Fabiola se estremeció al pensar en la trágica y sangrienta imagen.
—¿Seguro que está muerto? —preguntó.
—No ha tenido ninguna posibilidad, señora. Eran como una jauría de perros salvajes. —El joven tragó saliva—. Había sangre por todas partes. Los hombres de Clodio traen su cuerpo a la ciudad —continuó el prisionero—. Su esposa ni siquiera lo sabe todavía.
—Cuando se entere, las puertas del Hades se abrirán —sentenció el tendero sombríamente—. Fulvia no va a quedarse de brazos cruzados.
A Fabiola le picó la curiosidad:
—¿La conocéis?
—No exactamente, pero es la típica mujer noble —repuso—. Le gusta dar su opinión, ya me entendéis.
Fabiola arqueó una ceja.
El viejo, por su parte, se rio tontamente. Al darse cuenta de lo que había dicho, se sonrojó.
—No era mi intención ofender a las damas de la nobleza, por supuesto —se disculpó.
Fabiola lo honró con una sonrisa para demostrar que no se había ofendido.
—¡Suelta al chico! —ordenó a Tullius.
El siciliano obedeció a regañadientes.
El joven arrastró los pies porque no sabía qué iba a ser de él.
Fabiola le lanzó un
denarius
y al muchacho se le encendió la mirada ante la inesperada recompensa.
—¡Gracias, señora! —Inclinó la cabeza y se marchó corriendo, ansioso por divulgar la noticia.
—Será mejor que regresemos al
domus
, señora —dijo Tullius, preocupado—. Va a haber problemas.
Fabiola no protestó. La tienda de fachada abierta no era el mejor sitio para entretenerse en un momento como aquél. Se despidieron del tendero y salieron corriendo a la calle. La casa de Brutus y la protección que ofrecían los gruesos muros y las puertas tachonadas estaban a tan sólo cien pasos. En circunstancias así, una distancia tan corta era demasiada.
La esquina más cercana era un hervidero de matones armados con palos, espadas y lanzas. Llevaban a algún lugar a un numeroso grupo de hombres, mujeres y niños con expresión asustada: ciudadanos normales y corrientes. Los líderes del grupo hablaban en voz alta y airada y, en un primer momento, no vieron a Fabiola y sus guardas.
—¡Rápido! —susurró Tullius, gesticulando con frenesí—. ¡Volvamos a la tienda!
Fabiola se volvió, pero resbaló en una astilla de madera húmeda que había en el barro. La salpicadura resultante fue suficiente para llamar la atención de la muchedumbre que avanzaba con rapidez. En cuestión de segundos los alcanzaron. Antes de que el siciliano tuviera tiempo de hacer algo más que ayudar a levantarse a Fabiola, ya estaban rodeados. Por suerte, los matones parecían bastante amables. Soltaron varias carcajadas por su mala suerte y acercaron sus caras de bruto sin afeitar con expresión lasciva.
—¡Venid con nosotros! —gritó un hombre barbudo que parecía ser uno de los cabecillas del grupo. Aquel tono de voz no parecía aceptar un no por respuesta.
Tullius miró impotente a su señora. Si él o sus hombres tocaban sus armas, los matarían sin miramientos.
Fabiola también lo sabía. Con el corazón palpitante, se alisó el vestido.
—¿Adónde? —inquirió.
La respuesta fue inmediata:
—¡Al Foro!
Echó un vistazo a la gente a la que obligaban a acompañar a los miembros de la banda: tenían el rostro contraído por el miedo. La ley y el orden se estaban resquebrajando y no había nadie que defendiera a las personas normales como ellos.
—¿Por qué? —preguntó Fabiola con tozudez.
—¡Para ver lo que esos cabrones le han hecho a Clodio! —gritó el matón barbudo—. Van a exponer su cuerpo para que esté a la vista de todos.
Un furioso rugido recibió sus palabras y a Fabiola se le cayó el alma a los pies. La noticia del asesinato ya había llegado a la ciudad. El joven no había sido el primero en volver de allí.
—Hay que presentar un respeto a los muertos. —El líder de la banda alzó la espada en el aire—: Antes de librar a esta ciudad del cabrón de Milo. ¡Y de todos sus seguidores!
Esta vez la respuesta de la muchedumbre fue un rugido indefinido. Primitivo. Terrorífico.
A Fabiola casi le parecía notar cómo temblaban los cimientos de la República bajo la ira del populacho. El corazón le palpitaba de miedo, pero resistirse era en vano.
La multitud se puso rápidamente en marcha, arrastrando consigo a Fabiola y sus hombres.
Margiana, invierno de 53-52 a. C.
Al amanecer enviaron una cohorte entera al Mitreo, pero no encontraron más que cadáveres. Los escitas supervivientes habían desaparecido a caballo y se suponía que su objetivo original había sido asesinar a Pacorus. Montaron patrullas de largo alcance por toda la zona, sin llegar a encontrar ni rastro de las fuerzas enemigas. La tensión en el este iba disminuyendo poco a poco; aun así, Vahram, que ahora hacía de comandante, insistía en duplicar los centinelas día y noche.
A los escitas no se les volvió a ver por ninguna parte.
En varias semanas no tuvieron noticias de Tarquinius. Tampoco se sabía nada de Pacorus; sobre la casa del comandante reinaba un secretismo absoluto y sólo se permitía la entrada a los partos. Los centuriones jefe estaban muy enfadados por lo ocurrido y no hablaban más que con sus hombres de confianza, es decir, con ninguno de los prisioneros romanos. Por supuesto, Romulus y Brennus habían relatado a sus compañeros de habitación el ataque y la noticia corrió como un reguero de pólvora. Cada día circulaban rumores por el campamento. Sólo había una cosa clara. Como no había habido represalias, Pacorus seguía vivo. Por lo menos, los cuidados de Tarquinius estaban surtiendo efecto; pero nadie sabía nada más.
Para asegurarse de que no huían, Romulus y Brennus estaban bajo vigilancia constante. Y, aunque no los amenazaron con ninguna otra cosa, su situación seguía siendo desesperada. La amenaza de Vahram no resultaba nada desdeñable, por lo que la mayoría de los partos aprovechaba la menor oportunidad para recordársela a la pareja. También se mofaban constantemente de la muerte de Félix. El orgullo herido por tal circunstancia les resultaba especialmente difícil de pasar por alto: al fin y al cabo, el asesinato de su amigo no había sido vengado, y quizá nunca lo fuera. Brennus encajaba las amenazas en silencio y con la mandíbula apretada. Romulus las mantenía a raya rezándole todos los días a Mitra. También pensaba en su hogar y en lo que Tarquinius podía haber visto exactamente. Saber que suponía regresar a Roma le servía de una gran ayuda.
Por la cabeza le pasaban todo tipo de fantasías, desde descubrir a su madre y a Fabiola hasta torturar a Gemellus. Otra de las preferidas era enfrentarse a Vahram en un duelo y matarlo lentamente. Romulus también tenía tiempo de revivir la trifulca que lo había hecho huir de la capital. Al parecer, durante la misma había matado a un noble de un golpe en la cabeza con la empuñadura de la espada. En aquel momento, preso del pánico y desesperado por evitar la crucifixión, Romulus no se había parado a pensar demasiado. Ahora, curtido en innumerables batallas, sabía que, a no ser que no fuera consciente de su propia fuerza, aquel golpe probablemente no hubiera bastado para matarlo. Cuando preguntó a Brennus, el enorme galo le confirmó que sólo había dado un par de puñetazos al noble enfadado. Se trataba de una constatación preocupante porque significaba que él, Romulus, era inocente; y eso implicaba que, para empezar, no había tenido motivos para huir. Entonces, ¿quién había matado a Rufus Caelius? Era imposible saber la verdad, pero a Romulus lo consumían los pensamientos sobre qué habría pasado si el noble no hubiera muerto. Aunque hablaba del tema con Brennus una y otra vez, el galo no estaba tan preocupado por lo ocurrido. Desde siempre su destino había sido emprender un largo viaje, y Brennus estaba convencido de que por eso estaba en Margiana. Romulus no tenía ese consuelo.
Lo único que tenía era el consejo de Tarquinius de que confiara en Mitra, prácticamente desconocido para él.
Como era de esperar, ningún parto le hablaba de su dios. Como lo observaban constantemente, tampoco tenía la posibilidad de intentar visitar el Mitreo. De todos modos, Romulus consiguió hacerse con la pequeña estatua de un viejo arrugado que acudía al fuerte con regularidad a vender bagatelas. Lo único que el viejo le contó fue que Mitra llevaba un gorro frigio y que la vida del toro que sacrificaba había dado origen a la raza humana, los animales y los pájaros de la tierra, así como los cultivos y alimentos. Romulus le insistió para que le facilitara más información y descubrió que existían siete etapas de devoción. Después de eso, el vendedor no soltó prenda.
—Pareces valiente y honrado —fueron sus últimas palabras—. Si lo eres, Mitra te revelará más.
A partir de entonces, en el corazón de Romulus se abrió un resquicio de esperanza.
Colocó la figura tallada en la hornacina especial que habían erigido a la entrada de los barracones. Aunque estaba consagrada a Esculapio, el dios de la medicina, a los romanos no les importaba venerar a más de una deidad a la vez. Romulus pasaba todo su tiempo libre arrodillado ante la imagen de Mitra, rezando para tener buenas noticias sobre Tarquinius y descubrir cómo regresar a Roma. No recibía ninguna respuesta, pero tampoco perdía la fe. Desde la infancia, la vida no había dejado de asestarle golpes: ver cómo Gemellus violaba a su madre cada noche; que lo vendieran al entorno salvaje del
ludus
; el duelo contra Lentulus, un luchador mucho más experimentado; un combate en grupo a muerte en la arena; la huida de Roma tras la trifulca; la vida en el ejército y los horrores de Carrhae; la cautividad en Partía y luego la larga marcha hasta Margiana. Pero, siempre que la muerte lo había amenazado, los dioses lo habían puesto a salvo. Por consiguiente, Romulus estaba dispuesto a centrar toda su atención en Mitra. ¿Qué otra opción tenía?
Durante el tiempo que pasaba al pie de la hornacina, a Romulus lo conmovió la devoción mostrada por sus compañeros. En circunstancias normales, a los romanos no les habría importado que Pacorus muriera, pero ahora rezaban constantemente por su recuperación. Casi todos los hombres de la centuria se paraban cada día junto al altar. La noticia de que Tarquinius estaba amenazado de muerte se propagó rápidamente, y muchos otros soldados vinieron también a verlo. Enseguida la sencilla superficie de piedra quedó salpicada de
sestertii, denarii
e incluso amuletos de la suerte: ofrendas de las que los hombres no se desprendían tan fácilmente. Todo aquello acuñado o hecho en Italia tenía ahora un valor incalculable. A Romulus y Brennus les quedó claro lo importante que Tarquinius era para la sensación de bienestar de la Legión Olvidada.
Una fría tarde, Romulus estaba rezando sus oraciones como de costumbre. Absorto en las plegarias y con los ojos cerrados, percibió un murmullo elevado detrás de él. Suponiendo que se trataba de otros soldados que pedían la intervención divina, no prestó atención al ruido. Pero, cuando empezaron a reírse burlonamente, miró en derredor. Había cinco legionarios observándolo justo desde el otro lado de la puerta. Romulus los reconoció, eran de un
contubernium
de su centuria. Todos habían servido en las legiones durante muchos años. Resultaba revelador que ninguno de ellos realizara ofrendas al altar.
—¿Rezando por el adivino? —preguntó Caius, un hombre alto y delgado con pocos dientes y mal aliento—. Nuestro centurión.
A Romulus no le agradó el tono de Caius.
—Sí —espetó—. ¿Y vosotros por qué no rezáis?
—Hace tiempo que desapareció, ¿no? —dijo Optatus con desprecio, apoyado en una jamba. Era un hombre de complexión robusta, casi tan grande como Brennus, con una actitud eternamente hostil.
Romulus sintió cierto desasosiego. Los cinco habían estado en el campo de entrenamiento. Llevaban la cota de malla e iban bien armados, mientras que él vestía sólo la túnica y no llevaba más que un puñal para protegerse.
—Supongo —dijo lentamente, mirándolos a uno y a otro.
—¡Cabrón traicionero! —exclamó Novius, el más bajito de los cinco. A pesar de su estatura, era muy hábil con la espada. Romulus ya lo había visto antes en acción—. Se ha confabulado con Pacorus, ¿no?
—Para encontrar más maneras de que nos maten —añadió Caius—. Igual que en Carrhae.
Romulus apenas daba crédito a sus oídos, pero los demás asentían enfadados.
—¿Qué has dicho? —espetó.
—Lo que has oído. —Caius levantó los labios y dejó al descubierto las encías rojas e inflamadas—. Craso no perdió la batalla. Era un buen general.
—Entonces, ¿qué pasó? —replicó Romulus airado.
—Ese nabateo traicionero no ayudó, pero es más probable que tu amigo etrusco enredara con los espíritus malignos. —Novius se frotó el amuleto en forma de falo que le colgaba del cuello—. Siempre nos trae mala suerte.
Sus compinches murmuraron para mostrar su acuerdo.
Romulus, perplejo al ver lo que pensaban aquellos hombres, cayó en la cuenta de que era preferible no responder. Los legionarios descontentos buscaban un chivo expiatorio. Tarquinius, con la melena rubia, el pendiente de oro y un extraño comportamiento, resultaba un claro objetivo. Discutir no haría más que empeorar las cosas. Les dio la espalda, se inclinó hacia delante y agachó la cabeza hacia la pequeña figura de piedra de Esculapio situada en el altar.
Optatus tomó aire de forma brusca.
—¿Dónde te hiciste eso? —preguntó.
Romulus bajó la mirada y el corazón le dio un vuelco. La manga de la túnica se le había subido por el brazo derecho y había dejado al descubierto la gruesa cicatriz que ocupara la marca de esclavo. Tras cortar la marca condenatoria, Brennus había suturado la carne con unos puntos burdos. Le habían hecho algunas preguntas al respecto cuando se había alistado en el ejército, pero Romulus se los había sacado de encima diciendo que unos proscritos le habían hecho un tajo en una refriega. De todos modos, a ningún miembro de la cohorte de mercenarios galos le había importado su procedencia. Alterado como estaba por las acusaciones contra Tarquinius, la pregunta lo desconcertó.
—No me acuerdo —titubeó.
—¿Qué? —Optatus se echó a reír con incredulidad—. Te pasó mientras dormías, ¿no?
Aunque sus compinches se rieron burlonamente, les cambió la expresión. Ahora parecían una jauría de perros que tenía acorralado a un jabalí. Romulus maldijo para sus adentros. ¿Cómo era posible olvidar cómo o cuándo uno resultaba herido en una pelea?