—Tenemos que salir de aquí luchando como podamos —musitó—. ¡Ahora!
El enorme galo se sorprendió:
—¿Por qué? Pronto anochecerá. Mejor hacer lo que dice Darius.
Romulus acercó los labios al oído de Brennus.
—Hay malos augurios —susurró.
Brennus estaba confundido. Normalmente, eso era cosa de Tarquinius.
—¿Estás seguro? —preguntó.
—Sí. Pedí ayuda a Mitra y me la ofreció —susurró Romulus con vehemencia—. Estos son los exploradores de una fuerza mucho mayor que llegará mañana al amanecer.
—¿Lo único que hacen es entretenernos aquí?
—¡Exacto! —concluyó Romulus.
Acostumbrado a las predicciones precisas de Tarquinius, Brennus exhaló con fuerza. Escudriñó de nuevo las facciones de Romulus en busca de alguna señal.
—Yo tampoco lo entiendo —susurró Romulus—. Pero antes también he tenido una visión de Roma.
El galo escupió un juramento.
—Muy bien —resolvió—. Habla con Darius. Dile lo que has visto.
Para entonces, los escitas habían dejado de desperdiciar flechas lanzándolas contra los escudos recubiertos de seda. Ahora las dejaban volar describiendo arcos curvos que iban a parar a la retaguardia de la testudo. Romulus se abrió camino a empujones y se encontró con los soldados heridos traspuestos en el suelo. Los desventurados que los habían intentado curar también habían sido alcanzados. Ellos también morirían. Darius, ileso todavía, estaba cerca con su guarda, que protegía las cabezas de ambos con un
scutum
desechado. Sus dos caballos habían sido alcanzados por las flechas y corrían desbocados por el interior del fuerte. No por mucho tiempo, pensó Romulus sombríamente. El
scythicon
ya debía de circularles por las venas.
Se inclinó hacia delante.
—¿Se me permite un comentario, señor? —preguntó.
—¿De qué se trata? —repuso Darius enfadado. Se sentía hostigado e iracundo.
—Debemos batirnos en retirada, señor —soltó—. ¡De inmediato!
El guardaespaldas soltó un bufido de burla.
Darius se mostró más tolerante:
—¿Justo ahora que está a punto de anochecer?
Entonces el centurión jefe se percató de que Romulus hablaba muy en serio. Sus actos rayaban en la insubordinación, pero Darius valoraba a sus hombres, especialmente a aquél. A diferencia de los demás oficiales partos, no castigaba al instante a todos los que incumplían órdenes.
—¿Sabes hasta qué punto bajan las temperaturas ahí fuera? —exclamó—. ¡Nos congelaríamos!
—Tal vez, señor. —Romulus tragó saliva pero no perdió ni una pizca de aplomo—. Pero esperar a mañana será incluso peor.
Darius volvió a mirar los sólidos muros del fuerte. Era una buena posición que defender durante una noche. Teniendo en cuenta el horripilante contenido, nadie dormiría en los barracones encharcados de sangre; en cambio, acurrucados junto a unas fogatas al amparo de las murallas, sus hombres aguantarían bastante bien hasta el amanecer.
—¿Por qué?
Romulus vio que miraba.
—Hay más escitas en camino, señor —señaló—. Muchos más.
Darius lo miró de hito en hito, perplejo. No obstante, aquel legionario había visto al jinete detrás de la patrulla. Y era el protegido de Tarquinius.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo he visto en el ciclo.
El guarda mostró su desacuerdo con un silbido.
Los ojos oscuros de Darius se posaron en Romulus.
—¿Qué has visto exactamente? —quiso saber.
—La marcha de un gran ejército. Con soldados que portaban antorchas para iluminar el camino —reveló Romulus—. Escuadrones de esos arqueros a caballo y compañías de infantería. Caballería acorazada.
Darius frunció el ceño. Era poco habitual que los ejércitos viajaran de noche. La mayoría de los hombres eran demasiado supersticiosos para ello: los demonios y los malos espíritus surgían de la oscuridad.
Romulus señaló a los jinetes enemigos, que se habían retirado para descansar.
—No hacen más que entretenernos, señor. Plasta que lleguen los demás.
Entonces el robusto parto frunció el ceño. Era uno de los pocos centuriones jefe que se había molestado en aprender un poco de latín para poder entender a Tarquinius, pues sentía un profundo respeto por el arúspice, aunque fuera extranjero. Pero le parecía ridículo que el joven que tenía delante poseyera la misma capacidad mística. Romulus era soldado, no adivino.
—No creas que no te estoy agradecido por haber visto al escita, muchacho —masculló Darius—. Tu gesto ha salvado muchas vidas.
Romulus agachó la cabeza sonrojado.
—Pero lo cierto es que ya habías visto a ese guerrero anteriormente —continuó el parto—. Mientras que estos otros son fruto de tu imaginación.
Empezó a protestar.
Darius endureció la expresión de su rostro:
—Los escitas no viajan a oscuras. Ni hacen ataques a gran escala en invierno.
—¿Y cómo se explica entonces el ataque al Mitreo? —replicó Romulus—. Señor.
A Darius se le hincharon los ojos de la ira ante la confianza del otro.
—Mitra me mostró a los escitas —dijo Romulus, yendo a por todas—. Le recé y me respondió.
—¿Cómo te atreves? —gruñó el parto—. ¡Sólo los iniciados pueden venerar a Mitra, perro insolente!
El guarda se llevó una mano a la espada.
Romulus bajó la cabeza. Había fracasado. Pese a su talante agradable, el centurión jefe era igual que los demás partos.
—Considérate afortunado por no recibir unos azotes. O algo peor —espetó Darius—. Vuelve a tu puesto.
El guarda sonrió con satisfacción.
Romulus ocultó su ira y regresó a su puesto en la fila delantera. «¡Menudo imbécil!», pensó. A Darius lo cegaba la negativa a reconocer que su dios pudiera favorecer a un no parto. No obstante, Romulus estaba seguro de que su visión procedía de allí.
—¡Y mantén el pico cerrado! —gritó Darius—. ¡Ni una sola palabra a nadie!
Bajo el escudo que tenía cerca, Novius se rio burlonamente y en tono desagradable. Para decepción de Romulus, ninguno de los veteranos había sido alcanzado. Aunque sobreviviera al ataque escita, seguiría teniendo que lidiar con ellos.
La reacción de Brennus sorprendió a Romulus. En vez de enfurecerse, como él, su amigo se limitó a encogerse de hombros.
—Los refuerzos escitas nos superarán en número por más de diez a uno —anunció Romulus.
—No podemos eludir nuestro destino —respondió Brennus con solemnidad.
«Un día en el que tus amigos te necesitan. Un momento en el que resistir y luchar. Nadie podría ganar una batalla como aquélla. Salvo Brennus.» ¿Sería mañana ese día?
Romulus sospechó que sabía los motivos subyacentes a la tranquilidad de Brennus. Desde que Tarquinius revelara la predicción del druida al galo, le preocupaba en secreto perder a su amigo allí, en Margiana. Mitra había mostrado a Tarquinius que existía un camino de vuelta a Roma. Pero ¿sería para los tres? Se le encogió el estómago y Romulus observó el cielo una vez más. Lo que había visto había cambiado por completo. Las formas de las nubes, la velocidad del viento y los pájaros que resultaban visibles no le proporcionaban ninguna información. Quizás él y Brennus murieran ahí mientras que Tarquinius sobreviviría. A Romulus le daba tantas vueltas la cabeza que acabó doliéndole. Deseó con todas sus fuerzas que el arúspice estuviera allí con ellos, para guiarlos. Pero no era el caso. Incluso puede que estuviera muerto. Entonces se le ocurrió una idea.
—Podríamos huir esta noche —musitó—. Sólo nosotros dos.
—¿Y volver al fuerte? —preguntó Brennus—. Nos ejecutarían por desertores.
Romulus no se atrevía a decirlo en voz alta. Había estado pensando en dirigirse hacia el sur, hacia la costa. Se avergonzó al pensar que se le había pasado por la cabeza dejar a Tarquinius atrás. Al igual que Brennus, Tarquinius le había enseñado muchas cosas.
—Confía en los dioses —dijo Brennus, dándole una palmada en el hombro—. Ellos saben lo que es mejor.
«Pero quizá Mitra esté jugando conmigo —pensó Romulus—. Quizá castigue a un no iniciado por osar venerarlo.» ¿Qué mejor manera de hacerlo que mostrando a un hombre su sino? A Romulus se le revolvieron las tripas de la preocupación al recordar la hueste escita de la visión que había tenido.
—Y no los alcanzan las flechas.
Hizo una mueca ante el humor negro del galo.
Brennus no había terminado.
—¡Mira a tu alrededor! —ordenó.
Romulus obedeció y vio los rostros decididos de los legionarios que los rodeaban. Transmitían temor, pero también una voluntad de hierro. En esos momentos no se intercambiaban insultos ni improperios. A diferencia de Novius y sus compinches, estos hombres resistirían y lucharían con él y Brennus, hasta el final si fuera necesario. Aunque ni siquiera ellos mismos lo pensaran, eran sus compañeros de armas.
Eso importaba mucho.
Romulus apretó la mandíbula y recibió un codazo tremendo a modo de respuesta.
—¡Así me gusta!
Dedicó una sonrisa de agradecimiento a Brennus.
La pareja se acomodó para observar a los escitas, muchos de los cuales habían desmontado. De vez en cuando, un guerrero ansioso galopaba cerca de las líneas romanas y lanzaba unas cuantas flechas, pero el resto parecía contentarse con dejar la situación como estaba. Algunos incluso habían empezado a encender hogueras con broza. Caía la noche, y el ambiente se enfriaba rápidamente. No faltaba mucho para que la temperatura descendiera bajo cero. Consciente de ello, Darius retiró a sus hombres al interior del fuerte y cerró la puerta. En cuanto los centinelas estuvieran situados en las murallas y encendieran las hogueras, no tendrían mucho que hacer. El alba decidiría su destino.
Pocos hombres durmieron bien. Saber lo que había en los barracones cercanos no ayudaba. Ni tampoco el frío cortante, que apenas se mantenía a raya con las hogueras y las mantas de lana. Las pesadillas y los dedos entumecidos de pies y manos resultaban inevitables, al igual que los músculos doloridos. Pero tenían el calor suficiente para sobrevivir. Aquello era todo lo que los legionarios necesitaban.
Romulus permaneció despierto varias horas mientras el galo roncaba sonoramente a su lado. Brennus se había ofrecido a hacer guardia, pero el joven soldado estaba tan mosqueado que había declinado la oferta. Al final, el cansancio acabó por pasarle factura y los párpados se le fueron cerrando lentamente. Se sumergió de lleno en una pesadilla en la que volvía a reproducirse su visión de Roma con un nivel de detalle espeluznante. Turbas de plebeyos armados y gladiadores corriendo de un lado para otro y atacando a todo el que se interpusiera en su camino. Los cadáveres yacían apilados en montones carmesí. Las espadas se alzaban y caían; los hombres se sujetaban las heridas abiertas. Los gritos competían con el ruido de metal contra metal, el aire estaba lleno de humo. Al final Romulus vio a Fabiola. Su hermana melliza iba rodeada de unos cuantos guardaespaldas y estaba atrapada en la confusión. Tenía cara de aterrorizada.
Romulus abrió los ojos de repente y notó el cuerpo bañado en un sudor frío. Las imágenes habían sido horrorosamente vividas. ¿Acaso Mitra le estaba jugando otra mala pasada? ¿Era sólo un sueño? ¿O era realidad?
Se puso tenso. Había movimiento en la cercanía.
No era Brennus: seguía tumbado profundamente dormido.
Con cuidado de no perder la visión nocturna al mirar las ascuas de la hoguera, Romulus giró la cabeza. El pequeño movimiento le salvó la vida. De un gran salto, Optatus aterrizó encima de él para intentar clavarle una flecha en la cara. Romulus agarró al fornido veterano por los brazos en un acto reflejo y ambos rodaron para hacerse con el asta.
La luz de las estrellas reveló el líquido oscuro que revestía el extremo curvado de la flecha y a Romulus se le agolpó el terror en la garganta. Era una flecha escita. Y Optatus era mucho más fuerte que él.
Roma, invierno de 53-52 a. C.
Los
fugitivarii
se le acercaron arrastrando los pies y con expresión lasciva.
Sextus se abalanzó hacia delante para intentar destripar a uno con la lanza. Falló y a punto estuvo de perder un brazo por culpa del corte de una espada empuñada con astucia. Aquellos movimientos tan osados resultaban demasiado arriesgados, por lo que él y Fabiola se movían espalda contra espalda. Lo mismo daba. Sus enemigos enseguida empezaron a rodearlos.
A Fabiola se le cayó el alma a los pies. La callejuela estaba desierta. Aunque hubiera habido alguien, ¿quién iba a intervenir contra tales canallas? Roma no contaba con un cuerpo oficial para mantener la paz. La consecuencia lógica de ello eran, sin duda, los disturbios del Foro Romano. Fabiola maldijo. ¿En qué habría estado pensando para abandonar la seguridad de su hogar? Tras la humillación sufrida a manos de Fabiola, Scaevola sería de todo menos compasivo. Y no había ningún lugar al que huir.
No es que Fabiola pensara huir. Eso se lo dejaba a los cobardes.
Un ataque repentino de los rufianes y todo acabó. Fabiola consiguió hincarle la hoja a uno en el muslo y Sextus atravesarle el cuello a otro, pero los demás se arremolinaron a su alrededor y los derribaron a ambos con una ráfaga de golpes. Cuando Fabiola intentó levantarse, la golpearon en la cabeza con la empuñadura de una espada. Se desplomó, medio inconsciente. Sextus tuvo menos suerte y fue víctima de una brutal paliza antes de que lo ataran como una gallina para el puchero. Pero no lo mataron. Scaevola había visto lo diestro que aquel esclavo herido era en el manejo de las armas. Venderlo a una escuela de gladiadores le procuraría unos buenos ingresos.
Los
fugitivarii
se arremolinaron ansiosos alrededor de Fabiola mientras se empapaban de su belleza con ojos lujuriosos.
—¡Levantadla! —ordenó Scaevola.
Obedecieron su orden al instante. Con un fuerte brazo bajo cada uno de los suyos, Fabiola se encontró colgando entre dos de los hombres más fornidos. Tenía la cabeza ladeada y la larga melena negra le caía sobre la cara.
El
fugitivarius
jefe agarró un puñado de mechones de Fabiola. Le tiró del pelo a lo bruto y descubrió su espectacular belleza.
Fabiola gimió de dolor y abrió los ojos.
—Señora —dijo Scaevola con una sonrisa cruel— volvemos a encontrarnos. Y vuestro amante aún no está aquí para protegeros.