Insegura, Fabiola se mordió el labio.
—Los dos huelen el peligro como un perro de caza huele el rastro —prosiguió Secundus—. Lo habremos pasado en media hora. No más.
Sextus esbozó una sonrisa alentadora.
La tentación era demasiado para Fabiola. Si Sextus, su talismán de la buena suerte, estaba convencido, entonces debía de ser seguro. Ignorando las quejas de Docilosa, asintió con la cabeza.
Delante iban tres de los hombres de Secundus con los arcos preparados para disparar. A continuación seguía la litera transportada por dos esclavos sudorosos y flanqueada a ambos lados por un par de veteranos. Lo angosto del camino y las largas ramas obligaban a estos hombres a encorvarse continuamente al caminar. En la retaguardia se encontraban Sextus, Secundus y sus dos últimos seguidores. Aquélla no era ni mucho menos la manera ideal de continuar el viaje, pensó Fabiola al mirar hacia fuera y estar a punto de perder un ojo a causa de una rama afilada medio podrida.
En la penumbra, el tiempo pasaba lentamente. En un intento por levantar el ánimo, Fabiola empezó a conversar con Docilosa sobre la posibilidad de encontrar a Sabina, su hija. Se la habían arrebatado con tan sólo seis años y había sido vendida como ayudante a uno de los templos. No era el tema adecuado. La expresión de amargura de Docilosa se acentuó y se mantuvo inalterable pese a lo que Fabiola dijese. Si alguna vez surgía la oportunidad, Fabiola estaba decidida a intentar averiguar el paradero de Sabina. Aunque tuviese que pagar una suma importante, merecería la pena sólo por ver sonreír a Docilosa.
Docilosa fue la primera que notó algo.
—¿Qué sucede? —preguntó de repente.
Inmersa en sus pensamientos, Fabiola no reaccionó.
La litera se detuvo bruscamente y el susto hizo salir a Fabiola de su ensimismamiento.
Durante unos segundos sólo hubo silencio; pero, a continuación, el aire se llenó de gritos aterradores. Venían de todas partes y Fabiola se quedó petrificada.
—¿Fabiola?
Volvió en sí al oír la voz de Secundus.
Los suaves sonidos sibilantes iban seguidos de golpes y gritos de dolor. Flechas, pensó Fabiola. Una emboscada. ¿Los dioses no iban a dejarla nunca en paz?
—¡Salid! ¡Deprisa!
Docilosa estaba aterrorizada, pero Fabiola la agarró del brazo y la instó a seguirla. Si no se movían, morirían. Apartó las cortinas y, para descender al suelo, se abrió camino entre las densas ramas. Docilosa, que farfullaba para sí, también descendió. Sextus las esperaba y las condujo hacia delante con actitud protectora. Parecía avergonzado.
Fabiola se agachó y se dirigió a la parte delantera de la litera. Allí se agazapaban tres de los hombres de Secundus con los escudos juntos para formar una pantalla protectora. La embargó una gran inquietud. El camino que tenían ante ellos había sido bloqueado con grandes rocas y ramas secas que impedían que los esclavos pasasen con la litera. Y, detrás de la barrera, unos individuos embutidos en capas disparaban ráfagas de flechas a los ex legionarios. Debido a las ramas bajas y a la poca luz, no se les veía el rostro. Fuese cual fuese la identidad de los autores de la emboscada, habían actuado con rapidez para colocar la trampa tras el regreso de la patrulla de reconocimiento.
Fabiola miraba de un lado a otro en un intento de evaluar la situación.
Sólo se veía bien un cuerpo, el de un veterano. Una flecha le sobresalía de la boca abierta, un disparo mortal que probablemente le había provocado un breve e intenso dolor antes de dejarlo inconsciente. No veía a los otros seis ni a Secundus.
—¿Dónde está? —preguntó Fabiola.
—Al otro lado de la litera —contestó en tono grave uno de los veteranos—. Arrodillado detrás de su
scutum
, como nosotros.
—¡No nos podemos quedar aquí! —protestó Fabiola—. ¡Nos matarán uno a uno!
Reafirmando su observación, dos flechas golpearon la litera justo encima de sus cabezas. Los esclavos gimieron de miedo. A continuación, los agresores los abuchearon e insultaron.
Sextus y los tres veteranos la miraron sin mediar palabra. Fabiola se dio cuenta de que estos soldados rasos estaban acostumbrados a seguir órdenes, no a darlas. Ahora bien, tampoco iban a obedecerla a ella, una mujer en la que no confiaban. De manera que se sintió aliviada cuando Secundus apareció por detrás de ella. Ante la posibilidad de llevar armas o de protegerse, Secundus había optado por la opción más segura de llevar un escudo. Iba acompañado por otros cinco hombres, uno de ellos con una flecha rota que le sobresalía del brazo izquierdo. Esto significaba que la única víctima era el desventurado que yacía delante de la litera.
Todos esperaban a que Secundus hablase.
—Sólo hay una salida —dijo—. Y no es batirse en retirada.
—¿Por qué no? —preguntó Fabiola. Al menos sabían el camino que tenían detrás. ¿Quién sabía lo que había delante?
—He oído voces por detrás.
—Yo también —añadió el más viejo del grupo.
Todos fruncieron el ceño ante tal aserción.
—Otro grupo que espera para masacrarnos si salimos corriendo —dijo un veterano de rostro cetrino picado de viruela.
—Son más de los que creíamos —masculló Secundus. Se agachó e hizo señas.
Sus hombres se apiñaron inmediatamente a su alrededor y Fabiola, que sabía que en estas situaciones tenía que dejarse guiar, hizo lo mismo.
—Vamos a cargar contra esos cabrones —declaró Secundus con seguridad—. Vamos a cruzar la barrera.
—Como en los viejos tiempos —añadió el hombre de rostro cetrino.
Asintieron con fuertes movimientos de cabeza. Enfrentados a la muerte una vez más, los veteranos sintieron la emoción conocida de la batalla. Además de la subida de adrenalina y del nudo en el estómago causado por el miedo, la situación era agradable. Jamás uno de ellos había rehuido su deber; no lo iban a hacer ahora.
—¿El primero que remonte la barrera recibe una corona
muralis
? —preguntó otro.
Todos se rieron, excepto las dos mujeres.
Secundus se percató de su expresión confusa.
—Es la corona dorada que se entrega al soldado que remonta primero una muralla enemiga —explicó.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Fabiola intentando sonar lo más calmada posible—. Di.
Docilosa se acercó y apretó la mano de su señora; a su lado, Sextus soltó un gruñido silencioso.
Satisfecho con su buena disposición, Secundus sonrió.
—Formaremos una pequeña cuña. Hay pocos hombres que puedan resistir esta formación —contestó—. Estos cabrones no van a ser diferentes.
—No tenemos escudos —añadió Fabiola con firmeza—. ¿Eso importa?
Una mirada de respeto apareció en los ojos del veterano manco.
—No os preocupéis —repuso—. Las dos estaréis en el centro.
—¿Y al otro lado?
—Tendremos que escapar. Si tienen unas cuantas bajas, perderán las ganas de luchar. Si no, hay un pequeño asentamiento poco después de los árboles que debería ser seguro.
—¿Debería? —preguntó Fabiola maliciosamente.
Secundus se encogió de hombros:
—Si los dioses nos sonríen.
—¿Y los esclavos?
Secundus hizo una mueca.
—No están preparados y no tienen armas —dijo—. Tendrán que hacer lo que puedan.
—No disponemos de armas de sobra. ¡Salvaos! —ordenó Fabiola a los cuatro esclavos—. Cuando ataquemos, corred hacia los árboles. Con suerte, nunca os encontrarán. Si podéis, regresad a la casa de Brutus en Roma.
Un par asintieron temerosamente con la cabeza.
Después, la señora y su sirvienta se miraron; Docilosa tenía una expresión de incertidumbre en el rostro.
Otra lluvia de flechas alcanzó los escudos de los veteranos que estaban al frente.
—¡Dame un puñal! —pidió Docilosa de repente.
—¡Así me gusta! —sonrió Secundus.
Uno de los hombres sacó un
pugio
de su cinturón y se lo entregó.
No se entretuvieron más. Con los rostros cubiertos por los cascos y las cabezas detrás de los
scuta
, los veteranos se alejaron de la protección de la litera. Fabiola y Docilosa se escabulleron detrás de ellos, con Sextus a su lado. El hombre de rostro cetrino asumió la posición principal y otros tres formaron los lados de la cuña. Secundus condujo a Sextus y a las dos mujeres al interior de la cuña y, junto al veterano herido, cerró la retaguardia.
Se oyeron gritos de alarma cuando los que les habían tendido la emboscada se dieron cuenta de lo que estaba a punto de suceder. Más flechas volaron por el aire.
—¡Ya! —gritó Secundus.
Chapotearon por el barro cuando echaron a correr.
A unos veinte pasos el terreno era irregular. La velocidad de la cuña disminuyó enormemente porque todos tenían que mirar dónde ponían los pies. Fabiola se concentró en mantenerse derecha, pues sabía que una caída podría resultar mortal.
—¡No os detengáis! —gritó Secundus—. ¡Seguid adelante!
Los veteranos se encaramaron sobre ásperos troncos de los que sobresalían ramas que les arañaban y rasgaban las piernas, y se subieron a la barrera. Estaban lo suficientemente cerca como para ver los rostros de sus enemigos. Mientras ayudaba a Docilosa a no perder el equilibrio, Fabiola escrutaba a los rufianes que gritaban y buscaba alguno que le resultase conocido.
Dos hombres se lanzaron contra el veterano de rostro cetrino que se encontraba en el extremo de la cuña. El primero recibió un golpe en plena cara con el tachón del escudo y cayó gritando. Receloso, su compañero aflojó un poco el paso y entonces embistió con fiereza con el cuchillo curvado al pie del antiguo legionario. Al agacharse, el hombre que venía a continuación se inclinó y lo apuñaló en el pecho con el
gladius
. Un chorro de sangre salpicó las rocas; ahora dos de los atacantes ya estaban fuera de combate.
La cuña subía con lentitud la barrera mientras flechas y piedras golpeaban los escudos. Varios matones más se lanzaron contra ella, intentando alcanzar a los veteranos. Se encontraron con rápidas y eficientes estocadas. Todo lo que tenían que hacer era herir al enemigo, pensó Fabiola. No era necesario matarlos a todos. Cuando la hoja de un
gladius
abría el vientre de un hombre o le infligía un profundo corte en los músculos del brazo o de la pierna, ya no representaba una amenaza. A Fabiola la embargó el respeto y un poco de esperanza mientras los soldados seguían luchando. Contemplar la escena era aterrador y a la vez increíble. No le costaba imaginar cómo se podía destrozar al enemigo en una batalla con la formación en V.
De repente, todo se volvió borroso.
Un rufián con el pelo largo y grasiento cargó con los hombros contra el veterano más bajo que se encontraba en el lado izquierdo de la cuña. El impacto y el terreno irregular bastaron para que las
caligae
del veterano resbalasen en la roca. Aunque al caer apuñaló al matón en el pecho, también chocó contra el compañero que tenía a su izquierda. Esto, a su vez, hizo que el último se tambalease y la cuña se rompiera. Si hubiesen contado con más hombres, probablemente hubiesen conseguido tirar unos de otros y levantarse, pero sencillamente no eran suficientes. Ahora, sus pesados
scuta
eran un estorbo más que una ayuda y dejaban a los caídos totalmente a merced de sus enemigos. Con gritos de triunfo, llegaron más atacantes que pinchaban a los tres indefensos veteranos como muchachos que pinchan con palos las manzanas caídas.
Fabiola abrió los ojos horrorizada. Ahora no había nadie entre ella y los rufianes; los más cercanos se podían ver claramente. Fabiola no reconoció a ninguno, pero contó consternada un mínimo de seis. Y todavía había más que atacaban por el otro lado. De repente, a Fabiola se le paró el corazón. A veinte pasos de distancia, un individuo que le resultaba conocido dirigía el ataque ondeando una larga lanza. Bajo y fornido, con brazaletes de plata y cuatro heridas largas en la mejilla donde ella lo había arañado. No podía ser otro. Scaevola.
Sus miradas se encontraron.
Scaevola hizo un gesto obsceno y le sonrió.
—¡Quería terminar nuestra cita! —gritó.
Fabiola sintió náuseas.
—No os detengáis, señora —le susurraba la voz de Docilosa al oído—. Es nuestra única posibilidad.
La obedeció sin decir nada.
Secundus y otro de los hombres se dieron la vuelta para intentar cerrar el hueco que habían dejado los compañeros caídos. Sextus, como una flecha, también avanzó, y un matón demasiado entusiasta cayó inmediatamente bajo su
gladius
. Secundus golpeó a otro fuertemente en el pecho con el
scutum
y lo envió tambaleándose contra los hombres que estaban detrás.
En la parte delantera, el veterano de rostro cetrino había llegado a la zona superior de la barrera.
—¡Venga! —gritó—. ¡Podemos conseguirlo!
Eran las últimas palabras que iba a pronunciar.
La lanza de Scaevola volaba a toda velocidad y lo alcanzó en el cuello, por debajo de las protecciones de la mejilla del casco de bronce. El extremo en forma de hoja atravesó al veterano y apareció por el otro lado, rojo de sangre. Sin emitir un sonido, se inclinó hacia delante y cayó en el camino, diez pasos más abajo.
El siguiente en morir fue el soldado herido de flecha. Lo siguió otro situado en el lado derecho de la cuña que simplemente no pudo con la superioridad numérica. Secundus, Sextus y dos más eran los únicos hombres que quedaban. El grupo bajó frenéticamente por el montón de piedras y troncos y llegó al terreno llano situado más allá de la barrera. Tres matones los esperaban con las armas en alto y el resto se abalanzó para perseguirlos.
—¡Imbéciles! ¡No los dejéis escapar!
Por encima del ruido del chocar de las armas, Fabiola reconoció la voz de Scaevola.
—¡Cinco
aurei
para el que capture a esa preciosa puta!
La desesperación que se percibía en su voz indicaba que tenían alguna posibilidad.
—¡Corre! —gritó Fabiola. Se subió el vestido y salió corriendo por entre los árboles.
Deseosos de ganar semejante premio, los hombres del
fugitivarius
corrieron tras ellos.
—¡Cubrid la retaguardia! —ordenó Secundus a los dos seguidores que quedaban—. ¡Ya!
Disciplinados hasta el último momento, obedecieron en el acto. Los dos aflojaron el paso y se dieron la vuelta para enfrentarse al enemigo. Hombro con hombro, juntaron los escudos en un último acto de desafío.