El centurión parto les lanzó una furibunda mirada cuando volvieron a su posición. Pero no era ni el momento ni el lugar para castigar pequeñas infracciones como ésa. Al fin y al cabo, habían muerto cientos de indios y no había habido ninguna baja en el bando parto.
La actitud de los legionarios al ver que los elefantes se acercaban era mucho más resuelta, pues el éxito de los canales de agua y las descargas de las catapultas los había animado. Los oficiales enemigos habían vuelto a formar la infantería, que ahora marchaba entre los paquidermos y que utilizaban para protegerse de un ataque.
Romulus enseguida se dio cuenta de cuál iba a ser la táctica de los indios. Los elefantes intentarían destruir el muro de protección romano y entonces los soldados de infantería se colarían por los huecos que quedasen. Si esto sucedía así, la Legión Olvidada sería rápidamente aplastada. Romulus hizo una mueca. Era vital que utilizasen las lanzas largas, como había dicho Tarquinius.
La caballería india se separó de su ejército gritando y, a medio galope, se dirigió hacia el oeste. No tenía sentido intentar cargar a través de la masa de carros abandonados y de cadáveres, así que el comandante indio había ordenado un profundo ataque por los flancos del enemigo. Eso no preocupaba a Romulus. Gracias a las trincheras defensivas, ningún intento de flanquear a la Legión Olvidada funcionaría. Además, dudaba que jinetes tan poco armados pudiesen penetrar en las cohortes de reserva. Como mínimo habían reservado mil lanzas largas para utilizarlas precisamente en un escenario como ése.
Romulus se apoyaba en un pie y después en el otro y confiaba en los soldados que tenía detrás, de la misma manera que ellos dependían de Brennus y de él. Si sobrevivían, quizá su condición de esclavos fugados no sería motivo de odio para los otros legionarios. En el fondo de su corazón, Romulus dudaba que fuese así. Parecía que, a los ojos de los ciudadanos y de los hombres libres, había una mancha ineludible en el carácter de un antiguo esclavo. Esta aserción le dejó un amargo sabor de boca. Deseaba que lo aceptasen por lo que era: un buen soldado.
Con las varas cortas para guiar a sus monturas, los cornacas maniobraron entre los carros encallados llenos de cadáveres. Los obstáculos ralentizaban el avance y hacían que los elefantes se agrupasen. Dada su gran envergadura, juntos se convertían en blancos excelentes.
—¡Disparad! —bramó el
optio
que estaba al lado de las
ballistae.
Por el aire volaron más piedras que alcanzaron a los elefantes en la cabeza y en el cuerpo. Algunas golpearon a los guerreros en la espalda y los hicieron caer al suelo. Los proyectiles no eran lo suficientemente potentes como para herir de gravedad a aquellos inmensos animales; pero, mejor aún, producían miedo y sembraban confusión. Muchos elefantes ignoraron a sus desesperados cornacas e inmediatamente dieron media vuelta y salieron disparados hacia la lontananza. Pisotearon sin contemplaciones a los soldados de infantería que se cruzaban en su camino.
Dos elefantes empezaron a pelearse con fiereza, dándose golpes mutuamente con los colmillos coronados con puntas de hierro, en un intento de herir o neutralizar. Cayó otra descarga de piedras, un elefante recibió un golpe en el ojo y también huyó bramando de dolor. Pero los demás, mejor adiestrados, siguieron avanzando.
Detrás, cerca de los elefantes, marchaba la infantería india apiñada, lo que permitió a los romanos estudiarla bien por primera vez. Muchos hombres lucían turbantes de tela y llevaban una increíble variedad de prendas, desde taparrabos hasta armaduras de cuero y cotas de malla. Muchos portaban escudos redondos, y otros, escudos largos fabricados con pieles de animales. Romulus vio escudos con forma de medialuna similares a los que utilizaban los escitas, y también redondos y triangulares. Los soldados de infantería iban armados con lanzas, espadas largas y cortas, hachas y cuchillos. Al igual que los
retiarii
en la arena, algunos incluso llevaban tridentes. Romulus ni siquiera logró reconocer varios tipos de armas: dobles filos en forma de hoja con una empuñadura corta en el centro, y trozos de madera gruesa envueltos en placas de hierro.
Sin embargo, ningún soldado le inspiró el miedo que le inspiraron los elefantes. Ahora estaban muy cerca. Eran aterradores; el más cercano tenía una bola de metal con púas sujeta a una cadena que le colgaba del extremo de la trompa. Romulus se imaginó su poder destructor. De repente, la larga lanza que sujetaba en la mano, fabricada con hierro de Margiana y que tan bien iba para luchar contra enemigos a caballo, parecía insignificante.
Siguiendo órdenes, la mitad de los legionarios se habían colgado al hombro los
scuta
con las correas de cuero. Sólo serviría una empuñadura doble en las lanzas. Para luchar contra los soldados de infantería enemigos, de cada dos legionarios, el segundo mantenía el escudo y desenvainaba la espada.
Poco después les llegó el olor a almizcle del elefante. Era un olor fuerte, aunque no desagradable; a Romulus le pareció oler también a alcohol. Le habían pintado líneas alrededor de los ojos con pintura de colores y, en la cabeza, llevaba un ornamentado tocado de plata que completaba su aspecto exótico y aterrador. La trompa prensil, cuya punta olfateaba el olor tan extraño de los romanos, se balanceaba de un lado a otro y hacía oscilar la bola letal. El cornaca gritaba y utilizaba el focino para obligar al elefante a iniciar una desgarbada carrera. Arriba, sobre su lomo, los guerreros preparaban los arcos y las lanzas. Por delante de Romulus pasaron unas flechas lanzadas de forma precipitada y una de ellas se clavó en el ojo de un legionario.
Sus gritos enervaron aún más a los otros soldados. Por todas partes se veían rostros lúgubres. Los soldados frotaban amuletos fálicos de la suerte, se aclaraban la garganta nerviosamente y escupían en el suelo; otros susurraban plegarias a sus deidades preferidas. Al menos un legionario vomitó, había llegado al límite de su valor. El olor acre de la bilis se mezclaba con el olor del elefante y el del sudor de los soldados.
Romulus dirigió la mirada a Brennus. El galo lo miraba con orgullo y él bajó la cabeza avergonzado. Notaba una sensación de desasosiego. Algo que Tarquinius había dicho hacía mucho tiempo. ¿Llegaría ahora ese momento?
—¡Lanzas en alto! —ordenó Aemilius, todavía tranquilo—. ¡Los de atrás, preparad los
pila
!
Cuando las filas delanteras obedecieron, se oyó el ruido de las astas de madera. Detrás de ellas, fila tras fila de brazos derechos retrocedieron y apuntaron hacia arriba las puntas dentadas. Las flechas indias zumbaban en el aire, pero a los legionarios no les quedaba otro remedio que ignorarlas. Algunas alcanzaron su objetivo y abrieron pequeños huecos en la línea. Siguieron más saetas, acompañadas de una descarga de piedras de las hondas enemigas.
Veinte pasos separaban a los dos bandos.
La infantería india, con espeluznantes gritos de guerra, se lanzó a una carga completa.
Un sudor frío humedeció la frente de Romulus; sin embargo, la punta de su lanza no vaciló. Curiosamente, Brennus empezó a reír con un sonido extraño y discordante que provenía de lo más hondo de su pecho. Los ojos azules se le iluminaron con el furor de la batalla y eso le daba un aspecto aterrador. Romulus se alegraba de que el galo luchase con él y no contra él.
—¡Manteneos firmes, muchachos! —gritó Aemilius.
Hay que decir en honor de los legionarios que no rompieron filas.
El elefante que iba a la cabeza alcanzó el bosque de lanzas bramando con furia por los golpes del cornaca. A su paso, las lanzas se doblaron como ramitas y la mitad sencillamente se partió en dos.
Romulus sólo veía unos colmillos brillantes con los extremos de metal, una trompa que se balanceaba y la boca abierta del furioso animal. Por ambos lados de la cara le caían chorros de un líquido denso de olor acre, pero Romulus no conocía la importancia de este hecho. Más tarde, descubriría el significado de que el elefante macho «engendrase cólera». Pero lo único que podía hacer en aquel momento era reaccionar. Y utilizar la lanza.
—¡Apuntad a la cabeza! —gritó Aemilius—. ¡Disparad las jabalinas!
Dispararon una ráfaga de
pila
que alcanzó al elefante en la cara e hirió al cornaca en el brazo derecho. Dos de los guerreros montados sobre su lomo cayeron heridos o muertos, pero el tercero siguió disparando flechas a los legionarios. Bramando con furia, el inmenso animal balanceó la cabeza y la bola de metal con púas que colgaba de una cadena dio vueltas hacia delante y apartó las largas lanzas como si de broza se tratase. Al retroceder, el arma mortal se llevó por el aire a tres soldados, a uno le aplastó el cráneo y a los otros dos los hirió de gravedad.
El cornaca se inclinó sobre la oreja de su montura para darle gritos de ánimo.
La bola volvió a oscilar y destrozó las primeras filas.
Al soldado que estaba junto a Romulus la bola le dio de refilón y le partió el hombro en pedazos. Con los aros de la cota de malla clavados en la carne y gritando de dolor, el soldado cayó desplomado.
Romulus, aliviado por no haber sido él, apuñaló al elefante en la cara. De nada sirvió. La potencia destructora del animal igualaba el puro terror que inspiraba. Todos los esfuerzos de los romanos fueron en vano: era como intentar matar a un monstruo mítico. Hasta las potentes estocadas de Brennus parecían surtir poco efecto. Romulus empezaba a desesperarse, cuando una jabalina afortunada alcanzó al cornaca en el pecho. El extremo piramidal de hierro de la lanza, arrojada por un legionario situado varias filas más atrás, le penetró entre las costillas. Herido de muerte, cayó de lado.
—¡Ésta es nuestra oportunidad! —gritó Romulus al recordar el consejo de Tarquinius—. ¡Atacadlo!
Los soldados se animaron y una docena de lanzas largas se clavaron en el cuello y los hombros del elefante y penetraron en la armadura de cuero. De las múltiples heridas le brotaron chorros de sangre. Bramando de dolor y sin el cornaca que lo guiase, el elefante dio media vuelta y se dirigió con pasos pesados hacia las filas indias, aplastando a los soldados como si fuesen fruta madura.
Antes de que los legionarios pudiesen vitorear, la infantería enemiga los atacó.
Brennus saltó hacia delante. Con un inmenso tajo del
gladius
, decapitó al primer soldado que se le acercó.
Rápidamente, Romulus dejó caer la lanza y se descolgó el
scutum
. Todos los compañeros que lo rodeaban hicieron lo mismo, pero no había tiempo para formar un muro de escudos completo.
Bajos y enjutos, los soldados de tez morena irrumpieron en los huecos dando estocadas y apuñalando a diestro y siniestro.
Romulus clavó el tachón de su escudo en el rostro de un indio barbudo y notó cómo se le partía el pómulo con el impacto del metal. Cuando el soldado se tambaleó hacia atrás, Romulus le clavó la espada en el vientre desprotegido. Fue una estocada mortal y Romulus recuperó la espada e ignoró al indio. «Céntrate en el siguiente enemigo —pensó—. No te desconcentres.»
Incluso mientras mataba a otro soldado, Romulus sabía que el ataque de los indios era demasiado potente. A pesar de todo, siguió luchando. ¿Qué otra cosa podía hacer? Como una máquina, golpeaba y cortaba con el
gladius
, siempre consciente de los soldados que tenía a ambos lados. A su lado, Brennus gritaba como un poseso, despachando a todo indio que se le acercase.
Al final, gracias a una gran disciplina, el muro de escudos se volvió a formar en esa sección de la línea. Sin el apoyo de los elefantes, los soldados indios de infantería, poco armados, no pudieron romper la formación de la Primera. Romulus miraba a su alrededor con desespero y vio que su centro se mantenía bien, pero que las cohortes situadas a ambos lados empezaban a fallar bajo la presión.
Entonces, el flanco izquierdo cedió.
Tres elefantes, barritando de ira y de triunfo, avanzaron seguidos de cientos de guerreros que gritaban.
Al verlos, a Romulus lo embargó la desesperación. El fin estaba cerca. Simplemente eran demasiados indios. Ni siquiera las reservas podrían detenerlos.
Brennus y él intercambiaron una elocuente mirada, cargada de significado para los dos. Amor. Respeto. Honor. Orgullo. Palabras que no tenían tiempo de pronunciar.
Los indios frente a la primera cohorte intuían la victoria y redoblaron el ataque. Poco después, media docena de hombres había muerto bajo las hojas de las espadas de Romulus y de Brennus. Luego ascendieron a diez, pero el enemigo ya no temblaba ante el peligro. Percibían el aroma de la victoria. Con gritos incoherentes, avanzaron indiferentes al hecho de que la muerte esperaba a quienes iban al frente.
De repente, cuando Romulus extraía el
gladius
del pecho de un hombre delgado de costillas prominentes, el fragor de la batalla se atenuó. Oyó una voz por detrás.
—¡Hora de partir!
El moribundo enemigo caía a cámara lenta, y Romulus tuvo unos instantes de tranquilidad antes de que otro lo reemplazase. Giró la cabeza.
El arúspice estaba detrás, a dos pasos de él, sujetando el hacha con las dos manos. Sorprendentemente, irradiaba una nueva energía. Ya no estaba encorvado, y la fatiga que lo avejentaba había desaparecido. Ahora se parecía más al Tarquinius de siempre.
Romulus estaba atónito. Sentía, en igual medida, alegría y confusión ante la reaparición de Tarquinius.
—¡Abandonad a vuestros compañeros! —exclamó con voz entrecortada.
—No podemos huir. —Brennus lo miró enfadado por encima del hombro—. Tú dijiste que libraría una batalla que nadie más podría librar. Ha de ser ésta.
El arúspice lo miró fijamente.
—Aún no ha terminado —respondió.
El galo lo miró de hito en hito y a continuación asintió con la cabeza una sola vez.
Una mueca de angustia apareció en el rostro de Romulus. No podía soportarlo: su presentimiento era correcto.
Antes de que Romulus pudiese pronunciar una palabra, Tarquinius volvió a hablar.
—Debemos marcharnos inmediatamente o perderemos nuestra única oportunidad. Estaremos a salvo en la otra orilla del río.
Sus miradas siguieron el brazo extendido de Tarquinius que señalaba la otra orilla totalmente desierta. Para alcanzarla, tendrían que abrirse camino entre la amarga batalla que se libraba mano a mano entre los elefantes y los legionarios condenados del flanco izquierdo.