
[15]
para las que, en el secreto de su ánimo poco exigente, tenían ya previsoramente preparado el personal de gobierno. El 2 de diciembre cayó sobre ellos como un rayo en cielo sereno, y los pueblos, que en épocas de malhumor pusilánime gustaban de dejar que los voceadores más chillones ahoguen su miedo interior, se habrán convencido quizá de que han pasado ya los tiempos en que el graznido de los gansos podía salvar el Capitolio
[16]
.

La Constitución, la Asamblea Nacional, los partidos dinásticos, los republicanos azules y los rojos, los héroes de África
[17]
, el trueno de la tribuna, el relampagueo de la prensa diaria, toda la literatura, los nombres políticos y los renombres intelectuales, la ley civil y el derecho penal, la
liberté
,
égalité
,
fraternité
y el segundo domingo de mayo de 1852, todo ha desaparecido como una fantasmagoría al conjuro de un hombre al que ni sus mismos enemigos reconocen como brujo. El sufragio universal sólo pareció sobrevivir un instante para hacer su testamento de puño y letra a los ojos del mundo entero y poder declarar, en nombre del propio pueblo: «Todo lo que existe merece perecer»
[18]
.

No basta con decir, como hacen los franceses, que su nación fue sorprendida. Ni a la nación ni a la mujer se les perdona la hora de descuido en que cualquier aventurero ha podido abusar de ellas por la fuerza. Con estas explicaciones no se aclara el enigma; no se hace más que presentarlo de otro modo. Quedaría por explicar cómo tres caballeros de industria pudieron sorprender y reducir al cautiverio, sin resistencia, a una nación de 36 millones de almas.

Recapitulemos, en sus rasgos generales, las fases recorridas por la revolución francesa desde el 24 de febrero de 1848 hasta el mes de diciembre de 1851.

Hay tres períodos capitales que son inconfundibles:
el período de febrero
; del 4 de mayo de 1848 al 28 de mayo de 1849,
período de constitución de la república
o de
la Asamblea Nacional Constituyente
; del 28 de mayo de 1849 al 2 de diciembre de 1851,
período de la república constitucional
o de
la Asamblea Nacional Legislativa
.

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