La suposición de Brennus era acertada. Lo que no había previsto era el número de atacantes.
Se produjo otra descarga de flechas y entonces el enemigo se acercó corriendo. Docenas de hombres. Con arcos como los de los partos colgados del hombro, blandiendo espadas, puñales y hachas cortas de aspecto sanguinario. Teniendo en cuenta su vestimenta, con sombreros de fieltro, cotas de malla escamadas y botas de caña alta, aquellos hombres de tez morena sólo podían tener una nacionalidad: escita. Romulus y Brennus ya se las habían visto con esos nómadas fieros en escaramuzas a pie de frontera. Aunque su imperio ya no estaba en apogeo, los escitas seguían siendo enemigos implacables. Y las puntas en forma de gancho de sus flechas estaban revestidas con un veneno mortífero llamado
scythicon
. Cualquiera que se hiciera ni que fuera un rasguño con ellas moría sumido en un dolor agónico.
Brennus maldijo en voz baja y a Romulus se le encogió el estómago.
Tarquinius seguía en el Mitreo y no podían abandonarlo a su suerte. Por otra parte, si intentaban rescatar al arúspice, todos ellos sufrirían una muerte segura. Entonces había por lo menos cincuenta escitas a la vista e iban apareciendo más. A Romulus lo invadió una sensación de amargura al darse cuenta de lo azarosa que era la vida. En esos momentos, la idea de regresar a Roma le parecía risible.
—Seguro que han oído el alboroto —susurró Brennus—. Pacorus no es ningún cobarde. Saldrá a la carga de un momento a otro. Y sólo hay una manera de salvarles la vida.
—Entra, rápido y en silencio —dijo Romulus.
Brennus asintió, satisfecho:
—Ataca a todo escita que esté en la entrada del templo. Coge a Tarquinius y a los demás. Y echa a correr.
Romulus encabezó la marcha teniendo esas indicaciones muy presentes.
Corrieron con tanto ahínco que los músculos les dolían del esfuerzo. Por suerte, enseguida les subió la adrenalina, y eso les hizo ganar velocidad. Jabalina en mano, ambos echaron el brazo derecho hacia atrás para preparar el lanzamiento llegado el momento. Absortos en los partos que seguían vivos, los escitas ni siquiera miraban hacia fuera. Habían rodeado a sus enemigos y los estaban cercando.
«Con una centuria detrás —pensó un Romulus nostálgico—, los machacaríamos.» Sin embargo, ahora debían confiar en que Tarquinius saliera en el instante adecuado y pudieran huir al amparo de la noche. Era una tímida esperanza.
Como si de dos espectros vengadores se tratara, se acercaron a la entrada desprotegida del Mitreo.
Seguían sin ser vistos.
Los gritos de terror llenaron el ambiente cuando los últimos partos se dieron cuenta de que su suerte estaba echada.
A escasos pasos del orificio, Romulus empezó a pensar que lo conseguirían. Entonces un escita más bien delgado que estaba tendido boca abajo junto a un parto se incorporó y limpió la espada en la ropa del cadáver. Abrió y cerró la boca en cuanto los vio. Soltó una orden y salió disparado hacia delante. Lo siguieron ocho hombres, algunos de los cuales desenvainaron el arma y descolgaron el arco.
—¡Ve a buscar a Tarquinius! —gritó Romulus cuando se detuvieron en la abertura de un patinazo—. ¡Yo los contendré!
Como tenía una fe ciega en su amigo, Brennus soltó su
pila
a los pies de Romulus. Agarró rápidamente una antorcha del suelo y bajó las escaleras con estrépito.
—¡No tardaré! —gritó.
—Si tardas, soy hombre muerto. —Con gran resolución, Romulus cerró un ojo y apuntó. Con la facilidad que le otorgaba la experiencia, lanzó su primer
pilum
describiendo un arco bajo y curvo. El arma alcanzó al escita que iba en cabeza a unos veinte pasos de distancia, le atravesó la cota de escamas y se le clavó en el pecho, haciendo que se desplomara como una mula noqueada.
Pero sus compañeros no se amilanaron.
La segunda jabalina de Romulus se clavó en el vientre de un fornido escita al que dejó fuera de combate. Falló el tercer lanzamiento, pero con el cuarto le atravesó el cuello a un guerrero de larga barba negra. Entonces le demostraron un poco más de respeto: tres de los escitas aminoraron la marcha y tensaron las astas en el arco. Los otros cuatro redoblaron la velocidad.
«Siete hijos de puta —pensó Romulus, mientras el corazón le palpitaba con una combinación de locura y temor—. Encima, con flechas envenenadas. Malas noticias. ¿Qué hago?» De repente, se acordó de Cotta, su entrenador del
ludus
. «Si todo falla, enfréntate a un enemigo confiado. El factor sorpresa no tiene precio.» No se le ocurría nada más, y seguía sin haber ni rastro de Brennus o Tarquinius.
Romulus gritó a voz en cuello y embistió.
Los escitas sonrieron ante su temeridad. Otro loco al que matar.
Cuando alcanzó al primero, Romulus empleó el método del izquierdazo seguido de un derechazo con el tachón del escudo de metal, seguido de una estocada con el
gladius
. Funcionó. Mientras se apartaba con un giro del enemigo que caía, oyó que una flecha le alcanzaba el
scutum
. Y luego otra. Afortunadamente, la seda cumplió su cometido y ninguna de las dos lo atravesó. Otra le pasó silbando al lado de la oreja. Como sabía que disponía de unos instantes antes de que lanzaran más, Romulus atisbo por encima del borde de hierro. Tenía dos escitas prácticamente encima. El último estaba a escasos pasos de distancia, mientras que el trío de arqueros colocaba la segunda asta.
A Romulus se le secó la boca por completo.
Entonces un grito de guerra conocido inundó el ambiente.
Los escitas titubearon; Romulus se atrevió a mirar por encima de su hombro. Brennus había irrumpido en escena como un gran oso y se había propulsado media docena de pasos más allá.
A continuación apareció Pacorus, gritando de rabia. El enorme guarda le seguía de cerca, blandiendo el puñal por encima de su cabeza.
No había ni rastro de Tarquinius.
Romulus no tenía tiempo de pararse a pensar. Giró en redondo y a duras penas consiguió esquivar un fuerte puñetazo de un escita. Intentó apuñalarlo, pero falló. Entonces, el compañero a punto estuvo de partirle la empuñadura de la espada con un fuerte golpe descendente. Falló por bien poco. Salieron chispas cuando la hoja de hierro golpeó las losas y Romulus se movió con rapidez. El segundo escita se había estirado en exceso con tan osado golpe y había dejado el cuello al descubierto. Romulus se inclinó hacia delante y le clavó el
gladius
en la zona desprotegida, entre el sombrero de fieltro y la cota de malla. Le atravesó piel y músculo hasta penetrar en la cavidad torácica, así que le cortó la mayoría de las arterias principales. El escita yacía cadáver incluso antes de que Romulus intentara retirar la hoja. Conmocionado, a su compañero todavía le quedó aplomo suficiente para bajar el hombro derecho y embestir a Romulus por el costado izquierdo.
De repente se quedó sin aire en los pulmones y Romulus cayó mal en el terreno helado. Sin saber muy bien cómo, seguía con el
gladius
en la mano. Lo alzó a la desesperada y notó que rozaba la clavícula de su enemigo, demasiado lento. No había nada que hacer.
Con los labios entreabiertos de satisfacción, el escita dio un salto para situarse sobre Romulus. Alzó el brazo derecho, dispuesto a propinarle el golpe de gracia.
Por curioso que parezca, Romulus no dejaba de pensar en Tarquinius. ¿Dónde estaba? ¿Habría visto algo?
El escita profirió un agudo lamento de dolor. Sorprendido, Romulus alzó la vista. De la cuenca del ojo izquierdo de su enemigo sobresalía un puñal que reconoció al instante. Le entraron ganas de dar saltos de alegría: pertenecía a Brennus. El galo le había salvado la vida.
Con un fuerte puntapié, Romulus hizo que el escita se tambaleara hacia atrás. Estiró el cuello en busca de los demás. Brennus y Pacorus estaban al lado, luchando codo con codo. Por desgracia, al guarda ya lo habían abatido y le sobresalían dos flechas del vientre.
Pero ahora les quedaba alguna posibilidad.
Romulus recuperó el
scutum
con cuidado, se incorporó y se protegió de las astas enemigas.
Una chocó contra él inmediatamente, pero consiguió hacerse cargo de la situación.
El trío de arqueros seguía en pie.
Y al menos una veintena de escitas corrían a entrar en liza.
Rodeado por una lluvia de flechas, Romulus consiguió retirarse ileso al lado de Brennus.
—¡Dame tu escudo! —le ordenó Pacorus de inmediato.
Romulus miró de hito en hito a su comandante. «¿Mi vida o la suya? —se planteó—. ¿Morir ahora o más tarde?»
—Sí, señor —dijo lentamente, sin moverse—. Por supuesto.
—¡Ya! —gritó Pacorus.
Los arqueros se echaron atrás al unísono y volvieron a lanzar. Las tres flechas salieron disparadas hacia delante, en busca de carne humana. Alcanzaron a Pacorus en el pecho, el brazo y la pierna izquierda.
El comandante cayó aullando de dolor.
—¡Maldito seas! —exclamó—. Soy hombre muerto.
Más y más astas silbaron en el aire.
—¿Dónde está Tarquinius? —gritó Romulus.
—Sigue en el Mitreo. Parecía que estaba rezando. —Brennus hizo una mueca—. ¿Quieres que salgamos por pies?
Romulus negó enérgicamente con la cabeza:
—¡Ni hablar!
—Yo tampoco.
Se volvieron al unísono para enfrentarse a los escitas.
Cerca de Pompeya, invierno de 53-52 a.C.
—¿Señora?
Fabiola abrió los ojos sobresaltada. Detrás de ella había una mujer de mediana edad y facciones agradables vestida con un sencillo blusón y unas sandalias de cuero planas. Sonrió. Docilosa era la única amiga verdadera de Fabiola, además de su aliada, alguien en quien podía confiar plenamente.
—Ya te he dicho que no me llames así.
Docilosa frunció los labios. Había sido esclava doméstica y había recibido la manumisión al mismo tiempo que su nueva señora. Pero costaba deshacerse de las costumbres de toda una vida.
—Sí, Fabiola —dijo con cautela.
—¿Qué ocurre? —preguntó Fabiola, levantándose. Poseía una belleza espectacular: era esbelta, de pelo negro, y llevaba un camisón de seda y lino sencillo pero caro. Las joyas bien elaboradas de oro y plata le tintineaban en el cuello y los brazos—. ¿Docilosa?
Se produjo un silencio.
—Han llegado noticias del norte —anunció Docilosa—. De Brutus.
La alegría inicial fue reemplazada por el terror. Aquello era lo que Fabiola deseaba: noticias de su amado. Dos veces al día sin falta, rezaba en el altar de un rincón del patio principal de la villa. Ahora que Júpiter había respondido a sus plegarias, ¿serían buenas noticias? Fabiola escudriñó el rostro de Docilosa para ver si intuía algo.
Decimus Brutus estaba aislado en Ravenna con César, su general, que planificaba el regreso a Roma. Estratégicamente situada entre la capital y la frontera con la Galia Transalpina, Ravenna era el refugio invernal preferido de César. Allí, rodeado de sus ejércitos, podía controlar la situación política, lo cual estaba permitido al norte del río Rubicón. Pero que un general lo cruzara sin renunciar a su mando militar, es decir, entrando en Italia armado, se consideraba un acto de alta traición. Así pues, todos los inviernos César observaba y esperaba. El Senado, descontento, poco podía hacer al respecto, mientras que Pompeyo, el único hombre con la fuerza militar suficiente para plantar cara a César, no se pronunciaba. La situación cambiaba a diario, pero una cosa era segura: había problemas a la vista.
Por consiguiente, a Fabiola le sorprendieron las noticias de Docilosa.
—Ha estallado la rebelión en la Galia Transalpina —reveló—. Hay luchas encarnizadas en muchas zonas. Según parece, están masacrando a los colonos y comerciantes romanos de las ciudades conquistadas.
Fabiola exhaló lentamente intentando domeñar el pánico ante la nueva amenaza que se cernía sobre Brutus. «Recuerda lo que has superado —pensó—. Has vivido situaciones mucho peores que ésta.» Gemellus, su cruel amo anterior, había vendido a Fabiola virgen con trece años de edad a un prostíbulo caro. Para colmo del horror, también había vendido a su hermano Romulus a una escuela de gladiadores. Se le partía el corazón sólo de pensarlo. Había pasado cuatro años en el Lupanar obligada a prostituirse. «Entonces no perdí la esperanza. —Fabiola miró la estatua del altar con veneración—. Y Júpiter me libró de la vida que despreciaba.» La salvación había llegado en forma de Brutus, uno de los amantes más entregados de Fabiola, que la compró a Jovina, la madama del burdel, a cambio de una gran cantidad de dinero. «Lo imposible siempre es posible», caviló Fabiola, y se sintió más tranquila. Seguro que Brutus estaba a salvo.
—Creía que César había conquistado toda la Galia… —comentó.
—Eso dicen —musitó Docilosa.
—Aun así, no ha habido más que conflictos —replicó Fabiola. Ayudado por Brutus, el general más osado de Roma no había dejado de sofocar problemas desde que su sangrienta campaña se había dado supuestamente por concluida—. ¿Qué ocurre ahora?
—El jefe Vercingétorix ha exigido, y conseguido, el reclutamiento de las tribus —explicó Docilosa—. Decenas de miles de hombres acuden en tropel a luchar bajo su estandarte.
Fabiola frunció el ceño. No era la noticia que quería escuchar. Teniendo en cuenta que la mayoría de sus fuerzas estaban destacadas en los cuarteles de invierno justo en el interior de la Galia Transalpina, César podía enfrentarse a verdaderos problemas. Los galos eran guerreros fieros que se habían resistido con fuerza a la conquista romana, y que habían perdido debido a la extraordinaria capacidad de César como estratega y a la disciplina férrea de las legiones. Si las tribus de verdad se unían, un alzamiento podía tener consecuencias catastróficas.
—Y lo que es peor —continuó Docilosa—. Ha caído mucha nieve en las montañas de la frontera.
Fabiola apretó los labios. En su último mensaje, Brutus le decía que pronto iría a visitarla. Ahora no sería posible.
Y, si César no contactaba a tiempo con sus tropas para sofocar la rebelión antes de la primavera, el problema se extendería por todas partes. Vercingétorix había elegido cuidadosamente el momento, pensó Fabiola enfadada. Si la revuelta tenía éxito, todos los planes que ella había urdido a conciencia se irían al garete. No cabía la menor duda de que miles de hombres perderían la vida en la lucha subsiguiente, pero tenía que pasar por alto tan elevado coste. Independientemente de lo que ella deseara, esos hombres morirían de todos modos. Si César obtenía una victoria rápida, el derramamiento de sangre sería menor. Fabiola lo deseaba ardientemente porque así Brutus, su ferviente seguidor, se cubriría de gloria. Pero no se trataba sólo de eso. Fabiola tenía un solo objetivo en mente: si César triunfaba, ella también recogería sus frutos.