El águila de plata (40 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: El águila de plata
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Se daba cuenta de que Brennus pensaba lo mismo, pero ninguno de los dos sabía qué decir a sus compañeros.

—¡Sed valientes! —gritó una voz conocida.

Giraron la cabeza sorprendidos.

Tarquinius se abrió camino entre las filas y apareció ante los asustados soldados. Dando la espalda al enemigo a propósito, levantó la mano para pedir silencio.

Se hizo el silencio en la Legión Olvidada.

—Estamos muy lejos de Italia —empezó el arúspice—. Todo un mundo aparte.

Su comentario fue recibido con risas nerviosas.

—Pero eso no significa que podáis olvidar quiénes sois. Mirad detrás de vosotros —instó—. Al águila de plata.

Los legionarios obedecieron.

—Observa todos vuestros movimientos —anunció Tarquinius en voz alta.

El
aquilifer
se dio cuenta de la trascendencia del momento y levantó bien alto el mástil de madera. Unos rayos de sol iluminaron al pájaro de metal y el trueno dorado en sus garras brillaba y destellaba. Era inevitable no sentirse impresionado por su mirada imperiosa, pensó Romulus, animándose. Ni siquiera los elefantes podían asustar al águila.

Orgullosos, los soldados se miraron unos a otros intentando tranquilizarse.

—¡Sois soldados romanos! —gritó Tarquinius—. ¡Que no huyen!

Estas palabras recibieron una ovación desigual, aunque muchos seguían sin estar convencidos.

—¿Qué podemos hacer contra esos monstruos? —gritó un soldado que se encontraba cerca de Romulus.

—Los cabrones de los partos no servirán de nada —dijo otro—. Las monturas estarán aterrorizadas.

Estas palabras fueron recibidas con murmullos de inquietud. Como muchos sabían, el olor a almizcle de los elefantes aterrorizaba a los caballos. Para que aceptasen la presencia de animales tan extraños, antes tenían que ser adiestrados.

—Tampoco tenemos cerdos en llamas para colocarlos entre los elefantes —bromeó Aemilius.

Se oyeron carcajadas de los que habían captado el chiste. Una de las tácticas más útiles empleadas contra los elefantes cartagineses había sido cubrir de grasa a los cerdos, prenderles fuego e introducir a los gritones animales en medio de las filas enemigas.

«Si tuviésemos hachas», pensó Romulus. Otro método que se había utilizado anteriormente contra estos enormes animales consistía en colocarse debajo y cortarles el tendón del corvejón.

Pero Tarquinius era el único en toda la Legión Olvidada que poseía esa arma.

—No tenemos —dijo Tarquinius esbozando una leve sonrisa—. Pero los hoplitas de Alejandro aprendieron a derrotarlos hace mucho tiempo —reveló—. Muy cerca de aquí.

Un amago de esperanza asomó en algunos rostros. Pese a su antiguo esplendor, Grecia estaba ahora bajo control romano; sus falanges, otrora invencibles, no podían competir con las legiones. Sin duda, ellos también podrían igualar lo que un pueblo conquistado había logrado.

—Y más recientemente que los griegos —prosiguió Tarquinius—, muchos legionarios romanos aprendieron a luchar contra los elefantes en Cartago y los vencieron. Sin cerdos.

—¡Explícanos cómo lo consiguieron! —gritó Aemilius.

Romulus y Brennus asintieron gritando y, entre los soldados romanos, se respiró un aire de mayor determinación.

Tarquinius parecía satisfecho.

—¡Utilizad las lanzas largas! —indicó—. Mantenedlas juntas. Apuntad a los puntos más sensibles de los elefantes: la trompa y los ojos. No avanzarán, el dolor se lo impedirá.

Los legionarios de más cerca asintieron con la cabeza, entusiasmados.

—¡Y soldados armados
con pila]
! —gritó el arúspice—. ¡Vuestra función es la más importante de todas!

Los que estaban en la retaguardia aguzaron el oído.

—Los cornacas controlan a los elefantes. Se sientan a sus hombros, justo detrás de la cabeza, con muy poca armadura o ninguna. Lo único que los protege es el abanico de cuero que tienen delante —explicó Tarquinius—. Matadlos y los elefantes darán media vuelta y huirán.

La determinación empezó a reemplazar a parte del miedo.

—Después ya sólo tendremos que encargarnos del resto —bromeó Aemilius—. Ningún problema, ¿eh?

No había más que decir. Los soldados se sonrieron unos a otros, saber que habían pasado juntos por situaciones infernales les daba fuerzas. Incluso rieron y se dieron palmadas en los hombros. Aceptaban que la muerte era probable, pero no iban a huir. Sólo los cobardes huían.

Un cuervo graznó en lo alto. Era un buen augurio y todas las miradas se dirigieron al cielo.

Romulus miraba con el resto y observó cómo el pájaro negro descendía en picado desde detrás de su posición, controlando el vuelo con una precisión sorprendente. Giró la cabeza y miró a los legionarios formados que tenía detrás. Resultaba extraño, pero Romulus tenía la sensación de que evaluaba el campo de batalla y no lograba deshacerse de ella.

Tarquinius vio que miraba y también alzó la vista cuando el cuervo cruzó la tierra de nadie. Incluso las tropas indias empezaron a mirar al cielo.

Al sobrevolar las líneas enemigas, el pájaro graznó de nuevo, un graznido brutal, furioso, que perforó el aire. Era como si de alguna manera la presencia del ejército indio le molestase. Sin más avisos, el cuervo replegó las alas y se lanzó en picado contra el primer elefante. Como si de una piedra negra se tratase, descendió a toda velocidad apuntando su fuerte pico directamente a la cabeza del animal.

Brennus también lo había visto.

—¿Qué hace?

Sobrecogido por su valentía suicida, Romulus no respondió.

Más y más legionarios empezaron a señalar y a gesticular.

—¡El cuervo nos está ayudando! —gritó Tarquinius—. ¡Es una señal de los dioses!

Al final, de las gargantas de los soldados brotó una ovación de aprobación.

Incluso Pacorus y sus guerreros miraban con curiosidad.

—¡Mitra vela por nosotros! —gritaron varios guerreros—. ¡Ha enviado a su
corax
en nuestra ayuda!

Contento con esta revelación, Romulus rezó una plegaria a su nueva deidad preferida.

Lentamente, el cornaca que conducía al primer elefante se dio cuenta de que algo pasaba. Cuando vio que el cuervo descendía en picado hacia él, gritó de miedo. Su chillido bastó para inquietar al inmenso animal, que levantó la trompa y bramó asustado. La respuesta de los otros elefantes fue inmediata. Fuertes bramidos de peligro recorrieron la línea india mientras los cornacas se esforzaban por controlar sus monturas. La respuesta de la infantería y de la caballería fue muy grata: estaban aterrorizados.

—¿Lo veis? —gritó Tarquinius—. ¡Temen a sus propios animales! Si logramos espantarlos, darán media vuelta y huirán.

Ahora los legionarios ovacionaron enardecidos.

Cuando el cuervo estaba a menos de veinte pasos de la cabeza del elefante, detuvo de repente su descenso e inició de nuevo el vuelo hacia el cielo. Montones de arqueros indios dispararon sus arcos, pero de nada sirvió. Densos grupos de flechas volaron en el aire para caer después en la tierra, desperdiciadas. El cuervo batió las alas con fuerza y enseguida alcanzó cierta altura fuera del alcance de las armas. Sin más preámbulos, voló hacia el oeste, su extraña acción fue todo un misterio.

«Se dirige hacia Italia», pensó Romulus con tristeza. Por alguna razón, una imagen vivida de Fabiola acudió a su mente y le dio fuerzas.

No vio los oscuros ojos de Tarquinius posados en él.

El pájaro negro dejó tras de sí elefantes inquietos, cornacas furiosos y un ejército indio menos seguro. El primer elefante seguía muy alterado, había retrocedido a trompicones y se había salido de la formación. A través del aire se oyeron los gritos de los numerosos soldados de infantería al ser aplastados.

—¡Si un cuervo puede asustar de esa manera a un elefante, imaginaos los que puede hacer una docena de lanzas en la cara! —Tarquinius alzó el puño cerrado—. ¡La Legión Olvidada!

Orgulloso del nombre que había acuñado, Brennus también gritó.

Un enardecido clamor recibió las palabras del arúspice. La respuesta de los legionarios, cada vez más fuerte al recorrer las filas, derivaba tanto de la desesperación como de la valentía. Como en Carrhae, no había adonde ir. Ni dónde esconderse. No quedaba más remedio que luchar o morir.

Las razones de los soldados no importaban, pensó Romulus. Como bien sabía por la arena, el valor era una mezcla de muchas emociones. Lo que importaba era creer que existía una posibilidad de sobrevivir, por pequeña que fuese. Sujetó con fuerza la lanza y se agarró a la chispa de esperanza que le quedaba en el corazón, preparándose para el titánico esfuerzo. «Mitra, vela por nosotros», pensó.

El jefe del ejército indio no demoró más el ataque. No había por qué. El extraño comportamiento del cuervo ya había proporcionado una pequeña ventaja al enemigo. Cuanto antes lo aplastase, mejor. Su primer error fue enviar los carros de guerra.

Con las ruedas chirriantes, rodaban hacia las líneas romanas a la velocidad de un hombre caminando deprisa. Cientos de soldados de infantería los acompañaban y rellenaban los huecos que quedaban entre ellos para formar una gran muralla de hombres y armas. Los músicos tocaban los tambores, los platillos y las campanas y los soldados gritaban mientras se acercaban. El ruido era ensordecedor. Los indios, acostumbrados a aplastar las formaciones enemigas con la primera carga, rebosaban confianza.

Entonces los carros llegaron a los canales ocultos que habían convertido la tierra en un barrizal.

En ese momento, las sólidas ruedas de los primeros carros se hundieron en el barro. Estas plataformas de guerra, voluminosas, difíciles de maniobrar e increíblemente pesadas, sólo servían para circular por terrenos llanos y firmes. Los frustrados aurigas fustigaban a los caballos. Los corceles obedecieron con valor y avanzaron unos pasos más. Ahora los carros se hundían hasta los ejes, y el ataque se detuvo antes de tan siquiera acercarse a los legionarios que los esperaban.

La respuesta de Pacorus fue inmediata.

—¡Disparad! —bramó a los soldados encargados de las
ballistae
que cubrían el frente.

El
optio
de cabello entrecano al frente de la unidad había estado esperando este momento y ya había señalado la distancia a la que se encontraban los indios de su posición. Estaban a menos de doscientos pasos, una buena distancia para alcanzarlos. Gritó una orden y las seis potentes máquinas dispararon a la vez y lanzaron piedras más grandes que una cabeza humana, formando un elegante arco sobre las líneas romanas.

Romulus observaba intimidado. Desde antes de Carrhae no había visto muchas veces las
ballistae
en funcionamiento. Las batallas campales que había librado la Legión Olvidada no habían sido lo suficientemente grandes como para requerir su utilización. Sin embargo, aquel día todo disparo contaba. Lo importante era causar el máximo número de bajas enemigas. Aquélla era su única posibilidad de victoria.

La descarga era un buen comienzo.

La señal de alcance que había marcado el
optio
era exacta. La sexta piedra solamente destrozó la rueda frontal de un carro inmovilizándolo, pero el resto dio en blancos humanos. Arrancaron cabezas limpiamente, aplastaron pechos, pulverizaron extremidades. Los horrorizados compañeros de quienes habían sido alcanzados se hallaban envueltos en una nube roja formada por la sangre que salía a chorros de las carótidas. Todavía con fuerza plena, las piedras continuaron su camino para agujerear los laterales de los carros o herir a más soldados antes de caer al suelo y salpicar barro y agua.

Los sorprendidos indios apenas tuvieron tiempo de reaccionar antes de que las
ballistae
disparasen otra vez. Partieron más carros en dos y mataron o hirieron a sus ocupantes. Para su siguiente descarga, el
optio
ordenó a sus hombres que cargasen piedras más pequeñas y que apuntasen a la infantería. Era como ver caer una fuerte lluvia sobre los campos de trigo, pensó Romulus. Cuando los proyectiles aterrizaron, causando muchas más bajas que las descargas anteriores, abrieron grandes huecos en las filas indias. Era una auténtica carnicería.

—Los detenemos con el barro y después masacramos a los pobres diablos —dijo Brennus con una sonrisa—. Muy eficiente. Muy romano.

—Ellos nos harían lo mismo a nosotros —replicó Romulus.

—Cierto —contestó el galo—. Y aun así quedarán muchos.

Pacorus, interesado en conservar la munición de las catapultas que disminuía rápidamente, hizo una señal al
optio
para que dejasen de disparar. Sus descargas habían pulverizado el ataque indio. La infantería enemiga ya huía despavorida hacia sus propias líneas.

Las
bucinae
indicaron que la primera y la tercera cohorte avanzasen a la vez. Los soldados dejaron sus pesadas lanzas atrás y trotaron hacia delante, con las
caligae
chapoteando en el barro. Romulus apretó los dientes. Su objetivo era matar a los supervivientes.

La truculenta tarea no se prolongó demasiado. Era un mal necesario: había que reducir el número de soldados enemigos y socavar la moral de los compañeros supervivientes. La confusión y el miedo reinaban en la principal fuerza india, obligada a ver cómo los legionarios mataban a los desventurados que habían quedado atrás. Poco después, lo único que se veía en la zona embarrada eran soldados romanos. La infantería india yacía desperdigada en montones, mientras otros cuerpos adornaban las plataformas de guerra medio cuerpo dentro y medio fuera, como si intentasen escapar.

Sonó el toque de retirada.

Romulus, preocupado por los caballos amarrados a los tirantes que intentaban desasirse en el barro ante los carros inmovilizados, se encargó de cortar todas las correas de cuero que pudo. También era una forma de evitar matar a los soldados enemigos heridos e indefensos. Ya había logrado soltar a varios caballos cuando Brennus lo agarró.

—¡Venga! —le instó el galo—. No puedes ayudarlos a todos.

Romulus vio que sus compañeros ya estaban a medio camino de sus líneas. Al otro lado, el enfurecido jefe indio indicaba a los cornacas que avanzasen. Con pasos lentos y pesados, los elefantes, ya más tranquilos, empezaron a avanzar.

—No queremos que cuando ésos lleguen nos encuentren aquí —bromeó Brennus.

Con la descarga de adrenalina, los dos se rieron por lo absurdo que resultaban dos hombres luchando contra un ejército de elefantes. Dieron media vuelta y echaron a correr.

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